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Había esperado oír la voz de una sonámbula, una voz aturdida, como la de un médium en trance. Estaba preparado para soportar la inquietud que ello le ocasionaría, pero lo que oyó fue la voz mesurada, firme y completamente tranquila de Dora. Parecía sentirse muy a gusto y sólo variaba el tono de voz cuando desenterraba algo de su inconsciente que de inmediato reconocía como cierto.
– Fue el chico, Ryan -decía en aquel instante-. Estaba como obsesionado con su padre, no para de hablar de él. Su padre murió en la guerra de las Malvinas varios meses antes de que él naciera. ¿Se lo había contado ya?
Silencio. El doctor Rowlands no contestó.
– Qué curioso profesar tanto amor y admiración a alguien a quien no has conocido ni conocerás.
– La gente idealiza a los padres perdidos o lejanos. Esas personas no castigan, nunca dicen no, no se exasperan, no se cansan ni se enfadan.
– Sí -asintió Dora como si considerara el asunto-. Su padre le dejó un álbum de dibujos sobre… la naturaleza, supongo que podría decirse. Bueno, no es que se lo dejara, sino que allí se quedó, y la madre de Ryan se lo dio al chico cuando tenía doce años. Eran dibujos de lagunas, ranas, tritones, fríganos y todas las cosas que veía cuando tenía la edad de Ryan y que ya no existían, habían desaparecido o estaban en peligro de extinción. Ryan adora ese libro; es su posesión más preciada.
– Hábleme del sótano -pidió el hipnotizador.
– Era grande, de unos treinta por veinte. Me refiero a pies, no metros, porque no me aclaro con los metros. Paredes encaladas. Cinco camas, tres en un extremo, la mía, la de Ryan y la de Roxane, y dos bajo la ventana para los Struther. Fue Owen Struther quien las llevó allí, supongo que para estar lejos del resto de nosotros. Y cuando se llevaron a Owen y Kitty, dejaron las camas allí. El suelo era de hormigón y siempre estaba frío. La puerta era muy pesada, de madera de roble, me parece. Cuando la abrían se veía algo verde y gris afuera, y también ladrillos rojos. Lo verde era hierba, y lo gris, piedra.
– ¿Qué veía al mirar por la ventana? -preguntó la otra voz en un murmullo.
– Verde y gris, un escalón de piedra, creo. Ah, y también algo azul. Pedazos de azul.
– ¿Cielo azul?
– No era el cielo -aseguró Dora tras una pausa-. Era otra cosa, frente a la ventana. A veces más arriba, otras más abajo. No me refiero a que se moviera mientras lo miraba, sino que un día, el miércoles, creo, era un trocito azul a unos tres metros de altura, y el jueves era un trocito de azul más pequeño a un metro.
Otro silencio, en esta ocasión tan prolongado que Wexford supo que la cinta había tocado a su fin. La euforia anterior dio paso a la decepción. ¿Eso era todo? ¿Se había visto sometida a un cambio involuntario (habría sido incapaz de negarse y seguir siendo un miembro responsable de la sociedad) de su consciencia y, por tanto, a la pérdida de su dignidad para eso?
Sintió deseos de propinar un puntapié a la grabadora, pero en lugar de hacerlo la apagó y se fue a casa. Dora dormía, lo que no le extrañó. En el contestador había un mensaje de Sheila, en el que anunciaba que volvería a Kingsmarkham cuando ellos quisieran, pero ¿no le apetecería a mamá pasar unos días con ella en Londres?
– Mira lo que pasó la última vez que lo intentó -dijo Wexford en voz alta.
Se fue a la cama y tuvo un sueño, el primero desde que Dora regresara. Se hallaba en un lugar lleno de edificios inmensos, como almacenes, fábricas, molinos y antiguas estaciones de tren, algunos de los cuales reconoció. El Molino Stucky de Venecia, el Musée d’Orsay de París… Caminaba entre ellos, anonadado por sus dimensiones, por el Pandemonium de John Martin y las Prisiones imaginarias de Piranesi. Era como si se hubiera zambullido por arte de magia en un libro de ilustraciones antiguas y, al mismo tiempo, desde un punto de vista más prosaico, en el polígono industrial de Stowerton. Supo desde el principio que se trataba de un sueño. Caminaba por una calle flanqueada por los tenebrosos molinos satánicos de Blake y al doblar una esquina se hallaba ante la abadía de Westminster. Y entonces supo que buscaba el lugar en que se hallaban encerrados los rehenes.
