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La televisión se adelantó a la prensa, y la noticia del secuestro de Kingsmarkham salió en las noticias de las nueve menos cuarto de la ITN y en las de las nueve y cuarto de la BBC 1, precedida en cada caso de las palabras: «Acabamos de recibir la noticia de que…».

Más tarde. Dora se fue a la cama con un gin tonic y la insinuación de su marido de que el lunes por la mañana tal vez se sometería a una sesión de hipnosis. Wexford lamentaba ahora que se hubieran hecho públicos los nombres de los rehenes o más bien, el nombre de una rehén liberada. Pero pese a saber lo que ello podía implicar, no esperaba oír sonar el timbre a las siete de la mañana y encontrarse delante de la puerta a tres periodistas y cuatro cámaras.

Los dos periódicos a los que estaba suscrito ya habían llegado. Ambos publicaban la noticia del secuestro en primera plana. De algún modo, uno de ellos se había hecho con una fotografía de Roxane Masood, la cual, junto con fotografías de las obras de la carretera, un facsímil de la primera carta de Planeta Sagrado y una fotografía del propio Wexford, el odiado retrato que guardaban en sus archivos y en el que, todo sonrisas, sostenía en alto un barril de cerveza, dominaban la primera página del rotativo. Estaba ojeando el texto cuando el timbre de la puerta lo sacó de su ensimismamiento.

Por fortuna ya se había vestido. Sólo le faltaba ver publicada otra fotografía suya con el batín de terciopelo púrpura. Sabía de quién se trataba antes de abrir la puerta. La cadena estaba puesta, ya que siempre la ponía desde que Dora regresara a casa, y la puerta sólo se abrió unos centímetros. Su abuela, oriunda de Pomfret, abría la puerta de su casa un par de centímetros cuando se presentaban visitas indeseadas y espetaba: «Hoy no, gracias». Wexford era muy pequeño cuando murió, pero aún recordaba sus palabras y estuvo tentado de repetirlas en ese momento.

– Habrá una conferencia de prensa en comisaría a las diez -anunció en cambio.

Siguió una lluvia de flashes y chasquidos de disparadores.

– Antes querría una entrevista en exclusiva con Dora -exclamó uno de los periodistas con impaciencia.

«Y yo querría que me sirvieran tu cabeza en bandeja», pensó Wexford.

– Buenos días -dijo antes de cerrar la puerta.

En aquel instante sonó el teléfono. Wexford descolgó, masculló las palabras de su abuela, «Hoy no, gracias», colgó y desconectó el teléfono.

Un fotógrafo había rodeado la casa y miraba adentro por la ventana de la cocina. Por primera vez, Wexford se alegró de que Dora hubiera hecho instalar persianas el verano anterior. Las bajó, corrió las cortinas, preparó el té, sirvió una taza para Dora y un tazón para él, y subió al dormitorio. Dora estaba sentada en la cama y escuchaba la radio. La noticia del «secuestro de Kingsmarkham», nombre que prevalecería a partir de entonces, había relegado a segundo término todo lo demás: Palestina, Bosnia, las disputas entre partidos políticos, la princesa de Gales…

– ¿Hay alguna escalera de mano en el garaje? -preguntó Wexford a su mujer.

– Creo que sí. ¿Por qué lo preguntas?

– No te sorprendas si ves aparecer una cara en la ventana. Los medios de comunicación nos han invadido.

– ¡Dios mío, Reg!

La noche anterior, el jefe de policía había ido a visitarla. Vencida por la fatiga. Dora se había tendido en el sofá en bata, pero pese a que le había advertido de la llegada del jefe de policía, había decidido no vestirse. Wexford se había alegrado de que mostrara un espíritu tan independiente y esperado que hiciera lo mismo cuando Ryder le expusiera su petición. Se negaría…, eso sí, con toda cortesía, deshaciéndose en disculpas incluso, pero no permitiría que un comecocos la sumiera en un trance.

No se negó.

Y ahora incluso parecía esperar el momento con impaciencia.

– Tengo que levantarme; hoy me hipnotizan.

