171916.fb2 Carretera De Odios - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

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13

El rótulo, clavado en el margen de hierba, rezaba: «Euro-Fun, el único parque temático internacional de Sussex». Estaba escrito en letras blancas sobre fondo azul, y bajo el texto, alguien había pintado sin demasiada destreza un ciervo o rebeco pequeño, un molino de viento y lo que parecía una reproducción de la torre inclinada de Pisa. Damon Slesar cruzó la verja abierta, una de cuyas hojas aparecía rota y apoyada contra la calle, y subió por un sendero que en invierno debía de convertirse en un lodazal.

El parque estaba dispuesto en una serie de explanadas que el sendero atravesaba en sinuosa trayectoria. El lamentable aspecto del lugar quedaba contrarrestado en parte por la gran cantidad de árboles que disimulaban algunos de los excesos más flagrantes de Euro-Fun, que pese a todo iban quedando expuestos a la vista a medida que uno se adentraba en el parque. El paso de los años lo había convertido en un lugar destartalado, y había pocos visitantes. Cinco personas, tres adultos y dos niños, caminaban aturdidos por la zona denominada Dinamarca, contemplando con aire dubitativo una casa de muñecas de madera con tejado verde y una reproducción en plástico de la Sirenita sentada a orillas de un estanque de agua estancada veteado de PVC azul.

No quedaba claro en qué consistía el objetivo del parque; tal vez que los visitantes pasearan por él y contemplaran su contenido preguntándose qué era aquello. Eso era precisamente lo que hacían un hombre y una mujer que deambulaban entre tulipanes de cera dañados por el agua a la sombra de un monstruoso molino de viento de plástico, mientras un par de niños en plena pubertad permanecían sentados en la escalinata de una cabaña con la mirada fija en un reloj de cuco. El cuco había salido de la casita, y en ese momento se había estropeado el mecanismo, por lo que el pájaro se había quedado fuera, silencioso, con el pico abierto para siempre, dispuesto a emitir una llamada que jamás llegaría.

– ¿Has venido alguna vez con tus hijos? -preguntó Damon Slesar.

– Por favor -replicó Nicky Weaver-. ¡Mira el Partenón! ¡Es increíble!

Parecía hecho de amianto, aunque probablemente era de yeso, con tuberías de desagüe blanqueadas por columnas. Delante de la Acrópolis se veía un maniquí de boutique ataviado con faldita plisada blanca y chaqueta negra, tocando un instrumento de cuerda. Junto a la Acrópolis se veía España, con un toro y un torero de papel maché, y al lado la taquilla y el aparcamiento. Más allá se alzaba un bungalow bastante grande al que le habría venido de perlas una buena capa de pintura.

Apareció un hombre de mediana edad que llevaba un jersey de punto y pantalones de pana gris. Era uno de esos hombres que apenas tenían cabello sobre la cabeza pero en cambio poseían una barba pobladísima, en su caso una maraña canosa y desaliñada, coronada por un bigote espeso y de puntas caídas al que flanqueaban unas patillas bastante rizadas.

– ¿Dos entradas, señora? Al aparcamiento se llega siguiendo todo recto.

– Policía -anunció Nicky al tiempo que le mostraba la placa en lugar del dinero que el hombre esperaba ver-. Estoy buscando al señor o a la señora Royall.

Como buena policía, Nicky observó de inmediato que el hombre estaba familiarizado con las investigaciones policiales.

– Yo soy James Royall, señora, a su servicio -repuso, golpeándose el pecho con el puño-. ¿En qué puedo servirla?

Nicky sabía que no la llamaba «señora» por deferencia o cortesía, sino que pretendía hacer un chiste, una parodia del modo en que los policías se dirigen a una superior. James Royall se estaba haciendo el gracioso.

– Me gustaría hablar con usted de su hijo… Brendan.

– Como observará, no puedo dejar mi puesto, señora.

Damon Slesar miró en derredor.

– Pues yo no observo demasiada actividad precisamente. No hay cincuenta mil personas haciendo cola.

– Nos gustaría hablar con usted ahora, señor Royall -insistió Nicky-. Que deje su puesto o busque a alguien que lo sustituya…, a mí me da igual.

