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Stanley Trotter fue detenido por segunda vez en seis meses, aunque en esta ocasión comparecería en el juzgado de instrucción de Kingsmarkham acusado del asesinato de Ulrike Ranke.
– Te debo una disculpa, Mike -suspiró Wexford-. Tenías toda la razón, y me parece que fui bastante grosero contigo. No recuerdo lo que te dije, pero no creo que fuera demasiado agradable.
– No lo sabía, Reg, sólo intentaba seguir tu consejo sobre la intuición. Tenía una sensación muy fuerte. No sabía que la segunda esposa de Trotter era la hermana de Linda Dickson; no me molesté en examinar el árbol genealógico, aunque quizás debería haberlo hecho.
– Sólo estuvo casado con ella cinco minutos – señaló Wexford.
– Lo increíble es que esa mujer cree que le debe cierta lealtad. De hecho, se le escapó el comentario. «Bueno, es que es mi cuñado», dijo. Parece suscribir la curiosa teoría de que una vez cuñado, cuñado para siempre, sin tener en cuenta los posibles divorcios y posteriores nupcias. Hoy en día, esa actitud debe de generar unas familias enormes.
– Dickson no mencionó nada, ¿verdad?
– Dickson no sabía que su mujer vio a Trotter, o quizás no quería saberlo. Cuando la interrogaron, dijo que se había ido a la cama, pero en realidad estaba mirando por la ventana. No forman un matrimonio muy compasivo que digamos, ¿eh? No exudan comprensión precisamente. ¿Crees posible que estuviera preocupada por Ulrike?
Burden meneó la cabeza, pero con aire dubitativo.
– Es una mujer, y Ulrike era una chica joven. En estos casos siempre hay tantas cosas que se nos escapan, que jamás sabremos…
– ¿Insinúas que estaba preocupada por la suerte de Ulrike?
– Puede. De momento sólo podemos afirmar que estaba mirando por la ventana y vio llegar a Trotter a las once. Trotter no llamó al timbre ni a la puerta porque no hacía ninguna falta. Ulrike estaba esperando fuera, por lo que no tuvo ni siquiera que conducir sobre la grava y así delatar su presencia a Dickson, que estaba cerrando el bar.
– ¿Y cuando Dickson subió por fin a acostarse, Linda no le comentó que había visto a Trotter recoger a la chica? ¿Y tampoco no le comentó nada cuando la chica desapareció ni cuando encontraron su cadáver?
– Míralo desde este ángulo, Mike. Linda se sintió aliviada cuando llegó Trotter; se quitó un peso de encima, se metió en la cama y se durmió. Recuerda que había tenido un día duro. Al día siguiente no tenía motivos para preocuparse por Ulrike. Trotter la había ido a buscar y llevado adonde ella quería. Pero cuando Ulrike desapareció y el caso salió en todos los periódicos, ¿qué pensó Linda? Nunca hemos intentado averiguar por qué Dickson tuvo la cara de hacer esperar a Ulrike fuera. No nos ha dado ninguna razón, sólo dice que el bar estaba cerrado y que no hacía frío. Pero supón que fue Linda quien le obligó a echarla, que fue ella quien la acompañó a la puerta y luego cerró con llave. La pobre Ulrike no ha sobrevivido para contárnoslo. Tengo la teoría de que Linda es una mujer celosa, con razones para haber sentido celos en el pasado. No iba a dejar a Dickson a solas con una joven en plena noche, y por otro lado, estaba agotada e impaciente por acostarse…
– Sí, pero Ulrike era una jovencita muy guapa de diecinueve años, mientras que Dickson…, bueno, no es precisamente un adonis.
– Para personas como tú, yo o Ulrike, puede que no, pero quizás sí para Linda -puntualizó Wexford con una sonrisa-. Cuando le preguntaron a James Thurber por qué las mujeres de sus cómics no eran atractivas, respondió que para sus hombres sí lo eran. Linda considera atractivo a Dickson y por tanto cree que el resto de mundo pensará lo mismo. Por ello echó a Ulrike del bar y aguardó la llegada del taxi mirando por la ventana, porque si no hubiera ido el taxi, Dickson la habría dejado entrar de nuevo.