Despertó sin haberlos localizados a ellos ni su prisión. Era el día de la encuesta post mortem. El periódico publicaba en una de las páginas interiores un artículo escrito por un periodista famoso según el cual seguir haciendo concesiones a Planeta Sagrado equivaldría a humillarse de un modo intolerable ante los terroristas.
– No he dormido muy bien -explicó Dora mientras preparaba el desayuno-. No podía dejar de pensar en todo. La pobre Roxane, encerrada en el cuarto de baño. No creo que jamás llegue olvidar sus gritos y el pánico que sentía. Y los Struther… Qué patéticos, la verdad. Ella se desmoronó; no tenía ningún recurso para soportar aquello. Bueno, yo no hice gran cosa, pero al menos no me pasaba el día llorando.
– No lloraste en absoluto.
– Pues ganas no me faltaban, Reg.
– He escuchado la cinta -comentó Wexford-. Debes de ser un caso único en el mundo.
– ¿A qué te refieres?
– A que debes de ser la única persona del mundo que no tiene inconsciente. Todo está en tu consciencia. Nos lo contaste todo, no te guardaste nada. Bueno, nada salvo lo de la cosa azul.
Dora esbozó una sonrisa cautelosa y lo miró de soslayo.
– ¿Qué clase de azul era?
– Azul cielo -repuso ella-. Azul cielo del auténtico. El azul del cielo a mediodía de un hermoso día de verano.
– Entonces era el cielo.
– No -replicó ella con firmeza.
Pescó dos tostadas de la tostadora con ayuda de los dientes del tenedor, las colocó en un plato y sacó la mermelada de la alacena.
– No era el cielo. ¿Quieres café? Vamos, Reg, siéntate. No se hundirá el mundo porque te tomes media hora libre.
– Diez minutos.
– No era el cielo, sino algo de color azul cielo. De todas formas, ¿ha habido algún día despejado esta semana?
– Me parece que no.
– Cierto. Era más bien algo colgado de una ventana o pintado, pero el problema es que se movía. El miércoles estaba muy arriba, y el jueves, muy abajo. Y el viernes a la hora de comer. Guantes tapó la ventana con más tablones. ¿Lo haría para que no viera la cosa azul?
– ¿No se te ha ocurrido ninguna razón por la que pudieran haberte liberado?
– Si sabían que había visto cosas, lo más probable es que me hubieran retenido… o matado, ¿no? No pongas esa cara, hombre… En cuanto a los Struther, Owen Struther era demasiado joven para haber luchado en ninguna guerra, pero se comportaba como un soldado, con todo ese rollo del coraje ante el enemigo y de la obligación de fugarse. Qué ridiculez.
– A lo mejor fue soldado. Se puede ser soldado sin haber luchado en ninguna guerra.
– No, se lo pregunté. Por cierto, no le hizo gracia que se lo preguntara; se lo tomó como una afrenta. Ryan lo admiraba. Creo que lo habría seguido hasta el fin del mundo. Supongo que el pobre chico anda siempre en busca de una figura paterna. ¿Te parece una observación demasiado psicológica?
– El problema de la psicología -sentenció Wexford con agudeza- es que no toma en consideración la naturaleza humana.
Mavrikiev compareció como testigo experto ante el tribunal de primera instancia. Casi toda su declaración fue extremadamente técnica y críptica, un análisis de las características de ciertas heridas y fracturas. Cuando le preguntaron si, en su opinión, alguien había empujado o arrojado a Roxane Masood desde cierta altura, repuso que no podía asegurarlo. La encuesta fue suspendida, tal como Wexford había esperado.