La pequeña oficina o caseta tenía una suerte de trastienda. Nicky abrió la puerta, entró y llamó por señas a James Royall. Había dos sillas de cocina y una mesa que hacía las veces de escritorio. A lo largo de las paredes se veían estanterías con docenas, tal vez centenares de artefactos del parque temático, figurillas, animales de plástico, trozos de árboles, casas de muñecas y embarcaciones, todo ello roto y a la espera de ser reparado.

Royall descolgó el teléfono.

– Ven un momento, Mag -dijo-. Ha surgido algo. -Se volvió hacia Damon-. Bueno, ¿qué hay?

– Nos interesa mucho localizar a su hijo, señor Royall. ¿Sabe dónde está?

– Pregúnteme algo más fácil -replicó Royall con un encogimiento de hombros-. Se ha equivocado de sitio. Él, yo y su madre estamos un poco distanciados. En otras palabras, que no nos hablamos.

– ¿Y eso a qué se debe, señor Royall?

El hombre se volvió hacia Nicky, cuyo aspecto y tono, y tal vez incluso su rango y la profesión que desempeñaba al parecer le hacían gracia. Las comisuras de los labios se le curvaron en una sonrisa bajo el bigote caído.

– Bueno, me parece que eso no le incumbe, señora, pero como soy un hombre de buena fe, se lo diré. En primer lugar, mi hijo Brendan creía por alguna razón misteriosa que nunca he llegado a entender que cuando recibiera en herencia la propiedad de mi viejo, debía regalársela a él enterita. ¿Qué le parece? Las veinte mil libras que le di por la venta de dicha propiedad no le bastaron, no, señor, así que siguió viniendo a pedirme más. Pero no le gustaba nada el parque temático. Entre otras cosas, desaprobaba el toro y el torero…

– Y los topos, querido -añadió una voz femenina desde la puerta.

– Ah, sí, los topos también, Mag, tienes razón. Como no queríamos que este lugar pareciera los Alpes, porque ya teníamos una zona suiza, tuvimos la osadía de llamar al exterminador de topos sin consultar antes con su Alteza, lo que, como suele decirse, le hizo bastante la puñeta.

La señora Royall, a la que su marido había avisado para que recibiera a los clientes, permanecía en el umbral, mirando constantemente por encima del hombro para que se no le colara ningún cliente a pie o en coche.

– Soy la madre de Brendan -anunció a Nicky con aire impotente.

– ¿Conoce usted su paradero, señora Royall?

– Ojalá. Me entristece sobremanera estar apartada de mi único hijo por esa pasión que siente hacia los animales. A nosotros también nos gustan los animales, le dije, pero en este mundo hay que ser práctico.

Royall chasqueó la lengua.

– No se trata de animales, sino de dinero, y sabes muy bien dónde está… Velando por sus perspectivas de futuro, o sea, haciéndole la pelota a quien conviene para agenciarse la herencia de su abuelo.

– ¿Y eso dónde es, señor?

– En Marrograve Hall…, señora. Vendí la casa a mi prima, la señora Panick, hace unos siete años, y di una parte justa de los beneficios a ese codicioso amante de bichos…

– ¡Jim! -lo amonestó la señora Royall.

Se marcharon en el instante en que llegaba otro coche, éste con matrícula austríaca. Nicky se preguntó qué les parecería a sus ocupantes la sección dedicada a su patria, con su caballo de plástico enjaezado en oro, el busto de Mozart y la caja de música que tocaba valses vieneses tras insertar una moneda de diez peniques.

– No eran los mismos que habían traído a Roxane, Kitty y Owen -explicó Dora-. Bueno, la verdad es que no estoy muy segura respecto al alto, tal vez fuera él, pero el conductor no era el mismo. El segundo hombre era más alto, aunque no tan alto como el alto, y era más delgado… y más joven. Sólo le vi la cara al alto, y además a través de la media. Era una media bastante gruesa, de veinte, ya saben. Era un hombre blanco, caucásico, como suele decirse, de rasgos afilados, puede, pero quizá redondeados, aunque no lo sé, por la media… Si me mostraran fotografías, podría decirles que se parece un poco a éste o al otro, pero no podría asegurar nada. No sé de qué color tenía los ojos. Sólo le vi el color de los ojos a uno de ellos. Respecto al conductor del que les he hablado… No creo que pueda añadir nada más. No le vi los ojos; en ningún momento oí hablar a ninguno de ellos, porque nunca hablaban con nosotros. El tercero, el que ayudó a traer a Roxane… Bueno, había otro, pero no apareció hasta el día siguiente… En fin, el tercero tenía un tatuaje en el brazo.

