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Audrey Barker estaba sentada frente a él, al otro lado del escritorio, con una taza de té ante ella. Ya se había calmado un tanto, y de su rostro había desaparecido buena parte del júbilo casi demencial. De hecho, empezaba a recuperar la expresión ansiosa que le fruncía prematuramente el labio superior. Wexford dejó que bebiera el té fuerte y dulce que le había preparado, reparando en el temblor de la mano que sostenía la taza y el castañeo de los dientes contra la porcelana. Que se tomara todo el tiempo que necesitara; de todos modos, era demasiado tarde para intentar localizar la llamada.
– Debería haberle llamado, ¿verdad? -musitó la mujer con el labio superior perlado de sudor.
– No sé si habría servido de mucho, señora Barker. ¿Qué le ha dicho Ryan?
– Por poco me desmayo al oír su voz. No podía creerlo, estaba asombrada. Pensaba que era un sueño o que me estaba volviendo loca. Ha dicho «Mamá, soy yo», y claro, en seguida he sabido que era él, pero aun así he dicho: «¿Quién es?» «Yo, mamá, Ryan, tranquila, soy Ryan», y entonces «Escucha, éste es nuestro mensaje.» Y yo he dicho «¿Nuestro? ¿De quién? ¿A qué te refieres?» «A Planeta Sagrado. Ahora soy uno de ellos.» Bueno, algo así, puede que con otras palabras.
– Pero ¿está segura de que ha dicho que ahora es uno de ellos?
– Segurísima. «Ahora soy uno de ellos.» No sabía a qué se refería, así que se lo he preguntado.
Hasta entonces había mantenido la vista baja y las manos entrelazadas sobre el regazo en un intento de recordar los detalles precisos de la llamada, pero de repente levantó la cabeza y miró a Wexford a los ojos.
– Ha dicho que hablaba en serio, que se había unido a ellos, que le habían pedido que entrara a formar parte del grupo. Por supuesto, él se sintió halagado, muy orgulloso. No es más que un niño, no puede tomar esa clase de decisiones. Su llamada me ha hecho muy feliz, pero ahora… Qué estúpida he sido, ¿verdad? Estaba contenta porque se encuentra bien, porque está vivo, pero ahora me doy cuenta de que es uno de ellos y…
– ¿Qué más ha dicho?
– Ha dicho…, y la verdad es que parecía otra persona al decirlo: «Nuestra causa es justa. Antes no lo sabía, pero ahora sí. Queremos lo mejor para el mundo. Me refiero a nosotros, mamá, ¿lo entiendes?
– ¿Le ha preguntado dónde estaba?
– ¡Dios mío, no se me ha ocurrido! -exclamó la mujer al tiempo que se llevaba una mano a la cabeza-. De todas formas, no me lo habría dicho, ¿no cree? Ha dicho algo como…, bueno, no me acuerdo exactamente, pero era algo como «Queremos que desvíen la carretera de circunvalación», o quizás ha usado otro verbo, no sé. En cualquier caso, se refería a eso. «Mañana volveré a ponerme en contacto contigo», ha dicho luego, y no sé a qué se refería con eso. ¿Podría querer decir que vuelve a casa?
– Más bien suena a que enviarán otro mensaje, señora Barker. Me gustaría que me lo repitiera todo para que podamos grabarlo. ¿Le importaría?
En el primer momento, a Wexford lo asombró que Ryan Barker se aliara con Planeta Sagrado, pero, por supuesto, no era la primera vez que un rehén se unía a sus secuestradores y abrazaba su causa. Y aquella causa en particular ejercía un gran poder de atracción sobre los jóvenes. Eran los jóvenes quienes ardían de indignación ante la destrucción del medio ambiente, su futuro medio ambiente, y que abogaban fervorosamente por la inversión del «progreso» y el restablecimiento de un paraíso natural no identificado.