El silencio de Planeta Sagrado pendía sobre Kingsmarkham como una bruma, o al menos así lo percibía Wexford. Tal vez no era el caso en el resto del mundo o siquiera del país. Alguien le había dicho que la noticia del secuestro había salido incluso en los periódicos estadounidenses. El New York Times había publicado un párrafo en la sección internacional. Wexford tenía la sensación de que los rehenes estaban tan lejos como ese periódico, a miles de kilómetros. Brillaba el sol, hacía un día espléndido, pero Wexford no podía apartar de sí aquella bruma aplastante.
– Sesenta y ocho horas -dijo a Burden-. Han pasado sesenta y ocho horas.
Burden tenía los periódicos matutinos. La policía no sabe nada. Desaparecidos: Ryan, Owen y Kitty. Mi hermosa hija, la historia de un padre.
– Lo que sí sé es cómo murió -constató Wexford-. Creo que sé exactamente cómo ocurrió. El jueves pasado, cuando la sacaron del sótano, la pusieron en otro sitio, pero no con Kitty y Owen Struther. Puede que ni siquiera ellos estuvieran juntos. En cualquier caso, encerraron a Roxane sola en un lugar alto.
– ¿En una de las plantas sobre el sótano?
– Es posible. El problema…, uno de los problemas reside en que no sabemos de qué clase de edificio se trata ni si es un solo edificio. Podría ser un complejo industrial, un granero, una casa grande con sótano o una granja con gatos. En la costa; en algún lugar con playa. Sea como fuere, llevaron a Roxane a un piso alto, tal vez un tercero o un cuarto, y la encerraron en una habitación. Creo que era una habitación pequeña, Mike.
– Eso no puedes saberlo.
– Sí puedo. Roxane padecía claustrofobia, y ellos lo sabían. Los de Planeta Sagrado lo sabían. Dora vio cómo se miraban los dos que encerraron a Roxane en el baño mientras ella gritaba y golpeaba la puerta. Lo sabían y sacaron partido de ese conocimiento para someterla, para castigarla. El otro día pensaba que, fuera lo que fuese Planeta Sagrado, no era gente cruel ni estúpida, pero he cambiado de opinión. Muchas personas se comportan con crueldad en cuanto tienen ocasión, ¿no te parece?
– Puede… La verdad es que no me extrañaría -repuso Burden con un encogimiento de hombros.
– Basta con darles poder y algo o alguien más débil que ellos para que se pongan a torturarlo. ¿Lo habrán investigado alguna vez los psiquiatras? ¿Habrán intentado averiguar por qué algo débil y vulnerable inspira compasión a unos y crueldad a otros? La verdad es que no lo sé y supongo que tú tampoco -Wexford meneó la cabeza entre triste y enojado-. En algún momento del jueves, la encerraron en una habitación pequeña a varios pisos de altura. Lo soportó durante casi dos días, no sabemos a qué precio… ¿Tienes alguna fobia? -preguntó a Burden tras una pausa.
– ¿Yo? Hombre, no me hacen demasiada gracia las serpientes. Me pongo un poco nervioso en los terrarios.
– No es lo mismo. Si tuvieras auténtica fobia a las serpientes, ni siquiera podrías acercarte a los terrarios. Yo sí tengo una.
– ¿Ah, sí? ¿Cuál? -preguntó Burden muy interesado.
– No te lo diría por nada del mundo. No es nada personal, es que no se lo diría a nadie. Mi mujer lo sabe. Lo que ocurre con las fobias es que no se las cuentas a nadie porque no te atreves. Phobos significa miedo. Imagina que algún bromista te enviara el objeto de tu fobia a casa en un paquete. Por esa razón, Roxane no debería haber revelado a Planeta Sagrado que sufría esa fobia, pero la pobre no pudo evitarlo. No podían enviarle el objeto de su fobia en un paquete, pero sí encerrarla en una habitación pequeña. El sábado por la tarde, loca de terror, intentó escapar. Tal vez había una tubería de desagüe o alguna planta trepadora a la que asirse, o un tejado al que saltar, o una comisa que alcanzar… o al menos eso creía ella. Pero no lo consiguió, perdió pie y cayó. Cayó desde una altura de diez metros y se mató, Mike. Al caer se rompió el brazo, dos costillas y las dos piernas, y además se dio un golpe tremendo en la cabeza. Quizás no se habría caído en circunstancias… ¿podríamos decir normales? Pero los fóbicos no están en circunstancias normales, no cuando se han visto expuestos al objeto de su fobia durante dos días y una noche.