– ¿Un tatuaje?

A Wexford y Burden se les ocurrió la misma idea al mismo tiempo. Era la típica pista de las novelas detectivescas, incluso de las más anticuadas, la marca que conduciría de forma inexorable al culpable. Pero ¿sucedía eso en la vida real?

– ¿Dices que llevaba un tatuaje en el brazo? -repitió Wexford-. ¿Estás segura?

– Segurísima. No lo vi hasta el día siguiente, el miércoles. Representaba una mariposa de color rojo y negro, aunque supongo que todos los tatuajes son rojos y negros. Les hablaré más de ello cuando llegue el momento, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

– Como he dicho, había un cuarto hombre -prosiguió Dora-. Era uno de los que nos trajo el desayuno al día siguiente. También era alto, de la misma estatura que el alto, y sinceramente, no sé qué decir de él. Incluso llevaba guantes, así que no sé ni cómo tenía las manos. No era más que una figura alta y enmascarada, un hombre delgado, erguido, de andar atlético… Daba bastante miedo, la verdad, aunque por entonces ya había dejado de tener miedo. Estaba enfadada, y el enfado acaba con el miedo. En fin, no podría identificar a ninguno de ellos, y creo que a los demás rehenes les pasaría lo mismo.

– Pero ¿no vio al cuarto hombre, al de los guantes, hasta el día siguiente, el miércoles?

– Exacto. No debería haber hablado de él aún. No debería haber mencionado el tatuaje. Me está riñendo, ¿verdad?

– ¡Jamás se me ocurriría reñirla! -rió Karen Malahyde-. ¿Por qué la dejaron marchar? -inquirió tras un titubeo.

– No lo sé.

– Dice que uno de ellos habló con usted.

– Fue ayer por la noche, hacia las diez. Por entonces ya estaba sola con Ryan, porque se habían llevado a los demás. El hombre alto de los guantes entró con el del tatuaje. Yo estaba sentada en la cama, como casi siempre. Me indicaron por señas que me levantara y extendiera las manos, así que lo hice, y volvieron a esposarme.

Wexford emitió un sonido ahogado que de inmediato transformó en una tos. Apretó los puños y luego volvió a abrirlos. Su mujer le lanzó una mirada triste.

– Me llevaron afuera. No protesté ni me resistí, porque ya sabía lo que hacían con los que se resistían…, bueno, lo que habían hecho con la que se había resistido. Ni siquiera me despedí de Ryan, porque creía que volvería. Luego me pusieron otra vez la capucha. Fue entonces cuando me habló el del tatuaje. Fue un minuto después de que me sacaran, pero…, bueno, fue un mal minuto. Creía que iban a matarme. En fin, sigamos. En definitiva, me sobresaltó mucho oír su voz.

– ¿Cómo era?

– ¿La voz? Pues hablaba con acento cockney, pero no natural, como si lo hubiera aprendido.

Burden cambió una mirada con Wexford y asintió. El hombre que había llamado a Tanya Paine hablaba con un acento cockney que se le había antojado aprendido.

– ¿Qué te dijo exactamente? -preguntó a Dora.

– Intentaré recordarlo. Vamos a ver… «Diles que hemos tomado nota de la suspensión, pero que eso no basta. Los trabajos deben cesar definitivamente. Diles que las negociaciones empezarán el domingo.» Luego me ordenó que repitiera el mensaje, y así lo hice. Había perdido la voz a causa de los nervios, pero en aquel momento la recuperé, porque si me daban un mensaje significaba que iban a soltarme.

– ¿Te metieron en un coche? ¿Viste el coche?

