171916.fb2
Después de llamar al jefe de policía para transmitirle el último mensaje de Planeta Sagrado, Wexford salió de la casa de los Holgate, subió al coche, cruzó la verja de entrada y se apeó de nuevo para contemplar el valle a través de los prismáticos.
En algún lugar, en una casa, una casa grande, una de las casas semiocultas entre colinas y bosques… Había centenares. Y si no la encontraban en las horas siguientes, una mujer moriría. La segunda mujer, en este caso un asesinato deliberado. Y ocurriría porque el gobierno no anunciaría la anulación de la construcción de la carretera bajo ningún concepto, bajo ninguna circunstancia, por graves que fueran las amenazas. Por ello, la tragedia acaecería a menos que Wexford localizara en cuestión de pocas horas la casa en que estaban encerrados los rehenes.
– Ni una palabra a los medios de comunicación -instruyó Montague Ryder cuando Wexford entró en su despacho de la jefatura-. Debemos guardar el secreto mientras podamos.
La expresión «mientras podamos» sonaba siniestra. De hecho, significaba «hasta que aparezca el cadáver de Kitty Struther».
Examinó el mapa colgado de la pared. Era una ampliación de la zona central de Mid-Sussex. Ryder le hizo una seña y trazó con el dedo un óvalo que abarcaba Kingsmarkham, Stowerton, Pomfret y Sewingsbury, las aldeas de Framhurst, Savesbury, Stringfield, Cambery Ashes y Pomfret Monachorum, sin incluir los lugares situados al sur de la población, ya que no resultarían amenazados por la construcción de la nueva carretera. Desde ninguna de las casas de esa zona se vería la vía.
– ¿Y ése es el criterio que aplica?
– Uno de ellos -puntualizó Wexford-, puede que el más importante.
¿Sabía Kitty que tenían intención de matarla? No se lo preguntó a Montague Ryder, porque el jefe de policía no podía más que hacer conjeturas, como él. Kitty había sido y sin duda aún era la más timorata de los rehenes, la más vulnerable, la menos controlada y capaz de sacar fuerzas de flaqueza. ¿Estaba aún con su marido o los habían separado?
Y ahora se hallaba en la espantosa situación de no tener nada que hacer. Durante diez días, todos ellos habían trabajado muy duro, al límite de sus posibilidades, y lo único que habían conseguido era delimitar un radio de unos ochenta kilómetros. Lo único que quedaba por hacer era encontrar la aguja en el pajar o esperar a que apareciera otro saco de dormir con el cadáver de otra mujer.
– Vigilaremos Contemporary Cars -anunció a Burden-. No creo que vuelvan al mismo sitio, pero no me atrevo a correr el riesgo.
– La comisaría es otra posibilidad, al igual que la casa de la señora Cox y la de la señora Peabody. También el edificio de Concreation y el Brigadier.
– Y tu casa, y la mía…
Estaban sentados precisamente en el salón de casa de Burden, o mejor dicho, Burden estaba sentado mientras Wexford se paseaba por la estancia como un oso enjaulado.
– La redacción del Courier -dijo-. El extremo de la carretera que da a Stowerton y el que da a Pomfret.
– Ryan ha hablado de Kingsmarkham.
– Cierto, y además no podemos vigilar todos esos lugares; no tenemos personal suficiente.
– ¿Ha pensado alguien en utilizar un helicóptero para buscar el lugar? Sabemos que están en un radio de ochenta kilómetros, ¿no?
– ¿Qué podrían ver desde un helicóptero, Mike? ¿Casas de campo con anexos? Hay cientos. No creo que los rehenes estén en el tejado, ondeando banderas de socorro.
Burden se encogió de hombros.
– Los de Planeta Sagrado verán las noticias de la tarde de la BBC, que los sábados son a las cinco o a las cinco y cuarto, y media hora más tarde empiezan las de la ITN. Si no emiten ningún comunicado, procederán a matar a Kitty Struther. ¿Es eso lo que ocurrirá?
– No sé si «ocurrirá», Mike -masculló Wexford con amargura-. Ya son las seis menos veinte; es posible que ya esté ocurriendo, y no podemos hacer nada para evitarlo.