– Cabe la posibilidad de que no esperaran semejante desenlace -terció Burden tras cavilar unos instantes-, de que quedaran horrorizados ante lo que ocurrió.
– Si son unos aficionados que han abarcado más de lo que pueden apretar, seguro. Lo más probable es que esperaran conseguir lo que querían y dejar en libertad a los rehenes sin hacerles ningún daño. Pero la cosa no salió bien y se encontraron con el cadáver de una persona a la que no habían matado.
– Pero es como si la hubieran asesinado al encerrarla en esa habitación -señaló Burden.
– Eso podemos decirlo tú y yo, Mike, pero no se sostendría ante un tribunal.
– ¿Por qué la trajeron aquí?
– Tal vez porque no querían quedarse con el cadáver. Era una carga para ellos. ¿Qué iban a hacer con él? Cuando tienes un cadáver, lo único que puedes hacer es enterrarlo. Imposible lastrarlo y arrojarlo al agua a menos que estén en la costa, cosa que no tenemos razones para creer. Para eso se necesita tener acceso a una embarcación, intimidad total, oscuridad… Pero ellos no la mataron, Mike, sólo la pusieron en una situación que acabó con ella. Si enterraban el cadáver y más tarde lo encontrábamos, ¿quién se habría tragado que no eran los responsables directos de su muerte? Si devolvían el cuerpo, el forense no tardaría en descubrir que, casi con total certeza, su muerte había sido accidental. Por ello se deshicieron del cadáver. El sábado por la noche, seguramente de madrugada, lo metieron en un saco de dormir y se lo llevaron. Creo que dejaron a Roxane en Contemporary Cars porque les tienen manía. Así mataban dos pájaros de un tiro. Tal vez lo hicieron para vengarse de Samuels, Trotter y compañía, por habernos avisado en seguida después del asalto. Empiezo a pensar que son unos tipos muy vengativos.
Los interrumpió la llegada de Pemberton, que creía haber encontrado el origen del saco de dormir.
– ¿Londres? ¿Qué parte de Londres? -inquirió Wexford.
– Outdoors no suministra a demasiados establecimientos comerciales -explicó Pemberton-, y sólo venden a tiendas de deportes, no a grandes almacenes. Casi todos sus artículos van al norte de Inglaterra, pero también suministran a una tienda del norte de Londres, en el distrito NW1, y otra en Brixton.
Brixton… ¿Por qué le sonaba? Fuera lo que fuese, lo encontraría en el ordenador.
– Siga.
– La tienda del norte de Londres está en Marylebone High Street. Ahí es donde tuve un poco de suerte, señor. La tienda había comprado seis de esos sacos con estampado de camuflaje y seis en verde y lila, pero mientras que los de colores se habían agotado, no habían vendido ni uno solo de los de camuflaje.
– ¿A eso lo llama suerte?
– Después fui a Brixton. La tienda se llama Palm Springs y está en High Street. Me dijeron que sólo habían comprado cuatro de esos sacos y que les quedaban dos. El jefe de la tienda se quedó uno porque estaba a punto de irse de camping. Eso fue en agosto del año pasado, lo recordaba perfectamente. Pero lo bueno es que también recordaba haber vendido el otro porque fue el mismo día.
– Supongo que no sabe a quién se lo vendió -intervino Burden.
– Bueno, eso es mucho pedir. Recuerda que era una mujer y que se iba a Zaire. Primero dijo Zimbabwe, pero luego se corrigió y dijo Zaire.
– Buen trabajo -alabó Wexford-. Y ahora siéntese delante del ordenador de Mary y revise el millón de kilobytes almacenados hasta que encuentre la conexión.
– ¿Hay una conexión?
– Estoy convencido de ello.
Setenta horas sin noticias de Planeta Sagrado.