– Ryan idealiza a su padre, ¿verdad? -preguntó a Audrey Barker cuando ésta acabó de grabar la conversación que había sostenido con su hijo-. Me pregunto si verá en Planeta Sagrado algo que su padre habría aprobado. Tengo entendido que su padre mostraba un interés especial por la historia natural.
La señora Barker se lo quedó mirando como si de repente, inexplicablemente, hubiera empezado a hablar en una lengua extranjera. Se había apoderado de ella una fatiga universal que le hundía el rostro y los hombros. Wexford reformuló la frase para hacerla más inteligible.
– Sé que su esposo murió en la guerra de las Malvinas y también sé lo del álbum de dibujos. Tengo la impresión de que Ryan ha hecho lo que hacen algunos niños que han perdido a su padre o su madre, es decir, idealizarlos, ponerlos en un pedestal e intentar imitarlos. Ryan ve Planeta Sagrado, equivocadamente, por supuesto, como una organización que su padre habría admirado y apoyado, y por ello él hace lo mismo.
Audrey Barker se encogió de hombros con todas sus fuerzas para subrayar al máximo la negación.
– No era mi marido -explicó con amargura-. No llegamos a casamos. Le conté a Ryan que su padre había muerto en las Malvinas…, y bueno, lo cierto es que murió en aquella época.
Wexford la observó con expresión interrogante.
– Dennis Barker murió en una pelea de navajeros en Deptford. Nunca detuvieron a nadie por el crimen; la verdad es que no creo que se molestaran en buscar al culpable, porque sabían qué clase de tipo era. Tenía que decirle algo a Ryan, así que me monté toda la historia, y mi madre siempre me ha apoyado.
– ¿Y qué hay de la historia natural? -preguntó Wexford-. Los dibujos, el álbum…
– Eran de mi padre, John Peabody. Mire, nunca le he contado otra cosa al niño, pero…, bueno, la verdad es que los niños se engañan para soportar mejor las cosas.
Y los padres también, agregó Wexford para sus adentros.
– El quid de la cuestión no es la verdad, sino lo que él ha llegado a considerar verdadero. De esta forma se pone en el lugar de su padre, se convierte en su padre -comentó Wexford.
– ¡Su padre! Era un delincuente de poca monta, por el amor de Dios. En fin, supongo que Ryan está siguiendo sus pasos uniéndose a esa panda de terroristas, ¿no?
– Haré que la lleven a casa, señora Barker, y que intervengan el teléfono de su madre. Grabaremos todas sus conversaciones telefónicas y, con su permiso, tomaremos la precaución de apostar a un agente en su casa durante el día de mañana para que esté presente cuando llame Ryan.
Si es que llamaba. Si es que no enviaban una carta u otro cadáver… Tenía que contárselo a Dora.
Le sorprendió que su mujer no se sorprendiera.
– Ryan estaba esperando algo así -comentó-. Ésa es la impresión que me daba cuando hablábamos. Creí que lo había encontrado en una persona, en Owen Struther, una especie de padre-héroe, pero Owen lo defraudó o al menos eso creía él, cuando los de Planeta Sagrado se los llevaron a él y a Kitty. Ahora comprendo que Ryan estaba buscando algo en que creer, una causa, una razón para vivir. Claro que no es más que un niño…
– Eso mismo dice su madre.
– Pobre mujer.
Le contó lo del padre real y el imaginario en la esperanza de que se escandalizara al menos un poco. A nadie le gusta que le engañen, aun cuando quien engaña apenas sea consciente de que miente y quien le escucha sea un primo. Pero Dora se limitó a menear la cabeza y extendió las manos con gesto de impotencia.
– ¿Qué será de él?
– ¿Quieres decir cuando los cojamos? Nada, supongo. Como dice todo el mundo, no es más que un niño.
– Me pregunto qué habrá pasado -suspiró Dora.
– ¿A qué te refieres?