Burden asintió.
– ¿Y luego?
– ¿Te refieres a después de que encontraran el cadáver? Por entonces ya sabía que Dickson no tenía nada que ver con el asesinato y al mismo tiempo debía ser leal a su ex cuñado. Para hacerle justicia, supongo que se veía incapaz de afrontar el hecho de que un miembro de su familia, por breve y tenue que hubiera sido el parentesco, pudiera ser un asesino. Pocas personas son capaces de asesinar. Linda pensó que Trotter había recogido a Ulrike y la había llevado a alguna parte, pero que la mató otro.
– Nunca entenderé a los seres humanos.
– Ya somos dos -se sumó Wexford-. Trotter llevó a Ulrike a Framhurst Copses, la violó y la estranguló. Tal vez la chica le había ofrecido una cantidad considerable para llevarla hasta Aylesbury, y Trotter vio cuánto dinero llevaba. Robó todo el dinero y las perlas. Puede que Ulrike le ofreciera el dinero y las perlas a cambio de su vida, de modo que Trotter debió de llevarse una buena desilusión cuando le dieron cuatro chavos por un collar que creía muy valioso -meneó la cabeza-. En cuanto a Planeta Sagrado, nos han hecho ir al Brigadier para tomamos el pelo.
El último mensaje de Ryan Barker no había caído en manos de los medios de comunicación. Como si Wexford hubiera tirado de una cuerda invisible, un manto de silencio más que de negatividad se había cernido sobre Planeta Sagrado y la investigación. Los noticiarios hablaban de fracaso, de ineptitud policial, del peligro cada vez mayor que corrían las vidas de los rehenes, pero no contaban ninguna noticia en sí, ninguna novedad. No les había sido revelada la deserción de Ryan Barker.
Era como si Planeta Sagrado y sus tres rehenes… ¿dos rehenes? se hubieran adentrado en el dominio de los secuestros asociados al escenario político de Oriente Medio. Los terroristas secuestraban a los rehenes, la opinión pública internacional ponía el grito en el cielo, los terroristas exponían sus exigencias, se rechazaba la posibilidad de toda negociación, los terroristas exponían más demandas acompañadas de amenazas, y la situación iba envejeciendo hasta quedar relegada a segundo término por otras noticias más emocionantes. Entretanto, los rehenes languidecían, medio olvidados a medida que transcurrían los días, las semanas, los meses, los años.
La noticia más emocionante de Kingsmarkham era ahora la comparecencia ante el tribunal de Stanley Trotter. Sería un acontecimiento breve, seguido de una remisión inmediata a una instancia superior, pero la prensa hizo su aparición al instante, los mismos rostros, las mismas cámaras que la mañana en que se hizo pública la noticia sobre Planeta Sagrado.
La desaparición de Ulrike Ranke y el hallazgo del cadáver habían causado sensación. Era una chica joven, rubia y muy atractiva. Por si fuera poco, había estado deambulando de noche por una tierra que le era ajena, llevando encima drogas, dinero, joyas… Carne de notición, sin duda.
El objetivo consistiría en establecer algún vínculo entre su muerte y Planeta Sagrado, o bien entre su muerte y la de Roxane Masood. Por desgracia para los medios de comunicación, las especulaciones respecto a la relación de Trotter con Planeta Sagrado serían sub iudice, por lo que no podrían publicarse hasta que se emitiera un veredicto de culpabilidad, para lo que faltaban varios meses. También por desgracia, la celda de la comisaría de Kingsmarkham en la que Trotter pasó la noche se hallaba a tan sólo cincuenta metros del juzgado de instrucción.
