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– ¿Has transmitido el mensaje, mamá?
– Claro que sí, Ryan, tal como me dijiste.
Audrey Barker era una actriz pésima; su voz sonaba falsa, como si se hubiera aprendido de memoria el texto de una obrita de teléfono blanco.
– Tienen que desviar la carretera, ¿lo has entendido?
– Sí, Ryan, y ya se lo he dicho.
La voz forzada de su madre lo inquietó.
– ¿Hay alguien en casa contigo? -preguntó con suspicacia.
– ¡Claro que no, claro que no! -casi gritó Audrey.
– El gobierno tiene que anunciarlo oficialmente. De lo contrario, la señora Struther morirá. ¿Lo has entendido? O lo anuncian mañana antes de la puesta de sol, o la señora Struther morirá.
– Oh, Ryan…
– Creo que hay alguien contigo en casa, así que voy a colgar. No volveré a llamar. Recuerda que nuestra causa es justa. Es la única forma, mamá, la única forma de salvar el mundo. Y cuando se trata de salvar el mundo, la vida de una sola mujer no importa. Voy a colgar. Adiós.
Ésta fue la conversación que Karen Malahyde oyó directamente. Más tarde, Wexford escucharía la cinta grabada, pero antes de eso se enteró de que habían localizado la llamada.
La habían efectuado desde la fonda Brigadier, situada en la antigua carretera de circunvalación de Kingsmarkham.
Había empezado a llover. La lluvia, augurada por los pesimistas desde hacía días, caía con rapidez de los nubarrones que de repente se cernían sobre la tierra. Al cabo de un rato diluviaba, lo que demoró un poco su llegada a la fonda. En circunstancias normales habrían recorrido el trayecto en un cuarto de hora, el tiempo mínimo, pero la tormenta no era de las que hacen aminorar la velocidad, sino pararse en la cuneta y esperar a que amaine.
Pemberton, que conducía el coche en que viajaban Burden y Karen, se vio obligado a parar en un apartadero. Era como hallarse al pie de una catarata, comentó, tal vez las cataratas del Niágara. Barry Vine y Lynn Fancourt, que los seguían en el siguiente coche, los alcanzaron y se detuvieron tras ellos. Transcurrieron veinte minutos antes de que la tormenta amainara un poco y quedara reducida a una lluvia torrencial corriente. En total tardaron media hora en llegar al Brigadier, en cuyo sendero de grava irrumpieron como policías de Los Angeles en una persecución.
Eran las seis menos veinticinco, y William Dickson había abierto el local hacía treinta y cinco minutos. Estaba en la taberna, sirviendo una pinta de Guinness y una ginebra con grosella negra a una pareja cuando los cinco policías entraron… o más bien irrumpieron en el establecimiento. Vine se dirigió a la coctelería seguido de Pemberton.
– ¿Quién más hay aquí? -espetó Burden.
– La parienta. Yo -repuso Dickson-. ¿Qué es esto? ¿Qué pasa?
En aquel momento reapareció Vine.
– No hay nadie en la coctelería.
– Pues claro que no hay nadie, ya se lo he dicho, sólo estos señores, yo y la parienta arriba. ¿De qué va todo esto?
– Echaremos un vistazo -anunció Burden.
– Allá ustedes. Pero podrían pedirlo por favor, ¿no? Un poco de educación nunca viene mal. Tienen suerte de que no les pida una orden de registro.
La pareja del bar, la mujer desde la mesa y su compañero en la barra, a punto de pagar las copas, los observaban discretamente complacidos. El hombre clavó la vista en Burden mientras deslizaba un billete de cinco libras sobre la barra.
Vine fue al pasillo posterior, donde se encontraba el teléfono desde el que Ulrike Ranke había efectuado en abril la última llamada de su vida. Asomó la cabeza a varias habitaciones, un despacho con otro teléfono, una especie de saloncito… No se veía a nadie. Karen lo acompañó mientras Pemberton y Lynn Fancourt inspeccionaban el piso superior.
Volvía a llover a cántaros. Una cortina de agua caía sobre el aparcamiento vacío y tomaba casi invisible los contornos del lúgubre edificio que Dickson había denominado salón de baile. Burden anunció al hombre y la mujer del bar que era oficial de policía, les mostró su identificación y les preguntó cuánto tiempo llevaban en el pub.