– Te conté que nunca nos hablaban, que no había comunicación alguna. ¿Cómo es que las cosas cambiaron y se pusieron a hablar con él cuando me fui? ¿Lo abordaron ellos, o los abordó él? Yo más bien me inclino por la segunda posibilidad, ¿tú no? Debía de sentirse muy solo y desesperado por oír una voz humana, así que empezó a hablar con ellos, tal vez para preguntarles por qué hacían todo eso, qué querían. Y ellos aprovecharon la ocasión. Menuda ventaja tener a un invitado en lugar de un rehén, ¿no te parece? Seguro que es el sueño de todo secuestrador con causa.
– Hasta cierto punto -matizó Wexford-. Si todos tus rehenes se convierten, pierdes tu arma negociadora.
– Los Struther jamás se convertirían, jamás. O sea que ahora sólo quedan ellos. Owen y Kitty…
– Es casi lo mismo tener dos rehenes que cinco -comentó Wexford.
A la mañana siguiente, ambos se despertaron temprano, y Dora empezó a hablarle de las dos personas a las que hasta entonces menos había mencionado. Era como si hubiera pensado en ellos durante las largas vigilias nocturnas o como si sus pensamientos y análisis hubieran cristalizado mientras dormía. Dora le llevó una taza de té a la cama y se sentó junto a él.
– Kitty tenía sólo cincuenta y pocos años, pero diría que pertenece a una especie en extinción, una clase de mujeres que han vivido siempre protegidas por los hombres, sin hacer nada por sí solas, sin tomar decisiones ni iniciativas. Oh, ya sé que yo tampoco soy más que una ama de casa, pero no de ésas que se limitan a cocinar un poquito, arrancar de vez en cuando unas malas hierbas y dar órdenes a la mujer de la limpieza. Esas mujeres sólo tienen un hijo, por lo general un varón, y lo meten en un internado a la primera de cambio. Así era Kitty Struther. Apenas hablaba, pero lo sé. Al tener que enfrentarse a algo distinto, una situación amenazadora, se desmoronó por completo. Lo único que decía era «Owen, tienes que hacer algo» y «Owen, haz algo». Y la reacción de Owen consistía en comportarse como un prisionero de guerra resuelto a escapar del campo de concentración. Se veía a la legua cómo era su matrimonio… Ella dependía por completo de él, y él, por su parte, para mantener la ilusión de que era un hombre valiente y admirable, se veía en la necesidad de impresionarla constantemente.
– ¿La mujercita? Eso es lo que decían los creadores de imperios.
– El gran hombre y la mujercita… Da escalofríos. ¿Recuerdas cuando Sheila estaba casada con Andrew, y su madre se refería a ella como su «mujercita»?
– Será mejor que me levante, porque de lo contrario no voy a impresionar a nadie.
– No los matarán, ¿verdad, Reg?
Era la única pregunta previsible que le había formulado en toda la conversación.
– No si puedo evitarlo.
Savesbury House y el teléfono de Andrew Struther intervenido, así como el de Clare Cox, aunque Wexford consideraba improbable que Ryan Barker la llamara. Su hija había muerto, por lo que su relación con Planeta Sagrado había terminado. Con toda probabilidad, el chico llamaría de nuevo a su madre. Al menos estaban recibiendo mensajes; cualquier cosa era preferible al silencio.
Acompañado de Karen Malahyde, Burden fue a la casa de Rhombus Road para esperar la llamada en el salón de la señora Peabody. Si es que llegaba la llamada. Los ordenadores del antiguo gimnasio seguían almacenando información, cientos de miles de bytes, añadiendo los comentarios de Dora Wexford sobre los Struther, la transcripción de la cinta de Audrey Barker, los escasos resultados obtenidos por Karen Malahyde y Damon Slesar en su entrevista con Frenchie Collins… Wexford se sentó ante el ordenador de Mary Jefferies para leer el documento que esperaba acabara por conducirlo hasta Planeta Sagrado.
