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Stanley Trotter aún estaba en la cama del piso de dos habitaciones que ocupaba en Peacock Street, Stowerton, cuando Burden fue a verlo a primera hora del martes. Uno de los hermanos Sayem, los propietarios de la tienda de comestibles de la planta baja, lo dejó entrar, lo acompañó arriba y llamó con fuerza a la puerta de Trotter. Tal vez guardaba rencor por alguna razón al inquilino de arriba, porque cuando Trotter abrió la puerta en pantalón de pijama y un chaleco mugriento, Ghulam Sayem esbozó una sonrisita maliciosa y adoptó una expresión muy parecida a la de Burden cuando éste anunció que era policía.
Aquel día hacía un calor bochornoso y sin viento, pero a pesar de ello, todas las ventanas de la casa de Trotter estaban cerradas. El lugar despedía un olor desagradable, exactamente lo que había esperado Burden, una combinación de sudor, orina, comida rápida malaya y moho, el que se forma en las toallas húmedas cuando llevan mucho tiempo sin lavar. A Burden, bastante presumido y cuidadoso con su aspecto, no le hacía ninguna gracia sentarse en el sillón grasiento con quemaduras de cigarrillos en los brazos, pero no le quedaba otro remedio, de modo que pasó un pañuelo por el asiento antes de acomodarse.
– ¿A qué ha venido, si puede saberse? -espetó Trotter.
– ¿Ha leído los periódicos de hoy, eh? ¿Ha visto la tele? ¿Ha escuchado la radio?
– No, estaba durmiendo.
– Entonces, ¿no le interesa? ¿No quiere saber por qué he venido?
Trotter guardó silencio, rebuscó en los bolsillos de una prenda tirada sobre la cama, encontró un paquete de cigarrillos, encendió uno y sufrió un ataque de tos instantáneo.
– Debería someterse a un trasplante de corazón y pulmón -aconsejó Burden antes de sufrir también él un acceso de tos; por lo visto, era contagioso-. ¿Cuánto tiempo pensaba dejar el cadáver allí? -estalló de repente.
– ¿Qué cadáver?
– ¿Cuánto tiempo pensaba dejar allí tirado el saco de dormir, Trotter? ¿O acaso tenía intención de encontrarlo usted mismo? ¿Era ése el plan?
– No pienso decirle nada si no es en presencia de mi abogado -masculló Trotter.
Dicho aquello, dejó el cigarrillo sobre un platillo, pero sin apagarlo, se metió en la cama y se cubrió la cabeza con la sábana.
Habían enviado el saco de dormir al laboratorio policial de Myringham. Lo había fabricado una empresa llamada Outdoors y, según la etiqueta, el tejido era una mezcla de poliéster, algodón y lycra, con forro de nailon y un relleno delgado de fibra de poliéster.
Entretanto, el examen del coche robado había permitido descubrir gran cantidad de pelos de gato, guijarros de alguna playa de la costa meridional y arena que, en opinión del experto en suelos, procedía de la Isla de Wight. No se encontró una sola huella dactilar ni en el interior ni en el exterior.
El vehículo había sido robado en Ventnor, Isla de Wight, pero los rehenes no podían estar allí, creía Wexford. Dora les habría dicho que habían cruzado una extensión de agua, y de todos modos, sus secuestradores no habrían corrido el riesgo de tomar el ferry, que era el único medio de llegar a la isla.
El propietario del Mercedes era William Pugh, de Gwent Road, Swansea. Wexford lo llamó y le preguntó si tenía gato o, más bien, dos gatos, pues los pelos procedían de un siamés y un gato negro. Pugh repuso que no, pero sí tenía un labrador que siempre permanecía en su jaula cuando él y su mujer se iban, como si Wexford estuviera confeccionando una estadística sobre animales domésticos.
– Supongo que habrá ido a la playa, señor Pugh.
– Pues no. Tengo setenta y seis años, y mi mujer, setenta y cuatro.
– Es decir, que no ha podido trasladar arena de sus zapatos al interior del coche.
– Nos robaron el coche tres horas después de llegar a la isla -explicó Pugh.
