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– ¿Cómo averiguaron quiénes erais si no hablaban? -inquirió Wexford.

Dora tenía unas ojeras enormes y unas arrugas en torno a la boca que no recordaba haberle visto con anterioridad. Por lo menos había dejado de temblar, y mantenía las delgadas manos apoyadas sobre el regazo.

– Después de traer a los Struther -comenzó con voz firme-, el del tatuaje volvió y nos dio a cada uno un pedazo de papel. Eran trozos arrancados de un cuaderno de papel pautado. No dijo una palabra, pero como ya he dicho, ninguno de ellos hablaba. Kitty Struther estaba tumbada en la cama, llorando y gimiendo que quería irse de vacaciones. Era surrealista. Ahí estábamos, en una situación espantosa, y ella quejándose de que le habían echado a perder las vacaciones. El del tatuaje dejó un papel junto a ella, pero fue su marido quien lo rellenó por ella. En el papel ponía sólo «nombre», por lo que concluimos que querían saber nuestros nombres. Owen Struther dijo que eran unos criminales y unos terroristas, y que no pensaba facilitar las cosas a semejantes elementos, pero cuando Roxane le contó que le habían pegado (por entonces ya tenía un enorme cardenal en un lado de la cara), dio su brazo a torcer. Dijo que accedería en aras de su esposa. Anotamos nuestros nombres, y al cabo de un rato, el del tatuaje volvió para recoger los papeles.

– ¿No le dijiste quién eras?

– Escribí que me llamaba Dora Wexford, si te refieres a eso -repuso su esposa, mirándolo con expresión interrogante-. Ah, ya entiendo… No les dije que estaba casada contigo. Supongo que imaginé que lo sabrían…, pero puede que no.

¿Cuántas personas reconocerían su nombre? No demasiadas. Cierto era que en el pasado había salido varias veces por televisión en relación con casos anteriores, para pedir en público la colaboración de testigos o la ayuda de los ciudadanos, pero nadie recuerda cómo se llaman los policías que salen en tales retransmisiones ni aquellos cuya fotografía aparece en los periódicos.

– Recuerda que no hablaron con nosotros en ningún momento, Reg -señaló Dora-. Y nosotros tampoco hablábamos mucho con ellos. Bueno, Roxane sí. La primera vez que trajeron comida, Kitty les dio las gracias, y eso hizo reír a Roxane, pero el del tatuaje la agarró por los hombros y la zarandeó hasta que se calló. Los demás apenas hablábamos con ellos. No creo que supieran que el jefe de la investigación era mi marido.

El viernes por la tarde ya lo sabían, se dijo Wexford, y por eso la dejaron marchar. La idea de tener a su esposa entre los rehenes era demasiado para ellos. Sin duda se llevaron un buen susto al enterarse. Además, al liberarla se aseguraban de que le transmitiría el mensaje, pero ¿cómo se habían enterado?

– Dices que el del tatuaje pegó a Roxane Masood cuando intentó atacarlos a él y al de la cara de goma, ¿no? ¿Por qué él o alguno de los demás no intentó pegar a Kitty Struther?

– Kitty no los atacó -repuso Dora tras un instante de reflexión-; sólo gritaba y gemía.

– Pero le escupió. A la mayoría de la gente le parecería algo intolerable. Más tarde, el del tatuaje agarró a Roxane y la zarandeó sólo por reírse cuando Kitty le dio las gracias por la comida.

– No tengo ni idea, Reg. Sé que no les gustaba Roxane porque les ocasionó problemas desde el comienzo. Owen Struther hablaba mucho de no hacer ningún gesto conciliatorio, de «no dar cuartel al enemigo», como solía decir. No es lo bastante viejo para haber luchado en la Segunda Guerra Mundial, pero hablaba como si fuéramos prisioneros de guerra. Sin embargo, era Roxane quien oponía más resistencia. Al día siguiente, la segunda vez que el conductor y el de la cara de goma nos trajeron comida, Roxane se quedó mirando el plato y dijo: «¿Qué es esta bazofia?». Y luego lo tiró al suelo. Eran alubias frías y pan, lo que no está tan mal cuando tienes hambre, que era nuestro caso, pero Roxane lo tiró todo al suelo. El de la cara de goma volvió a pegarle, y Roxane se dispuso a contraatacar. Fue horrible, pero en aquel momento Owen Struther intervino y consiguió detener la pelea. No hizo gran cosa, sólo decirles que pararan y apoyar una mano en el hombro de Roxane, pero supongo que debía de irradiar una autoridad que surtió efecto. Kitty empezó a llorar otra vez, y Owen se sentó junto a ella para acariciarle la cabeza y cogerla de la mano. Al cabo de un rato llegó el del tatuaje y limpió la porquería.

– ¿Todos dormisteis en el sótano aquella noche?

– Hacia las diez, el de la cara de goma y el del tatuaje entraron, apagaron la luz y desenroscaron la bombilla…, ah, y también la del baño. Siempre venían de dos en dos, por cierto. A fin de cuentas, éramos cinco, aunque no creo que Kitty o yo pudiéramos haber hecho gran cosa. Todo quedó a oscuras, pero al cabo de un rato se filtró un poco de luz por la conejera pegada a la ventana.

– ¿Quieres decir luz artificial?

– Tal vez una farola, la luz exterior de una casa o de un porche… No era luz de luna, que sí vimos el jueves por la noche. Sobre cada cama había una manta, pero ninguna almohada. No hacía frío. Ninguno de nosotros se quitó la ropa. No era el sitio más indicado. Bueno, yo me quité la chaqueta y la falda. Ah, una cosa que te hará gracia…

– Lo dudo.