Le echaron un abrigo sobre la cabeza y lo condujeron al juzgado mientras las cámaras de televisión filmaban lo que podían para los primeros noticiarios vespertinos y el programa Newsroom South. Una pequeña multitud de ciudadanos, ninguno de los cuales conocía a Ulrike ni a Trotter, ni sentía ningún interés personal por el asesinato de la chica, profirió insultos e imprecaciones mientras la comitiva recoma el corto trayecto. También ellos saldrían en la tele, que tal vez era lo que más querían.
Nicky Weaver dijo que no lo entendía. No quería volver a oír en toda su vida la combinación de palabras «saco de dormir». Por otro lado, sabía con toda la certeza posible en estos casos que estaban al corriente del destino de todos los sacos de dormir de camuflaje Outdoors existentes en Inglaterra. Había treinta y seis; los de color verde y lila habían tenido más éxito.
– Menos mal que no buscábamos los de colores -comentó Nicky a Wexford-. De ésos había noventa y seis. La cuestión es que Ted y yo hemos visto personalmente todos los de camuflaje. Apenas habían vendido ninguno; como ya he dicho, no han tenido demasiado éxito, porque a la gente le recuerda al ejército. Sin embargo, hemos localizado uno en una casa de Leicester y otro en un pueblo de Shropshire.
– Entonces, ¿a qué conclusión has llegado?
– Pues que tiene que ser el saco de dormir que Frenchie Collins compró en Brixton y dice haber dejado en el aeropuerto de Zaire.
– ¿Por qué iba a mentir, Nicky?
– Porque regaló o vendió ese saco de dormir a un amigo que está metido en Planeta Sagrado, y ella lo sabe. Probablemente la señorita Collins es simpatizante del grupo, si no otra cosa.
Burden declararía ante el tribunal, pero Wexford no. Había llevado a Dora de nuevo al antiguo gimnasio, y ella comentó en broma que sólo salía de casa para ir a la comisaría. ¿Se daba cuenta Wexford de que, desde que la liberaran, no había salido más que para ir al antiguo gimnasio y a visitar una vez a Sylvia?
– Solicito permiso para salir mañana por la noche -dijo.
– ¿Adónde quieres ir? -preguntó Wexford como la clase de marido que nunca había sido ni sería.
– Vamos, Reg, no volverán a raptarme. Quiero ir al teatro Weir a ver la obra de Jeffrey Godwin. Jenny dice que me acompañará.
– ¿Te acompañará porque yo creo que necesitas carabina?
Sabía que no podía mantenerla encerrada en casa como si de una de las esposas de Barbazul se tratara. Se había tomado tan valiosa para él como lo fuera en su primer año de matrimonio. Ahora comprendía que la había subestimado y quería disponer de muchos años para demostrarle de forma constante la estima que le profesaba.
– Nunca te impediré hacer nada -prometió.
En aquel instante, Nicky Weaver entró y puso en marcha la grabadora.
– Nos interesan las distancias. Dora -empezó Wexford-. Se trata del tiempo que pasaste en el coche. Según lo que ya nos has dicho, cuando te secuestraron, el trayecto duró alrededor de una hora.
– Exacto.
– Pero dijiste que, la noche que te trajeron de vuelta a casa, te sacaron del sótano hacia las diez, pero no llegaste a Kingsmarkham, a cuatrocientos metros de casa, hasta las doce y media. Más tarde, de hecho, porque entraste en casa poco antes de la una.
– Cierto. Creo que en el viaje de vuelta pasé unas tres horas en el coche. Supongo que el conductor se dedicó a dar vueltas y más vueltas. La verdad es que tengo una teoría al respecto… -Se interrumpió y los miró casi con timidez-. Lo siento, no debería tener teorías, ¿verdad? Pero ¿os interesa saberla?
– Por supuesto -asintió Nicky.
– Bueno -comenzó Dora tras respirar profundamente-. En el camino de ida les daba bastante igual…, me refiero a la distancia; no sabían si me soltarían. Quizás creían que me matarían, no sé. Pero en el trayecto de vuelta a Kingsmarkham, sabían que lo primero que haría sería hablar con Reg y luego con todos los demás, y que lo tendría todo muy fresco en la memoria. Por eso tenían que engañarme y alargar el viaje lo más posible.