Wexford no recordaba haber visto jamás tantos periodistas en Kingsmarkham, ni por el asesino en serie, ni siquiera por el asesinato de Davina Flory y su familia. Tenían los vehículos aparcados en todas partes, y los policías de tráfico habían puesto manos a la obra, anotando matrículas y poniendo multas. No tardarían en empezar a colocar cepos.

Imaginaba las invasiones en la granja de Pomfret, la pequeña casa de la señora Peabody en Stowerton, el asalto a Andrew Struther en Savesbury House. Lo imaginaba todo sin necesidad de presenciarlo. Debían defenderse lo mejor posible, y tal vez todo fuera para bien.

A las nueve, las líneas telefónicas de la comisaría de Kingsmarkham ya estaban colapsadas por llamadas de personas que ofrecían información. Miró por encima del hombro a uno de los atareados operadores sentados ante la pantalla del ordenador en que se introducían todos los datos que se recibían. Roxane Masood no había sido secuestrada, sino que la habían visto en Ilfracombe. Ryan Barker estaba muerto y su cadáver sería entregado por veinte mil libras. Los Struther habían sido vistos en Florencia, Atenas y Manchester, asomados a una ventana del piso superior de una fábrica de Leeds, en un barco en el puerto de Poole. Dora Wexford tampoco había sido secuestrada, sino que la habían infiltrado como espía, como señuelo, como detective. Roxane Masood iba a casarse en Barbados con el hijo de una mujer dispuesta a contarles toda la historia a cambio de una cantidad a negociar…

Wexford exhaló un suspiro. Habría que efectuar el seguimiento de todas aquellas llamadas, que resultarían ser erróneas o maliciosas… A menos, por supuesto, que una de ellas fuera auténtica y contuviera una pista válida…

Había logrado sacar a Dora de casa y llevarla hasta el coche que conducía Karen Malahyde, cubriéndola con un gran sombrero y un enorme abrigo que le tapaba casi todo el cuerpo. Después de lo que había pasado no quería ponerse nada que le cubriera el rostro, y Wexford no había discutido. La prensa los había perseguido unos instantes para tomar fotografías. Al volver del antiguo gimnasio, donde la dejó para escuchar las cintas y verificar todo lo que había dicho, encontró a Brian St. George esperándolo.

El editor del Kingsmarkham Courier estaba ofendidísimo. Embutido en el mismo traje de mil rayas y el sempiterno jersey blanco sucio, se acercó mucho a Wexford. El aliento le olía a gingivitis periodontal.

– No le caigo bien, ¿verdad?

– ¿Por qué lo dice, señor St. George? -replicó Wexford al tiempo que se apartaba un metro.

– Hizo pública la noticia en el peor momento posible, maldita sea. Al hacerla pública un domingo, me quedan cinco días antes de que salga el Courier. Cinco días. Para entonces ya no habrá noticia.

– Eso espero -espetó Wexford.

– Lo ha hecho por despecho. Podría haberla hecho pública el jueves pasado o esperar hasta este miércoles, pero no, ha tenido que hacerlo el domingo.

Wexford fingió reflexionar unos instantes.

– Habría sido peor el sábado – apuntó, y al ver que St. George enrojecía de rabia, añadió imperturbable-: Tendrá que perdonarme, pero tengo mucho trabajo. Sin duda recibirá muchas llamadas de los ciudadanos pese a no contar con las ventajas de los periódicos de ámbito nacional, y queremos que nos los transmita todo directamente, por favor.

Craig Tarling, hermano mayor de Conrad Tarling, cumplía una condena de diez años por sus actividades en defensa de los animales.

– No es un nombre muy corriente -comentó Nicky Weaver-. Lo vi en el ordenador y decidí indagar un poco.

Damon Slesar enarcó las cejas. Se dirigían hacia Marrowgrave Hall, y conducía él.

– Nadie es responsable de lo que hacen sus parientes -sentenció-. Mi padre cultiva frutas y verduras junto a la antigua carretera, y mi madre hace hilo con pelos de animales. La gente le envía los pelajes de sus animales domésticos en bolsas.

