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¿Necesitaban refuerzos?
La policía de Wiltshire tema vehículos de respuesta armada patrullando por sus carreteras, al igual que la policía de Mid-Sussex. Si Wexford necesitaba alguna clase de ayuda… Todo el país estaba en alerta roja a causa del secuestro de Kingsmarkham.
Wexford repuso que no necesitaba su asistencia, gracias, que sólo iría a echar un vistazo. Ni siquiera pretendía registrar el lugar a menos que la familia Tarling se mostrara de acuerdo, porque no pensaba pedir una orden de registro por el momento. Irían cuatro: él y Burden, acompañados de Vine y Lynn Fancourt. Wexford incluso experimentó cierto alivio ante la perspectiva de alejarse de la comisaría y de la sala de crisis instalada en el antiguo gimnasio. Lo avisarían de inmediato si llegaba algún mensaje de Planeta Sagrado, pero al menos se ahorraría la agonía de esperar.
Setenta y dos horas desde el último.
No encontraron tanto tráfico como había temido. Cruzaron la frontera de Wiltshire a las seis y media, y el río Avon al cabo de unos minutos. Queringham se hallaba entre Mownton y Blick, tierra bucólica de colinas y prados tranquilos rodeados de parajes de belleza excepcional protegidos por Medio Ambiente.
Aquellos terratenientes de toda la vida, observó Wexford, sabían ocultar sus fincas de las miradas curiosas de la plebe. Resultaba imposible divisarlas desde la carretera. Habían construido las casas, dondequiera que se hallaran, doscientos años atrás para luego rodearla de árboles. Por ello, lo único que uno veía al aproximarse era el bosque. Al entrar en la propiedad, uno tenía la impresión de que no podría abrirse camino, de que el sendero acabaña en un muro de follaje.
De repente, el bosque acababa para dar paso a un pedazo de tierra en el que se alzaba la casa. Sin embargo, en este caso no había jardines de plantas exóticas con vistas panorámicas. Aquello no era más que un claro del que habían arrancado toda vegetación a excepción de algunos setos bajos y unos enormes tiestos de piedra en los que crecían a duras penas sendos cipreses. Wexford estaba en lo cierto respecto a los anexos. Se veía una hilera de establos con un campanario en el centro y a la izquierda, detrás de la casa, un granero enorme con un silo cilíndrico aún más enorme y extremadamente feo.
Lo primero que le asombró fue que su visita, la visita inesperada de cuatro agentes de policía, dos de ellos de graduación bastante alta, no extrañó en lo más mínimo a Charles y Pamela Tarling. Al igual que los Royall, estaban acostumbrados a aquella clase de cosas. Por humildes y respetuosos de la ley que fueran, sus hijos no cesaban de atraer la atención de la policía. A buen seguro, muchos agentes de otros cuerpos, probablemente de todos los confines de Inglaterra, se habían acercado por el camino y habían llamado a su puerta para hacerles las mismas preguntas.
Bueno, no exactamente las mismas preguntas.
Los invitaron a entrar y los condujeron a un gran salón característico de las casas de campo inglesas. Ofrecía el aspecto raído, cansino y gastado que sólo aquellos lugares podían tener. La gran alfombra azul y amarilla aparecía deshilachada, gris y pajiza, la tapicería rozada, los largos cortinajes amarillos, cientos de metros de tela, transparentes por el paso del tiempo. En el centro de una mesita se alzaba un descomunal jarrón desconchado lleno de flores muertas, no secas, que salpicaban polen grisáceo sobre la superficie de caoba manchada de cercos blancos.
Los propietarios hacían juego con el lugar. También ellos parecían haber empezado sus vidas con energía, vitalidad y cierto brillo, pero el tiempo, los esfuerzos dedicados a aquella casa y las pruebas a que los sometían sus hijos y el hecho de vivir con ellos habían ajado y desteñido todas aquella cualidades. De hecho, incluso se parecían, dos personas delgadas, altas, de hombros redondeados, cabezas pequeñas, rostros arrugados y cabello canoso y despeinado.
