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El descampado en el que antaño se alzara el pub Railway Arms estaba delimitado por una valla de tela metálica contra la que se agolpaba la clase de árboles y maleza que suele encontrarse en semejantes lugares, saúcos, zarzas y serpollos de sicómoros. Abundaban las ortigas, que en esa época del año llegaban hasta la cintura. En la pared de la terminal de autobuses, situada a la derecha, la pintada contrastaba con el rótulo impreso en la pared del edificio opuesto. Mucho antes de la llegada del aromaterapeuta, la copistería y la peluquería, pero no antes del reparador de calzado, se habían impreso las palabras «Zapatería y Fabricación de Botas» sobre el ladrillo pálido. La pintada consistía en una sola palabra, Gazza, y la pintura usada para escribirla se había escapado de la brocha en largos goterones rojos.
Alrededor del módulo de Contemporary Cars, el terreno se había convertido en un descampado polvoriento de hierba seca, salpicado de basura. Los clientes del pub y del supermercado de descuento arrojaban paquetes de cigarrillos y bolsas de patatas por encima de la valla. El saco de dormir, de estampado de camuflaje, yacía en el extremo más alejado, entre las ortigas, medio sepultado bajo las zarzas. La cremallera que discurría a lo largo del todo el saco había sido bajada unos cuarenta centímetros para dejar al descubierto lo que parecía una melena de cabello negro y sedoso.
– Yo no he bajado la cremallera -aseguró Peter Samuels, anticipándose a una reprimenda que no llegó-. Sabía que no debía hacerlo y además vi lo que era enseguida, vi el pelo y todo sin tocar nada.
– La he bajado yo -intervino entonces Burden-. Le han doblado las rodillas para hacerla caber entera en el saco. ¿Cuándo la ha encontrado?
– Hace media hora, poco después de las seis. Estaba dentro, viéndolo en la tele, y luego he salido para ir al coche, he mirado hacia aquí y lo vi. No sé por qué he mirado, pero así ha sido, y he visto un saco de dormir verde y marrón. He supuesto que alguien lo había tirado aquí. Se sorprendería de la cantidad de basura que la gente tira por aquí. Y cuando vi el pelo, primero pensé que sería un animal…
– Muy bien, señor Samuels, gracias. Si me hace el favor de esperar en el módulo, iremos a hablar con usted dentro de un momento.
En cuanto llegó al descampado, Wexford sintió una opresión en el pecho, un temor y una aprensión que no quería ver confirmados, una sensación de la que le habría gustado escapar. Pero por supuesto, era imposible huir o pedir ayuda. Un vistazo al rostro pálido y los labios apretados de Burden había bastado. Vine y Karen guardaban silencio. Se volvieron para seguir a Peter Samuels con la mirada mientras cruzaba la hierba seca en dirección al módulo y acto seguido miraron de nuevo a Wexford, que se abrió paso entre las ortigas hasta el otro lado del saco de dormir, cerró los ojos un instante y luego miró.
El rostro, del que sólo se veía el perfil izquierdo, aparecía muy magullado, y la muerte había teñido los cardenales de lila, amarillo, verde y marrón. Sin embargo, las facciones eran inconfundibles, y Wexford recordó el retrato de un rostro sereno, suave, hermoso, de ojos oscuros y límpidos.
– Es Roxane Masood -dijo.
El doctor Mavrikiev, el patólogo, tardó apenas un cuarto de hora en llegar. El fotógrafo llegó al mismo tiempo acompañado de Archbold, el agente encargado del escenario del crimen. Mavrikiev bajó la cremallera del saco hasta el final y se arrodilló ante el cadáver. Ya podía verificarse que lo que Burden había supuesto era cierto; a Roxane le habían doblado las rodillas en un ángulo de noventa grados. El cadáver llevaba pantalones negros, camiseta roja y chaqueta de terciopelo también rojo. Una de las manos, cerúlea por la muerte pero delicada como el marfil, le resbaló del muslo cuando el patólogo le dio la vuelta con cuidado.
Wexford había llegado a respetar, si no a apreciar a Mavrikiev. Era un hombre joven, de origen báltico o ucraniano, tez muy clara y ojos de cuarzo, un ser imprevisible, grosero o encantador según su estado de ánimo. A diferencia de sus superiores, sobre todo sir Hilary Tremlett, nunca se hacía el ingenioso a costa del cadáver, nunca hablaba del «fiambre» ni especulaba con crueldad sobre el aspecto que habría tenido en vida. Por otro lado, resultaba imposible adivinar qué pensaba o leer nada en el rostro gélido que se antojaba labrado en madera de abedul por su inmovilidad.