Había llegado otro fax de la inspectora jefe de Neath, Gwenlian Dean. Uno de sus agentes había interrogado a Gary y Quilla. En un principio negaron saber nada del encuentro con Wexford en Framhurst, pero cuando les refrescaron la memoria. Quilla recordó a quién se refería, y ambos hablaron con aparente franqueza de la conversación. La inspectora jefe Dean escribía que su agente no tenía razón alguna para dudar de la veracidad de sus palabras, que si habían oído el nombre de Wexford cuando éste se lo dijo, lo habían olvidado casi de inmediato.
No tenían intención de regresar a Kingsmarkham de momento, sino que irían hacia el norte de Yorkshire, donde se estaba organizando una protesta contra la construcción de una urbanización. Sólo un detalle había sorprendido a la inspectora jefe Dean, y es que, a diferencia de lo que le habían hecho creer, Quilla y Gary tenían coche. Habían llegado en coche y viajarían a Yorkshire en coche, un Ford Escort de cuatro años y aspecto respetable. ¿Le interesaba a Wexford averiguar más cosas de ellos?
La encuesta post mortem sobre Roxane Masood se había fijado para el día siguiente, y seguían sin recibir noticias de Planeta Sagrado. Era como si hubieran desaparecido de la faz de la tierra, llevándose consigo a los rehenes. Wexford no cesaba de mirar el reloj, contando las horas transcurridas desde el último contacto, cuarenta, cuarenta y una… Llamó a Gwenlian Dean, le agradeció las molestias que se había tomado y le dijo que ya vería a Quilla y Gary cuando volvieran. Esperaba que para entonces, como afirmó con voz firme, ya no necesitaría verlos.
Ordenó a Karen Malahyde que vigilara a Brendan Royall y a Damon Slesar que siguiera al Rey del Bosque.
Tanya Paine contó a Vine que no había mirado en ningún momento hacia el rincón en que se encontró el saco de dormir. No tenía ningún motivo para hacerlo. Estaban en el módulo, y los teléfonos no cesaban de sonar. En los intervalos entre llamada y llamada, Tanya estiraba y giraba el cuello, se inclinaba hacia adelante y desplazaba la silla en un intento de demostrarle que por muchas contorsiones que hiciera, no podía ver el rincón en el que habían dejado el saco, una zona ahora acordonada con cinta policial blanca y azul.
Vine no había visto en su vida unas uñas como las de Tanya. No alcanzaba a comprender cómo las hacían. Cada una de ellas mostraba un estampado azul, verde y violeta. ¿Estaba impreso o lo habría pintado alguien con un pincel muy fino? ¿O tal vez se trataba de calcomanías que se pegaban sobre la uña y se cubrían de esmalte transparente? Vine apenas podía apartar la mirada de aquellas uñas mientras Tanya estiraba y retorcía el cuerpo.
– No mientras estaba aquí dentro, señorita Paine -puntualizó-, sino cuando llegó o cuando se fue… O quizá cuando salió a comprar la barrita de chocolate y el capuccino -añadió, recordando sus gustos.
– Supongo que podría haberlo visto entonces, pero no fue así -aseguró antes de lanzarle una mirada de resentimiento-. Y ya no como esas cosas. Estoy intentando adelgazar, así que salí a comprar una manzana y una Coca-Cola light.
No se advertía en su conducta ninguna tristeza por la muerte sorprendente y violenta de Roxane. Había visto la noticia en la tele mientras desayunaba y de camino al trabajo había comprado el periódico, la clase de periódico (Vine lo vio tirado entre los teléfonos) con titulares en tipo de letra de setenta y dos puntos y texto casi inexistente. Mi niña preciosa, rezaba el titular de primera página junto a una fotografía de la agencia de modelos que mostraba a Roxane en bikini.
– Era amiga de Roxane, iba a la escuela con ella, ¿verdad?
– Iba a la escuela con muchas chicas.
– Sí, pero resulta que a Roxane la secuestraron y la han asesinado. Curioso, ¿no le parece? Mire, en primer lugar, el grupo que la secuestró. Planeta Sagrado, escoge la empresa de taxis en la que usted trabaja, y cuando matan a uno de los rehenes, dejan el cadáver donde usted trabaja. El cadáver de su amiga. Menuda casualidad, ¿eh?