– Parece verosímil -comentó Wexford-. Pero ¿y si también te engañaron en el viaje de ida? Dices que podrían haberte llevado a cualquier sitio en un radio de unos cien kilómetros, pero ¿y si hubieran sido muchos menos?
– Es posible.
– ¿Y si hubieran sido cuarenta kilómetros? ¿O treinta? ¿O menos?
Dora se cubrió la boca con la mano. Aquella posibilidad la asustaba.
– ¿Quieres decir que tal vez iban describiendo círculos? ¿Por ejemplo de aquí a la antigua carretera de circunvalación, de allí a la rotonda, media vuelta, luego a Myringham y después otra vez a la carretera?
– Por ejemplo -asintió Wexford con una sonrisa.
– No se me había ocurrido, pero podría ser, desde luego que sí. No me habría dado cuenta porque no veía nada. Doblamos esquinas y creo que también rodeamos rotondas. Ahora que lo dices, creo que dimos toda la vuelta en una de ellas. Cuando hablé de esto la primera vez no me pareció importante, pero ahora… Sí, creo que dimos toda la vuelta.
Burden regresó del juzgado al cabo de menos de una hora con una expresión satisfecha pintada en el rostro. La vista había sido muy breve, y Stanley había pasado a disposición judicial. Encontró a Wexford en el antiguo gimnasio, hablando con Nicky Weaver.
– ¿Qué hacemos? ¿La traemos aquí? Brixton está en la jurisdicción de la policía metropolitana, pero no creo que tengan nada que objetar. Me gustaría saber si alguna vez ha vivido por aquí, si tiene alguna conexión con esta zona.
– ¿De quién habláis? -inquirió Burden.
– De esa mujer, Frenchie Collins. Me pregunto si conocerá a alguno de los activistas, al Rey del Bosque, por ejemplo.
– ¿Por qué lo preguntas?
– Porque hasta ahora hemos creído que los rehenes estaban en un radio de unos cien kilómetros, pero es demasiado. No están en Londres, Kent ni en la costa sur. Están aquí, muy cerca de aquí, en un radio de ocho kilómetros, probablemente.
– Eso no son más que suposiciones.
– ¿Tú crees, Mike? La leche de soja no demuestra nada, pero constituye una pista. Puede que no proceda de la tetería de Framhurst, pero lo más probable es que sí. Ryan Barker efectuó la segunda llamada desde el Brigadier, y aunque eso tampoco demuestra nada en sí mismo, constituye otra pista importante.
Wexford se sentó.
– ¿Quién podría estar interesado en que detuvieran las obras de la carretera de circunvalación? Ecologistas, sí, activistas profesionales, quizás. Cualquier agrupación verde opuesta a la destrucción de Inglaterra, eso está claro. Pero sobre todo una persona o personas a las que la construcción de la carretera afectara directamente.
– ¿Te refieres a personas cuyo sustento correría peligro por causa de la carretera? -preguntó Nicky.
– Eso por supuesto, pero me refiero a algo más sencillo aún, a personas que se quedarían sin vistas al campo por culpa de la carretera. Personas que verían la carretera cuando miraran por la ventana y la oirían cuando salieran al jardín. ¿No creéis que estañan mucho más motivados emocionalmente que un grupo de activistas profesionales, a los que no importa dónde ocurre lo que ocurre, a los que da igual si protestan contra una central energética en Cumbria o una exhibición de vuelo en Dorset? Imaginad a un grupo de personas, en su mayoría aficionados, que se unen movidos por…, bueno, por la desesperación y deciden que las situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas. Todos o algunos de ellos son propietarios de casas cuyas vistas, cuya paz y tranquilidad domésticas desaparecerán por culpa de la nueva carretera. Puede que uno de ellos conozca a alguien con conocimiento de causa, alguien acostumbrado a esta clase de cosas, alguien que no es un aficionado… Y entonces empiezan a organizarse.