Un sótano rectangular de diez metros por siete, una puerta de entrada grande y pesada, otra que daba a un cuarto de baño. Una ventana alta con un fregadero debajo. La ventana bloqueada por una estructura de madera parecida a una conejera, por cuyos intersticios se vislumbraba algo verde y una suerte de escalón de piedra. Suelo de baldosas de piedra, paredes encaladas. Una vaquería, ahora lo sabía…, pero ¿de qué le servía saberlo?
La leche de soja, que al principio se había antojado tan prometedora, podía obtenerse en todo el país. La maldita Rosy Underwing los había lanzado a una caza de fantasmas… o de mariposas por todo el sur de Inglaterra.
Quedaba aquella cosa azul que iba y venía ante la ventana. ¿Colada tendida a secar? ¿La gente aún tendía la ropa? ¿Un coche? Podía ser un coche azul. Los coches se desplazaban de un sitio a otro, y el azul siempre estaba de moda. Sí, pero ¿a tres metros de altura? ¿Una ventana que al abrirse revelaba una pantalla de lámpara o una cortina azul? No le convencía ninguna de esas posibilidades. Lo que desconcertaba era el hecho de que la cosa azul se moviera.
Acababa de llegar un informe sobre el robo de veinte sabuesos en un laboratorio de investigación cerca de Tunbridge Wells. Alguien había robado los perros e incendiado las instalaciones. El laboratorio se hallaba en Kent, fuera de su jurisdicción y de la de Montague Ryder.
Comprobó que alguien ya había establecido la conexión con Mid-Sussex. Karen Malahyde tema todas las pruebas necesarias contra Brendan Royall. ¿Significaba eso que, después de todo, Royall no tenía nada que ver con Planeta Sagrado? Probablemente. Y Damon Slesar no había conseguido nada con Conrad Tarling quien, aparte de dar largos paseos para inspeccionar distintas zonas de la obra, permanecía casi siempre encerrado en su cabaña.
De camino a Savesbury, Wexford pasó cerca del campamento. En toda la zona de la nueva carretera de circunvalación reinaba el silencio más absoluto. En ese punto, más o menos el centro de la obra proyectada, aun no habían dado comienzo los trabajos. No habían talado ningún árbol; seguía siendo la misma campiña salvaje de profundas veredas, prados jugosos y colinas a lo lejos. El granjero que había retirado sus ovejas de la zona las había vuelto a traer. Savesbury Hill seguía intacto, un pico abrupto y aislado con su aureola de árboles en pleno hábitat de la Araschnia levana. Wexford tema poco tiempo, pero aun así dio un rodeo para intentar hallar indicios de la evaluación medioambiental. No había rastro de ella, a menos que se hubiera equivocado de lugar.
La última vez que pasara por allí lucía un sol caprichoso. El viento soplaba con fuerza suficiente para restregar sin pausa las nubes contra la cara del sol, de modo que la luz iba y venía, y las sombras de las nubes flotaban sobre las colinas verdes como bandadas de pájaros inmensos y oscuros. El bosque debía de estar atestado de activistas a la espera de averiguar cuál sería el siguiente movimiento, pero no vio a ninguno. Alguien le había dicho que en el extremo de la obra más cercano a Stowerton, donde los niños habían encontrado los huesos, ya crecían hierbajos sobre los montículos de tierra removida.
En la terraza de la tetería de Framhurst vio a varios moradores de los árboles, o tal vez se trataba de excursionistas. Ni rastro de Conrad Tarling, Gary, Quilla ni Freya. Tal vez estaban vigilando a los Struther, aunque no lo creía. De algún modo sabía que no era así en absoluto, que se había equivocado, que había considerado todo el asunto desde una perspectiva errónea. Pero ¿de qué le servía saberlo si desconocía en qué sentido era errónea?
