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Burden reconoció a Brendan Royall en cuanto lo vio. No sabía que lo conocía, pero cuando lo llevaron a la sala de interrogatorios número uno de la comisaría, recordó que lo había conocido seis o siete años antes. Cierta tarde en que había ido a buscar a Jenny al instituto de Kingsmarkham, vio a Royall de pie al final de la escalinata de entrada, junto a la puerta principal, pronunciando un discurso ante un grupo de adolescentes agolpados en torno a él.

En aquella época contaba tan sólo dieciséis años; era un muchacho alto y desgarbado con una aureola de cabello claro a lo Harpo Marx. Lo que mejor recordaba Burden eran los ojos, asombrosamente oscuros, como si llevara el cabello teñido, y relucientes en extremo. Eran los ojos de un fanático, sepultados bajo cejas tan pobladas como el pelaje de un animal. También poseía una voz memorable, áspera, proclive a las arengas, con un acento monótono y desagradable, de vocales huecas y finales de palabra ininteligibles.

Su aspecto físico apenas había cambiado en los años transcurridos. Tenía el cabello bastante más oscuro y largo de lo que Burden recordaba, pero sus ojos seguían siendo fieros, con ese fulgor demencial, bajo cejas que aún parecían tiras de pelo de conejo. Burden no recordaba cómo vestía aquel día de su adolescencia, pero ese lunes por la tarde llevaba un uniforme de camuflaje verde y marrón, tal vez para pasar inadvertido en el bosque. En cuanto a la voz, Burden no podía asegurar si había cambiado o no, pues Royall se negaba a abrir la boca.

Había venido acompañado de su abogado, o para ser más exactos, había avisado al abogado, que no era de la zona, por el teléfono de la autocaravana, y el hombre se había presentado en la comisaría al mismo tiempo que Royall. Lo cierto era que no tenía mucho que hacer y que no podría haber dado a su cliente mejores consejos que los que Royall estaba siguiendo por iniciativa propia.

Con aspecto de estar a punto de participar en un asalto en la selva, Royall permanecía sentado en silencio y con expresión solemne en un extremo de la mesa, con el abogado junto a él. Al poner en marcha la grabadora para anunciar la presencia del interrogado, su abogado, el inspector Burden y la agente Fancourt, Burden supo que todo aquello era una farsa. El letrado apenas podía contener la sonrisa.

En la sala contigua, la número dos, Nicky Weaver y Ted Hennessy se enfrentaban a Conrad Tarling, el Rey del Bosque. Su abogada había tardado más en llegar, y Tarling había esperado en aquella estancia casi una hora antes de que apareciera una joven llamada India Walton.

Tarling estaba sentado en la silla envuelto en su sempiterna túnica, con las mangas largas y anchas subidas ostentosamente para dejar al descubierto sus brazos de piel lisa, cubiertos de brazaletes de plata y cobre con motivos celtas. También él guardó silencio al principio, con el rostro imperturbable, la mirada fija en el ventanuco alto como si por ella se divisara un paisaje fascinante en lugar de la pared de ladrillo del juzgado.

Wexford se sintió tentado de asomar la cabeza, pero la Ley de Códigos de Práctica Policial y Pruebas Criminales prohíbe interrumpir los interrogatorios a menos que se produzcan circunstancias extraordinarias. La curiosidad de un oficial de alta graduación no era precisamente una circunstancia extraordinaria, de modo que tendría que conformarse con echar un vistazo por la ventana interior. Lo que vio le recordó una historia que había oído de pequeño en clase de latín, sobre unos estadistas romanos que entraron en el Senado cuando se enteraron de que se acercaban los godos y se sentaron en sus tronos sin mover un solo músculo. Tomándolos por estatuas, los godos los golpearon y pincharon hasta que uno de ellos reaccionó y devolvió los golpes, tras lo cual todos fueron asesinados. Exhausto y frustrado, a Wexford le habría gustado golpear a Tarling hasta hacerlo reaccionar, pero sabía que era imposible.

El agente Lowry le acababa de comunicar que el Mercedes blanco cuya matrícula había anotado Nicky Weaver había sido encontrado abandonado en el polígono industrial de Stowerton. Por supuesto, se trataba de un coche robado que habían dejado delante de una fábrica en desuso, sin testigos, con el parabrisas hecho añicos y los neumáticos desinflados.