– ¿Cómo conoce a ese alguien?
– Bueno, a través de KCCCV o yendo a ese teatro, el Weir, adonde, por cierto, nuestras esposas irán juntas mañana por la noche, o quizás en una manifestación. Incluso podría haber sido en aquel desfile de julio pasado. Uno de los miembros del grupo posee una casa apropiada, probablemente un hermoso caserón de campo. Al fin y al cabo, de eso se trata, ¿no? Una vez construida la carretera, ya no será hermoso, o al menos no lo serán los alrededores. En uno de los anexos hay una vaquería en desuso, no exactamente en un sótano, sino en un semisótano, el mejor lugar para instalar una vaquería. Hacen instalar un cuarto de baño y cubren la ventana. Pongamos que son seis…, de sobra para vigilar a los rehenes. No hay mucho más que organizar, ¿no os parece? Sólo hay que poner manos a la obra.
No es fácil encontrar constructores. Las empresas normales, sólidas y ortodoxas son harina de otro costal, porque hacen publicidad y figuran en la guía telefónica. En cuanto a los demás, los que trabajaban en negro y los pluriempleados, los vaqueros que aparecen y desaparecen como por arte de magia, encuentran trabajo gracias a recomendaciones o porque ofrecen sus servicios de puerta en puerta.
Uno de ellos había instalado un cuarto de baño en un sótano para cubrir las necesidades de un grupo de rehenes. Era más probable que se tratara de uno de los vaqueros que de una empresa con oficina en High Street. En un momento dado, alguien los había llamado para pedirles un presupuesto. O quizás se habían limitado a encargar la obra directamente, indicándoles que la acabaran lo antes posible sin reparar en gastos.
En cierto modo, se dijo Wexford, era curioso que hubieran hecho instalar un baño; revelaba muchas cosas acerca- del carácter de los secuestradores.
– Son terroristas, Mike -comentó a Burden-. Por muy poca gracia que nos haga este término, lo son. En mi diccionario, el terrorismo se define como un sistema organizado de violencia e intimidación con fines políticos. Pero observa a estos ejemplares en particular. En el resto del mundo, a los terroristas se les daría un ardite la higiene de los rehenes; les bastaría con poner un cubo en un rincón. Pero esta gente se tomó la molestia de hacer instalar un cuarto de baño con lavabo, agua corriente y retrete con cadena. Eso no los convierte en seres civilizados precisamente, pero sí en criaturas de clase media, ¿no te parece?
A Burden le interesaba bien poco el asunto. No le gustaba escuchar las disquisiciones de Wexford sobre las extravagancias sociales y los síntomas psicológicos. No servían más que para distraer del objetivo. Ya había enviado a Fancourt, Hennessy y Lowry en busca de todos los constructores de Kingsmarkham, Stowerton y Pomfret. Los que figuraban en la guía eran fáciles de localizar, pero los que se dedicaban a la construcción después de su horario laboral normal eran los más escurridizos. Con frecuencia, los chicos que acaban la escuela y han pintado más de una vez la casa de sus padres piensan en dedicarse a la construcción, había dicho en cierta ocasión Wexford, al igual que las personas que saben mecanografía creen que pueden escribir libros.
– Te diré lo que pienso, que lo instalaron ellos mismos, los de Planeta Sagrado. Puede que uno de ellos sea fontanero aficionado, un asiduo de la tienda de bricolaje de la antigua carretera. El mundo está lleno de gente así.
– Pues entonces deberíamos enviar a alguien allí -exclamó Wexford con entusiasmo-, para ver si tienen o tenían un cliente asiduo que les comprara un retrete, un lavabo y las tuberías correspondientes en… junio, por ejemplo.
– Reg -suspiró Burden.
Wexford se lo quedó mirando en silencio.
– Cabe la posibilidad de que ese baño lleve diez años instalado. Lo podrían haber añadido a ese sótano como…
– Dora dice que es nuevo -lo atajó Wexford-. Y no es un sótano, sino una vaquería.