– No tiene nada de malo, es completamente respetable -replicó Nicky con frialdad.

Su madre trabajaba a tiempo parcial en una tienda de comestibles y dedicaba el resto del día a cuidar de los hijos de Nicky. Además, no le gustó el tono en que lo dijo.

– Y cultivar fruta también es completamente respetable. No debería hablar así de su familia.

– Vale, vale, lo siento. Ya me conoce, me pierde el ingenio. ¿Qué hizo el hermano?

– Conspiración…, bueno, más bien urdió un plan para hacer estallar cincuenta bombas incendiarias en granjas de conejos y pollos, carnicerías, una escuela de ingeniería agrónoma y una agencia que vendía entradas de circo, entre otros lugares. Supongo que también habría arremetido contra granjas de avestruces, pero hace cinco años aún no existían.

– ¿Qué es lo que falló? Es decir, ¿qué le falló a él en beneficio de la ley y el orden?

– A un dependiente le pareció extraño que un solo hombre comprara sesenta temporizadores y se lo contó a la policía.

En el horizonte, recortadas contra un amanecer amarillo y negro, se alzaban las ruinas de Saltram House, donde largo tiempo atrás, Burden había encontrado el cadáver de un niño desaparecido en la cisterna de una de las fuentes. Nicky preguntó, a Damon si conocía la historia, acaecida aproximadamente cuando murió la primera esposa de Burden, pero Slesar meneó la cabeza con aire contrito.

Entraron en el sendero de coches de casa de los Panick. A la pálida luz matinal, Marrowgrave Hall parecía igual de lúgubre y cerrada que siempre, como aislada del mundo exterior. Nicky se apeó del coche y durante un instante se quedó mirando la fachada, las ventanas, los ladrillos color sangre seca y arcilla cocida.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Damon.

– Nada, sólo que no parece la casa más adecuada para los Panick. Uno esperaría encontrarlos en un bonito chalé a la orilla del mar en Rustington.

Muy endomingados, Bob con traje oscuro y reluciente, Patsy embutida en otra tienda de campaña floreada, los Panick estaban sentados a la mesa. Tal vez siempre estaban sentados a la mesa y sólo se levantaban para retirar los platos de un ágape e iniciar los preparativos del siguiente. Patsy llevó consigo a la puerta una gran servilleta de hilo blanco y aún se estaba enjugando los labios al abrirla. Una vez más los guió tambaleante por el pasillo que desembocaba en la cocina. Ese día olía a desayuno, lo que en las cafeterías de la costa recibe el nombre de «desayuno inglés completo», servido casi a la hora de comer, si bien a buen seguro los Panick tenían sus propias reglas gastronómicas. Frente a Bob Panick se sentaba la mujer llamada Freya, elfa, experta en construcción de cabañas en los árboles y reciente moradora del campamento de Elder Ditches.

Contrastaba en gran medida con sus anfitriones, pues era delgadísima y llevaba ropa muy informal. Su rostro y sus manos mostraban una enfermiza palidez cerúlea, pero no podía asegurarse lo mismo del resto de su cuerpo, pues iba envuelta de pies a cabeza en algo parecido a un sari viejísimo, desvaído, deshilachado, casi andrajoso, que pese a rodearle el cuerpo en capas, no disimulaba en absoluto su delgadez extrema. No obstante, comía con tanto apetito como los Panick el contenido de su plato, consistente en beicon, huevos revueltos, pan frito, salchichas fritas, champiñones fritos, tomates y patatas fritas, el mismo desayuno de que estaban dando cuenta Bob y Patsy.

Freya no exteriorizó alarma alguna, a menos que pudiera tildarse de alarmada la mirada larga y penetrante que lanzó a Damon Slesar. Lo más probable era que le gustara, como señaló más tarde Nicky Weaver. Patsy dijo que estaba segura de que no les importaría que volviera a sentarse a comer y que era una casualidad que la policía siempre llegara cuando estaban a la mesa.

– Seguro que tienen hambre -terció Bob con la boca llena-. Dales algo para picar. Hay un excelente jamón de anoche, y si no les importa trinchárselo ellos mismos para no volver a interrumpirte mientras comes, seguro que les vendrá bien con un poco de pan y encurtidos.