Bibi le abrió la puerta. Andrew la había avisado de su llegada, y le dijo que lo encontraría «por la parte de atrás». Wexford cruzó una arcada de ladrillo hasta un lugar pavimentado como un tablero de ajedrez, alternando entre baldosas de piedra y cuadrados de hierba. Aquí y allá se veían macetas de petunias rayadas y margaritas jamaicanas, pruebas de las habilidades hortícolas de Kitty Struther. Manfred, el perro, estaba levantando la pata contra una frondosa planta trepadora que se encaramaba por una de las paredes. Wexford se volvió cuando Andrew Struther dobló una esquina del edificio georgiano y lo siguió al interior de la casa.
La casa parecía más limpia y mejor atendida, más parecida a lo que a la pobre Kitty Struther le gustaría encontrar al volver. Sentado en su elegante salón, con su zaraza y sus alfombras de colores suaves, su plata y su porcelana china, Wexford volvió a examinar la fotografía enmarcada de los dos últimos rehenes, una copia de la cual Andrew le había llevado a su despacho. De ella no se desprendía que Kitty Struther pudiera desmoronarse de manera tan fulminante bajo la presión y que su marido se transformara en un pseudohéroe bravucón. En la fotografía, la mujer parecía mucho más aventurera que él, una esquiadora casi atlética que había dejado atrás las pistas verdes hacía mucho tiempo. Owen Struther le recordaba las fotografías que en su juventud había visto del difunto sir Edmund Hillary, y lo cierto era que parecía tan capaz como él de escalar el pico más alto del mundo.
– ¿Trae noticias? -preguntó Andrew Struther.
– Nada alentador, me temo. He venido para decirle que sus padres son ahora los únicos rehenes de Planeta Sagrado.
– ¿Qué hay del chico?
Wexford se lo contó. Struther apretó los puños; al cabo de unos instantes bajó la cabeza y se oprimió la frente con ellos. Parecía estar haciendo un esfuerzo sobrehumano para dominarse, respirando profundamente y tensando los músculos de los hombros. No se asemejaba en nada al hombre arrogante y engreído que una semana antes había echado a Burden y Karen. La tensión había acabado con aquella fachada.
– Es posible que reciba una llamada. Hemos intervenido su teléfono, pero me gustaría que cooperara.
– Si se refiere a que le diga a ese cabroncete lo que pienso de él, puede contar con mi cooperación.
– Me refiero a todo lo contrario, señor Struther. Quiero que lo haga hablar lo más posible. No se enfrente a él. Hable de sus padres si quiere; lo más natural es que pregunte por su bienestar, y cuanto más le pregunte y hable, más probabilidades hay de que le dé alguna pista acerca de su paradero.
– ¿Cree que llamará aquí?
– No, no lo creo, pero quiero estar preparado por si acaso.
La señora Peabody había limpiado y engalanado la casa como si esperara la visita de la familia real. A las ocho de la noche anterior la habían avisado de que irían los dos policías, y eso le había bastado. Por lo visto, la limpieza de primavera había tenido lugar entre ese momento y las nueve de la mañana siguiente, hora a la que llegaron Burden y Karen. La señora Peabody debía de haberse levantado a las cinco de la mañana. El antimacasar que cubría el respaldo de uno de los sillones aún estaba ligeramente húmedo por el lavado, aunque planchado y almidonado a la perfección. Karen lo rozó con la yema del dedo, sonrió y a renglón seguido se dijo que como no tuviera cuidado se convertiría en otra señora Peabody, una anciana que atusaba los cojines antes de que llegaran las visitas e incluso ordenaba a alguien…, quien fuera…, ¿quizás Damon Slesar?, que se quitara los zapatos al entrar en casa.
– Daría algo por saber lo que está pensando, sargento Malahyde -comentó Burden al ver que se ruborizaba.
– Estaba pensando que puedo convertirme en una ama de casa quisquillosa como la señora Peabody si no me ando con ojo.
– Yo también -confesó Burden-, o al menos en el equivalente masculino.