Lowry se acercó de nuevo a él.

– ¿Puedo hablar un momento con usted, señor?

Lowry parecía un Marión Brando negro, se dijo Wexford, pero Brando en la época de Un tranvía llamado deseo.

– Diga.

– Su mujer ha mencionado a un hombre que siempre llevaba guantes. Se me ha ocurrido que quizá se debe a que sus manos son como las mías.

Lowry alargó sus manos finas de dedos largos, del color de ciruelas tempranas cuando aún quedan vestigios de flor en el árbol.

– Quiero decir que quizás es negro.

– Buen razonamiento -alabó Wexford antes de dirigirse al antiguo gimnasio, donde Dora seguía escuchando el sonido de su propia voz como si jamás la hubiera oído con anterioridad.

Al cabo de un rato, Tarling rompió su silencio, a diferencia de Royall. Pese a las discretas sugerencias de India Walton de que no estaba obligado a contestar a tal o cual pregunta o de que tal insinuación resultaba indignante dadas las circunstancias, Tarling habló y habló. No contestó a ninguna de las preguntas ni parecía oírlas siquiera, sino que se limitó a hablar como si pronunciara un discurso encendido, como si no se hallara frente a un interrogador, sino ante un público silencioso y receptivo.

Habló de su hermano Craig, de sus elevados principios, su amor por los animales y su equiparación de todos los animales, desde el más pequeño hasta el más grande, con la raza humana. En consecuencia, si los animales podían utilizarse en vivisecciones, bajo la misma regla de tres era legítimo volar por los aires a un puñado de seres humanos. A sus ojos, la única diferencia residía en que los seres humanos morían con mayor rapidez. Habló de la injusticia de la suerte que había corrido Craig Tarling, de su valentía y la entereza que demostraba en la cárcel. Tras acabar la biografía de su hermano mayor pasó a hablar del menor, que había resultado gravemente herido al caer bajo las ruedas de un camión que transportaba ganado ovino vivo a Brightlingsea. Permitió cortésmente que Nicky le hiciera una pregunta y acto seguido contestó hablando de sí mismo, de su historia, del amor que profesaba a la campiña inglesa y lo que denominaba la «restauración de la Naturaleza».

– Resulta muy interesante -comentó- que cada uno de los tres hijos de unos padres burgueses y conservadores, productos de prestigiosas escuelas privadas y de las dos grandes universidades de este país, haya consagrado su vida a una rama distinta de la protección de las cosas creadas: mi hermano Craig, a los mamíferos pequeños maltratados, mi hermano Colum, a las bestias del campo, y yo, al conjunto del mundo natural. Se preguntarán por qué ha sucedido…

– Permítame que le pregunte si usted mismo inventó el nombre Planeta Sagrado -lo atajó Nicky-. De hecho, encaja muy bien en todo lo que nos ha contado. A fin de cuentas, se llama usted el Rey del Bosque Sagrado.

– …y cuál es la naturaleza de la inspiración que nos embargó a cada uno y nos impulsó a rechazar todo lo que nuestra sociedad considera la vida «normal» para abrazar la desdeñada causa de los vulnerables, los indefensos, los frágiles, sin los cuales la vida tal como la conocemos en este planeta estaría condenada a la más terrible destrucción…

Su rostro había cambiado. Sin lugar a dudas, volvería a la normalidad al cabo de un rato, pero de momento, en su rostro no sólo se pintaba una expresión aturdida, sino como desenfocada, algo borrosa, como si hubiera perdido el control y las facciones se hubieran tomado desaliñadas. Parecía una persona dormida con los ojos abiertos, una sonámbula que no andaba.

Karen debía de haber salido un momento, tal vez a buscar más té. Dora no lo había visto. La voz que hablaba, su propia voz, enmudeció y dio paso al silencio. Wexford la vio alargar la mano para apagar la grabadora, pero no sabía cómo, de modo que se encogió de hombros, se volvió y lo vio.

– Dora.

Dora recuperó al instante su expresión normal.

– Es increíble, Reg -exclamó con una sonrisa radiante-. No sólo no sabía que sabía todas estas cosas, sino que tampoco sabía que las había dicho. No hasta que me han vuelto a poner la cinta. Y lo curioso es que mi voz suena completamente normal.