– En ese momento no. Dieron la vuelta a la capucha para que no pudiera ver nada, así que no vi el lugar en el que nos habían tenido encerrados. Me hicieron subir al asiento trasero de un coche y me abrocharon el cinturón de seguridad. El trayecto duró alrededor de una hora y media. Le habría dado la vuelta a la capucha para ver algo, pero con el cinturón y las esposas no podía hacer nada. Cuando el coche se detuvo, el conductor abrió la puerta, dio la vuelta al vehículo y me quitó la capucha. Estaba oscuro, pero comprobé que era el mismo que me había llevado hasta el sótano, el hombre bajo, moreno y barbudo, el que olía de aquella forma tan peculiar. Seguía oliendo, por cierto, y llevaba gafas de sol. Me quitó las esposas, desabrochó el cinturón de seguridad y me ayudó a bajar del coche. Luego me dio mi bolso, que no había visto desde el miércoles. No habló en ningún momento. El coche estaba aparcado junto al campo de críquet, que está a unos cuatrocientos metros de nuestra casa. Creo que aparcó allí porque en un lado sólo hay campo y en el otro está la iglesia metodista y el cementerio. Allí no habría testigos, imagino. Era más de medianoche, y todas las farolas estaban apagadas. El hombre subió otra vez al coche y me dejó allí. Intenté distinguir la matrícula, pero estaba demasiado oscuro. En cuanto al modelo y el color…, bueno, era bastante claro, crema, quizás, o gris o azul claro. No encendió los faros hasta haberse alejado unos cincuenta metros. La matrícula empezaba por L y acababa en cinco y siete. Me fui a casa. Llevaba las llaves en el bolso. Intenté entrar por la puerta trasera, pero tenía echado el pestillo por dentro, así que fui hacia la principal. Ah, me han preguntado por qué me dejaron marchar. Lo siento, no he contestado a esa pregunta. ¿Sólo para que transmitiera el mensaje? No lo creo… La verdad es que no tengo ni idea.

– Muy bien -terció Wexford-. Basta por hoy. Si quieres podemos hablar un poco más en casa, pero de momento se acabó la declaración oficial. Nos has proporcionado muchísimos datos útiles.

Era una casa espantosa, de las que sólo podían remontarse a las últimas fases de la arquitectura victoriana. Lo curioso, tal como Hennessy señaló a Nicky Weaver, era que a todas luces la habían construido como vivienda, no como institución. El principal material de construcción era un ladrillo de color caqui amarillento, un color enfermizo que de vez en cuando se veía interrumpido por líneas de baldosa roja. Bajo el tejado poco inclinado de pizarra se veían ocho ventanas de marco corredizo, y bajo ellas, otras ocho más alargadas. En la planta baja, a cada lado de la puerta completamente centrada, había tres ventanas rematadas por arcos góticos. La puerta principal era chata, tosca, carente de paneles, sin porche ni la más mínima entrada. Marrowgrave Hall era un lugar enorme, como observó Damon Slesar al rodear el edificio, pues la estructura delantera se repetía exactamente en la parte posterior, más allá de una hendidura que el tejado formaba en el centro.

La única edificación exterior era un garaje, un monstruo prefabricado y algo separado de la casa. Hennessy escudriñó el interior por la única ventana que había en la parte posterior, pero lo único que vio fue un montón de sacos vacíos. Nicky llamó a la puerta, que abrió una mujer descomunal, una de esas personas tan increíblemente gordas que es un milagro que puedan acarrear cada día su ingente masa de carne de un lado a otro. Aparentaba cuarenta y tantos años, tenía el rostro muy redondo, la boca entreabierta y el cabello escaso y rojizo. Iba embutida en una especie de tienda de campaña floreada que le llegaba hasta las monumentales pantorrillas.

– ¿Es usted la señora Panick? -preguntó Nicky.

– Son de la policía, ¿verdad, querida? Los esperábamos. Acabamos de recibir una llamada.

– ¿Podemos entrar?

En la casa olía a comida. Era un olor bastante agradable, sobre todo si uno tenía hambre, una mezcla de vainilla, azúcar quemado y fruta. Mientras recorrían el oscuro pasillo les llegó asimismo un olor a queso seguido de beicon frito, y cuando por fin entraron en la cocina, una estancia enorme y cavernosa, percibieron el conjunto de todas aquellas fragancias suculentas. Avanzaban muy despacio, porque Patsy Panick encabezaba el grupo y caminaba con gran dificultad. La mujer se detuvo en medio de la cocina y se apoyó en una silla para recobrar el aliento.