– Que sí, Reg. Llevaba un cepillo de dientes en el bolso. Al día siguiente me lo quitaron, pero aquella noche aún lo tenía. Había comprado tres tubos de dentífrico el día antes, con una de esas ofertas en las que compras tres tubos y te regalan un cepillo, otro tubo pequeño de dentífrico y un neceser de plástico para llevártelo todo de viaje. Bueno, no sé por qué, pero lo había metido en el bolso, y allí estaba, así que lo compartimos. Si me hubieran dicho que alguna vez llegaría a compartir el cepillo de dientes con otras cuatro personas, no lo habría creído ni en pintura. Ahí estábamos, tendidos a oscuras en nuestras camas, y Owen Struther empezó a decir que el primer deber de un prisionero es escapar. Por el baño no se podía salir, así que sólo quedaban la puerta principal y la ventana con sus barrotes y su conejera, pero Owen dijo que era una posibilidad y que a la mañana siguiente la examinaría. Ryan Barker apenas había abierto la boca mientras la luz estaba encendida, pero por lo visto hizo acopio de valor en la oscuridad. En cualquier caso, dijo que le gustaría intentar escapar y que ayudaría en lo que pudiera. Owen contestó «buen chico» u otra estupidez parecida, y Ryan explicó que su padre había sido soldado. Era como si hablara consigo mismo en la oscuridad. Dijo que su padre había luchado en una guerra, aunque no especificó en cuál, y que había dado la vida por la patria. Fue bastante raro oírle decir eso en la oscuridad. «Mi padre dio la vida por la patria.» Kitty estaba llorando de nuevo. Quería que Owen «la abrazara», según dijo, lo que a los demás nos resultó algo embarazoso, y además Owen no podía, porque aquellas camas no medían más de sesenta centímetros de anchura. Kitty no dejaba de gemir que Owen tenía que cuidar de ella, que estaba muy sola y tenía mucho miedo. Yo creía que no podría pegar ojo, pero al cabo de un rato me dormí. Antes intenté comprender cómo lo habían hecho, cómo habían conseguido montar lo de Contemporary Cars, quiero decir. Entre cuatro no debía de haber sido muy complicado, y además eran más de cuatro, luego te lo explico. Mientras pensaba en ello me dormí, pero me desperté porque la cama contigua temblaba. Qué curioso…, o quizá no, que hablar contigo me haya hecho dejar de temblar. La verdad es que me encuentro bastante bien. En fin, no era yo la que temblaba, sino Roxane. Extendí la mano, y se aferró a ella. Me dijo que lo sentía, que no podía dejar de temblar, que no era por miedo…, quiero decir miedo como el de Kitty, sino por la claustrofobia.

– Ah, sí.

– ¿Lo sabías?

– Su madre me dijo que padece una forma de claustrofobia bastante grave.

– Cierto. Me susurró que con la luz encendida no pasaba nada, pero que la oscuridad la afectaba mucho. Todo habría ido bien de estar la puerta abierta, pero claro, no era el caso. Es una chica muy sensata, Reg, aunque demasiado valiente para su propio bien. Acercamos las camas un poco más, y seguí sosteniéndole la mano, lo que por lo visto la calmaba. Al cabo de un rato nos dormimos. A la mañana siguiente nos trajeron el desayuno el de los guantes y el de la cara de goma. Era la primera vez que veíamos al de los guantes. Llevaba un arma.

– ¿Un arma de fuego?

– Sí, una pistola o un revólver. Tal vez fuera de juguete, no lo sé, pero Owen, que entiende de esas cosas, aseguró más tarde que no era de verdad. O sea que, probablemente, el arma que el de la cara de goma llevaba en el coche tampoco era de verdad. Al cabo de un rato usó la pistola… No me mires así, Reg, que nadie resultó herido -aseguró Dora al tiempo que le cogía la mano-. No volvieron a colocar las bombillas. La habitación estaba bastante oscura pese a que fuera hacía sol. Apenas se filtraba luz por entre los barrotes y las grietas de la conejera. El de los guantes abrió la ventana, lo que no fue un gesto tan generoso como parece, porque entre los barrotes no cabía nada más grueso que un brazo. Pero al menos entró un poco de aire fresco. El desayuno consistía en rebanadas de pan de molde, una naranja para cada uno, un bollo…, una especie de magdalena seca, mermelada en tarrinas diminutas, como en los hoteles, cinco tazones de café instantáneo y tres vasos de plástico llenos de leche de soja. Supongo que nos alimentaron bien porque no pensaban damos nada más hasta la noche. Owen dijo muchas tonterías acerca de afilar la cuchara para convertirla en un destornillador y así desquiciar la puerta, pero entonces volvió el de la cara de goma y comprobó que estaban todos los utensilios antes de llevarse las bandejas. ¿Te cuento cómo pasamos el resto del día?

– No, querida. Quiero que te vayas a la cama. Te subiré algo caliente para beber. Mañana seguiremos hablando.

Permaneció sentado en el salón durante un rato, intentando recordar algo que le había dicho Dora y que le estaba martilleando la cabeza. Por fin se le ocurrió. La leche de soja, sí, señor, el sucedáneo de leche que habían servido a los rehenes en el desayuno. La tarde anterior, había tomado té con leche de soja en compañía de Gary y Quilla, y el brebaje le había dejado un sabor de boca muy desagradable. Habían sucedido tantas cosas desde entonces que parecían haber transcurrido cien años.

Aquellos dos sabían que Wexford era policía, pero no cómo se llamaba. De repente recordó que, cuando les dijo su nombre. Quilla se había sobresaltado. En aquel instante había creído que se debía a su graduación, pero ¿y si fuera por el nombre?

Hacia las cinco y media del viernes, había revelado a Quilla y Gary su nombre y su graduación en la tenacita de la tetería de Framhurst. Cuatro horas más tarde se ultimaban los preparativos para dejar en libertad a Dora.

Era terreno desconocido para él, nuevo e inexplorado. A ratos tenía la sensación de atravesar a tientas un bosque tenebroso de árboles exóticos, sembrado de obstáculos invisibles y animales salvajes que lo amenazaban de un modo indefinido. Nunca había imaginado que tendría que ocuparse de un secuestro y una petición de rescate de carácter político, y si alguien se lo hubiera propuesto, habría sugerido que le dieran el caso a otro, sin lugar a dudas.

Aquel domingo por la mañana parecía haber alcanzado un confín impenetrable del bosque, un lugar que, pese a todo, debía explorar. No sabía cuál sería su siguiente movimiento. Los ordenadores poseían ya gran cantidad de información, pormenores de todas las pistas investigadas, historiales de todas las personas mencionadas en la investigación, actividades verificadas por partida doble, posibles lugares y «zulos», transcripciones de entrevistas… También había montones de cintas, la carta enviada al Kingsmarkham Courier y las versiones de los mensajes posteriores. Wexford no veía nada concreto en todo ello, nada que le diera a entender que pronto podría ordenar que rodearan un lugar específico y acorralaran a una persona o personas en particular.