– Oiga, un momento -protestó Dickson.
– Han ido a buscar a su mujer para que se ocupe del establecimiento -explicó Burden al tiempo que se volvía hacia él-. Le ruego que vaya a ese saloncito y me espere allí. Quiero hablar con usted.
– ¿De qué, por el amor de Dios?
– Lamento tener que hablar así delante de sus clientes, señor Dickson, pero o entra ahora mismo en esa habitación o lo detengo por entorpecerme en el cumplimiento de mi labor.
Dickson obedeció. Propinó un puntapié al tope de la puerta como un niño huraño, pero obedeció. Pemberton regresó con la mujer de Dickson, una rubia corpulenta de unos cuarenta años que llevaba mallas negras y sandalias de tacón. Burden la saludó con una inclinación de cabeza y preguntó a la pareja si les importaría que se sentara con ellos. El hombre meneó la cabeza con aire desconcertado. Dijo que se llamaba Roger Gardiner y que su amiga era Sandra Colé.
– Me gustaría hacerles unas preguntas -anunció Barry Vine antes de repetir la que Burden ya les había formulado.
– Hemos llegado cuando abrían -explicó Gardiner-. De hecho, cuando hemos llegado aún estaba cerrado, así que hemos esperado un momento en el coche.
– Había otras personas. ¿Un chico de unos quince años? ¿Con más gente?
– Tenía más de quince años -aseguró Sandra Colé-. Era más alto que Rodge.
– Ya habíamos entrado; llevábamos aquí un par de minutos -terció Gardiner-. De repente entraron corriendo un hombre y una mujer…, bueno, más bien una chica, acompañados del muchacho, y la chica preguntó al propietario o lo que sea si podían hacer una llamada.
– Dijo que el chico sufría un shock de algo, un ana-no-sé-qué, y que tenían que pedir una ambulancia.
– ¿Un shock anafiláctico?
– Exacto. Dijo que era urgente, y el propietario les indicó dónde estaba el teléfono…
– Les he dicho dónde estaba el teléfono -atajó Dickson-. No el público, sino el de mi despacho. Era una urgencia, ¿saben? La mujer decía que el chico podía morir si no ingresaba en un hospital, así que he pensado que no querrían preocuparse de las monedas y tal…
– Veo que ha desarrollado una conciencia desde lo de Ulrike Ranke.
– No sé qué insinúa. En cualquier caso, han entrado en el despacho y ya no los he vuelto a ver.
– Vamos, Dickson, no me tome el pelo. ¿Los deja llamar por teléfono, está preocupado por la posibilidad de que el chico muera y en cuanto le dan la espalda se olvida del asunto?
– He entrado al cabo de un rato, pero ya no estaban -se justificó Dickson-. He preguntado a la parienta si había oído llegar la ambulancia, porque yo no había oído nada, pero no sabía de qué le hablaba.
– Enséñeme el teléfono.
Estaba sobre la mesa, entre montañas de papeles y revistas, un teléfono marrón de un material con superficie reluciente.
– ¿Lo ha tocado desde entonces?
Dickson meneó la cabeza. En la comisura de sus labios había aparecido un tic nervioso.
– Pues no lo toque y cierre el establecimiento. Lo más probable es que pueda volver a abrir mañana.
– ¿De qué va todo esto? ¡No puedo cerrar así por las buenas!
– No tiene elección -aseguró Burden.
Oyó llegar un coche. Se oía todo con aquella grava. Incluso se habrían los pasos de una golondrina caminando sobre ella. Por un instante creyó que serían más clientes que iban a tomar una copa al Brigadier, pero eran Wexford y Donaldson. El inspector jefe había entrado en la taberna y estaba hablando con Linda Dickson; la mujer sostenía en brazos un diminuto terrier de Yorkshire que había sepultado el hocico en la mejilla llamativamente maquillada de su ama. Gardiner y su amiga hacían lo posible por describir a Karen Malahyde el aspecto del hombre y la mujer que acompañaban a Ryan Barker.