– Nos interesa sobre todo su hijo Conrad -explicó Wexford.
El padre asintió con aire cansado, como si ya lo supiera. Tal vez había respondido con anterioridad a todas las preguntas sobre dónde estaba Conrad, cuándo lo había visto por ultima vez, si visitaba Queringham Hall a menudo. Al cabo de unos instantes, Burden mencionó a Craig, el de las bombas incendiarias.
Pamela Tarling enrojeció. Un rubor oscuro le tiñó el rostro arrugado y desvaído. Se llevó las manos a las mejillas como si quisiera refrescárselas. De algún modo, uno sabía que tenía los dedos helados.
– Son nuestros hijos -repitió sin duda por enésima vez-. Siempre hemos intentado serles leales. Y… son personas valientes y entregadas, con principios y objetivos nobles, sólo que…, sólo que…
– Tranquila, Pamela -la atajó su esposo-. De hecho, yo apruebo eso… ¿Me permiten que les pregunte qué quieren hacer ahora?
– Echar un vistazo por los alrededores, señor Tarling. Por supuesto, puede negarse, pero me gustaría echar un vistazo a algunos de los anexos.
– Oh, yo nunca me niego -comentó Charles Tarling-. Nunca digo que no a la policía, porque siempre acaban volviendo con una orden de registro.
Por supuesto, cabía la posibilidad de que fuera un actor consumado; Wexford no lo sabía. Salió de la casa en compañía de los demás, pero los Tarling permanecieron en el salón, sentados frente a frente, cambiando miradas desesperadas por encima de la destartalada mesita de la ultima época victoriana.
¿Con qué fin habían instalado el silo? ¿Había sido la propiedad una granja en otros tiempos? De los tejados de los establos faltaba la mitad de las tejas, y las puertas aparecían desquiciadas. El reloj funcionaba, pero nadie se había molestado adelantar las manecillas en marzo, y la hora estaba a punto de cambiar de nuevo. Wexford y Burden escudriñaron el interior mientras Vine abría la puerta de un lugar que podría haber sido una vaquería, una leñera o incluso un granero. De él salió volando una polilla gigantesca; Wexford le echó un buen vistazo, pero no era una Rosy Underwing, sino que más bien parecía una esfinge del aligustre gigante.
Por lo visto, nadie utilizaba aquel anexo desde hacía cincuenta años o más. El suelo era de piedra, a lo largo de las paredes se alineaban hileras de estantes, y bajo la única ventana se veía un gran fregadero de piedra. Sin embargo, no había ningún cuarto de baño ni plantas superiores. Wexford miró por la ventana, pero no daba a nada verde y gris con ocasionales parches azules, sino a una pared de ladrillo con tablones de madera.
– Es una vaquería -constató-. El sótano en el que los tienen encerrados es una vaquería.
– Sí, pero no ésta -replicó Vine.
– No, no ésta.
El sonido de unas ruedas que se acercaban hizo volverse a Wexford. El hombre se acercaba por el patio desaliñado empujando su silla de ruedas tan deprisa como si de una bicicleta se tratara. Guardaba un parecido tan asombroso con Conrad Tarling que podría haber sido él. ¿Eran gemelos? Bastaba con imaginar al Rey del Bosque desprovisto de su porte, reducido a la persona sentada ante ellos en aquella silla, sin la capa dorada, despojado de toda fuerza física…
Al igual que Conrad, llevaba la cabeza rapada. Sin duda había sido tan alto como su hermano en los buenos tiempos, pero ahora su cuerpo aparecía encogido y encorvado, con las rodillas dobladas bajo la manta que las cubría. Sobre aquellas rodillas apoyaba las manos grandes, pero de dedos rechonchos. El rostro era casi idéntico al de Conrad, pero aún más parecido al Ultimo Mohicano, penetrante, oscuro, como moldeado en bronce y contraído de dolor.
– ¿Qué buscan? -preguntó con una voz profunda y bella, aunque llena de resentimiento.
– Inspección de rutina, señor Tarling -explicó Burden, lo que hizo reír a Colum Tarling.