Había enviado al sargento Cook y al agente Lowry a buscar a Quilla y Gary para llevarlos a la comisaría de Kingsmarkham. Si es que seguían en el campamento de Elder Ditches, se dijo, si es que no se habían marchado el día anterior como tantos otros. Dora aun dormía cuando se hubo preparado para salir aquella mañana, y mientras se preguntaba qué hacer al respecto, llamó Sheila. Su hija, que había pasado la noche en casa de Sylvia, pasaría por allí de camino a su casa, de inmediato o en cuanto llegara el coche de alquiler, y haría compañía a su madre hasta que él regresara.

Pese a andar a tientas por el oscuro bosque, había tomado la decisión de reunir a los familiares de todos los rehenes en el antiguo gimnasio para que los miembros disponibles del equipo de investigación los pusieran en antecedentes y les anunciaran que la noticia saldría publicada el lunes por la mañana. Haciendo caso omiso de lo que el jefe de policía opinara de las prácticas continentales, habían implicado a los familiares y debían continuar por ese camino. Al verlos ahí sentados, se preguntó si había hecho lo correcto, pero ¿cómo saber qué era lo correcto si no existía precedente alguno?

Recordó que Audrey Barker le había preguntado si podía ponerse en contacto con la otra madre para crear un grupo de apoyo. Wexford se había negado, sobre todo para reducir al mínimo el riesgo de que se revelara el secreto. Ahora podían crear ese grupo si querían, pues tal vez hablar del tema constituiría un consuelo, pero veía que ahora que se les brindaba la oportunidad, cada uno de ellos estaba sentado solo, limitándose a lanzar de vez en cuando una mirada suspicaz a los demás.

La señora Peabody no había acudido, de modo que su hija era la única persona sola. Era una figura solitaria, de cabeza inclinada, las manos entrelazadas en el regazo, el rostro blanco como la nieve. Parecía sumida en la desesperación pese a saber que su hijo se hallaba a salvo. Por contra. Clare Cox exhibía una expresión esperanzada. Ofrecía un aspecto práctico, resuelto y, sobre todo, diferente. La americana, la falda y los zapatos negros transformaban por completo su apariencia. Llevaba el cabello recogido en la nuca con un lazo de seda negra. Embutido en un elegante traje oscuro de brillo purpúreo, Masood se sentaba junto a ella; la había acompañado sin su segunda familia. Con todo el sentido del humor que era capaz de reunir dadas las circunstancias, Wexford reparó en que estaban cogidos de la mano.

Andrew Struther, con aspecto cansado y tenso, susurraba de vez en cuando algo al oído de Bibi. La muchacha llevaba pantalones cortos blancos y una camiseta roja de tirantes que dejaba el vientre al descubierto. Andrew, por el contrario, iba muy formal, con americana de hilo, pantalón oscuro, camisa blanca y corbata. También ellos se cogían de la mano, pero de un modo mucho más expresivo que los padres de Roxane, con ademán casi libidinoso. Bibi le había cogido la mano para apoyársela sobre el muslo entre pálido y dorado. No parecía muy alterada, pero a fin de cuentas, ¿por qué iba a estarlo? A sus padres no los habían secuestrado.

Wexford subió a la tarima improvisada y empezó a hablar. Les explicó que los datos del caso que habían proporcionado a la prensa el miércoles anterior quedarían bloqueados esa misma noche. Los medios de comunicación tendrían plena libertad para utilizarlos junto con la información más reciente que la policía de Kingsmarkham estaba a punto de revelarles.

Creía que ya sabían que Planeta Sagrado había liberado a su esposa. Fue ella quien les había proporcionado información sobre el estado en que se hallaban los demás rehenes, asegurándoles que todos se encontraban bien el viernes, cuando ella se fue. Asimismo les había transmitido el mensaje de que Planeta Sagrado iniciaría las negociaciones ese día, domingo, aunque todavía no habían recibido noticias de ellos. Tampoco podía asegurar que la policía o los familiares de los rehenes, para el caso, estuvieran dispuestos a conversar con los secuestradores en los términos que éstos impusieran.

Los familiares escucharon su relato, a cuyo término les preguntó si tenían alguna duda. Sabía que no había sido del todo franco con ellos o tal vez ni siquiera consigo mismo. Eso de que «se encontraban bien»… ¿Hasta qué punto era cierto? Ahora creía que se había abstenido de seguir interrogando a Dora, que había aplazado las preguntas porque había ciertas cosas, sobre todo de Roxane Masood, pero también de los Struther, que había preferido no saber antes de presentarse ante los familiares. Sus temores parecían haber remitido un poco. ¿Por qué echar más leña al fuego en semejante coyuntura?

Audrey Barker levantó la mano como una niña en clase…, o más bien como hacían los niños en clase en tiempos de Wexford.

– Diga, señora Barker.

Sus ojos y su rostro tenso, desgarrador, producían la impresión de que acababa de presenciar algo espeluznante. Como si acabara de ver un fantasma o un cruento accidente múltiple en la autopista.

– ¿Puede decirme algo más de Ryan? -preguntó al borde de las lágrimas-. Me refiero a cómo estaba, cómo soportaba la situación.

– El viernes por la noche estaba bien, bastante animado -repuso Wexford, sin añadir que, con toda probabilidad, al partir Dora se habría quedado solo-. Por lo visto, la comida era decente, y los rehenes tenían cuarto de baño, camas y mantas.

«No me pregunte si están todos juntos -rogó en silencio-. No me pregunte dónde está la chica.» Nadie lo preguntó. Clare Cox parecía dar por sentado que Roxane también se hallaba en el sótano cuando liberaron a Dora.

Masood había soltado la mano de la de su ex mujer para anotar algo en su pequeña agenda de cuero. Al cabo de unos instantes alzó la vista.

– ¿Puede decimos quién los custodia? -inquirió.

– Por lo visto son cinco hombres o cuatro hombres y una mujer.

– ¿Y tienen ya alguna pista acerca de su paradero?

– Sí, tenemos pistas, muchas pistas que nuestros investigadores siguen sin cesar. De momento no sabemos con certeza dónde se encuentran los rehenes, sólo que se trata de un lugar situado en un radio de unos cien kilómetros. Puede que la publicación de la noticia nos resulte de gran utilidad en este sentido.

Estaba a punto de surgir la pregunta de siempre, la pregunta que alguien formulaba tarde o temprano. En este caso fue Andrew Struther.

– Todo eso está muy bien, pero ¿por qué no han realizado más esfuerzos para localizarlos? ¿Cuántos días han pasado? ¿Cinco? ¿Seis? ¿Qué han estado haciendo ustedes exactamente?