– Yo no los he llegado a ver -explicó Linda Dickson mientras miraba a su alrededor en busca de su marido, que estaba cerrando con llave la puerta principal-. Me ha parecido oír un coche, pero debían de ser estos señores.
– ¿Por qué dice «debían de ser»?
– Se oye todo con la grava. Si esto no fuera una franquicia, haría asfaltar el camino, pero la empresa no quiere gastarse el dinero.
– Pero no hace falta conducir por el sendero de grava si se entra directamente en el aparcamiento por la parte trasera, ¿verdad?
– Eso es lo que deben de haber hecho.
– No se me da muy bien describir a la gente -terció su marido-. Supongo que es porque veo a demasiadas personas. El chico era alto, muy, muy alto, tan alto como yo…
– Ya sabemos qué aspecto tiene el chico, señor Dickson -lo interrumpió Wexford con la mirada clavada en el tatuaje que el hombre lucía en el antebrazo izquierdo; ¿Una mariposa? ¿Un pájaro? ¿Un dibujo abstracto?-. Se trata de Ryan Barker, uno de los rehenes. Ya que pregunta de qué va todo esto, le diré que guarda relación con Planeta Sagrado. ¿Cree que eso puede refrescarle la memoria a la hora de describir a esas personas?
– Está de guasa -musitó Dickson con los ojos abiertos como platos.
– No, no estoy de guasa. Si estuviera de guasa, le aseguro que me habría inventado un chisté más gracioso.
– Planeta Sagrado. Joder. ¿Se refiere a esos chalados que secuestraron a esa gente y mataron a la chica?
– Intente describir a esos chalados, ¿quiere?
Cuando por fin lograron sonsacarle una descripción, resultó encajar con la de Roger Gardiner y Sandra Colé. Ninguno de los tres era demasiado observador y por lo visto no les inspiraba ningún interés el prójimo. El verosímil cuento del shock anafiláctico, que por lo visto sólo había mencionado la mujer, probablemente para atraer su atención, no les había parecido más que un galimatías impronunciable. Intentaron recordar. Roger Gardiner incluso se rascó la cabeza con ademán pensativo. Tras encoger los voluminosos hombros, William Dickson expuso sus observaciones lo mejor que supo.
La mujer era menuda pero musculosa, con aspecto de estar en forma. No llevaba maquillaje y tenía el cabello oculto bajo una gorra de béisbol. Era joven, pero resultaba imposible precisar qué edad tenía, tan sólo que se encontraba entre los veinte y los treinta. Su compañero era un hombre alto y delgado que también llevaba gorra de béisbol y gafas de sol. Vestían ropas tan anodinas que ninguno de los tres testigos supo describirlas. Tal vez vaqueros y chaquetas de colores oscuros o neutros. Nadie se había fijado en el color de sus ojos ni en ninguna particularidad. El hombre había hablado. La voz de la mujer era…, bueno, corriente.
– Como en Eastenders [4] -comentó Roger Gardiner. Wexford sabía a qué se refería o al menos eso creía. Clase trabajadora de Londres, aunque ya no era políticamente correcto hablar de ello en esos términos. Cockney… ¿Empleaba aún alguien esa expresión? ¿O tal vez se refería a que hablaba como un actor de serie televisiva? Gardiner no lo sabía, no podía responder, tan sólo repetir lo que ya había dicho, que hablaba como un personaje de Eastenders.
– Me gustaría echar un vistazo por fuera -dijo Wexford a Dickson.
– Adelante, caballero. Soy un hombre razonable y dispuesto a cooperar, no como otros que yo me sé, que no conocen el significado de la palabra modales.
El aparcamiento estaba inundado. Los charcos parecían más bien lagunas poco profundas, y la lluvia caía de los aleros del barracón que se alzaba tenebroso por entre cortinas de agua. Había dejado de llover, pero el cielo plomizo amenazaba otra tormenta. Se había levantado un viento bastante fuerte que zarandeaba las ramas de los castaños en el prado que se extendía al otro lado de la valla.
Wexford no albergaba grandes esperanzas. La verdad es que no albergaba ninguna esperanza, pero de todos modos echaría un vistazo al interior de ese edificio. Un salón de baile… Bueno, con unos cuantos fluorescentes, la puerta doble de amianto abierta y un par de personas risueñas vendiendo entradas… No, siempre sería un antro de mucho cuidado, un granero cavernoso cuyo mejor destino sería el derribo.