Corriente arriba, cerca de Watersmeet, donde el arroyo que pasa bajo High Street, en Kingsmarkham, confluye con el río, el Brede pasa entre anchos prados y serpentea por bosquecillos de alisos y sauces. En un punto del trayecto, los guijarros del río son tan grandes y de forma tan regular que forman una suerte de dique sobre el que el agua inexorable cae hacia el estanque que se forma debajo. Ese lugar se llama Stringfield Weir y lo domina el molino de Stringfield, construido hace muchos años, cuando parte de la tierra era cultivable y se necesitaba el molino para moler el maíz.
La noria había desaparecido hacía mucho. El molino nunca había tenido aspas. El edificio, de tabla de chilla blanca y ladrillo rojo, una estructura enorme y hermosa, había sido convertido unos diez años antes en un teatro donde diversas compañías presentaban sus obras con regularidad. El sendero que conducía hasta allí desde Pomfret Monachorum era bastante ancho y se encontraba en buen estado. Una vez allí, el espectador tenía todo lo que una persona civilizada en busca de cultura podía desear: un gran aparcamiento oculto entre árboles muy altos, un restaurante con vistas al río, una panorámica espléndida del puente Stringfield y los bosques, prados y colinas que se extendían más allá, y por supuesto, un auditorio con capacidad para cuatrocientas personas.
Una de las desventajas residía en que, atraídos por los focos, los insectos voladores, tales como polillas, mariposas y típulas atormentaban a los actores sobre el escenario. Decía la leyenda que un murciélago se había enredado en el cabello de una actriz mientras representaba el papel de Julieta. Wexford, que no había estado nunca allí, creía que el lugar podía estar infestado de mosquitos, por lo que aconsejó a Dora y Jenny que evitaran la terraza situada sobre el río y permanecieran en el interior del edificio para tomarse la copa de vino previa a la representación.
– Vendré a buscaros después de la obra -anunció-. ¿Os parece bien a las once menos cuarto?
– Podemos volver en taxi, Reg -suspiró Jenny-. Tendría que haber venido en coche; la verdad es que no sé por qué no lo he cogido. De todos modos, no tenemos intención de irnos de copas.
– Bueno, pues ahora podéis tomaros unas cuantas…, bueno, no muchas. Vendré a buscaros, así que no os preocupéis.
Extinción, con Christine Colville y Richard Patón, duraba tres horas sin contar los dos entreactos, según leyó Wexford en el programa que distribuían en el vestíbulo. La obra, del propio Jeffrey Godwin, alternaba su texto con una versión moderna de Noche de epifanía o lo que queráis y con Sonata de Espectros, de Strindberg. Una compañía ambiciosa que ponía el listón muy alto.
– ¿Cómo está Sheila? -preguntó una voz a su espalda.
Wexford se volvió hacia un hombre alto y barbudo de cabello castaño rizado y aspecto afable.
– Usted debe de ser Jeffrey Godwin -dijo-. Wexford…, aunque ya lo sabe. Sheila está muy bien. Acaba de tener una hija.
– Lo leí en el periódico -repuso Godwin-. Es estupendo. Espero verlas a ambas en un futuro no muy lejano. ¿Se queda a ver la representación?
Wexford explicó que no, que últimamente estaba bastante ocupado, pero que su mujer y una amiga suya sí la verían. Se despidió de Godwin, regresó al aparcamiento y rodeó los jardines bañados por el sol y por la fragancia de las rosas tardías.
Al llegar a Kingsmarkham se dirigió hacia la comisaría y entró en el antiguo gimnasio. Damon Slesar, Karen Malahyde y tres administrativos se sentaban ante sendos ordenadores. Wexford anunció a los dos sargentos que ya había pasado la hora de las brujas, pues eran las siete y media. Faltaban un par de horas para que llegara el momento de que Planeta Sagrado devolviera el cadáver de Kitty Struther.
– Puede que sea una amenaza falsa -aventuró Damon.
Karen lo miró meneando la cabeza.
– No lo creo. ¿Por qué iban a mostrarse compasivos y civilizados a estas alturas? Lo más probable es que la desesperación acentúe su crueldad.
A Wexford le pareció interesante oírla emplear la palabra «compasivos». Le preguntó qué labor tenían asignados ella y Slesar aquella noche.
– Yo vigilaré Contemporary Cars, señor, y Damon irá a casa de la señora Peabody.