– Lleva muerta al menos dos días -explicó-. Puede que más. Por supuesto, podré asegurarlo con mayor precisión más adelante, pero el método tradicional para calcular la hora de la muerte confirma lo que creo, pues el rigor mortis ha aparecido, se ha consolidado y ha vuelto a desaparecer. Fíjense en la flaccidez de la mano. Por si necesitan saberlo ahora, diría que murió a última hora de la tarde del sábado -concluyó, mirando a Wexford-. Lo que no sé es cuándo la trajeron aquí, pero sin duda la metieron en el saco poco después de su muerte, porque una vez aparecido el rigor mortis habría sido imposible doblarle las piernas sin romperle las rodillas. Por cierto, tiene las piernas rotas, pero no se las rompieron para hacerla caber en el saco. En cualquier caso, calculo que la introdujeron en él el sábado por la noche, no más tarde de medianoche.
– ¿Qué me dice de la causa de la muerte? -preguntó Wexford.
– No se da nunca por satisfecho, ¿verdad? Lo quiere todo para ayer. Ya le he dicho muchas veces que no soy mago. A todas luces ha sido víctima de uno o varios ataques violentos. Mírele la cara y la cabeza. Por lo que respecta a la causa de la muerte, observará que no le han disparado ni la han apuñalado, y que no se observan marcas de soga en el cuello.
Llegado a ese punto, sir Hilary habría hecho algún chiste sobre venenos, pero Mavrikiev se limitó a incorporarse sin tan siquiera sacudir la cabeza ni esbozar una sonrisa triste.
– Hagan lo que tengan que hacer y llévensela. Le haré la autopsia mañana a las nueve en punto.
Se tomaron fotografías, y Archbold deambuló por el lugar tomando medidas y sufriendo el asalto despiadado de las ortigas. Con plena libertad para registrar el saco de dormir, Wexford rebuscó en su interior, palpando el acolchado y deslizando la mano bajo el cadáver.
– ¿Qué buscas? -inquirió Burden.
– Una nota. Un mensaje -repuso Wexford al tiempo que se levantaba-. No hay nada. No lo entiendo, Mike. ¿Por qué? ¿Por qué esto? ¿Por qué ella? ¿Por qué ahora?
– No lo sé.
Peter Samuels estaba repitiendo la historia del hallazgo del cadáver cuando Wexford entró en el módulo.
– ¿Cómo sabe que no ha estado allí todo el día? -preguntó.
– ¿Todo el día, desde la mañana? No, eso es imposible.
– ¿Por qué? ¿Ha ido a ese rincón? ¿Ha ido a mirar qué había? ¿Ha ido alguno de ustedes? Sin duda estaban muy ocupados con sus carreras, entrando y saliendo todo el día. ¿Se han acercado alguna vez a ese rincón?
– Si lo pregunta así…, bueno, no, creo que no. Bueno, yo al menos no; no puedo hablar por los demás.
– O sea que tal vez lo pusieron allí la noche anterior. ¿Es posible que lo pusieran allí el domingo por la noche?
– Imposible… Bueno, ahora que lo pienso, supongo que no es tan imposible. Quiero decir que lo dudo, lo dudo mucho, pero podría ser.
Wexford sentía tal furia que la cabeza le daba vueltas. No estaba enfurecido con Samuels. Samuels no era nadie, carecía de importancia. La furia que le inundaba la mente y le martilleaba el cerebro iba dirigida a Planeta Sagrado. Sobre todo experimentaba el más amargo de los resentimientos. Cuando todo parecía ir sobre ruedas, cuando pese a la política y la premeditación, los secuestradores tenían que creer que el plan se estaba desarrollando en su beneficio…
Y ahora, no más reivindicaciones, ninguna «negociación» como habían prometido, ni siquiera las gracias por haber satisfecho en apariencia sus exigencias. No, un asesinato. Pero de repente recordó asqueado con cuánta frecuencia sucedía aquello en la historia de los secuestros. Todo iba bien, todo parecía progresar desde el punto de vista de los rehenes y sus secuestradores, y de repente asesinaban a una rehén y enviaban su cadáver a casa para que la descubrieran quienes la buscaban.
Al menos no habían enviado a la pobre niña a su madre. El hecho de que imaginación pudiera concebir semejante barbaridad indicaba la clase de vida que llevaba y la gente con que se topaba, pensó, pero también le recordó el siguiente paso que debía dar. Sí, lo haría personalmente.