En aquel momento sonó uno de los teléfonos. Tanya contestó y anotó una hora y una dirección en la carpeta. A Vine se le antojó un método poco eficaz y anticuado. El dibujo del bolígrafo hacía juego con sus uñas.
– Menuda casualidad, ¿eh? -repitió el policía.
– No sé a qué se refiere. No para de decir «mi amiga», pero no era amiga mía; sólo la conocía.
– Siempre pedía los taxis a esta empresa porque usted trabaja aquí. Le gustaba charlar por teléfono con usted.
– Mire, le voy a decir por qué le gustaba hablar conmigo; le gustaba porque así me enteraba de que tenía un padre rico, de que pronto sería modelo, lo que me parecía más que improbable, por cierto, y de que podía permitirse coger taxis cuando la mayoría de la gente tiene que ir en autobús. Y yo pensaba, no crea que me importa decírselo, que al menos mis padres se habían casado y siguen casados.
¿Así que eso constituía un tanto en la meritocracia de la juventud actual? A Wexford le parecería muy interesante, sin duda. Ya nadie se casaba, pero el hecho de que tus padres se hubieran casado y siguieran casados te confería cierta… categoría.
– ¿No le caía bien?
Tanya parecía estar cayendo en la cuenta de que tal vez no le convenía decir a un policía que la víctima de una muerte violenta le resultaba antipática.
– No he dicho eso; no me ponga palabras en la boca.
– ¿Por qué cree que han dejado el cadáver aquí?
– ¿Y cómo quiere que lo sepa?
De repente le pareció que había llegado el momento de revelar una verdad fundamental.
– No soy una asesina.
– ¿Tiene novio, señorita Paine?
– ¿Por qué quiere saber eso? -replicó la chica, atónita.
– Si prefiere no contestar…
Tanya observó que el policía anotaba algo en su libreta.
– Pues ya que lo pregunta, no, ahora mismo no – se apresuró a responder.
Era algo que habría preferido mil veces no tener que confesar. Se removió incómoda en su silla, retorciendo el cuerpo y revelando que, en efecto, no le vendría mal adelgazar.
– En estos momentos, temporalmente, no…, no.
En aquel momento sonó el teléfono.
Ni Leslie Cousins ni Robert Barren supieron explicar a Lynn Fancourt por qué alguien había dejado el saco de dormir con el cadáver de Roxane Masood en el aparcamiento de su empresa. Pero mientras que Barrett se limitaba a reiterar con voz monótona que no había visto ningún coche desconocido en las inmediaciones, Cousins afirmó con rotundidad que no estaba allí a medianoche del sábado, cuando regresó de llevar a un cliente de la estación de Kingsmarkham a Forby.
– ¿Cómo puede estar tan seguro?
– Porque fui allí, a la valla de atrás.
– ¿Por qué? ¿Vio algo?
Lynn se dio cuenta de que el hombre no quería contestar y de que se ruborizaba. La agente recordó el comportamiento que observaban en ocasiones su padre y sus hermanos, y se maravilló de que los hombres, pese a disponer de lavabos privados o públicos en las cercanías, se dedicaran a…
– Fue allí con fines naturales, ¿verdad, señor Cousins? ¿Para orinar contra el seto?
– Sí, bueno, es que…
– Las cosas eran más sencillas cuando todos los policías eran hombres, ¿verdad? Uno no pasaba tanta vergüenza -comentó Lynn al tiempo que le dedicaba la sonrisa dura que había visto a menudo en el rostro de Karen Malahyde-. Fue a la valla para orinar y en ese momento, a medianoche, no había nada al pie de los árboles, entre las ortigas, ¿verdad?
– Verdad -asintió Cousins con un suspiro de alivio.
Tanto habría dado que la terminal de autobuses se hallara a varios kilómetros en lugar de a pocos metros, porque la pared de ladrillos impedía toda visibilidad a sus empleados. Al otro lado, el zapatero remendón había cerrado la tienda y se había ido a casa a las cinco de la tarde del sábado, el peluquero, a las cinco y media y el dueño de la copistería, a la misma hora. Sólo la aromaterapeuta vivía allí mismo.