Sentado a una larga mesa de pino, un hombre daba cuenta de lo que probablemente era el almuerzo, aunque no eran más que las once y media. Estaba casi tan gordo como su mujer, pero no del todo. Los hombres y las mujeres engordan de un modo distinto, y mientras que la señora Panick tenía la grasa repartida de forma más o menos regular por todo el cuerpo, la de Robert Panick se había acumulado sobre su abdomen hasta convertirse en una verdadera montaña. Cuando atravesaban Forby de regreso a casa, Slesar comentó que en cierta ocasión había leído que Tomás de Aquino se había hecho cortar una gran elipse en su mesa de trabajo a fin de acomodar su enorme barriga. A Robert Panick no le habría venido mal semejante arreglo, pero por lo visto, a nadie se le había ocurrido la idea, por lo que se veía obligado a permanecer a más de medio metro de la mesa e inclinarse hacia adelante cuanto le permitía su inexistente cintura para poder comer.

El almuerzo consistía al parecer en un gran plato de carne, hígado y tal vez beicon frito, con guarnición de patatas fritas, guisantes y pan también frito. En la cocina chisporroteaban dos sartenes llenas de lo mismo. Sobre la mesa se veía el plato medio vacío de la señora Panick, quien al acercarse a él comió un bocado con aire distraído.

– Dales algo de comer, Patsy -masculló Panick, quien por lo demás hizo caso omiso de los recién llegados-. Algunas galletas de chocolate con mermelada o los Mars que tenemos en el congelador.

– No, gracias -declinó Slesar en nombre de todos-. Es muy amable de su parte, pero no, gracias. Queríamos preguntarles por la casa. Tengo entendido que se la compraron al señor James Royall hace unos siete años.

– Cierto, querido, pero fue hace seis años. Jimmy es primo mío, y su padre, el que vivía aquí, era mi tío. Siempre nos había encantado esta casa, ¿verdad, Bob? Es una casa antigua preciosa, una antigüedad, en realidad, y en cuanto tuvimos ocasión de comprarla…, bueno, a Bob le habían ido muy bien los negocios, de modo que los vendió, y decidimos invertir en la casa de nuestros sueños.

Su marido asintió con un gesto y le alargó el plato vacío para que se lo llenara. La señora Panick vertió en él casi todo el contenido de las dos sartenes y se sentó ante su propio plato, arrancando un largo y doloroso quejido a la silla.

– No les importará que siga comiendo, ¿verdad? Ojalá se animaran a tomar algo. ¿Qué tal un trozo de bizcocho Victoria? Lo he hecho esta misma mañana. En fin, como quieran… Nuestras necesidades son escasas, como pueden observar, y no tenemos coche. En Pomfret hay una excelente tienda de comestibles que tiene servicio a domicilio dos veces por semana, así que creímos que podíamos permitirnos comprar la casa y mantenerla, y la verdad es que nos las arreglamos bastante bien, ¿verdad, Bob? Claro que estoy convencida de que mi primo Jimmy nos hizo un precio especial por ser de la familia.

– Respecto a Brendan, el hijo de su primo -terció Nicky-. Supongo que le conocen.

– ¿Conocerlo? Más bien es como un hijo para nosotros. Al fin y al cabo, es nuestro sobrino segundo, ya me dirá. Es como un hijo para nosotros y no quiere saber nada de Jimmy y Moira, querida. Dice que su padre es cruel con los animales y además le estafó su parte de la herencia, y es verdad que mi tío John siempre decía que Brendan heredaría la casa cuando él muriera. Su padre le dio parte del dinero que le pagamos, pero se lo gastó casi todo en el Euro-Fun. De todas formas, le dije a Brendan que no se preocupara, que algún día esta casa sería suya.

– ¿A qué se refiere?

– Pues a que se la dejaremos en el testamento.

– O sea que lo ven…

– ¿Que si lo vemos? Siempre viene a vemos cuando está de paso. Siempre le digo a Bob que Brendan nos convirtió en sus padres porque no se llevaba bien con los suyos. Somos… ¿Cómo se dice? Ah, sí, padres suplentes. Y creo que sabe que siempre tendrá un plato caliente en esta casa. Vaya, Bob, te lo has acabado todo. Tendré que prepararme otra cosa.