Cavernoso, sí, señor. Era un espacio de unos veinte metros por trece, y el techo, o más bien el tejado rematado de vigas y placas de yeso, tenía al menos diez metros de altura. A ambos lados del barracón se veían ventanas de marco metálico, y al fondo, una especie de escenario. Vine abrió la puerta que parecía llevar tras el escenario. Al cruzar el umbral comprobaron que conducía a dos lavabos. En la puerta de uno de ellos se veía la imagen de un pavo real con la cola desplegada, y en la otra, el dibujo de una pava gris y aburrida; era lo más machista que había visto en su vida, comentó Karen Malahyde con enojo. Más allá se abría un pasillo y una espaciosa habitación sin muebles que quizás se había utilizado en su momento para preparar el té e incluso cocinar. El lugar aparecía cubierto de polvo y descuidado, y cuando Dickson aseguró que lleva años en desuso, todos le creyeron.
Pero aun así, ¿por qué habían llevado a Ryan allí? ¿Qué sentido tenía? De regreso al edificio principal del Brigadier, Wexford se preguntó si habría sido por miedo a volver a la cabina telefónica desde la que ya habían llamado tres veces, teniendo en cuenta que tampoco podían llamar desde ningún teléfono instalado en el lugar donde tenían a los rehenes. ¿Sabían que el pub estaría casi desierto a aquellas horas? ¿Qué Dickson y su mujer eran personas muy poco observadoras?
– Puesto que el establecimiento permanecerá cerrado y no estará usted muy ocupado esta noche, si nos lo permite aprovecharemos la ocasión para hablar de sus clientes -propuso-. Me refiero a quién viene, quiénes son sus parroquianos más asiduos, etcétera.
– ¿Se lo llevan a la comisaría? -preguntó Linda Dickson con voz estridente sin soltar al terrier.
– ¿Representaría eso un problema, señora Dickson? -replicó Wexford-. Pero no, no nos lo llevamos. Charlaremos aquí mismo, en su despacho.
Hennessy estaba desconectando el teléfono con las manos enguantadas para meterlo en una bolsa de plástico.
– ¡No puede llevarse mi teléfono!
– De hecho, pertenece a la compañía telefónica, señor Dickson, de modo que ya hablaremos con ellos. No tardaremos en devolvérselo.
Wexford tomó asiento sin esperar a que lo invitaran a hacerlo, pues estaba bastante convencido de que dicha invitación no llegaría.
– Imagino que no había visto nunca a esas personas.
– Nunca.
– ¿Vienen muchas personas del pueblo al Brigadier o depende usted de viajeros que se dirigen a la costa?
En cuanto comprendió que las preguntas de Wexford no lo implicaban de forma directa ni pretendían poner en peligro su sustento ni ahuyentar a su clientela, Dickson empezó a pasarlo bien. Wexford sabía por experiencia que eso sucedía. A todo el mundo le gusta dar información, y quienes mejor lo pasan son los ignorantes y los poco observadores.
– Bueno, un poco de todo -explicó el hombre-. Vienen muchos jóvenes y muy poca gente mayor, porque se necesita un medio de transporte para llegar, y poca gente mayor tiene. Viene mucho el señor Canning, de Framhurst.
– Se refiere a Ron Canning, de la granja Goland – aclaró Linda Dickson mientras dejaba en el suelo al terrier de Yorkshire, que se puso a temblar de inmediato-. Ya sabe, el que deja a los de los árboles aparcar los coches en su campo…, si es que se les puede llamar coches.
El perro olisqueó los zapatos de Wexford y le lamió la puntera izquierda. El inspector jefe desplazó el pie, lo que no resultaba fácil en un espacio tan reducido.
– ¿Qué es ese tatuaje que lleva en el brazo izquierdo, señor Dickson? ¿Es un insecto, un pájaro o qué?
– Se supone que es una golondrina -repuso Dickson al tiempo que se ruborizaba, para sorpresa de Wexford-. Me lo voy a hacer quitar, porque a la parienta no le gusta, pero aún no me ha dado tiempo.