No había llegado ningún mensaje telefónico de Planeta Sagrado a la comisaría, si bien sí se habían recibido muchos de otra clase, procedentes de testigos falsos o equivocados que afirmaban haber visto a los rehenes en ciudades lejanas o que vivían en la casa contigua al zulo. Las pantallas que miraba Wexford al pasar contenían lista tras lista de nombres, direcciones, descripciones y delitos cometidos por todas las personas relacionadas estrecha o siquiera remotamente con el activismo en pro de la naturaleza, la fauna y la flora. Referencias cruzadas, posibles conexiones, transcripciones de entrevistas… Por un instante olvidó las simpatías que le inspiraban muchas de aquellas personas, sus objetivos, sus loables deseos, sus ideales y su mundo imposible, y se perdió en una oleada de rabia incandescente. Al cabo de unos instantes respiró profundamente para calmar su corazón desbocado y recobrar la voz con la que efectuar la llamada. Hotel Posthouse. El señor Hassan Masood, por favor.
– El señor Masood está en el comedor. ¿Quiere que lo avisemos?
Como sucede con tanta frecuencia cuando entramos en contacto con una persona razonable y cortés que parece venida de otro planeta, la furia de Wexford se disipó como por encanto. Pensó en lo espantoso que sería apartar a ese hombre de la mesa del comedor del hotel, de su mujer, tal vez de sus hijos, para…
– No, gracias.
Iría en persona. Llamó a su casa, y se puso su hija Sylvia.
– ¿Qué te ha pasado, papá? Mamá lleva horas esperándote.
A sabiendas de que era ella y no Dora quien hacía aspavientos, explicó que lo habían retenido y colgó, dejándola con la reconvención en la boca. Ah, sí, los medios de comunicación. Podían esperar hasta el día siguiente, incluso hasta última hora del día siguiente si hacía falta. Se dirigió hacia el hotel, entró en la recepción de pino, vidrio y moqueta de tweed, y la primera persona a la que vio fue Clare Cox. No se le había ocurrido que también podía estar allí. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Llevaba de nuevo el vestido hasta los pies, el chal sobre los hombros, la densa melena entrecana escapándosele de las peinetas… Masood y ella estaban en el mostrador de recepción, de espaldas a él, pidiendo, como averiguó más tarde, un taxi que la llevara a casa.
– Me he visto obligado a traerla aquí -explicó Masood al verle-. Todos esos periodistas y fotógrafos tenían su casa y el jardín rodeados. Uno de ellos nos siguió, pero la he llevado a mi habitación, y el hotel se ha encargado de impedirles la entrada. Es un hotel excelente; se lo recomiendo. -Dedicó una sonrisa radiante a la recepcionista, que le correspondió con otra bobalicona-. Creo que ya puede volver a casa. ¿A usted qué le parece?
Por lo visto, no se le había ocurrido ver a Wexford en su papel de ángel de la muerte, pero Clare Cox, que parecía una Furia o una Parca con su melena despeinada y sus largos ropajes, palideció sobremanera y se acercó a Wexford con los brazos extendidos.
– ¿Qué pasa? ¿Por qué ha venido?
La madre no, si podía evitarlo. Era una de sus reglas.
– Me gustaría que viniera conmigo a Kingsmarkham, señor Masood.
Eufemismos, circunloquios… Pero ¿qué otra cosa podía hacer en ese momento?
– Hay… novedades.
– ¿Novedades? ¿Qué clase de novedades? -exclamó la mujer, asiéndole el brazo-. ¿Qué ha pasado?
– Señorita Cox, creo que acaba de llegar el taxi. Si se va a casa, le prometo que el señor Masood y yo pasaremos por allí de inmediato si es necesario.
Sus palabras sonaban a rayo de esperanza, a una promesa de alivio, pero las había pronunciado en tono grave.
– No puedo decirle nada más por el momento, señorita Cox. Váyase a casa, por favor.
El taxi no era de Contemporary Cars, sino de All The Sixes. Wexford experimentó una suerte de alivio. En cuanto el vehículo se perdió de vista, Masood empezó a preguntar por las «novedades». Subieron al coche de Wexford, quien retrasó el momento fatal durante un rato, pero cuando estaban a punto de llegar le contó una versión higienizada de la tragedia. No mencionó el saco de dormir, el descampado ni las piernas dobladas. Masood ya tendría ocasión de ver las magulladuras; no había forma de evitar eso.
En realidad no había cabido duda en ningún momento. Masood echó un vistazo al rostro hermoso y descolorido de Roxane, emitió un leve sonido, asintió con un gesto y se apartó.