– Señor Struther, todos los agentes de la zona están dedicados exclusivamente a encontrar a sus padres y los demás rehenes -explicó Wexford con paciencia-. Se han anulado todos los permisos, y cinco agentes de la Unidad Criminal Regional han acudido en nuestra ayuda.

– Los milagros los hacemos enseguida -recitó Masood como si se tratara de un aforismo ingenioso o nuevo-. Para lo imposible tardamos un poco más.

– Debemos esperar que no se trate de algo imposible -dijo Wexford-. Si no tienen más preguntas, tal vez quieran conversar a solas. Se ha propuesto crear un grupo de apoyo que podría resultar de gran ayuda en estos momentos.

Pero no habían terminado con él. De repente surgió la otra pregunta, la que casi había creído poder rehuir, y fue Bibi, de entre todos los presentes, quien la formuló.

– Qué curioso, ¿no? Quiero decir, un poco raro que sólo hayan soltado a su mujer, ¿verdad? ¿Cómo se lo explica, eh?

La clase de rabia que jamás debía exteriorizar se apoderó de él en una oleada, esa rabia que convierte la hipertensión en una sensación física de sangre golpeando contra todas las paredes del cuerpo. Respiró profundamente y se dispuso a contestar.

– No me lo explico -dijo con toda sinceridad antes de aspirar otra profunda bocanada de aire-. Por supuesto, deben prepararse para el acoso de los medios de comunicación. La policía no impondrá restricción alguna sobre lo que digan a la prensa o sobre cualquier entrevista que deseen conceder. -Irguió la cabeza y los miró uno por uno-. No se desanimen; sean optimistas.

Bajó de la tarima con el acuciante deseo, un deseo al que no debía sucumbir, de alejarse de aquella gente. Los familiares permanecieron en el gimnasio como si esperaran que les sirvieran un refrigerio, pensó Wexford. De repente sucedió algo extraño. Las dos madres se acercaron una a otra. Hasta entonces no habían establecido contacto alguno, apenas si habían mostrado con su actitud que compartían una misma preocupación, pero ahora, como si las palabras de Wexford les recordaran la angustia que sufrían, se acercaron una a otra mirándose a los ojos. Y entonces, como si siguieran las acotaciones de un único guión, extendieron los brazos y se fundieron en un abrazo.

Los hombres nunca hacían esas cosas, se dijo Wexford. Cuánta vergüenza, cuánta incomodidad se ahorraban las mujeres. Se dio cuenta de que él mismo sentía cierta vergüenza ajena, algo que le sorprendió y casi le divirtió. Comprobó que Masood desviaba la mirada y que Struther susurraba algo a la chica que la hizo reír.

Wexford emitió una tosecita discreta, anunció que seguirían en contacto y les pidió que recordaran que la noticia saldría publicada al día siguiente.

Dora, a quien Karen había ido a buscar a casa, estaba sentada en su despacho, una estancia mucho más agradable que el antiguo gimnasio. Las horas de sueño habían mejorado su aspecto, le habían arrebatado la expresión cansada y tensa. Había recobrado parte de su vivacidad e iba muy bien vestida, con un traje chaqueta que Wexford no le había visto antes y que le sentaba muy bien.

Burden también estaba en el despacho y acababa de poner en marcha la grabadora. Dora, que al principio se había sentido un poco intimidada por el aparato, hablaba ahora como si no existiera.

– El inspector jefe Wexford ha entrado a las diez y cuarenta y tres minutos -recitó Burden.

Sus palabras parecieron divertir a Dora, que esbozó una sonrisa.

– ¿Por dónde iba? ¿He hablado ya de la primera mañana?

– De la mañana del miércoles, cuatro de septiembre -repuso Burden.

– Exacto. Si os parece bien, llamaré a los secuestradores Conductor, Guantes, Cara de Goma y Tatuaje.

Las sonrisas que obtuvo por respuesta la animaron a seguir.

– Ah, sí, y la quinta persona, el… ¿Cómo se dice? No es travestí, sino… Ah, sí, hermafrodita.

– ¿Qué? No hablarás en serio -exclamó Burden.

– No sé si era un hombre o una mujer. Nunca les veíamos la cara ni les oíamos la voz, así que… Muy inteligente de su parte no hablar, ¿verdad?

– Los villanos listos no hablan -masculló Burden-. Eso lo sabemos. Sigue, Dora.

– Los demás llevaban chándals negros, pero Hermafrodita llevaba esos zapatones de suela muy gruesa… ¿Doc Martens? Y me pregunté si sería para que los pies parecieran más grandes… si es que era una mujer, claro. Se movía como una mujer, con más gracia que los demás, con gestos menos deliberados, más ligeros… En fin, no sé, la verdad. Aquella mañana, en cuanto nos dejaron solos, Owen Struther cogió a Ryan por banda…, bueno, en realidad se sentó junto a él y empezó a hablarle sobre la idea de la fuga y todo eso. Creo que la emprendió con Ryan porque pese a que aún no ha cumplido los quince años, era el único varón y además mide un metro ochenta. A mí no me hacía ninguna gracia, porque será alto como un hombre, pero es un niño en muchos sentidos. Owen le decía una y otra vez que debía portarse como un hombre, que era su responsabilidad proteger a las mujeres porque ellos eran los únicos hombres y eso formaba parte de su papel en la vida. Lo más importante era que Ryan no mostrara temor en ningún momento y demás tonterías así… Al cabo de un rato me levanté y fui al baño para asearme lo mejor posible. Pasé un buen rato allí dentro, intentando lavarme bien, y además era un modo de matar el tiempo. Roxane también se lavó, y ambas nos cepillamos los dientes con mi cepillo. Luego le dije a Kitty que el baño estaba libre, pero apenas me hizo caso. Un rato antes se había paseado por el sótano como un oso enjaulado, asestando puñetazos contra la pared y demás, pero luego se había derrumbado en la cama. Tomó un poco de café, pero no desayunó, y parecía haber sucumbido por completo a la desesperación… Me pareció curioso… Su marido es un hombre tan activo, resuelto y lleno de energía, como esos oficiales tan audaces de las viejas películas bélicas, y ella, en cambio, débil como si estuviera a punto de sufrir un colapso nervioso. Bueno, el primer día escupió y soltó muchas palabrotas, pero luego nada. Me costaba entender cómo dos personas que seguramente llevaban muchos años casadas podían tener actitudes tan distintas ante la vida.

– ¿En qué consistía el plan de fuga? -preguntó Wexford.