Las ventanas del piso en el que vivía, situado en la primera planta, daban por un lado al pub Engine Driver, lo que la había impulsado a instalar doble vidrio en todas ellas, y por el otro, a la tranquilidad relativa del descampado. Invitó a Lynn a entrar en un salón muy perfumado que a todas luces también hacía las veces de consulta. Las paredes aparecían cubiertas de fotografías y dibujos muy estilizados de flores y hierbas. También se veía una fotografía mucho más grande de la propia aromaterapeuta, en la que parecía extasiada por el aroma procedente de un frasco que sostenía bajo la nariz.
Dijo a Lynn que se llamaba Lucinda Lee, lo que sonaba rarísimo, pero lo cierto era que la gente tenía nombres muy raros.
– Muchas veces no consigo pegar ojo -se quejó-. Entre el pub de enfrente y todos esos coches entrando y saliendo por la parte trasera… Me han amenazado con subirme el alquiler, y cuando lo hagan, me iré.
¿Había visto algo inusual entre medianoche del sábado y última tarde del domingo? Para asombro de Lynn, así era.
– Por lo general no trabajan tan tarde -explicó Lucinda Lee-. O tan temprano, según se mire. Estaba a punto de dormirme, era casi la una, y de repente llegó ese coche armando un escándalo tremendo.
– ¿Qué clase de escándalo?
– La verdad es que no me gustan los coches. Quiero decir que son la primera causa de contaminación. Yo no tengo coche, ni se me ocurriría, y tampoco entiendo mucho… Ni siquiera sé conducir. Pero en fin, ése que entró daba la sensación de que no podía arrancar.
– ¿Se refiere a que se había calado?
– ¿Me refiero a eso? No sé, si usted lo dice. Bueno, me levanté y miré por la ventana dispuesta a gritarle. Era más de medianoche, ¿comprende? Esos tipos usan ese rincón como si fuera un retrete… ¿No está prohibido hacer eso?
– Me contaba que miró por la ventana -la atajó Lynn con delicadeza.
– Bueno, la cuestión es que no grité. El coche estaba parado, y el hombre estaba haciendo algo en el rincón. Qué vergüenza, ¿no le parece? Peor que los perros. Al menos en los perros es algo natural.
Había que desviarla de sus temas predilectos, a saber la contaminación, Contemporary Cars y los hábitos higiénicos.
– ¿Podría describirme el coche y al hombre? -volvió a interrumpirla Lynn.
Al cabo de un rato dilucidó que el coche era pequeño y rojo. En un principio, Lucinda Lee había creído que se trataba de Leslie Cousins, pero era demasiado alto y delgado. Llevaba vaqueros y cazadora con cremallera.
El domingo por la mañana, a media mañana concretamente, miró de nuevo por la ventana y vio el saco de dormir, pero estaba tan acostumbrada a ver basura en aquel lugar que no le prestó mayor atención.
Brendan Royall había pasado la noche en Marrowgrave Hall. Karen Malahyde dejó el coche junto a la verja y se adentró en la finca, deseando contar con más camuflaje que esos arbolillos nuevos y las ubicuas ortigas. En cierta ocasión, Wexford le había comentado que eran afortunados en el sentido de que la campiña inglesa no entrañaba los peligros que encerraban otros lugares, pues lo más dañino que vivía en ellas eran víboras y ortigas, y ¿cuántas víboras veía uno en la actualidad? Por suerte, Karen no era demasiado sensible a las ortigas.
Había conejos por todas partes, centenares de ellos, calculó Karen. Habían mordisqueado la hierba hasta tal punto que parecía segada, pero seguían comiendo los restos. Cuando llevaba un cuarto de hora en la finca, Royall salió por la puerta principal con una cámara fotográfica. Empezó a fotografiar conejos, que estaban tan lejos que sin duda no parecerían más que puntitos oscuros en las instantáneas. Al terminar avanzó unos pasos, y Karen lo oyó emitir un silbido extraño y estridente. Si con él pretendía tranquilizar a los conejos, no lo consiguió. Por el contrario, los animalitos quedaron paralizados un instante antes de salir corriendo para cobijarse entre los arbustos.