– Si tú lo dices… Iba a decir que tal vez lo añadieron como parte de una reforma que nunca llegó a terminarse. No tienen que haberlo instalado necesariamente en las últimas semanas, al igual que la leche de soja no tiene que proceder necesariamente de Framhurst ni esa maldita polilla, de Wiltshire. Sherlock Holmes empleaba métodos basados en suposiciones descabelladas, pero nosotros no podemos trabajar así.
– Están en una casa de las inmediaciones -insistió Wexford con obstinación-. Una casa con vistas a la carretera de circunvalación o amenazada por su construcción.
– Voy a llevarte al teatro -anunció Wexford-. Ya sé que es absurdo, pero no quiero que salgas sola, aún no. Jenny puede ir sola si quiere, pero a ti te llevo.
– No tienes tiempo, Reg -señaló Dora en lugar de decir que no iría.
– Sí que tengo.
A media tarde del sábado, cuando ya habían descartado a casi todos los constructores de Kingsmarkham y Stowerton, Nicky Weaver encontró una pista bastante interesante. A. y J. Murray Sisters, una empresa de mujeres con sede en Pomfret y especializada en obras de construcción de poca envergadura, les contó que habían instalado un cuarto de baño para la reforma de una granja de Pomfret Monachorum el mes de junio anterior.
Ann Murray, electricista y la mayor de las hermanas, explicó a Nicky que les había alegrado mucho conseguir aquel trabajo, que habían cazado la oportunidad al vuelo, de hecho. Pese a que la recesión había tocado a su fin, no les había resultado fácil convencer a los habitantes de la zona que las mujeres son contratistas igual de eficaces que los hombres, que todas ellas estaban debidamente cualificadas y que sus presupuestos eran muy ajustados. Los Holgate, una familia de Paddocks, una antigua granja situada en la carretera de Cambery Ashes, cerca de Tancred, las habían llamado porque Gillian Holgate también ejercía una profesión reservada por lo general a los hombres. Era mecánica de automóviles.
La obra había consistido en convertir la despensa de una casita situada junto a la casa principal en un cuarto de baño. La casita, compuesta de una habitación en la planta superior y otra en la planta baja, junto a la cocina, pasaría a ser el hogar de la hija de los Holgate. A. y J. Murray habían iniciado las obras el 10 de junio y las habían terminado el día 15. Maureen Sheridan se había encargado de la fontanería y la electricidad, mientras que Ann Murray había realizado la decoración. Era el momento y el lugar adecuado, o al menos, eso parecía.
Wexford fue allí acompañado de Nicky y Damon Slesar. Bajó del coche delante de la verja de la granja y contempló el valle que se extendía a sus pies. Costaba precisar si desde aquel punto se divisaban o no las obras de la nueva carretera. Entre la granja y el río, que fluía a mucha distancia, se alzaba el bosque de Tancred, por lo que el ruido del tráfico quedaría amortiguado. Cabía la posibilidad de que, una vez construida la carretera, desde la granja se viera un tramo, un triángulo doble de carretera por entre los árboles oscuros y las colinas verdes.
Slesar abrió la puerta, y el coche enfiló un sendero largo y recto de macadán, no de grava. La fachada de la casa principal era de piedrecillas rojas, y el tejado, bastante bajo, era de tejas también rojas. Sobre la superficie dura de color gris oscuro, dos gatos yacían en un rectángulo bañado por el sol, uno dormido y el otro de espaldas, con los ojos verdes abiertos, agitando con gracilidad las patas. Uno de ellos era siamés y el otro, atigrado.
Junto a la casa principal se veía una casita a la que estaban dando una mano de pintura. Encaramada a una escalera baja, una mujer aplicaba con un rodillo pintura de color crema a la pared enyesada.
Wexford y Nicky bajaron del coche, y la mujer, de unos cuarenta años, alta, delgada y enfundada en un mono manchado de pintura, se acercó a ellos con cierta timidez.
– ¿Señora Holgate?
La mujer asintió.
– Somos policías -anunció Slesar.