Wexford pensó que si una de sus hijas hubiera muerto de aquel modo, tras recibir una paliza en el rostro, se habría vuelto hacia ese policía, loco de dolor y pena, y le habría gritado, tal vez incluso lo habría agarrado de los hombros y le habría chillado: ¿Por qué? ¿Por qué ha permitido esto?
Masood permanecía inmóvil, con ademán sumiso, la cabeza gacha. Barry Vine le ofreció una taza de té. ¿Quería sentarse un momento?
– No. No, gracias -murmuró el hombre antes de ladear el cuello con un gesto peculiar, como si le doliera-. No lo entiendo.
– Yo tampoco -aseguró Wexford.
En aquel instante recordó haber comentado a Burden que tal vez los de Planeta Sagrado se estaban amedrentando, que no sabían qué hacer a continuación… Pues bien, habían hecho algo, desde luego.
– He enviado a mi mujer y mis hijos de vuelta a Londres -explicó Masood en tono sereno, casi casual-. Mi deber es hablar con la madre de Roxane. ¿Me acompañará?
– Por supuesto, si usted quiere.
– Si alguien me hubiera dicho que mi hija moriría joven, se me ocurren muchas cosas que habría respondido, pero no lo que siento en este momento. Lo que siento es la pérdida de tanta belleza, tanto talento.
Recordando las palabras de Dora, Wexford sintió deseos de decirle lo que en ocasiones se dice a los padres de los soldados caídos, que a buen seguro, Roxane había muerto con valentía. Pero no tenía estómago para decirlo; no se veía capaz de pronunciar semejantes palabras.
Clare Cox había empezado a beber al llegar a casa. Apestaba a whisky. Si lo había tomado para salvarse, para anestesiarse contra la noticia que más temía, lo cierto era que no sirvió de nada. Masood se acercó a ella, le cogió la mano y se lo contó. La reacción no se hizo esperar. No hubo ningún shock que superar, ningún asombro que demorara el dolor. Los gritos empezaron de inmediato, como una reacción química, insistentes y penetrantes como los de un bebé que llorara para que desaparecieran las punzadas de hambre.
– Váyase a casa, Reg -dijo por teléfono el jefe de policía, que ya se había acostado, pues también había tenido un día muy largo-. Váyase a casa; ya no puede hacer nada más, y son las once y diez.
– La prensa lo sabe, señor.
– Vaya. ¿Cómo es eso?
– Ojalá lo supiera – suspiró Wexford.
Dora dormía, de lo que se alegraba, pues de ese modo no tendría que darle explicaciones. La perspectiva de contarle que Roxane había muerto lo horrorizaba tanto como la escena con Clare Cox. Los alaridos de la mujer aún le resonaban en los oídos. Hassy Masood había comunicado la noticia a los medios. Pese a lo que acababa de decir al jefe de policía, estaba convencido de ello. Masood se lo había dicho a la madre de Roxane y sin duda había hecho cuanto estaba en su mano para calmarla, y luego había revelado a los medios de comunicación que su hija había muerto. En fin, Masood tenía más hijos, una segunda familia, una nueva vida, y para él, Roxane había sido la receptora agradecida de su generosidad, una persona a la que llevar a comer de vez en cuando a restaurantes caros. Su muerte no era más que la pérdida de su belleza, una belleza que en su caso significaba capital. Wexford durmió como un tronco gracias a que Dora yacía junto a él. A la mañana siguiente, habría seguido durmiendo de no ser por el despertador, que despertó primero a su mujer.
– Voy abajo -anunció a toda prisa al ver que Dora se levantaba y se ponía la bata.
Tenía que llegar antes que ella a los periódicos. Allí estaba, en primera plana: Modelo rehén hallada muerta; Roxane, la primera en morir, el dolor de un padre… Así que tenía razón. Wexford volvió arriba y se lo contó a Dora.
En un primer momento se negó a creerle. Era demasiado. No tenía ningún sentido.
– ¿Qué le han hecho? -preguntó con el rostro bañado en lágrimas.
– Aún no lo sé. Lo siento, pero dentro de un momento tengo que ir para estar presente en la autopsia.
– Era demasiado valiente -constató Dora.
– Probablemente.
– Se despidió de mí. Me dijo «Adiós, Dora».
Dora sepultó el rostro en la almohada y lloró amargamente. Wexford la besó. No quería dejarla sola, pero no le quedaba más remedio.