– No, gracias -declinó Nicky.

Damon añadió, lo que a Nicky se le antojó inoportuno, que era muy amable de su parte, y para arreglarlo preguntó a Freya si era amiga de los Panick.

– Ahora sí -repuso Patsy por ella al tiempo que se servía más beicon de la sartén-. Espero que todos los que vengan a esta casa y disfruten de nuestra hospitalidad puedan considerarse amigos, ¿no estás de acuerdo, Bob?

– Sí, Patsy. ¿Quedan más salchichas?

– Por supuesto. Dale una a Freya. De hecho, Freya es amiga de Brendan. Una amiga muy especial, ¿verdad, Freya? -Los diminutos ojos de la mujer chispearon desde las profundidades de la grasa acumulada en su rostro, como lucecillas al final de un túnel-. Brendan la trajo anoche, comió algo rápido y volvió a irse.

Nicky recordaba la promesa de la señora Panick de avisarla si veía a Brendan Royall. Le había sorprendido aquella promesa y no le sorprendía nada que no la hubiera cumplido.

– ¿Adónde se dirigía? -preguntó.

La mujer llamada Freya reaccionó como si hubiera perdido por fin la paciencia tras haberse contenido durante los últimos diez minutos. Dejó caer el cuchillo y el tenedor, salpicando de grasa el centro de la servilleta que Bob Panick llevaba anudada al cuello.

– ¿Por qué no lo dejan en paz? – gritó-. ¿Qué ha hecho? Nada de nada. ¿Sabe lo que pensaría una visitante del Espacio Exterior si viniera a este planeta? Creería que todos ustedes son unos psicóticos. No sólo joden el planeta entero, sino que encima castigan a las personas que intentan impedir que lo jodan.

Bob Panick sacudió la cabeza con tristeza y se sirvió más pan.

– A eso se refieren en la tele cuando advierten que un programa contiene lenguaje explícito -comentó su mujer sin dirigirse a nadie en particular-. ¿Se había dado cuenta? -sonrió a Damon Slesar con aquellos ojos brillantes-. Para mí es la señal de que debo venir a la cocina, preparar una taza de té y coger un paquete de galletas. Brendan ha ido a la nueva carretera, querida -explicó a Nicky.

– ¿Por qué se lo dices? -gritó Freya-. ¿Por qué razón, eh? Eso es lo que quiero saber. No tenéis por qué hablar con ellos, ¿sabes? No habéis hecho nada, y Brendan tampoco. Brendan no habla con ellos, se limita a guardar silencio; dan ganas de seguir su ejemplo. ¿Por qué dejáis que os jodan? Brendan no les diría ni una palabra.

– ¿Y dónde está Brendan ahora? -terció Nicky sin perder la paciencia.

– Ha ido a echar un vistazo a… ¿Qué era, Bob?

Bob Panick caviló unos instantes mientras se rascaba la frente.

– Unos tipos de Europa, del Mercado Común, para un medio ambiente que están haciendo. Se fue en su Winnebago.

La evaluación medioambiental. Sí, era evidente que Brendan Royall querría verla de cerca, tal vez incluso sacar fotos del procedimiento tras aparcar la autocaravana en la granja Goland.

En esa zona, los prados eran más bien pendientes pronunciadas en las que pastaban ovejas, con matorrales espesos de color verde oscuro, arboledas densas y de repente, como un golpe bajo al bucólico paisaje, un campo repleto de coches, furgonetas y caravanas, algunas de ellas en excelente estado, la mayoría bastante destartaladas. La granja que habían esperado fuera un edificio pintoresco de obra y madera parecía en realidad una capilla convertida.

Aquellas conversiones se habían popularizado en el sur de Inglaterra a causa de la merma de las congregaciones. Las iglesias se transformaban en casas grandes y cómodas para las personas a quienes no importaba vivir tras ventanas de iglesia y lo que Wexford denominaba «olor a santidad». Aquella, en concreto, se llamaba la granja Goland y era un edificio de ladrillo rojo con tejado de pizarra gris y un montón de ventanas muy poco prácticas. Cualquiera de las edificaciones secundarias podía haber sido la granja original, encajada ahora entre silos enorme y anónimos.