Su risa era amarga, sin sentido del humor alguno, forzada y artificial. Resulta mucho más fácil forzar la risa que el llanto.
– De ésas tenemos muchas -exclamó-. En fin, no les entretendré… Bueno, tampoco podría aunque quisiera, ¿eh? La verdad es que ya no puedo hacer nada. No se puede hacer nada con la médula espinal destrozada.
Desde luego, las personas que se hallaban en semejante situación tenían el poder único de incomodar a los demás si eso les proporcionaba satisfacción, y a todas luces era el caso de Colum Tarling.
– Te gustan todas las cosas buenas, trabajas para defender y proteger la civilización, los seres vivos, la decencia y la humanidad, y lo que hacen es castigarte seccionándote la médula espinal bajo las ruedas de un camión. ¿Le gustaría decir algo al respecto?
A Wexford le habría encantado; de hecho, podría haber hablado durante media hora sin vacilación alguna.
– Puesto que ha tenido la amabilidad de permitimos que continuemos con nuestro trabajo, creo que aprovecharemos su generosidad.
Colum Tarling no había esperado semejante cortesía.
– ¡Vaya! -exclamó-. Un auténtico caballero en la profesión equivocada.
Su padre había salido de la casa y se había detenido tras la silla de ruedas. Wexford observó una mueca de dolor en su rostro al oír que su hijo hablaba con tanta brutalidad de su médula destrozada. En aquel instante apoyó una mano en el hombro de Colum y le susurró algo al oído.
– Entra en casa, Colum -añadió en voz más alta.
– Se limitan a hacer su trabajo -dijo Colum-. ¿Es eso lo que me has susurrado? Es que no te he oído bien.
Acto seguido dio la vuelta a la silla y regresó a la casa más despacio que antes. Sin lugar a dudas, su padre soportaba más de lo mismo cada día, conjeturó Wexford, y aún más cuando el Rey del Bosque iba de visita tras recorrer cien kilómetros por el campo, durmiendo bajo los setos, y aún más cuando iba a ver a su otro hijo a la cárcel. La madre escucharía día y noche historias del horror de quedar aplastado bajo las ruedas de aquel camión, las secuelas fisiológicas de la desgracia, los detalles clínicos, el dolor… Así transcurrirían las conversaciones en esa casa, con la pobreza aristocrática como telón de fondo. Se le antojaba una vida insoportable, pero…
El padre seguía allí.
– Está bastante trastornado -murmuró-. No piense que…
– No estoy pensando nada en particular, señor Tarling.
– Quiero decir que no tiene la médula exactamente «destrozada», en absoluto. Se rompió la espalda, pero hoy en día saben arreglar esas cosas, y claro que ha perdido bastante estatura, pero es su pobre mente la que…
Wexford asintió con un gesto.
– Me gustaría echar un vistazo a esos cobertizos -pidió-, y luego iremos arriba si nos lo permite.
– Por supuesto -espetó Tarling entre desairado e indiferente.
Por lo visto, su hijo Colum creía o fingía creer que buscaban explosivos. Estaba sentado en su silla de ruedas al pie de la escalera, sermoneando a sus padres y a los cuatro policías sobre la vivisección, las especies en peligro de extinción, la caza y la destrucción del dodo.
Puesto que ni Charles ni Pamela Tarling interpusieron objeción alguna, los policías registraron las dos plantas superiores. También allí, de un modo curioso, casi sobrenatural, las características de Queringham Hall se parecían a ciertos aspectos del lugar que Wexford imaginaba como encierro de los rehenes. No, no es que se parecieran, sino que más bien eran… ¿imágenes reflejadas? Era como si Queringham Hall se hallara en una dimensión, y la cárcel de los rehenes, en un universo paralelo donde las cosas eran parecidas, pero con diferencias sutiles porque los acontecimientos y las estructuras habían evolucionado por caminos distintos.