Qué lástima que no pudieran estar juntos; era evidente que a los dos les apetecía. Pero Wexford no tenía personal suficiente para permitirlo. Necesitaban a todo el mundo, incluso a él mismo, para realizar las tareas de vigilancia. Si no bajaban la guardia, tenían muchas posibilidades de echar el guante a Planeta Sagrado, se dijo Wexford con optimismo. Pero ¿a qué precio? Al precio de la muerte de Kitty Struther. Imaginó los titulares de los diarios del lunes… o los comentarios en las noticias televisadas, ya puestos. Intentó desconectar, porque pensar en ello resultaba negativo y carecía de sentido. En aquel momento vio que Damon Slesar oprimía la mano de Karen antes de salir del antiguo gimnasio.
Después de que también Karen se marchara, Wexford se sentó junto a la ventana para observar los edificios de la comisaría, los aparcamientos delantero y trasero, las entradas que podían verse desde donde se encontraba. Si sorprendían a alguien esa noche y lo o la seguían hasta el lugar del que había salido, ¿cuántos refuerzos necesitaría?
Pensó en el arma que llevaba Cara de Goma en el coche el día que Dora fue secuestrada. También la llevaba al entrar en el sótano con la comida para los rehenes, y en esa ocasión había efectuado un disparo, seguramente para asustarlos, pero no podía saberlo con certeza.
Con toda probabilidad, la pistola de Cara de Goma era la única de la banda, puesto que Dora se la había visto a él en ambas ocasiones. Tal vez era el único que sabía disparar. Cabía la posibilidad de que el arma fuera de juguete. Si Kitty Struther moría de un disparo, lo averiguarían, pensó lúgubremente.
Y cuando lo supieran, cuando hubieran seguido al conductor del coche que transportara el cadáver de Kitty Struther, ¿necesitaría armas la policía?
Vehículos de respuesta armada patrullaban las carreteras dieciséis horas al día. Mid-Sussex contaba con tres de esos vehículos, pero sólo un superintendente u otro oficial de rango superior podía autorizar el uso y despliegue de armas de fuego a menos que se dieran circunstancias extraordinarias. Sin duda, las circunstancias en que se encontraban eran extraordinarias, pero no se podían mezclar policías armados con policías desarmados en ninguna operación. Si el riesgo a correr era grave, todos los agentes implicados en el ataque debían ir completamente armados y trabajar en equipos de al menos cuatro integrantes, aunque por lo general iban en grupos de ocho.
Wexford y su gente permanecerían a cien metros de distancia, vigilando con ayuda de prismáticos, y el precio de todo ello era la vida de Kitty Struther.
A las ocho y media cedió el puesto de vigilancia a Lynn Fancourt y fue a ver a Clare Cox a Pomfret. Ted Hennessy vigilaba desde el coche, aparcado frente a la casa, pero Wexford no le hizo caso alguno, sino que se acercó a la puerta principal y llamó.
Clare Cox fue a abrir después de que Wexford golpeara dos veces la puerta con los nudillos y además llamara al timbre. Hassy Masood había vuelto a Londres con su segunda familia. A fin de cuentas, muerta su hija, ¿qué lo retenía? Clare estaba sola y había envejecido veinte años desde la tragedia. Parecía una anciana demente, de rostro grisáceo y demacrado, el cabello alborotado, del color y la textura de la paja. Miró fijamente a Wexford con los ojos muy hundidos en sus cuencas. No podía decirle que quería hablar con ella de los dos rehenes restantes, de que estaba casi convencido, aunque no sabía por qué, de que en las próximas horas aparecería el cadáver de una mujer en su casa.
– He venido a ver cómo está.
Clare Cox se hizo a un lado para dejarlo entrar.
– Pues no muy bien, como ve.
En algunas situaciones no hay nada que decir. Wexford se sentó, y ella siguió su ejemplo.
– No hago nada en todo el día -musitó-. Estoy sola y no hago nada. Los vecinos me traen la compra.
– ¿Está pintando? -preguntó Wexford, pensando en lo que todo el mundo decía, que el trabajo es el mejor remedio en estos casos.
– No puedo pintar -explicó ella con una sonrisa que más bien era una mueca espantosa-. No volveré a pintar jamás -sentenció mientras las lágrimas empezaban a rodarle por las mejillas-. Cuando pienso, pienso en ella, en las horas que pasó en esa habitación, asustada, tan asustada que perdió la vida intentando escapar de allí.
Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano.