Martes. Una semana desde el inicio del secuestro. Los periodistas se lo recordaron mientras lo avasallaban camino del depósito de cadáveres.
– Dos fuera, tres dentro -dijo uno de ellos.
– ¿Cómo consiguió liberar a su mujer, inspector jefe? -preguntó una chica de un programa de televisión. Mavrikiev ya había llegado.
– Buenos días, buenos días. ¿Cómo está? El señor Vine también anda por aquí. ¿Le parece bien que empecemos?
Todos se pusieron batas de goma verde y se ajustaron las mascarillas. Era la primera autopsia de Barry Vine, y pese a que no le afectaba en exceso ver cadáveres, aquello podía ser distinto. El sonido de la sierra resultaba extremadamente desagradable, al igual que el olor, más incluso que la visión de los órganos extirpados uno a uno del cadáver.
Al ver el cadáver expuesto, Wexford observó algo que no había detectado la tarde anterior. El lado derecho de la cabeza aparecía hendido, con el cabello aplastado por la sangre coagulada. Por otro lado, le pareció que las magulladuras del rostro habían remitido un poco, que sus colores eran menos intensos, marcas entre amarillentas y verdosas sobre la piel cerúlea.
Mavrikiev trabajaba deprisa y en silencio. Mientras que otros patólogos extraían un órgano, lo sostenían en alto y comentaban alguna peculiaridad de su estructura o deterioro, él se limitaba a proceder con expresión fría y pragmática. Wexford no observó que Barry Vine palideciera, pues la mascarilla y el gorro verde ocultaban gran parte del rostro, pero al cabo de un instante oyó un «Perdón» amortiguado por la gasa, y su subordinado salió corriendo de la sala con una mano enguantada cubriéndole la boca.
Contraviniendo sus propias reglas, Mavrikiev lanzó una carcajada seca.
– Vaya, él sí que tiene los ojos más grandes que el estómago.
Siguió trabajando y al cabo de un instante extrajo algo con las pinzas de la herida de la cabeza. El estómago, los pulmones, parte del cerebro y lo que había sacado de la herida yacían en sendos recipientes de plástico. Al terminar, Mavrikiev se quitó los guantes y cruzó la estancia hacia el lugar en que se encontraba Wexford.
– Ratifico lo que dije sobre la hora de la muerte. El sábado por la tarde.
– Supongo que ahora puedo formular la otra pregunta.
– ¿Causa de la muerte? El golpe en la cabeza; no hace falta ser médico para darse cuenta de eso. Tiene el cráneo fracturado, y el cerebro ha sufrido daños graves. Ahora no entraré en detalles técnicos, pero lo anotaré todo en el informe.
– ¿Quiere decir que le dieron un golpe fuerte en la cabeza? ¿Sabe con qué?
Mavrikiev meneó la cabeza y alargó a Wexford uno de los recipientes, que contenía alrededor de una docena de piedrecillas, algunas ennegrecidas por la sangre seca.
– Si alguien la golpeó, lo hizo contra un sendero de grava. He sacado estos guijarros de la herida. No creo que la golpearan, sino que se cayó. Creo que cayó desde una altura considerable sobre un sendero de grava.
En ese instante, Barry Vine volvió a la sala con aire avergonzado, manteniendo la mirada apartada de la camilla sobre la que el cadáver aparecía cubierto ahora con una sábana de plástico. Wexford no le hizo el menor caso.
– ¿Se cayó o la empujaron?
– Por el amor de Dios, ya empezamos otra vez. ¿Cuántas veces tengo que decirle que no soy mago? No lo sé. Si espera que encuentre un bonito juego de huellas dactilares en su espalda, está muy equivocado.
– Podría averiguar si opuso resistencia – insistió Wexford con frialdad.
– Piel y sangre bajo las uñas, ¿eh? Pues no. Si lo hizo alguien, probablemente era zurdo, pero no tenemos a ese alguien. Tiene el brazo izquierdo roto, dos costillas rotas, la pierna izquierda rota por dos sitios y la derecha, por uno. Magulladuras en todo el costado derecho. Creo que cayó sobre el costado derecho desde una altura de hasta diez metros. Y eso es todo por ahora, caballeros. Gracias por su atención -miradita desdeñosa a Barry Vine-. Me voy a mi casa a comer.
Vine lo saludó con un gesto.
– ¿Se encuentra mejor? -preguntó Wexford en tono ligero-. Se me acaba de ocurrir que cuando vimos a Brendan Royall, iba vestido de pies a cabeza con ropa de camuflaje. ¿Será coincidencia?