En aquel momento salió Freya, vestida como las estatuas de los frisos romanos. Dijo algo a Royall y le entregó un objeto. Royall se colgó la cámara del cuello y subió a la autocaravana. Karen regresó corriendo a su coche. Cuando la caravana salió de la propiedad, la policía ya había escondido el coche en la cuneta, a salvo bajo las ramas de los árboles. Royall dobló a la izquierda en dirección a Forby. Era un vehículo muy aparatoso para aquellas carreteras tan estrechas. Royall conducía muy despacio, y Karen lo seguía a una distancia más que prudente.
No había forma de rodear Kingsmarkham desde aquella carretera, de modo que Royall atravesó la población, ocasionando un grave atasco en York Street, donde había coches estacionados en doble fila. Se dirigía hacia la zona de obras de la nueva carretera, creía Karen, o al menos cerca de allí. Se preguntó cómo le irían las cosas a Damon Slesar…, Damon, quien por pura casualidad se encargaba de la otra vigilancia, la de Conrad Tarling. Si le daban la noche libre, si remitía un poco la caza de Planeta Sagrado, cenaría con Damon en Kingsmarkham a las ocho. No sería la primera vez que salían juntos, pero sí la primera que no se encontraban por casualidad, sino que quedaban para verse.
Suponía que Brendan Royall se dirigía hacia Myfleet por la ruta de Framhurst. De haber ido a uno de los campamentos, habría girado antes, a buen seguro antes de llegar a Framhurst Cross. De lejos comprobó que Royall tenía los semáforos en contra, por lo que aminoró la velocidad hasta casi detenerse. Royall ya había enfilado la carretera de Myfleet cuando Karen llegó al cruce, y por entonces ya volvía a tener el semáforo en rojo. Le dio la impresión de que no lo estaba haciendo demasiado bien y se preguntó si a Damon se le daría mejor.
Había muchos residentes de los campamentos sentados en la terraza de la tetería de Framhurst. Aun desde el coche distinguió aquellos recipientes de leche de soja. El semáforo cambió a verde, y Karen aceleró para dar alcance a la autocaravana, pero ésta se había esfumado entre las curvas que la carretera trazaba entre terraplenes de cuatro metros. Por supuesto, tuvo la mala suerte de toparse con otro coche. Se vio obligada a retroceder unos cincuenta metros hasta encontrar no exactamente un apartadero, sino más bien un ligero ensanchamiento de la carretera. Se detuvo en él y entonces vio la autocaravana, aquel enorme vehículo blanco, inconfundible, que a lo lejos, en el horizonte, seguía su rumbo por las colinas y estaba a punto de desaparecer en el valle.
No le quedaba otro remedio que continuar en la misma dirección, pendiente abajo, cuesta arriba, por la carretera de las mil curvas hasta llegar al valle, en el cual divisó un campo atestado de coches. La granja Goland. El estacionamiento para las furgonetas y demás vehículos de los moradores de los árboles. Aparcada en el centro del campo, la autocaravana de Royall parecía un cisne en un lago de patitos feos. Karen permaneció sentada en el coche, observándola. No podía llevar allí más de cinco minutos.
Había varias personas delante de la casa, que antaño había sido una capilla. Los observó por los prismáticos. Una mujer y dos hombres, ninguno de los cuales era Brendan Royall. Debía de estar en la cabina o en la caja de la autocaravana, la zona de estar. Porque eso era precisamente, un lugar en el que estar, en el que vivir además de conducir, dormir, comer, leer e incluso mirar la tele. Karen condujo hasta un lugar desde el que poder observar a sus anchas el vehículo. A través de los prismáticos comprobó que la cabina estaba vacía.
La autocaravana tenía cortinas, pero todas ellas aparecían descorridas. Los excelentes prismáticos le permitieron distinguir sin dificultad todo el interior del vehículo. A menos que Royall estuviera escondido bajo la cama, allí no había nadie… Y en efecto, no había nadie. De repente comprendió lo que había sucedido. Lo que Freya le había entregado delante de Marrowgrave Hall era un juego de llaves de coche. Royall había ido a la granja Goland en la autocaravana para luego marcharse en el coche de Freya.