– Van a matar a la otra mujer, ¿verdad? -auguró con una clarividencia que sobresaltó a Wexford-. ¿Creen que me aceptarían a mí en su lugar? ¿Cree que, si consiguiera publicarlo en los periódicos, aceptarían matarme a mí? Me gustaría que me mataran.
Wexford había visto muchas manifestaciones de desesperación, y aquello no era más que otro ejemplo. Sería insultante recomendar a esa mujer que se sometiera a algún tipo de terapia. Lo único que podía hacer era mirarla y consolarla con palabras que sabía vacías.
– Lo siento mucho, muchísimo, y la acompaño en el sentimiento, se lo aseguro.
Su teléfono móvil empezó a sonar en cuanto salió de casa de Clare Cox. Wexford se sentó en el coche y escuchó el relato de Burden sobre un coche con dos hombres que había entrado en el aparcamiento del edificio de Concreation. Los hombres habían bajado del vehículo y sacado una bolsa de plástico negro, cerrada por ambos extremos y de la longitud de un cuerpo humano de estatura media.
– Creí que eran ellos, Reg. El único problema era que uno solo levantó la bolsa sin dificultad. Pero la llevaba como si contuviera un cadáver… o una persona viva, en todo caso.
– ¿Qué era?
– Habían vaciado un piso -explicó Burden- y llevaban la típica basura…, periódicos atrasados, ropa vieja… Casi todo reciclable.
– ¿Y por qué no lo han llevado al vertedero de reciclaje?
– Nos han dado toda clase de explicaciones. Estaban asustadísimos, la verdad. Habían pensado tirarlo todo a la basura normal. Por cierto, son cuñados… Cuestión, que tienen unos vecinos muy ecologistas a los que no les gusta que se tiren sin más los periódicos y la ropa. Pero el vertedero de reciclaje está a cinco kilómetros, mientras que el patio de Concreation está a dos minutos de su casa, y además ayer instalaron un contenedor industrial.
Wexford permaneció sentado en su coche algunos minutos, pero estaba demasiado cerca del de Hennessy, por lo que llamaría la atención. Regresó a Kingsmarkham y recorrió High Street, que aparecía bañada en la fría luz de las farolas. Todas aquellas tiendas, pensó, iluminadas con focos brillantes y sin nadie que contemplara sus escaparates. Sin embargo, había muchos coches aparcados en la calle; sus propietarios estarían en el restaurante Olive and Dove, en el Dragón Verde y en la vinatería York para más tarde ir al único bar nocturno de Kingsmarkham, el Ángel Escarlata, que abría a las diez.
Ya era de noche, y el firmamento aparecía salpicado de estrellas. No había luna, o quizás aun no había salido. Intentó recordar si la noche anterior había salido la luna y si era llena o tan sólo un gajo de luz. El móvil volvió a sonar cuando estaba en Queen Street.
Era Barry Vine, que estaba en la comisaría. Uno de los taxis de Contemporary Cars acababa de dejar a un pasajero en la estación. El cliente llevaba una maleta enorme y una bolsa alargada, tan pesada que el conductor no había podido sacarla del maletero. Buscaron a un mozo, pero por supuesto, en la estación de Kingsmarkham no había mozos desde hacía veinte años.
– El tipo desapareció -explicó Vine-. Quiero decir, creí que había desaparecido. Habían dejado aquella bolsa en el suelo, el taxi se había marchado y el cliente desapareció en el interior de la estación. Volvió mientras yo examinaba la bolsa.
– ¿Qué contenía? -preguntó Wexford por segunda vez aquella noche.
– Palos de golf.
– Supongo que ya no está.
– Alguien localizó un carrito en lo que antes era la consigna de equipajes.
Wexford miró el reloj. Las nueve. Iría a la casa de Rhombus Road, en Stowerton, y luego pasaría por Savesbury House de camino al teatro Weir. Tal vez no entraría en ninguna de las dos casas, sólo echaría un vistazo en busca de… no sabía qué. A fin de cuentas, Planeta Sagrado había mencionado Kingsmarkham, no Stowerton ni Framhurst.