Damon aparcó junto a la verja, y cuando caminaban entre los coches de los moradores de los árboles se toparon con Barry Vine, que contemplaba una Winnebago vacía.

Había llegado un fax de la policía de Neath, de una tal inspectora jefe Gwenlian Dean. Se estaba congregando mucha gente para la protesta de Especies, pero de momento todo transcurría con completa normalidad. La manifestación se desarrollaría al aire libre, y muchos participantes habían llegado con caravanas o tiendas, pero la cúpula dirigente se alojaba en un hotel donde a la mañana siguiente se celebraría la asamblea general. Gary y Quilla no habían llegado aún o al menos no habían sido localizados. Gwenlian Dean volvería a ponerse en contacto con ellos en cuanto tuviera novedades.

Wexford entró en el antiguo gimnasio para ayudar al jefe de policía en la rueda de prensa. Los periodistas empezaron a sacarle fotos en cuanto lo vieron. Le parecía perfecto… Cualquier cosa con tal de que reemplazaran la fotografía del barril de cerveza que volvía una y otra vez para atormentarlo.

Montague Ryder dio una explicación razonable, mesurada y civilizada de lo que había sucedido y de las medidas que había tomado la policía.

– Deben de tener alguna idea acerca de su paradero -dijo una joven rubia de cabello largo y ojos rasgados-. Después de tantos días, deben de tener alguna idea, ¿no?

– Tenemos muchas ideas buenas -terció Wexford en un intento de mantener la calma para seguir el ejemplo del jefe de policía-. Como comprenderán, no podemos revelarlas en estos momentos.

– ¿Se encuentran en la zona de Londres o en algún lugar del sur de Inglaterra?

– No puedo responder a eso.

Y luego la pregunta inevitable que tanto lo enfurecía, formulada en esta ocasión por un periodista gordo que llevaba un traje gris y el cabello canoso hasta los hombros.

– ¿Cómo se explica que liberaran a su mujer?

– No nos lo explicamos -contestó Ryder por él.

– Ya, claro, pero debe de existir una razón. ¿Averiguaron que era su mujer? ¿Cree que les dio miedo retenerla? No estaba enferma, ¿verdad? Quiero decir, que no es diabética ni toma medicación con regularidad, ¿no?

– No, no -repuso Wexford, recobrando la serenidad-. Nada de eso.

Burden llevó a Christine Colville a su despacho, creyendo con razón que si la joven veía el interior de una sala de interrogatorios, llamaría de inmediato a un abogado. Se mostraba menos agresiva y altiva con él que con el sargento Cook, y parecía más que dispuesta a contarle la historia de Conrad Tarling.

– Es usted antropóloga, ¿verdad, señorita Colville?

La joven le lanzó una mirada larga, de las que suelen recibir el apelativo de abrasadoras.

– Soy actriz. Eso no significa que tenga que ser una ignorante respecto a todo lo que no sea arte dramático.

– Está de vacaciones, supongo.

– Supone mal. En realidad, no estoy de vacaciones, sino que además de participar en la protesta con mis amigos, actúo en la obra de Jeffrey Godwin que se representa en el teatro Weir.

Burden recordó que Wexford se lo había mencionado. Una obra sobre la carretera de circunvalación, el medio ambiente, los activistas… ¿Cómo se titulaba? No tenía intención de preguntárselo a ella… Ah, sí. Extinción.

– ¿Tiene un papel importante?

– Soy la protagonista femenina.

Burden había vivido la única aventura amorosa de su vida, entre la muerte de su primera esposa y su segundo matrimonio, con una actriz. Pero aquella mujer era bellísima, una criatura de cuerpo blanco, llameante melena roja, labios de fresa y ojos verdes. Nada que ver con este ser menudo, compacto y robusto, de rostro redondo y moreno, cabello crespo cortado al cepillo…

– Me estaba hablando del Rey del Bosque.