Al igual que el sótano se presentaba como una vaquería en desuso, en el desván encontraron lo que bien podrían haber sido la última prisión de Roxane Masood, un habitáculo pequeño, chato y de techo bajo. Sin embargo, la ventana era demasiado pequeña para que se colara por ella siquiera una mujer muy delgada, y a menos de dos metros de distancia, el tejado de un cuarto de baño sobresalía lo suficiente para amortiguar una caída.
No, aquella sensación se debía a que las casas de campo inglesas con frecuencia se parecen mucho entre sí, pensó Wexford. Sin embargo, ahora sabía algo con certeza. Lo que buscaban era una casa de campo, no una fábrica, un taller o un granero.
Si había mostrado desaprobación hacia aquella habitación o su ocupante en su anterior visita, Karen Malahyde no se había dado cuenta. Siempre procuraba comportarse de forma neutra, sin importar la suciedad ni la pobreza o, para el caso, el lujo y la ostentación de los lugares que visitaba. Pero debía de haber exteriorizado sin darse cuenta sus verdaderos sentimientos, debía de haber hablado en tono reprobatorio o delatado desdén en la mirada, pues Frenchie Collins se negó en redondo a hablar con ella.
– No pienso decir una sola palabra a una estreñida como usted -espetó antes de volverse hacia Damon-. Mírele la cara, con la nariz arrugada como si hubiera pisado una mierda.
– Lo siento, señora Collins -se disculpó Karen con voz tensa-, pero le aseguro que no tiene usted razón.
Era mentira, por supuesto, pues quedó más horrorizada si cabe que la primera vez al ver la pobreza de aquel minúsculo cuarto interior, la ventana que daba a una pared de ladrillo gris y, en efecto, el olor que le recordaba a algo que no percibía desde las clases de química en la escuela, el hedor a col podrida del carburo cálcico.
– Sólo queremos hacerle unas preguntas.
– Sólo querían eso la última vez -replicó Frenchie Collins-. Y sólo se portaron como si yo fuera… la mierda que ha pisado ella.
Se notaba que era joven, aunque costaba precisar por qué, ya que en su cuerpo se advertían todas las señales de la edad: cabello canoso y reseco, piel llena de surcos, dos dientes frontales desaparecidos en combate, manos arrugadas que temblaban. Llevaba el cuerpo esquelético envuelto en un albornoz antaño blanco y los pies sepultados en unos calcetines de lana gris.
– Señora Collins…
– He dicho que no pienso hablar con usted. Con él no me importaría hablar. Parece un chico bastante simpático.
Karen y Damon cambiaron una mirada.
– Está bien -suspiró Karen-. Si eso es lo que quiere, no diré nada.
– Quiero que se vaya -exigió Frenchie Collins-. ¿Ha quedado claro? Hablaré con él a solas, aunque Dios sabe qué le voy a decir. No sé nada de esa gente de Planeta Sagrado. En cuanto a usted -dijo a Karen-, espere en el coche…, porque habrán venido en coche, ¿no?
Karen obedeció. Tenía la sensación de que Frenchie Collins sabía algo que ella podía sonsacarle y Damon no. Por supuesto, era absurdo creer eso habida cuenta de que la mujer no quería ni hablar con ella. Puesto que era una mujer sensata y ambiciosa, con la mira puesta en ascender en el escalafón policial, dedicó la espera a analizar con sinceridad las actitudes que había adoptado en los últimos tiempos ante aquellos a los que Wexford denominaba «nuestros clientes». Cuando uno pone el listón muy alto a la higiene personal, la meticulosidad y el orden, cuesta no aplicar los mismos haremos a los demás, pero lo intentaría. Convenía ser consciente de las propias deficiencias, ya que ése era el primer paso para subsanarlas.
¿Soy engreída? se preguntó. ¿Estoy demasiado satisfecha de mí misma? Cuando empezaba reconocer que sí, en efecto, ambas cosas eran ciertas, y que además era intolerante y rayana en el fanatismo, Damon regresó al coche.
Todo había sido en balde. Frenchie Collins había comprado el saco de dormir, tal como sospechaban, y se lo había llevado al Zaire, pero lo había dejado allí junto con casi todos sus demás efectos personales. Estaba demasiado enferma y débil para transportar más que lo esencial.