Por lo visto, Nicky Weaver había tenido la misma idea que él, pues tenía el coche aparcado delante de una casa cercana a la de la señora Peabody. Esta vez, Wexford sí interrumpió la guardia. Se acercó al coche, golpeó la ventanilla con los nudillos y se sentó junto a ella. La inspectora volvió hacia él su rostro hermoso, de ojos penetrantes e inteligentes. Wexford vislumbró todo eso en el instante en que la luz interior del coche permaneció encendida. El cabello negro cortado de forma geométrica, con las puntas curvadas hacia adentro, le recordó que en su juventud, ese corte recibía el nombre de paje. También vio su fatiga, la palidez permanente del rostro de una mujer obligada a compaginar un puesto profesional importante con las tareas propias de una esposa y madre.
– ¿Ha sucedido algo? -le preguntó.
– Ha venido un hombre hacia las siete. Creo que es el prometido de Audrey Barker. La ha abrazado en la escalinata antes de entrar y desde entonces no ha salido. La que sí ha salido es la señora Peabody. Primero he pensado que era para dejarlos a solas un rato, pero sólo ha ido a la esquina a comprar leche.
– ¿A la tienda india sobre la que vivía Trotter?
– El mundo es un pañuelo, ¿verdad? -comentó Nicky.
– No traerán el cadáver aquí; harán algo completamente inesperado.
En el trayecto a Framhurst pasó junto al inicio de la nueva carretera. Si no llegaban a construirla y no retiraban los montículos de tierra ahora cubiertos de hierba, los eruditos de épocas futuras los describirían como túmulos o necrópolis de héroes sajones. Pero acabarían por construirla, se dijo. No era cuestión de protestas ni de evaluaciones medioambientales, sino de tiempo.
Framhurst aparecía casi tan desierto como Kingsmarkham a excepción de tres chicos que fumaban junto a sus motos delante de la parada de autobús. Los intensos fluorescentes del escaparate de la carnicería no iluminaban más que estantes vacíos y ramitas de perejil de plástico. La tetería estaba cerrada, con el toldo plegado. La noche impedía ver el valle, que no era más que una laguna oscura salpicada de luces como si de un reflejo del cielo estrellado se tratara. El río se había tornado invisible, pero el teatro Weir refulgía en la oscuridad, como una antorcha en la orilla del Brede.
El agente Pemberton montaba guardia en su coche junto a la verja de Savesbury House.
– Es la única entrada, señor, pero la finca es muy grande y sólo está delimitada por vallas y setos. Podrían entrar casi desde cualquier lugar.
– Quédese donde está. De todas formas, no creo que vengan; esto está demasiado lejos de Kingsmarkham.
Las diez y cuarto. La representación aún no habría terminado, pero Wexford quería tomarse su tiempo para llegar al molino de Stringfield. ¡Qué agradable debía de ser carecer de imaginación! Wexford estaba harto de la suya y se la habría regalado gustoso a cualquiera. Pero por desgracia, uno no puede desembarazarse así por las buenas de la imaginación, al igual que resultaba imposible decidir no enamorarse o no tener miedo.
Eso era lo peor, imaginar su miedo. Toda su vida había contado con alguien que llevara las riendas por ella, alguien que… ¿Qué se decía en las ceremonias nupciales? Alguien que la amara, la protegiera, la honrara y la respetara. Por lo visto, Kitty Struther lo había conseguido, primero de sus padres, luego de su marido y más tarde de su hijo. Nunca había vivido sola, nunca se había visto obligada a ganarse la vida, nunca había conocido estrecheces y probablemente nunca había viajado sola. Pero ahora estaba sola. Durante diez días había sobrevivido a base de una dieta que jamás habría imaginado, había dormido, si es que había logrado pegar ojo, en un tipo de cama que jamás había visto, había pasado hambre y frío, se había visto despojada de los pequeños placeres de la vida, sin bañera, sin mudas de ropa… Y ahora la habían separado de su marido e iban a matarla.
La imaginación era la maldición del policía pensante, Wexford lanzó una carcajada amarga. Las luces del teatro brillaban ante él, ahogando el fulgor de las estrellas. Dejó el coche en el estacionamiento y enfiló el sendero que conducía al río. Faltaban diez minutos para que cayera el telón. En esta vida siempre se encuentra algún consuelo, y si de algo se alegraba era de no haber pasado las últimas tres horas viendo Extinción.