Cogió al perro en brazos, oprimió la mejilla enrojecida contra el hocico del animalillo y volvió sobre el tema central de la conversación.
– También vienen bastante los del teatro Weir, de Pomfret. Se llaman a sí mismos los Amigos del Teatro Weir, y el jefe es un tipo que se llama Jeffrey Godwin. Es actor o algo así.
– Salió en Bramwell -señaló Linda-. No, mentira, en Víctimas.
– No me importa, se lo aseguro -prosiguió Dickson, sosteniendo al perro sobre el hombro y frotándole el lomo como si pretendiera generar electricidad-. Me refiero a que vengan tipos así. Atraen a muchos clientes. Mucha gente viene expresamente para verlo, y siempre se lo señalo, es lo menos que puedo hacer. Siempre digo «Ése es Jeffrey Godwin, el actor». Tengo que reconocer que es un hombre muy amable.
Dickson hablaba como si fuera el propietario de un restaurante situado en pleno Manhattan y frecuentado por Paul Newman. Esbozó una sonrisa y se puso el perro sobre el regazo, donde se durmió de inmediato.
– Míralo -canturreó Linda en tono amoroso-. Cómo se nota que quiere a su papá. ¿Le apetece tomar algo, señor Wexford? No sé qué ha sido de mis modales. Debe de ser por todo este embrollo.
Wexford declinó el ofrecimiento.
– ¿Te apetece algo, Bill?
Mientras Dickson se lo pensaba, Wexford le preguntó si había reparado en alguien que se hubiera convertido en asiduo últimamente. ¿Iba algún activista al Brigadier, por ejemplo?
Dickson no se molestó en ocultar el desprecio que sentía por toda clase de protesta o manifestación contra las convenciones totalmente ortodoxas. Por la expresión que adoptó, por el fruncimiento de sus labios, Wexford supo sin que su interlocutor dijera nada qué actitud mostraría hacia quienes intentaban salvar ballenas, prohibir la caza del zorro o los fertilizantes químicos, promover los alimentos orgánicos, ahorrar agua, utilizar gasolina sin plomo o reciclar productos.
– Como comprenderá, no tengo mucho tiempo para gente de esa calaña. No me malinterprete, no lo digo porque no beban alcohol, porque otras cosas sí beben, como grandes cantidades de agua mineral y zumo de naranja, que es de donde saca beneficios el concesionario, así que no se trata de eso. No es porque no tengan dinero para pagar las Perriers y las Coca Colas, sino porque se inmiscuyen en la vida, en nuestra vida, la suya y la mía, caballero. La vida sigue, ya me entiende. Tiene que seguir, ¿verdad?
Aspiró una profunda bocanada de aire y alargó la mano para coger la jarra que le había traído su mujer.
– Gracias, cariño, eres muy amable. En fin, ¿de quién más puedo hablarle? Bueno, también está esa señora a la que Stan trae de vez en cuando. No sé cómo se llama. ¿Sabes cómo se llama, Lin?
– No, Bill. Es una señora bastante mayor de Kingsmarkham y viene cada martes y cada jueves para encontrarse con un señor. Siempre le digo a Bill que me parece muy bonito, muy conmovedor, teniendo en cuenta que pasan de los setenta. Pero no sé cómo se llama ninguno de los dos. Seguro que Stan lo sabe.
Wexford se preguntó qué clase de relación creían los Dickson que dos amantes entrados en años que se encontraban ni más ni menos que en el Brigadier (¿Estaría casado uno de ellos, o tal vez ambos?) podían guardar con Planeta Sagrado.
– ¿Stan? -preguntó.
– Stan Trotter -explicó Linda-. Bueno, su nombre completo es Stanley. La trae porque la señora no tiene carné de conducir, creo yo, y en realidad no hace tanto tiempo que dura el asunto, yo diría que un mes o así, ¿no, Bill? La primera vez, un martes, Stan entró en el bar con ella, y era la primera vez que lo veía desde abril, desde la noche en que murió aquella chica alemana.
Wexford la miró fijamente y vio cómo se ruborizaba hasta la raíz de los cabellos.
<a l:href="#_ftnref4">[4]</a> Serie británica emitida en la cadena de televisión autonómica TV3 bajo el título Gent del barri. (N. de la T.)