– Hasta que usted me ha interrumpido -replicó la chica como un relámpago-. La familia de Conrad vive en Wiltshire. A veces los va a ver caminando. Está a ciento veinte kilómetros de aquí, pero él va andando. La gente siempre iba andando hace cien años, recorrían distancias enormes, pero ahora ya no lo hace nadie, sólo Conrad.

– Tiene coche -constató Burden con escepticismo.

– Apenas lo usa; por lo general lo presta. Conrad es una especie de santo, ¿sabe?

Rey, dios, líder y ahora santo.

– Ya… Continúe.

– Su hermano Colum va en silla de ruedas. Jamás volverá a andar. Dio su fuerza y su movilidad por la causa de los animales. Y su otro hermano, Craig, está en la cárcel por luchar por los mismos ideales.

– Ya -repitió Burden-. Querrá decir por pretender volar en pedazos a un par de centenares de personas inocentes.

– Las personas nunca son inocentes -sentenció la joven con una expresión en la que Burden detectó auténtico fanatismo-. Sólo los animales son inocentes. La culpa es un atributo exclusivo del ser humano. -Golpeó la mesa con el puño-. Conrad nunca ha trabajado -prosiguió como si hablara de una hazaña extraordinaria antes de añadir a título aclaratorio-: Quiero decir que nunca ha tenido un empleo remunerado. Pero sobrevive por su propio esfuerzo.

– Como Gary Wilson y Quilla Rice.

– De ningún modo. No se les parece en nada. Ellos son insignificantes. Conrad está muy por encima de los trabajillos que hacen ellos para sobrevivir. Su familia es muy pobre, aristocrática pero pobre. Lo mantienen sus seguidores.

– ¿Quiénes, los otros moradores de los árboles? ¿De cuánto dinero disponen?

– No mucho -repuso ella-, pero no está mal si todo el mundo contribuye.

– No lo dudo -espetó Burden, callando lo que le apetecía decir en realidad, que Tarling tenía un chiringuito muy bien montado-. ¿Tiene contactos por aquí?

Christine Colville lo malinterpretó o al menos eso parecía.

– Todos los habitantes del bosque conocen al Rey.

– Puede que vaya a ver la obra -dijo Burden antes de acompañarla a la salida.

Una avalancha de periodistas y fotógrafos se abalanzó sobre ella. Burden fue al antiguo gimnasio. Wexford había encargado al nuevo restaurante tailandés de comida para llevar que les trajeran el almuerzo. Burden bebió un sorbo de la lata que acompañaba el curry verde con coco e hizo una mueca.

– ¿Qué es esto? -masculló, apartando de sí la lata.

– Me parece que es limonada con alcohol.

– Por Dios -suspiró Burden al tiempo que leía la etiqueta-. ¿Quién ha tenido la brillante idea? Seguro que existe alguna regla o ley que prohíbe introducir bebidas alcohólicas en este recinto.

– De todos modos es asquerosa. Cuando bebo alcohol me gusta que sepa a alcohol, que tenga sabor a alcohol, no a limonada con un chorro de algo no identificado. Cualquier día de éstos sacarán hasta leche con alcohol.

Wexford miró por la ventana. No descartaba la posibilidad de que algún cámara astuto acechara en algún lugar, a la espera de pillarlo con una lata de algo, de cualquier cosa. Pero no había nadie en el aparcamiento.

– Mike, son más de las dos -comentó, mirando el reloj-. No sabemos nada de Planeta Sagrado desde las cinco de ayer. No lo entiendo, no tiene sentido. Deben de tener la sensación, mal que me pese, de que nos estamos plegando a sus exigencias. Primero ordenamos la interrupción de las obras de la carretera y luego hacemos pública la noticia cuando nos lo piden. Ellos no saben que de todos modos pensábamos hacerla pública en ese momento, ¿no? Entonces, ¿por qué, si parece que todo marcha sobre ruedas, no aprovechan su posición aparentemente fuerte y nos hacen saber su exigencia definitiva?

– No lo sé; yo tampoco lo entiendo.

– Voy a ver qué tal le ha ido a Dora con la hipnosis.