Tras cambiar de coche con Damon Slesar, Karen se hallaba ante la verja de Marrowgrave Hall, a la espera de nuevos acontecimientos, a la espera de cualquier cosa. Le había parecido conveniente coger el coche gris y dejarle el azul a Damon, si bien no creía que Brendan Royall se hubiera dado cuenta el día anterior de que lo seguían.
Había iniciado la vigilancia en la granja Goland, estacionada entre los coches de los activistas. Ahí estaba la autocaravana, pero no sabía si Brendan Royall se encontraba en su interior. Las cortinas estaban corridas y lo único que revelaban los prismáticos era que la cabina estaba vacía. No se veía a nadie en las inmediaciones, y todas las ventanas de la casa estaban cerradas, como si sus ocupantes hubieran salido a pasar el día fuera.
Estaba cansada. Había cenado con Damon en un lugar mucho más elegante de lo que había previsto. Se trataba de La Méditerranée, el nuevo restaurante de Olive and Dove. Habían comido y hablado, llegando a la conclusión de que tenían mucho de que hablar, de que les interesaban las mismas cosas, el estado del mundo, el milenio, lo que sucedía en su entorno, la igualdad entre los sexos, la delincuencia y sus castigos… En comparación con aquella conversación, las de sus encuentros previos carecían de sentido, y cuando el restaurante cerró, fueron a un bar de High Street que abría hasta altas horas de la madrugada.
Por aquel entonces ya sólo bebían Coca Cola, pero verdad era que tendría que haberse ido a la cama mucho antes. Damon quiso subir con ella a su casa, pero Karen, muy a su pesar, se había negado. Se habían despedido con un beso apasionado, pero propio de las estrellas de Hollywood, la mera promesa de que pronto volverían a verse. Ahora estaba cansada, y el coche caldeado no era el mejor lugar para ella. Fuera brillaba el sol, y tenía miedo de quedarse dormida.
Aquella posibilidad la inquietaba tanto que decidió bajar del coche y dar una vuelta. No tenía aspecto de activista, pero podría haber pasado por una con sus vaqueros, camiseta negra y chaqueta de algodón. En cualquier caso, nadie prestaría demasiada atención a esa mujer con zapatos planos, ropa anodina, el cabello largo recogido en una cola y el rostro sin un ápice de maquillaje.
En algún lugar, uno o varios perros ladraban y aullaban. El ruido procedía de la autocaravana. Bueno, se suponía que Royall amaba a los animales. Sin lugar a dudas tenía perros, y el hecho de que estuvieran en el vehículo significaba que su amo regresaría pronto.
Cerca de la casa había gran cantidad de árboles y setos altos tras los que ocultarse. Al amparo de ellos, Karen echó un vistazo a la parte posterior del edificio, provisto de varias ventanas de iglesia. ¿Tendría ese edificio, que en su origen había sido una iglesia o capilla, una cripta en el sótano? A primera vista no lo parecía, y ninguna de las ventanas estaba tapada. Cuando acababa de volver al coche y bajar una ventanilla para dejar entrar un poco de aire fresco, un 2CV amarillo llegó al campo y sorteó las hileras de vehículos estacionados como si participara en el Gran Premio de Mónaco.
Royall bajó del coche seguido de Freya. La joven abrió una de las portezuelas traseras, y cuatro sabuesos pequeños salieron corriendo en todas direcciones. Les llevó unos instantes reunirlos a todos y meterlos en la autocaravana. Freya llevaba su sempiterno atuendo de momia, y en un momento dado tropezó y cayó de bruces. Después de que Royall intentara limpiarle el barro de la ropa, la joven subió al coche, y su compañero, a la cabina de la autocaravana.
Karen esperaba que volvieran a Marrowgrave Hall, y así fue. Cuando llegaron, Patsy Panick apareció en la puerta principal, se echó a reír y batió de palmas cuando Royall y Freya soltaron a todos los perros. Karen había oído decir que algunas personas tiemblan como gelatina, pero nunca había presenciado el fenómeno. La grasa de Patsy se agitaba como si llevara la ropa rellena de globos.
Los sabuesos correteaban en círculos meneando el rabo. Karen contó once ejemplares. Brendan y Freya consiguieron cogerlos y meterlos en la casa. Patsy entró tras ellos y cerró la puerta mientras, a buen seguro, exhortaba a todos ellos, seres humanos y perros, a comer algo.