– ¿Qué ocurre? -preguntó la mujer con un sobresalto.
– Nada, nada, señora Holgate, nada preocupante.
A esas alturas, Wexford estaba casi seguro de que así era, pese a la presencia de los gatos. La casita era demasiado pequeña para tener el sótano que había descrito Dora. Incluso a aquella distancia se veía que el edificio no medía ni siete por cinco metros. Pero tenía que echar un vistazo. ¿Podían echar un vistazo?
Un poco recobrada del sobresalto inicial, Gillian Holgate dijo que le gustaría saber de qué se trataba. Nicky explicó que tenían entendido que una de las habitaciones de la casita había sido transformada en cuarto de baño tres meses antes.
– Teníamos permiso de obras -aseguró la señora Holgate-. Todo estaba en regla.
A Wexford le pareció bastante gracioso que la mujer lo tomara por un inspector urbanístico. La señora Holgate no les pidió más explicaciones y los condujo al interior del edificio que estaba pintando. Era evidente que alguien vivía allí, si bien su morador no estaba en aquel momento. La habitación de la planta baja estaba amueblada de un modo caótico, pero cómodo, y la estancia medía a lo sumo tres por cuatro.
Wexford se había inquietado al oír que el cuarto de baño instalado por las hermanas Murray contenía una ducha, pues Dora había insistido en que el lugar que había visto sólo tenía un retrete y un lavabo. Por supuesto, cabía la posibilidad de que hubieran retirado o tapiado la ducha antes de encerrar a los rehenes… Era posible, aunque no demasiado probable.
De inmediato se dieron cuenta de que habían llegado a otro callejón sin salida. El cuarto de baño que les mostró la señora Holgate era grande, de paredes embaldosadas y plato de ducha grande. La ventana era de vidrio deslustrado y tenía una cortina. En el salón había un ventanal de dimensiones generosas con vistas al bosque de Tancred.
– Seguro que esto tiene que ver con los rehenes -aventuró la señora Holgate-. Con el Secuestro de Kingsmarkham.
Los policías no confirmaron ni negaron su suposición. Wexford se limitó a asentir enigmáticamente y al salir de nuevo al sol de la tarde estuvo a punto de chocar con una joven que había salido corriendo de la casa principal.
– ¿Es usted el inspector jefe Wexford? -preguntó casi sin resuello.
– Sí.
– Tiene una llamada.
– ¿Yo? ¿Está segura?
Pero si llevaba el móvil. Y además, ¿quién sabía que estaba allí? Nadie.
Siguió a la joven al interior de la casa. El teléfono estaba descolgado sobre la mesilla del recibidor.
– Wexford -dijo.
– Aquí Planeta Sagrado.
– Ryan Barker -constató Wexford.
– No hemos tenido noticias suyas. No ha seguido nuestras instrucciones. Si en las noticias de la noche no anuncian la revisión completa del plan de la carretera de circunvalación, la señora Struther morirá.
Alguien le había escrito aquella perorata. Leía las palabras muy nervioso, con voz estridente.
Wexford maldijo para sus adentros a aquel puñado de desgraciados que no dudaban en explotar de aquel modo a un niño.
– ¿A qué noticias te refieres, Ryan?
– Un momento, por favor.
Wexford lo oyó hablar con otra persona.
– Las de las siete. En caso contrario, la señora Struther morirá, y esta noche les enviaremos el cadáver a Kingsmarkham.
– Espera, Ryan. No te muevas. ¿Estás en el Brigadier?
No obtuvo respuesta, sólo un leve jadeo.
– Lo que pides es imposible y lo sabes -prosiguió Wexford.
– Tendrá que hacerlo posible -insistió Ryan Barker con voz cada vez más fría y distante -. Dígaselo a la prensa y también al gobierno. Dígales que la señora Struther morirá. Estamos dispuestos a matarla. Somos Planeta Sagrado, y nuestra misión es salvar el mundo -añadió con voz forzada, a todas luces acuciado por sus compañeros.