Audrey Barker debería contestar al teléfono cada vez que sonara. Iba de un lado para otro, ayudando a su madre en las tareas que le quedaban por hacer, apareciendo y desapareciendo con el ceño fruncido y la mirada ansiosa… En un instante en que se quedó a solas en la cocina con Karen, le explicó, sin que ésta se lo preguntara, que la habían operado de piedras en la vesícula, lo que daba al traste con el cuento sensacionalista de Ryan que Dora Wexford había repetido en la grabación. Karen se maravilló ante la inteligencia, por no mencionar la imaginación de un chico de catorce años que podía inventar la fantasía de una biopsia uterina.
El teléfono sonó por primera vez a las diez y veinte. La señora Peabody acababa de sacar tazas de café con leche muy espumoso, su versión particular del capuccino. Sobre la bandeja yacía un tapete veteado de blonda, el plato de las galletas estaba protegido con una servilleta de adorno, el azucarero contenía terrones y sobre cada platillo se veía una cucharilla de metal muy labrado. Audrey Barker lo miró todo con el aborrecimiento de una mujer a quien importa muy poco el aspecto de los utensilios domésticos, pero que ha sufrido toda la vida las reconvenciones de una madre orgullosa de su casa. El timbre del teléfono le hizo dar un respingo y llevarse las manos a la cabeza. Burden le indicó por señas que descolgara.
De inmediato se puso de manifiesto que no era Ryan. Burden y Wexford habían dudado de la existencia del hombre que, según Ryan había contado a Dora, estaba prometido con su madre. ¿Se trataría de otro producto de su imaginación desbordada? Por lo visto no, tal como explicó Audrey Barker al colgar el teléfono un par de minutos después.
– Mi amigo -dijo-. Me llama cada día. Dos o tres veces al día, de hecho.
A Burden le parecía que el tiempo pasaba muy despacio. La señora Peabody retiró las tazas de café y recogió dos migas de galleta invisibles de la alfombra, entre los pies de Burden. Para matar el rato, el inspector preguntó a Audrey Barker por su hijo, sus gustos, sus intereses, sus progresos en la escuela. La mujer empezó a hablar, y la tensión de su rostro empezó a disiparse. Al parecer, Ryan despuntaba en biología y geografía, lo que no extrañaba a nadie. Poseía una considerable colección de libros de historia natural. La señora Barker le había regalado una guía de pájaros de Gran Bretaña por Navidad y ya le había comprado una serie de vídeos de documentales para su siguiente cumpleaños…
El teléfono volvió a sonar a mediodía, y puesto que eran las doce en punto, lo que se antojaba una buena hora para Planeta Sagrado, cuando Audrey descolgó, Karen se levantó y se acercó lo suficiente para oír la voz de su interlocutor. Sin embargo, no era Ryan, sino Hassy Masood.
– El también llama cada día -explicó Audrey al término de la breve conversación-. Es lo que entiende por tener un grupo de apoyo. Sé que es muy amable por su parte, pero la verdad es que podría prescindir perfectamente de sus llamadas. Ella no quiere hablar, y no me extraña. El señor Masood siempre me dice que Clare no quiere hablar.
La siguiente llamada fue de alguien que se había equivocado de número. Observando a Audrey, Karen comprendió por primera vez en su vida el significado de la expresión «con los nervios a flor de piel».
El laboratorio forense no proporcionó a Wexford pista alguna sobre la procedencia del saco de dormir. Nicky Weaver se había propuesto localizar su origen ahora que era evidente que se habían equivocado al suponer que se trataba del mismo que había comprado Frenchie Collins en Brixton. Ya había descartado el norte de Londres y en compañía de Hennessy había ampliado el radio de búsqueda a los Midlands, mientras Damon Slesar seguía vigilando a Conrad Tarling.
Pero si bien el informe del laboratorio no revelaba nada acerca del origen del saco de dormir, sí proporcionaba gran cantidad de información acerca de los lugares en los que había estado tras caer en manos de Planeta Sagrado.