El sopor volvió a apoderarse de Karen. Hacía cada vez más calor, y llegó a quedarse dormida por una fracción de segundo. La despertaron los ladridos. Las dos personas a las que vigilaba salieron de la casa rodeadas de su juguetona jauría. Mientras los hacían subir a la caravana y Brendan cargaba en ella una maleta, una mochila y una bolsa de lona, Karen llamó a la comisaría de Kingsmarkham.
– Se van -anunció-. Voy a seguirlos para averiguar adonde van, pero creo que se marchan lejos.
– El inspector jefe quiere hablar contigo. Te paso.
– En cuanto acabe, quiero que vuelva aquí. ¿Recuerda a una mujer de Londres que había viajado a África y que estaba enferma?
– Por supuesto, señor.
– Tendrá que ir a verla en cuanto acabe con Royall y su amiga.
La autocaravana estaba atestada de perros y equipaje. Por lo visto, Freya no iba a acompañar a Brendan. Por un instante, Karen creyó que se iría por su cuenta, pero lo único que hizo fue aparcar el coche en el enorme garaje vacío. Patsy y Bob salieron de la casa, Bob con algo en la mano, un trozo de pizza o quizás un bocadillo. Brendan se despidió de Freya cogiéndole las manos y mirándola profundamente a los ojos durante largo rato. Acto seguido abrazó y quizás besó a Patsy, aunque desde tan lejos no podía asegurarlo, dio una palmada en la espalda a Bob, agitó el brazo, seguramente para despedirse de la casa, y subió a la cabina de un salto. Karen se ocultó entre los árboles.
Royall conducía la caravana con mucha más cautela que el 2CV. Los sabuesos no cesaban de ladrar. Karen lo siguió por Forby y por la carretera de Stowerton. Tenía razón; Brendan no se dirigía a ningún lugar próximo a Kingsmarkham ni las obras de la nueva carretera, sino que conducía hacia la M23 para tal vez enlazar con la M25. Lo siguió hasta llegar a la entrada de la autopista y acto seguido volvió sobre sus pasos para regresar a Kingsmarkham por la antigua carretera de circunvalación.
Una vez en la comisaría, lo primero que hizo fue preguntar si había noticias de Planeta Sagrado. Damon, quien le contó que había seguido a Conrad Tarling a pie todo el santo día, pues era cierto que jamás utilizaba el coche, le explicó que no habían dado señales de vida. Ya habían transcurrido más de setenta y dos horas o tres días, lo que aún se antojaba más tiempo, desde que encontraran el mensaje en la maleta de Dora Wexford. Damon había dejado a Conrad Tarling en la copa de un castaño, donde el Rey del Bosque había entrado en su casa antes de bajar la cortina de lona y sin duda acurrucarse en el interior como una ardilla.
– Espero que podamos vemos esta noche.
Karen, que se había vuelto hacia la pantalla de su ordenador, repuso que, en cierto modo, sí podían.
– ¿Cómo que en cierto modo?
– Podemos ir a Londres y hablar con una mujer llamada Frenchie Collins que tal vez haya comprado un saco de dormir de camuflaje. ¿Conduces tú?
– Encantado.
– En cuanto a los huesos que esos niños encontraron en el montículo de tierra de Stowerton Dale -explicó Wexford mientras hojeaba el informe forense que acababa de llegar-. Tibia de vaca y corvejón de cerdo, como sospechábamos. Y ahora la ropa que llevaba Dora… Traje chaqueta de hilo color marrón, blusa de crepé a motas color ámbar y blanco… ¿Qué narices es el crepé, Mike? Zapatos de cuero marrón, medias de un color llamado «casi marrón», sujetador blanco de seda y lycra, braguitas blancas de seda con blonda color café. Creo que es correcto. Una manchita en la blusa que se ha identificado como café y un compuesto líquido de soja, la leche de soja. Debo decir que Dora consiguió mantenerse muy limpia; yo me habría puesto perdido de espaguetis y mermelada. Y ahora algo que nos animará. Han encontrado gran cantidad de sustancias interesantes en su falda. Cabellos suyos y otros de una persona joven, largos y oscuros, o sea que probablemente eran de Roxane Masood. Un cóctel de gránulos de tiza, migas de pan, telarañas, polvo de piedra caliza, arena y pelos de gato. Muchos pelos de gato procedentes de un siamés y de un gato negro.