– Hay pudín, ¿no? -preguntó Panick en el tono de alguien que pregunta al director de un banco cómo es posible que su cuenta esté en números rojos.

– Pues claro que hay pudín. ¿Cuándo te he servido yo una comida sin pudín? Ni una sola vez en toda nuestra vida de casados. Pero tengo un huequecillo y me parece que tendré que atacar el Camembert antes del postre, como hacen los franceses.

– ¿Sabe dónde está Brendan ahora, señora Panick?

– Bueno, seguro que no está con sus padres, querida. ¿En Nottingham, quizá? Vino a vemos hace un par de semanas… No, mentira, hace ya casi un mes, por algo relacionado con mariposas y sapos. Le encantan los animales. Su trabajo consiste en salvar animales, ¿sabe? Un poco como los de la protectora. En fin, vino a vemos una noche. Cenamos faisán, congelado, por supuesto, porque la temporada de faisanes no empieza hasta el mes que viene, pero estaba muy rico, y además preparé salsa de pan, salsa de naranja, patatas al homo, relleno y tarta de chocolate con nata. Llegó a las cinco, más contento que unas pascuas, y aparcó la caravana delante de la ventana de la cocina para poder oler la comida, dijo.

– ¿Vive en una caravana? -preguntó Hennessy, procurando no sonar demasiado horrorizado.

– Bueno, en realidad es una autocaravana Winnebago, querido. Se pasa la vida de aquí para allá; nunca se sabe por dónde anda.

– ¿No tiene domicilio fijo?

– No, fijo no, a menos que cuente éste.

– Le agradeceríamos que la próxima vez que aparezca nos avise.

– Así lo haré -aseguró Patsy Panick para sorpresa de Nicky Weaver.

– ¿Dónde tienes escondido el pudín, Patsy? -terció Bob.

– ¿No os han parecido demasiado buenos para ser verdad? -comentó Nicky Weaver mientras atravesaban Forby, designado (o condenado) en cierta ocasión como el quinto pueblo más bonito de Inglaterra.

– Nadie es demasiado bueno para ser verdad -replicó Hennessy, imitando el tono de Wexford, a quien admiraba sobremanera-. ¿Insinúa que tal vez estaban fingiendo?

– Supongo que no… En fin, tal como atacan la comida, Brendan Royall no tendrá que esperar mucho para recibir la herencia.

– Qué lástima que viva en una Winnebago -masculló Damon-. Qué mala suerte.

– ¿Quieres decir que te da envidia porque también te gustaría vivir en una Winnebago o que te exaspera porque será muy difícil de localizar?

– Ambas cosas.

Cuatro hombres, uno de ellos con un tatuaje, otro que olía a acetona, uno con guantes. Un Golf rojo, un sótano, un baño recién instalado, máscaras de tela de saco pintada con aerosol, esposas, un coche de color claro, una matrícula que empezaba por L y acaba en cinco siete. Un hombre con acento cockney adquirido. Tales fueron los datos que Wexford presentó a las cuatro, durante una reunión en el antiguo gimnasio, a los integrantes de su equipo que no se hallaban en Nottingham o Guilford. Éstos, a su vez, le hablaron de un joven paranoico que se había peleado con sus padres y una Winnebago que Nicky Weaver había empezado ya a buscar.

– Me gustaría mucho saber si Brendan Royall tiene un tatuaje -comentó Wexford-. Es probable que sus padres lo sepan.

– O la señora Panick -añadió Nicky.

Con cierta timidez, Lynn Fancourt intervino para decir que no quería parecer ignorante, pero ¿qué era una Winnebago? Burden le explicó que se trataba de una autocaravana de lujo, algo parecido a un bungalow con ruedas. Con ella, Royall podía recorrer el país entero y aparcar en apartaderos cuando le viniera en gana.

Acto seguido, Wexford les dejó escuchar las cintas. El jefe de policía llegó de forma inesperada al cabo de cinco minutos de dar comienzo la primera. Se sentó a escuchar, y al acabar acompañó a Wexford a su despacho.

– Su mujer debe de tener muchas más cosas que contarnos, Reg.