– Luego os lo explico. Pasé la mañana charlando con Roxane. Me habló de sus padres… Su padre es un empresario bastante rico que nació en Karachi pero vino a Inglaterra de pequeño y amasó una fortuna de la nada. Está muy orgullosa de él, en cambio a su madre la compadece. Su madre no quiso casarse con el señor Masood, pese a que él sí quería. Roxane aún recuerda a su padre intentando convencer a su madre cuando ella tenía diez años. Pero Clare…, siempre la llama Clare, anteponía su carrera a todo lo demás y consideraba que el matrimonio era una institución obsoleta… Sin embargo, su carrera nunca ha sido gran cosa, por lo visto. Por fin, el señor Masood se casó con otra mujer y tuvo más hijos. A Roxane no le hace ninguna gracia; está celosa y su madrastra no le cae bien… La verdad es que me parece que le gusta que su madrastra tenga problemas de peso mientras que ella, por supuesto, está delgadísima. Me contó que quería ser modelo y que su padre la ayudaría, y luego me habló de la claustrofobia. Dice que se debe a que su abuela, la madre de Clare, la encerraba en una alacena como castigo cuando era muy pequeña. Si es cierto me parece espantoso, casi imposible de entender, pero me pregunté si sería realmente la causa. Estas cosas psicológicas suelen ser mucho más complejas, ¿verdad? En fin, no quiero hablar sólo de ella. Tiene claustrofobia, pero en el sótano podía arreglárselas más o menos. Pero me hizo preguntarme qué pasaría si se hacía modelo y tenía que alojarse en habitaciones de hotel diminutas. Claro que tal vez sea la nueva Naomi Campbell y se aloje siempre en suites. No nos trajeron nada para almorzar ni entraron en varias horas. Owen Struther examinó toda la habitación, arrastrando consigo a Ryan y prestando especial atención a la ventana y la puerta. La ventana estaba abierta, pero seguía sin verse gran cosa, sólo aquel verdor y esa cosa gris que parecía un peldaño de hormigón. Y era prácticamente imposible sacar nada entre los barrotes. Owen tenía el brazo demasiado grueso para pasarlo, pero Ryan lo consiguió y llegó a tocar la madera de la conejera. Dijo que sintió lluvia sobre la mano, pero ya veíamos que llovía…

– ¿Oían la lluvia? -terció Slesar.

– ¿Quiere decir si la oíamos golpear contra el tejado? No, no. Tengo la impresión de que había uno o quizás incluso dos pisos sobre el sótano. No era un granero ni un garaje aislado. Volviendo a Owen Struther, creía que el único modo de escapar sería esperar a que nos trajeran la comida y la puerta no estuviera cerrada con llave. Lo harían él y Ryan con la ayuda de Roxane. No creo que tomara en consideración mi posible fuerza, y por supuesto, su pobre esposa no contaba. Roxane debía distraer a uno de ellos. No sé qué tenía pensado Owen en aquel momento, tal vez intentar otro ataque, y todos sabíamos a qué conduciría eso. En cualquier caso, no creo que le importara, porque estaba obsesionado. Escogerían un momento en que Hermafrodita fuera uno de los integrantes de la pareja, porque resultaría más fácil de manejar. La cosa podría haber salido bien si hubieran venido cada dos por tres, pero como ya he dicho, no los habíamos visto durante horas. De todos modos, el plan no era demasiado práctico. Mientras Roxane estuviera ocupada con uno de ellos, recibiendo una paliza, imagino, Owen se encargaría del otro y Ryan escaparía por la puerta. Por eso intervine y le pregunté si era consciente de que Ryan sólo tenía catorce años. En primer lugar, no sabía conducir. ¿Qué haría en medio de Dios sabe dónde? Por eso modificó el plan y decidió que él escaparía mientras Ryan se ocupaba del secuestrador. En fin, la cosa no funcionó. Fue un auténtico desastre, pero de eso hablaré más tarde, ¿de acuerdo?

En las Islas Británicas crecen unas veinticinco variedades distintas de mora silvestre. La mayoría de la gente cree que sólo existe una, pero no hay más que observar las diferencias entre las hojas, por no hablar del tamaño, la forma y el color de las bayas, para comprender que varían en gran medida. La joven de aspecto frágil que, ataviada en un mono azul desvaído, cogía moras para llenar una cesta de mimbre, si bien se comía tantas como cogía, se lo explicó a Martin Cook sin que éste se lo pidiera.

– Muy interesante -masculló el policía-. ¿Qué va a hacer con esas moras?

– Pues hervirlas con bayas de saúco y manzanas silvestres para hacer una compota de otoño -explicó al tiempo que lanzaba a Burton Lowry una mirada admirativa, a lo que Cook estaba acostumbrado, pues su ayudante atraía por igual a mujeres blancas y negras-. Pero no creo que hayan venido para recibir una lección de cocina de los Elfos, ¿verdad?

– Estoy buscando a Gary Wilson y Quilla Rice.

– Pues aquí no los va a encontrar, porque se han ido. Han venido a tocarles un poco las narices, ¿eh? Pues lo siento, pero me parece que tendrán que conformarse conmigo.

Cook hizo caso omiso del comentario; seguiría pasando por alto semejantes provocaciones, pero no por mucho rato.

– ¿Y cómo se llama usted, si puede saberse? -preguntó.

– Pues puede saberse -replicó la joven con descaro- que podría llamarme de muchas formas. Mi madre quería llamarme Tracy, y a mi padre le gustaba Rosamund, pero al final me pusieron Christine. Christine Colville. ¿Y usted cómo se llama? -Al no obtener respuesta, se volvió hacia Lowry-. ¿Quiere una mora? -le ofreció.

– No, gracias.

Cook se giró para escudriñar las profundidades del bosque. Divisó en la distancia las primeras casas construidas en los árboles de Elder Ditches. En un claro vio a alguien sentado con lo que parecía un instrumento musical, pero en el lugar reinaba el más absoluto silencio.

– ¿Hay alguna persona…?

Se interrumpió sin saber cómo expresarse.

– ¿Alguna persona al mando de… esto?

– ¿Quieren que los lleve a ver a nuestro jefe?

– Sí, si tienen uno…

– Claro que lo tenemos -exclamó la joven-. El Rey del Bosque. ¿No han oído hablar de él?

Cook recordaba haber leído el nombre en la declaración enviada al Kingsmarkham Courier.

– ¿Se llama Conrad Tarling?

La joven asintió, cogió la cesta, se volvió hacia ellos y les hizo una seña.