– Hay siete millones de gatos en Gran Bretaña -constató Burden en tono neutro.
– ¿En serio? En cambio, no hay siete millones de parejas de gatos formados por un siamés y un gato negro -replicó Wexford antes de seguir leyendo el informe-. Limaduras de hierro, lo que señala a una fábrica o taller… Y escucha esto. También han encontrado un tipo de polvo que, en su opinión, podría ser la sustancia que se adhiere a las alas de las mariposas y las polillas.
– ¿Qué?
– Por lo visto, sigue el informe, las alas de las mariposas y las polillas no son de un color fijo, como es el caso de las plumas de ave o el pelaje de los animales, sino que son fruto de una combinación de polvos de distintos colores. Si pierden ese polvo, no pueden volar. El informe insinúa que tal vez la falda de Dora, que era bastante larga, se restregó contra una telaraña en la que había muerto una mariposa o una polilla…
– ¿Qué pasa?
Wexford había enmudecido. Releyó el pasaje anterior, dejó el informe sobre la mesa y alzó la mirada.
– El polvo era de color rosa y marrón, Mike.
– ¿Y? Hay muchas mariposas de color rosa y marrón.
– ¿Ah, sí? Pues a mí no se me ocurre ninguna. Negro y rojo, blanco, amarillo y naranja…, pero ¿rosa? El único insecto marrón con alas de color rosa… con la cara inferior de las alas de color rosa que se me ocurre es la Rosy Underwing, una mariposa muy inusual. Vive en Europa y Japón, pero en este país sólo se encuentra en algunas zonas de Hampshire y el este de Wiltshire.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque últimamente me han interesado bastante estos temas. Debe de ser por la maldita carretera de circunvalación. Bueno, la cuestión es que he leído bastantes cosas sobre la Araschnia levana y por el camino me he topado con muchos otros bichos.
Burden lo miró con una sonrisa. El inspector jefe nunca dejaba de sorprenderlo.
– No sé por qué recuerdo lo de la Rosy Underwing, pero la recuerdo. Por supuesto, lo verificaremos. ¿Qué te parece por Internet? Lo que sí recuerdo es que en Wiltshire hay algunos ejemplares. ¿A quién conocemos en Wiltshire?
– A la familia de Conrad Tarling -repuso Burden tras breves segundos.
– Exacto. ¿Tenemos la dirección?
– Sí, en el ordenador.
Al cabo de veinte minutos disponían de toda la información sobre las mariposas británicas y europeas, así como sobre el historial familiar y la biografía de los Tarling. Los padres de los tres hermanos Tarling vivían en Queringham House, Queringham, Wilts. Wexford ya había consultado el Gran Atlas de Carreteras de Gran Bretaña para calcular las distancias. Un escalofrío le recorrió el cuerpo de pies a cabeza al pensar que tal vez habían encontrado una pista…
– Queringham está justo en la frontera con Hampshire, Mike, a medio camino entre Winchester y Salisbury.
– Eso no está en la costa, ¿verdad? Y además está demasiado lejos. Recuerda que nos movemos en un radio de unos cien kilómetros.
– Está a cien kilómetros, quizás ciento cinco o ciento seis. Tu amiga la actriz se equivocó al decir que Tarling recorría ciento veinte kilómetros para verlos… La exageración típica de los súbditos serviles, diría yo. Debe de ser una gran casa de campo, Mike, con muchos anexos, en pleno hábitat de la Rosy Underwing…, el polvo de cuyas alas han encontrado en la falda de Dora.
– Cuna de activistas famosos y de un terrorista -agregó Burden-. Cuna de un hombre que estuvo a punto de matarse en una protesta contra el transporte de animales.
– Llamaremos a la policía de Wiltshire y en cuanto obtengamos su autorización, haremos una visita a Queringham Hall. Pongámonos en marcha. No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.