– O al menos eso dice -comentó Karen.
– «África me ha matado», ha dicho textualmente. Y hay que reconocer que está fatal. Imagino que puede tratarse del sida.
– No, no ha transcurrido el tiempo suficiente. No creo que tirara ese saco de dormir o lo dejara allí, como ha dicho. Las personas como ella nunca tienen dinero y no tiran las cosas. Lo más probable es que se metiera dentro en el aeropuerto para que la llevaran hasta el avión.
– Podrían haber comprado el saco de dormir en el norte de Inglaterra, en las otras tiendas a las que vende Outdoors.
Karen recordó que debía ser amable, no tener prejuicios y no mostrarse engreída. Sobre todo quería ser amable con aquel hombre. Hacía mucho tiempo que no sentía deseos de mostrarse tan amable con nadie.
– El resto de la noche nos pertenece -anunció con una sonrisa-. No estaría mal pasarla aquí, pero ¿qué te parece si vamos a casa?
Wexford no regresó hasta pasadas las nueve. No había noticias de Planeta Sagrado. Ya lo sabía, pues de lo contrario lo habrían llamado, pero aun así se sintió decepcionado. Más que decepcionado… Lo embargó una sensación que apenas experimentaba desde que era joven. Era pánico. Apretó los puños y respiró profundamente para controlarla.
Llevaba diez minutos en su despacho. No sabía por qué había ido, pues no quedaba nada que hacer esa noche. Podía ir a casa y decirle a Dora todas aquellas cosas de las que él mismo empezaba a dudar. Oh, no, no los matarán, claro que no. Los encontraremos. Echaremos el guante a Planeta Sagrado. Encontraremos al hombre del tatuaje en el antebrazo izquierdo y al que huele a acetona. ¿Qué clase de enfermedad puede hacerte oler a disolvente? ¿Alguna dolencia renal? ¿Algo en el páncreas? ¿Una producción excesiva de cetonas?
Pero los encontraremos. Encontraremos al hombre que se ve obligado a llevar guantes porque tiene las manos desfiguradas, tal vez por un eczema o por unas cicatrices. O quizás porque es negro. Encontraremos a la mujer que llevaba zapatones para parecer un hombre. Encontraremos la casa en la que hay un gato siamés y otro negro, la casa con la vaquería desde cuya ventana se ve un parche móvil de color azul cielo pero que no es el cielo.
Bajó al vestíbulo en el ascensor y al llegar allí vio a Audrey Barker entrar por la puerta giratoria como una exhalación.
– ¡Oiga! -gritó el sargento de guardia.
Wexford reparó en que la señora Barker tenía un aspecto que nunca le había visto…, un aspecto feliz. Más aún, parecía eufórica, casi loca de alegría. Dicen que los sustos y el horror ponen los pelos de punta, pero los suyos salían disparados en todas direcciones a causa del júbilo. Reía a carcajadas sin poder contenerse.
– ¡Me ha llamado! ¡Mi hijo me ha llamado! -vociferó.
– Un momento, señora Barker… ¿Qué ha dicho?
– No quería telefonearle porque una nunca sabe quién se pone, pero mi hijo, Ryan, me ha llamado hace media hora. Suponía que estaría usted aquí. Dadas las circunstancias… No podía quedarme quieta, tenía que moverme, así que he venido en seguida para decírselo personalmente.
Wexford asintió con la cabeza.
– Está bien, cuéntemelo todo -dijo con voz firme en un intento de calmarla-. Vayamos a mi despacho.
– Su voz… No podía creerlo, por un momento pensé que era un sueño, pero sabía que era real, y está bien, está perfectamente…
– Vayamos arriba, señora Barker. En seguida llega el ascensor.
Entraron en el ascensor, ella de un salto.
– Está bien, está perfectamente -repitió la mujer, asiéndolo del brazo con mano temblorosa-. Le caen bien, y a ellos les cae bien él. Se ha unido a ellos, ¡y ahora no le harán ningún daño!