– Síganme.

Mientras caminaba iba arrancando racimos de bayas de saúco de los arbustos que llenaban alrededor de un acre antes de dar paso a los árboles más altos. Cook y Lowry la seguían de cerca.

– Volveré más tarde a buscar las manzanas silvestres -anunció la joven-. Supongo que no habrán oído hablar del Rey en el Bosque.

– Pero si acaba de decir que es Tarling.

– Ése no -puntualizó la chica con desdén-. En Italia, a orillas del lago Nemi, hace mucho tiempo, vivía un hombre llamado el Rey en el Bosque. Se pasaba la vida dando vueltas y más vueltas al mismo árbol, nervioso y asustado, armado con una espada, sin bajar jamás la guardia, porque sabía que vendrían hombres para intentar matarlo, ya que quien lo matara le sucedería en el trono.

– ¿Ah, sí? -espetó Cook.

– Era un sacerdote y un asesino -terció Lowry-, y tarde o temprano sería asesinado. El hombre que lo matara sería sacerdote en su lugar. Eran las reglas del bosque sagrado.

Christine Colville esbozó una sonrisa.

– ¿Del qué?

A él le sonaba igual que Planeta Sagrado. La mujer observó un instante su expresión perpleja y se echó a reír. Cook no tenía la menor idea de qué hablaban ella y Lowry, pero estaba bastante seguro de que al menos la mujer le estaba tomando el pelo. Cuando se adentraron en el bosque, Christine Colville dejó la cesta en el suelo, alzó la cabeza y silbó. Sonaba como el canto de un pájaro, piwi, piwi, piwi.

Varios rostros aparecieron por entre las ramas.

– Quieren hablar con el Rey -anunció la joven.

Fue entonces cuando se presentó el propio Conrad Tarling como si la palabra mágica «Rey» hubiera abierto la cueva de Alí Baba. Salió a gatas de una de las casas y se detuvo en la plataforma. Iba desnudo de cintura para arriba, y su cabeza rapada brillaba azulada.

– Policía -anunció Cook-. Me gustaría hablar con usted.

Tarling desapareció de nuevo tras la cortina de lona que servía de puerta de la cabaña, y mientras Cook se preguntaba qué hacer a continuación, reapareció envuelto en una gran capa de color arena. Por un instante, Cook creía que saltaría desde tan considerable altura para ir deslizándose con manos y pies de rama en rama y descender por las protuberancias del tronco nudoso del árbol hasta el suelo. Sin embargo, lo que hizo fue chasquear los dedos a alguien invisible, y en cuestión de unos instantes, Christine y un hombre ataviado con bermudas y anorak habían apoyado una escalera de mano contra el árbol.

Cuando lo tuvo frente a sí, Cook comprobó que Tarling le pasaba al menos quince centímetros. Tenía la cabeza bastante pequeña y el cuello muy largo. Poseía un rostro fascinante, de facciones duras y bien definidas, como labradas en madera.

Cook le preguntó por Gary Wilson y Quilla Rice, pero el Rey del Bosque quería que se identificaran antes de responder. Tras examinar con toda seriedad la placa de Cook, preguntó muy digno qué quería la policía de ellos.

– Hacerles algunas preguntas.

Tarling se echó a reír. Ahora tenía público, media docena de Elfos acuclillados en las plataformas de sus cabañas, escuchando sus palabras mientras Christine Colville y su compañero del anorak permanecían sentados sobre la hierba con las piernas cruzadas. La voz de Tarling era profunda y suave, pero potente al mismo tiempo. A buen seguro lo oían hasta en Pomfret, pensó Cook con amargura.

– Eso es lo que siempre dicen ustedes, las palabras del totalitarismo. Unas cuantas preguntas… Un interrogatorio, la inquisición. Y luego los jueguecitos en los calabozos de la comisaría, ¿verdad?

– ¿Dónde tienen ustedes sus vehículos?

Otra carcajada, esta vez de cara a la galería.

– ¡Menuda palabreja! Vehículo. Eso es lo que yo llamo un término policial, como «procedimiento» o «pesquisas». Aquellos de nosotros que poseen «vehículos» los tienen aparcados en un campo que muy, pero que muy amablemente, y lo digo en serio, el señor Canning, un agricultor que ha resultado ser un ángel en comparación con otros de su especie y también se opone a la carretera, nos ha cedido.

– Ya… ¿Y dónde se encuentra el campo de ese ángel?

– Entre Framhurst y Myfleet. Es la granja Goland. Pero Quilla y Gary no lo utilizaban porque no tienen «vehículo». Deben de haberse ido en autoestop, como suelen hacer -Tarling se detuvo para coger su cesta antes de agregar con menor agresividad-: Volverán dentro de una semana aproximadamente. Para su información, como dirían ustedes, sin lugar a dudas, han ido a Gales para participar en la manifestación de Especies y no tardarán en regresar. Nadie cree que esta evaluación medioambiental zanje el asunto. Las cosas no son tan sencillas.

– ¿Y usted?

– ¿Cómo dice?

– Que si tiene un… -Cook desechó la palabra ofensiva-. Un coche.

Cook no estaba familiarizado con las obras de Lewis Carroll, pero Lowry sí. Wexford también habría reconocido la cita, pero a Cook se le antojó un verdadero galimatías. Se alejó un tanto disgustado, y las palabras de Tarling y las consiguientes carcajadas de sus súbditos lo persiguieron durante largo rato.

»He contestado a tres preguntas, y ya basta»,

dijo su padre. «No te des esos aires.

¿Crees que pienso tolerar semejantes cosas?

Apártate de mi vista o te arrojo por la escalera.»

– No me gusta nada que presumas de universitario en mi presencia -regañó Cook a Lowry cuando se dirigían hacia el coche.

– Pero ¿qué he hecho? -protestó Lowry, indignado.

Barry Vine esperaba en el coche con Pemberton. Habían ido al campamento de Savesbury Deeps, pero por lo visto habían obtenido menos resultados que Cook. La mitad de los activistas se había marchado, muchos de ellos para participar en otros peregrinajes a la búsqueda de nuevas injusticias.

– ¿Eso es de tu cosecha? -espetó Cook con aire beligerante.

– No, de la suya -replicó Vine con un encogimiento de hombros-. Me voy a Framhurst a tomar el té. Quiero averiguar de dónde sacan esa leche de soja -explicó al ver las expresiones de sorpresa de sus compañeros-. Quiero decir que me gustaría saber si se puede comprar en el supermercado o si sólo se suministra a restaurantes. Y después de descansar un ratito, Jim y yo iremos a hablar con el granjero Canning.