El mensaje podía llegar por correo, como el primero. A Wexford se le ocurrían al menos cien direcciones, empresas y organismos públicos a los que podía llegar semejante carta. Sólo podía confiar en que, si alguien la recibía, se la entregaran. El mensaje no llegaría por fax ni correo electrónico, eso ya lo sabía. Llegaría por teléfono o por carta. Si no, nada.
Nada hasta el siguiente cadáver…
A fin de cuentas, habían hablado de negociaciones, pero en realidad no les hacían ninguna falta. La policía conocía sus exigencias o más bien, su exigencia. No se trataba de aplazar ni interrumpir la construcción de la carretera, sino de cancelarla por completo y para siempre. Era una condición ridícula, pues aun cuando el gobierno estuviera dispuesto a prometer semejante cosa, la promesa no sería vinculante para sus sucesores…, ¿verdad? ¿Y si se mantenía aquel pedazo de tierra en su estado actual, como había oído que sucedía en el caso de algunos bosques reales o de Hampstead Heath, por ejemplo? ¿Y si la compraba el National Trust, [3] por decir algo?
Se dio cuenta de que no estaba familiarizado con las leyes pertinentes, pero a buen seguro. Planeta Sagrado estaría versadísimo en ellas. Cabía la posibilidad de que exigieran al National Trust una promesa respecto al futuro del lugar.
Pidió permiso al jefe de policía para dirigirse a Planeta Sagrado por televisión, rogarles que liberaran a los tres rehenes restantes y expusieran sus exigencias, pero le fue denegado.
– Puede que esos tipos no encajen en la definición de terroristas tal como la entendemos, Reg, pero son terroristas en definitiva, y no podemos negociar con ellos. Son ellos quienes tienen que ponerse en contacto con nosotros.
– Pero es que no se ponen en contacto con nosotros -señaló Wexford.
– ¿Cuánto tiempo ha transcurrido, Reg?
– Cuarenta y ocho horas, señor.
– Y en este tiempo han hecho lo peor que podían hacer.
– De momento -puntualizó Wexford.
Damon Slesar lo alcanzó cuando entraba en el antiguo gimnasio. Wexford se volvió al oír su voz y lo vio cansado. En las personas morenas y muy flacas, la fatiga se manifiesta sobre todo en círculos oscuros bajo los ojos, y los de Damon aparecían hundidos en sendas cuencas grisáceas. Wexford se preguntó cómo se manifestaría su propio cansancio. Suponía que en un envejecimiento generalizado.
– Tarling no se ha movido del campamento de Elder Ditches -explicó-. Ha llegado a casa a media tarde, luego ha ido a echar un vistazo a la evaluación medioambiental, donde se ha encontrado con Royall, y más tarde han vuelto juntos al campamento. Y ya está.
– Convendría que se lo dijera a Karen -espetó Wexford con sequedad-. Le interesará saber dónde está ya que lo ha perdido.
Los ojos de las personas y los cambios sutiles que se producen en el rostro revelaban muchas cosas, se dijo Wexford. Oír criticar a Lynn Fancourt o Barry Vine no habría afectado a Slesar en absoluto, pero el hecho de que Karen fuera objeto de reproche lo tomaba vulnerable como si se tratara de él mismo.
– Se lo diré, señor -fue todo lo que dijo.
Algo en su voz hizo comprender a Wexford que Slesar buscaría una ocasión para hablar con ella, pero que si Brendan Royall salía en la conversación, sería por pura casualidad.
– Muy bien. Después de la reunión puede marcharse.
Los agentes se congregaron ante él con sus novedades, sus éxitos (escasos) y sus ideas (aún más escasas). Captó la mirada que intercambiaban Karen y Damon y se dijo que no era el momento de interesarse por las relaciones humanas, pero casi sin darse cuenta pensó complacido que la exigente, feminista, crítica y perfeccionista Karen tal vez había encontrado por fin a su media naranja.
El día tocó a su fin. Había llegado el momento de escuchar por fin la cinta que habían grabado de Dora bajo hipnosis.
<a l:href="#_ftnref3">[3]</a> Entidad británica encargada de la protección de espacios naturales y demás patrimonio de interés histórico y cultural. (N. de la T.)