– Me alegro de que no te haya trastornado.

– En absoluto. El doctor Rowland ha sido muy amable. Sólo me ha pedido que me pusiera cómoda y me relajara cuanto pudiera. Luego me ha dicho todas esas cosas típicas que dicen los hipnotizadores, sólo que no me ha parecido tonto, como suele pasarme cuando leo sobre ello, sino muy tranquilizador. Creía que sería como cuando el dentista te da esa droga que no te duerme, sino que te amodorra, y cuando te han sacado el diente o te han matado el nervio, tienes la sensación de que sólo ha pasado un segundo. Pero no ha sido así, sino más bien como un sueño. Sí, como un sueño cuando no sabes que estás soñando. Y cuando me han puesto la cinta me he dado cuenta de que había hablado de la cosa azul.

– ¿La qué?

– Ahora me acuerdo, por supuesto, pero creo que no lo habría recordado de no ser por la hipnosis. ¿Quieres que te lo cuente o prefieres escuchar la cinta?

– Las dos cosas -repuso Wexford-, pero ahora no puedo. Tengo que salir por la tele.

Los equipos de televisión ya estaban entrando. En un extremo de la sala les habían montado una mesa de caballetes. El jefe de policía estaba sentado en medio, con Wexford a su izquierda, Audrey Barker a la derecha, Andrew Struther junto a ella y Clare Cox con Hassy Masood a la izquierda de Wexford.

Habían ordenado a los familiares de los rehenes que no dijeran nada que pudiera sonar a súplica dirigida a Planeta Sagrado.

Fue Andrew Struther quien se alzó en portavoz de todos ellos, lo que no estaba mal teniendo en cuenta que era el más coherente.

– Lo estamos dejando todo en manos de la policía -dijo en respuesta a la pregunta inevitable-. Es lo mejor, lo único que podemos hacer dadas las circunstancias. No es el momento ni el lugar para expresar el dolor y la angustia que todos sentimos. Lo único que podemos hacer es esperar y dejarlo todo en manos de los expertos.

Audrey Barker rompió a llorar. Eso quedaba bien en la televisión, pero no contribuía a crear el ambiente sereno y resuelto que Wexford quería. Alguien preguntó si era cierto que la esposa del inspector jefe Wexford había sido uno de los rehenes y, en tal caso, por qué la habían liberado. Cortaron la escena antes de que alguien pudiera contestar.

Los teléfonos, que en las últimas horas se habían calmado un tanto, empezaron a sonar de nuevo tras las noticias. Un hombre de Liverpool había visto a Roxane Masood entrando en un cine con un hombre moreno, probablemente indio. El señor y la señora Struther acababan de salir de un restaurante de la cadena Little Chef en Chelmsford. ¿Sabía la policía que estaba a punto de empezar una enorme protesta ecologista organizada por Planeta Sagrado cerca del bosque de Glencastle?

Por casualidad había llegado otro fax de Gwenlian Dean, la inspectora jefe de Neath. Gary Wilson y Quilla Rice habían llegado a la manifestación de Especies, y la policía había tomado nota del lugar en que habían instalado su tienda de campaña. ¿Quería Wexford que los interrogaran? Wexford le envió un mensaje en el que le decía que estaba impaciente por saber qué habían hecho tras tomar el té con él en Framhurst, cuándo habían partido hacia Glencastle y qué relación tenían con Conrad Tarling.

En su despacho le esperaba un informe sobre el Mercedes blanco matrícula L570L00. Pertenecía a un tal William Pugh, de Swansea, y lo habían robado tres semanas antes delante de una casa de Ventnor, Isla de Wight, donde los Pugh pasaban las vacaciones estivales. El equipo de la oficina del forense estaba examinando el interior.

– Voy a escuchar las cintas de mi mujer y luego iré a casa para que me lo vuelva a contar todo – anunció Wexford.

– Creo que cambiará de idea en cuanto se entere de la noticia, señor -dijo Barry Vine, pálido y cansado.

– ¿Qué noticia?

– Han encontrado un cadáver en el descampado donde aparcan los taxis de Contemporary Cars. Está metido en un saco de dormir y apoyado contra la valla…