Era de un material lavable y había sido lavado al menos una vez. Después de que Frenchie Collins lo trajera consigo de África, pensó Wexford, pero no lo había traído consigo, no era suyo. Le había dicho a Slesar que no era suyo. ¿Por qué iba a mentir?
De las sustancias halladas en la ropa de Dora, en el saco de dormir sólo se habían encontrado pelos de gato, y en grandes cantidades, por cierto. También se habían detectado unas manchas en la cara externa, unas de café solo y otras de vino tinto. En el interior se habían encontrado tres piedrecillas irregulares, fragmentos diminutos de grava, pero tal vez el hallazgo más interesante fuera una hoja marchita que habían localizado en el fondo del saco y que, en opinión del forense, debía de haberse pegado a la suela del zapato de Roxane. La hoja no procedía de una planta silvestre, sino de una ipomea rubrocaerulea, una trepadora más conocida por el nombre de campánula o farolillo.
Wexford releyó aquella parte del informe. En cierta ocasión había intentado cultivar campánulas en su jardín, pero el verano había sido tan nefasto que la pobre planta no había empezado a florecer hasta octubre para luego ser destruida por las primeras heladas. Sheila le había contado que, al parecer, ciertas partes de la planta… ¿las semillas? ¿la raíz? ¿las hojas?… producían alucinaciones; sabía de personas que la masticaban, pero al consultar las propiedades de la ipomea en un libro, Wexford sólo había averiguado que de ella se obtenía un purgante, la jalapa.
En la ropa de Roxane se habían encontrado manchas de su propia sangre, de loción corporal, aplicada seguramente antes del secuestro, leche de soja y salsa de tomate. Wexford volvió las páginas del documento hasta llegar al principio y miró por la ventana sin reparar en lo que veía.
Ryan Barker llamó a su madre en el preciso instante en que Burden empezaba a perder la esperanza y se preguntaba si no se habían embarcado en otra de aquellas esperas interminables, esperas que a veces duraban días enteros.
La señora Peabody les preparó la clase de bocadillos que reciben el calificativo de «exquisiteces», diminutos triángulos de pan blanco sin corteza con lonchas transparentes de jamón o berros entre las rebanaditas. Se sentó para verlos comer. Al cabo de una hora volvió a levantarse para preparar el té y trajo un pastel, la clase de obra que habría hecho las delicias de Patsy Panick, una tarta de chocolate con cobertura de chocolate y virutas de chocolate. Para asombro de Burden, la visión y el olor del pastel le produjo una oleada de náuseas, pero la delgada y tensa Karen se sirvió una ración.
La señora Peabody se volvió hacia la repisa de la chimenea y divisó una mota de algo que no debía estar allí, de modo que fue a la cocina, volvió con un paño y puso manos a la obra. Frotaba y pulía todos los objetos decorativos de forma obsesiva. A Karen le recordó a un gato que de repente percibe un olor a suciedad en su pata y empieza a lamerse como un condenado.
El teléfono emitió un leve chasquido antes de sonar, lo que no había sucedido en las llamadas anteriores, o en cualquier caso no habían reparado en ello. El timbre se les antojó desproporcionadamente ruidoso, un sonido agudo y penetrante. Audrey recitó su número de teléfono con voz monótona, tal como le habían indicado.
Otra vez el prometido. Burden deseó haberle pedido a Audrey que le dijera que no volviera a llamar ese día. Se lo pidió entonces; la mujer asintió, pero no lo hizo. En cuanto colgó el auricular, el teléfono volvió a sonar.
Karen se acercó a ella de un salto cuando descolgó. De nuevo recitó el nombre con voz monótona.
Se oyó la voz de un chico, una voz adulta desde hacía tiempo, pero temblorosa y aguda, tal vez a causa del nerviosismo.
– Hola, mamá, soy yo.