A esas alturas, Nicky Weaver ya sabía mucho de la Winnebago de Brendan Royall. Sabía la matrícula, sabía que era de color blanco, que tenía tres años de antigüedad y que por lo general, aunque no siempre, viajaba solo en ella.

La mejor información de que disponía hasta el momento era que un control policial de velocidad lo había visto aquella misma mañana en la M25, en dirección a la M2. La noticia redujo en gran medida el impacto producido por la llamada que acababa de recibir del sargento Cook, según el cual cabía la posibilidad de que Royall se hallara en una manifestación de Especies en Gales. Por supuesto, Nicky había hecho averiguaciones y descubierto que la protesta daña comienzo el martes siguiente en Neath, cerca del bosque de Glencastle. Por Dios, ojalá encontraran a los rehenes antes del martes…

Si Royall tenía intención de participar en la protesta, lo cierto era que se había equivocado de dirección. No era probable que fuera a ver a sus padres, pero no podía descartarlo por completo. Sin embargo, era casi seguro que visitaría a los Panick.

Nicky se paseó entre las mesas del antiguo gimnasio, escudriñando las pantallas de los ordenadores en busca de cualquier novedad que hubiera podido surgir. Todo el mundo estaba al corriente de la protesta de Especies, un acontecimiento importante en el calendario de los activistas. ¿Debían enviar agentes a la manifestación?

Miró por una de las ventanas alargadas que daban al aparcamiento. Se acercaba un coche que no reconoció, un pequeño Mercedes blanco que probablemente iba a buscar a Dora Wexford. En Myringham, la sede de la Unidad Criminal Regional, reconocía todos los coches que entraban y salían, además de verificar las matrículas de todos los que no le sonaban. Aquí le eran desconocidos casi todos…, pero no estaría de más anotar la matrícula. Más vale prevenir que curar. Nicky apuntó la matrícula antes de que el coche doblara la esquina hacia la parte posterior del edificio y se perdiera de vista.

– A ver si me aclaro -dijo Burden-. Guantes, el de los guantes… A él lo visteis menos que a los demás, sólo el miércoles por la mañana a la hora del desayuno y justo antes de que te fueras, ¿cierto?

– No del todo. Lo vi el miércoles y luego el viernes, eso es verdad, pero a mediodía.

– Muy bien. Ahora pasemos a la comida. ¿Qué os daban de comer? No, lo digo en serio. La comida podría proporcionamos una buena pista acerca del lugar.

– ¿Te refieres a lo que nos dieron el miércoles por la noche?

– Para empezar.

– No creo que os resulte de mucha utilidad. Trajeron tres pizzas muy grandes, cocidas pero frías, más pan blanco, cinco lonchas de queso tipo industrial y cinco manzanas muy pasadas. Ah, sí, y más café instantáneo con leche no láctea. Si teníamos más sed, bebíamos agua del grifo, y como no teníamos vasos ni tazas, pues bebíamos a morro.

Dora tomó un sorbo del té que les había llevado Archbold y cogió una galleta de chocolate con el placer de alguien que ha subsistido durante, varios días a base de pizza fría y rebanadas de pan de molde.

– Aquella noche vinieron Tatuaje y Hermafrodita. Probablemente, Tatuaje y Cara de Goma eran los más fuertes y los más…, bueno, despiadados, o al menos es la impresión que tengo. Lo que sí sé es que Hermafrodita era el más débil, y en cuanto entraron comprendí lo que tramaba Owen. Lo que hizo Roxane no fue deliberado, quiero decir que no formaba parte del plan, sino que fue un gesto espontáneo. Se levantó de un salto y dijo a Tatuaje que quería hablar con él. «Quiero hablar con usted -dijo-. Y quiero que usted hable con nosotros.» Tatuaje se la quedó mirando en silencio… Bueno, supongo que la estaba mirando, aunque no se sabe con la capucha. «Nos han dejado todo el día sin comer -dijo Roxane más o menos-. No nos han traído comida en todo el día. ¿Qué hemos hecho? Somos personas inocentes, no hemos hecho daño a nadie. Casi no nos dan nada de beber, y ésta es la primera comida que nos traen en diez horas. ¿De qué va todo esto? ¿Qué es lo que quieren?». El hombre no dijo palabra, sino que se quedó quieto, muy cerca de ella. Hermafrodita llevaba la bandeja, una bandeja enorme y muy pesada llena de comida. Vi que Owen se preparaba para atacar y que Ryan lo imitaba, pobrecito, jugando a las aventuras. La puerta no estaba cerrada con llave. Roxane… Madre mía, qué valiente es… Miró fijamente a Tatuaje, bueno, la máscara de Tatuaje, que estaba a diez centímetros de su cara, y gritó: «¡Contésteme, contésteme, cabrón!». Y entonces él le pegó. Le dio un golpe en la cabeza con todas sus fuerzas. En aquel momento, la manga de la camisa, que era bastante holgada, se le levantó, y vi el tatuaje, una mariposa en el antebrazo izquierdo. Cuando Roxane cayó encima de la cama, Ryan se abalanzó sobre Hermafrodita. Hermafrodita dejó caer la bandeja, y la comida salió volando por todas partes. Pizza boca abajo sobre la cama más cercana, manzanas rodando por el suelo… La bandeja cayó con un estruendo increíble. Ryan había agarrado a Hermafrodita por los hombros. En ese momento. Tatuaje se dio la vuelta y sacó un arma. Owen había conseguido abrir la puerta, pero no llegó a salir. Todo sucedió al mismo tiempo, cuesta explicarlo, pero de repente se disparó la pistola. No sé si era de verdad o no, lo único que sé es que se oyó un disparo y que lo que salió del arma fue a incrustarse en el marco de la ventana. ¿Las pistolas de mentira hacen tanto ruido?

– Puede -dijo Burden-. De hecho, todas las armas hacen ruido.