– Sí, señor, pero tengo miedo de que…

– Sí, lo comprendo, yo también. ¿Cree que la ayudaría contar con el apoyo de un psicólogo?

– Con franqueza, señor, hablar conmigo es su terapia. Hablar y que yo la escuche. Esta noche seguiremos hablando en casa.

El jefe de policía miró el reloj como hace la gente cuando está a punto de hablar de plazos.

– ¿Recuerda que me dijo que los periódicos no mostrarían ningún interés si se levantaba la prohibición sobre este asunto un viernes o un sábado? ¿Que lo que más les gustaría era que se levantara a última hora de un domingo?

Wexford asintió con un gesto.

– Pues entonces la levantaremos mañana.

– De acuerdo, si usted lo dice…

– Así es. Vendrán en jaurías, recibiremos cientos de llamadas durante todo el día de personas que afirmarán haber visto a los Struther en Mallorca o Singapur, de gente que sabrá que el sótano en cuestión está en casa de sus vecinos, etcétera, etcétera, pero puede que también averigüemos algo útil. Y eso es precisamente lo que necesitamos ahora, Reg.

– Lo sé, señor.

– A veces creo que deberíamos atenemos más al sistema continental, como el francés, por ejemplo. Mantener las investigaciones en secreto, convertirlas casi en operaciones de incógnito en lugar de informar de todo a la opinión pública. En definitiva, mantener al margen a la prensa, la opinión pública y los familiares de las víctimas mientras dura la investigación. En cuanto la opinión pública se entera de todo, la presión a que nos vemos sometidos aumenta.

Reminiscencias de aquel congreso sobre métodos continentales…

– Esperan resultados inmediatos -comentó Wexford.

– Exacto, y eso conduce a errores.

Al término de la conversación, Wexford se fue a casa. En High Street pasó junto a una desordenada fila de moradores de los árboles que, cargados con sus bártulos, se dirigían a los mejores lugares para ir a alguna parte en autoestop. Algunos de ellos se marchaban a protestar a otra parte mientras durara la evaluación medioambiental.

El Golf rojo aparcado delante de su casa le causó un sobresalto, pero por supuesto, era el de Sylvia. Estaba tan inmerso en aquel asunto que ni siquiera reconocía el coche de su hija. Entró en la casa y vio que no estaba sólo una de sus hijas, sino ambas. Dora sostenía en brazos a la pequeña Amulet. Wexford recordó que era la primera vez que veía al bebé.

– No te preocupes, papá; pasaré la noche en casa de Syl, papá -anunció Sheila.

– Jamás me preocupa verte, cariño -mintió antes de dedicar una sonrisa a Sylvia-. Veros a las dos.

– En fin -suspiró Sylvia al tiempo que se levantaba-. Nos vamos; sólo hemos venido a ver a mamá. ¿No te parece que nos hemos portado bien? No hemos hablado de todo esto con nadie. Sheila conoce a cientos de periodistas y se le podría haber escapado algo en cualquier momento, pero hemos sido auténticas tumbas.

– Os habéis portado de maravilla -aseguró Wexford-. El lunes podréis hablar cuanto queráis -Lanzó una mirada severa a Sheila-. Es la primera vez que sé de una mujer que se pasa la vida deambulando por la campiña con un bebé de una semana. Hala, dadme un beso y marchaos.

En cuanto se fueron, abrazó a Dora y comprobó que el corazón le latía con violencia. Asimismo reparó en que la mano que alzó para acariciarle el hombro temblaba.

– ¿Te apetece una copa? -propuso-. ¿O algo para comer? Si quieres salimos a cenar. Es tarde, pero no demasiado para ir a La Méditerranée.

Dora sacudió la cabeza.

– Me he puesto a temblar al llegar a casa. Karen me ha traído y ha entrado para prepararme una taza de té, pero en cuanto se ha ido he empezado a temblar. Entonces han llegado las chicas. Sheila ha venido desde Londres en un coche alquilado. No quiero volver a temblar, Reg; me desconcierta.

– ¿Crees que te ayudaría seguir hablando del secuestro? ¿Del sótano y de esa gente?

– Es posible.

– Tendré que grabarte.

– No importa. La verdad es que ya me he acostumbrado -bromeó con una carcajada algo forzada-. No quiero volver a sostener una conversación a menos que me la graben.