– No creo que apuntara a nadie. Kitty gritaba como una energúmena. Estaba tumbada en la cama, asestando puñetazos al colchón y gritando. Puede que fuera por eso o por la pistola, pero en cualquier caso, Owen vaciló, y ya saben lo que dicen de las personas que vacilan. Hermafrodita le dio a Ryan una patada en el estómago, y el pobre casi salió volando mientras se agarraba la barriga. Roxane gemía con la cabeza entre las manos. Yo me limité a quedarme sentada. El disparo me había paralizado. Tatuaje debía de llevar esposas encima, porque le puso unas a Owen. Era una situación extraña, porque todo sucedió sin que ninguno de los dos secuestradores dijera una sola palabra. Owen gritaba, los maldecía y les hablaba de los castigos que sufrirían. «Os encerrarán en una cárcel de máxima seguridad para el resto de vuestros días» y otras cosas por el estilo. Ryan estaba hecho un ovillo en el suelo, llorando, Roxane seguía gimiendo, y Kitty aún gritaba, pero ellos guardaban un silencio sepulcral. Muy siniestro, se lo aseguro, y mucho más efectivo que cualquier cosa que pudieran haber dicho. El silencio los deshumanizaba. Las personas son personas porque hablan, pero aquella gente se había convertido en máquinas, en criaturas de ciencia ficción. En fin, no creo que les interesen demasiado estos comentarios. Les contaré lo que ocurrió a continuación. Supongo que siempre llevaban esposas encima, porque pusieron un par a Ryan y otro a Kitty, que empezó a sollozar. Tatuaje llevó a Roxane al baño a empujones y la encerró. Eso me asustó porque sabía lo mal que lo pasaba en sitios cerrados, pero creí que si se lo decía no haría más que empeorar las cosas, así que me callé. Tatuaje se quedó con nosotros mientras Hermafrodita se iba y volvía al cabo de un momento con capuchas para los Struther. Les pusieron las capuchas y se los llevaron; fue la última vez que los vi. Eran más o menos las siete y media del miércoles.

– ¿No volviste a verlos? -la atajó Burden.

Dora meneó la cabeza, pero de inmediato se dio cuenta de que el gesto no quedaría grabado.

– No -prosiguió-, pero no tengo razones para creer que hayan sufrido ningún daño. Creo que sólo se los llevaron para encerrarlos en otro sitio que Tatuaje considerara más seguro. Kitty no dejó de sollozar en ningún momento. Ryan estaba más o menos bien, sólo que muy asustado. Más tarde le salió un cardenal tremendo en el estómago. Se levantó y dijo que no debería haber intentado semejante barbaridad. Yo estaba muy preocupada por Roxane. En el baño reinaba un silencio absoluto, por lo que creí que tal vez se había desmayado. Consideré la posibilidad de echar abajo la puerta. ¿Lo han intentado alguna vez?

Todos lo habían intentado y conseguido, si bien con dificultad. No era como en las películas, donde bastaba con una buena patada.

– ¿Lo intentaste? -preguntó Wexford.

– Sí, porque de repente se rompió el silencio. Roxane empezó a gritar y a golpear la puerta. No gritaba como Kitty, sino con verdadero terror fóbico. Apoyé el hombro contra la puerta y empujé. Tal vez lo habría acabado consiguiendo, pero al cabo de un momento entraron Cara de Goma y Tatuaje. Para hacerme a un lado. Cara de Goma me levantó y me arrojó sobre la cama. No pongas esa cara, Reg, no me hizo daño. Dejaron salir a Roxane, pero no enseguida. En aquel momento sucedió algo muy feo. Los dos tipos se miraron…, bueno, eso creo, porque con las capuchas…, y tuve la sensación de que lo sabían y estaban… o al menos uno de ellos estaba… disfrutando. Habían descubierto que le daban miedo los lugares cerrados y les hacía gracia. Se quedaron allí unos minutos, escuchando los golpes que daba a la puerta y sus súplicas. Por fin abrieron la puerta. Roxane salió dando traspiés y se derrumbó sobre su cama sollozando. Fue horrible, realmente espantoso. Pero la vida tenía que seguir, así que la abracé e intenté tranquilizarla. Luego, Cara de Goma y Tatuaje encontraron mi bolso y el de Kitty… Roxane no tenía porque a esa edad no llevan. Cogieron los dos y se fueron dejando a Ryan esposado, no sé por qué. No le quitaron las esposas hasta la mañana siguiente, y al pobre le molestaban y le hacían daño. Los tres que quedábamos nos dispusimos a pasarlo lo mejor posible. Recogí la comida que se había caído… Las pizzas estaban bien, y lo único que hice fue lavar las manzanas. Hice sentar a los dos conmigo, y nos pusimos a comer y hablar. Jugamos a un juego en el que cada uno debía contar una historia real sobre algún miembro de su familia. Estaba oscuro, porque como ya he dicho, no habían vuelto a traer las bombillas. En fin, empecé yo con una historia. Luego Roxane contó que su tía había conocido a Gershwin en Nueva York cuando era pequeña. Ryan contó que su padre había ganado un campeonato de atletismo del condado. Pero bueno, no creo que les interese todo esto. Al cabo de un rato nos dormimos los tres, incluso Roxane, pese a que le dolía la cara. La tenía muy hinchada y amoratada, y en la sien tenía un corte que sangraba. Al día siguiente se la llevaron, pero en ese momento no lo sabía. Yo era la única a la que no habían hecho absolutamente nada y la verdad es que me sentía culpable. Es ridículo, claro, pero supongo que, en esas situaciones, la gente acaba sintiéndose culpable…

El agente Edward Hennessy salió al aparcamiento justo antes de las cuatro. Su coche estaba estacionado junto al del inspector jefe Wexford. Entre los dos coches, sobre el asfalto, vio una maleta de fibra color marrón oscuro, con las iniciales D. M. W. en el costado. Al lado había dos grandes bolsas de plástico llenas, una verde y la otra amarilla.

Hennessy no tocó nada, sino que entró de nuevo en la comisaría, llamó a la puerta del despacho de Wexford y lo avisó. Dora Wexford seguía allí, descansando entre dos sesiones de grabación.

– Debe de ser mi maleta -exclamó al tiempo que se levantaba de un salto-. Y mis bolsas.

Tenía razón. Las bolsas contenían los regalos que había comprado para Sheila. Ropa de bebé, un chal, un quimono para madres en período de lactancia, dos novelas nuevas, un frasco de perfume y otro de leche corporal. Dora identificó la maleta, y cuando la abrieron vio toda su ropa cuidadosamente doblada. Sobre ella había una hoja de papel con otro mensaje de Planeta Sagrado.

No más demoras, por favor. Deben informar a los medios de comunicación de inmediato. Éste es el primer paso de nuestras negociaciones. Somos Planeta Sagrado, y nuestra misión consiste en salvar el mundo.