Una verja abierta en el muro de piedra conducía a los jardines del molino. Acortar por allí resultaría muy agradable. Wexford abrió la verja. Todos los focos estaban dirigidos en la dirección opuesta, por lo que los jardines aparecían sumidos en una nebulosa de sombra pálida, pero al mirar hacia el sur vio la luna recién salida, un gajo perfecto de color naranja. Luna menguante, ahora lo recordaba. Había luna llena la noche que Dora regresó, ocho días antes.
La mayoría de las flores se cierran de noche. Wexford se vio rodeado de flores convertidas de nuevo en capullos, cerradas al atardecer, pero sin por ello dejar de despedir sus fragancias. Pero las rosas, cuyo olor había percibido en su primera visita al teatro, seguían abiertas, ramilletes rosados y dorados a la luz de la luna, rostros amarillentos que se recortaban contra el muro gris cubierto de musgo.
¿Era un jardín particular? ¿El jardín particular de Godwin? No daba la sensación de que los espectadores del teatro pisaran jamás aquel lugar. Dobló un recodo del camino y vio a Godwin sentado al final de una escalinata curva que partía de unos ventanales cerrados. A su espalda, la pared aparecía cubierta de rosas rojas y blancas que se enredaban con otras plantas trepadoras cuyas flores se habían cerrado.
– Lo siento -se disculpó-. He decidido utilizar su jardín de atajo. No sabía que había ciertas zonas del molino cerradas al público.
Godwin sonrió y agitó la mano.
– El público no querrá saber nada de este lugar cuando construyan la carretera.
– ¿Pasará por aquí cerca?
– A unos cien metros del final del jardín. Yo nací aquí…, bueno, no aquí mismo, sino en Framhurst, y viví aquí hasta los dieciocho años. Volví hace doce. En estos años se han producido más cambios que en toda la historia junta… Demasiados cambios.
– ¿Todos para peor?
– En mi opinión, sí. Se han destrozado muchas cosas, pero también se han añadido muchas otras, como gasolineras, más pintura blanca y amarilla en las carreteras, más señales de tráfico, más vallas publicitarias, más información inútil por todas partes. El hecho de que Framhurst se haya hermanado con un pueblo de Alemania y otro de Francia, por ejemplo. El hecho de que Sewingsbury sea la capital floral de Sussex. El hecho de que Savesbury Deeps se haya convertido en zona de picnic. Y todas esas casas nuevas. El pub Dragón de Kingsmarkham se ha convertido en el bar Tipples, y la vinatería Grove se ha transformado en un bar de noche que se llama el Ángel Escarlata…
Wexford asintió. Estaba a punto de decir algo que no creía sobre la inevitabilidad del progreso, pero durante un instante no dijo nada porque estaba mirando la trepadora que cubría la pared hasta una altura de unos tres metros entre las rosas blancas y rojas.
Era una planta de hojas finas, delicadas y puntiagudas, así como zarcillos rizados. Estaba en flor, y a buen seguro, sus flores resultarían espectaculares de día, aunque ahora aparecían cerradas, algunas de ellas como paraguas plegados, otras marchitas y acabadas.
– ¿Qué planta es? -preguntó a Wexford al cabo de un momento.
– Oiga – masculló Godwin al tiempo que se levantaba.
De repente, su voz suave y pensativa adquirió un tono huraño.
– Oiga, si pretende registrar el jardín en busca de alucinógenos o lo que sea, lo lleva claro. Hay cientos de ellas. Amapolas comunes, por ejemplo… Pero esto no es cannabis, ¿eh? Es una campánula, una trepadora bastante complicada de cuidar, porque no es muy resistente, y además con esta planta no tendría semillas ni para llenar un dedal…
– Por favor, señor Godwin, no pertenezco a la brigada de narcóticos. Estoy buscando a dos rehenes que se encuentran en manos de la banda que los secuestró hace diez días. Esta planta… -comentó en un intentó de evitar una explicación demasiado detallada-. Es posible que desde su encierro se divise esta planta o una muy parecida.
– Bueno, aquí no están, se lo aseguro.
Wexford echó un vistazo a los jardines, la luna que se elevaba en el cielo, la pared trasera del molino, cubierta de flores… No había anexos, cobertizos ni garajes a la vista. La luz de luna, extraordinariamente blanca para proceder de aquel gajo dorado, lo iluminaba todo, mostrando cada detalle del jardín.
– Eso ya lo sé -dijo-. No hace falta que se ponga a la defensiva, señor Godwin, no lo estoy acusando de nada, créame. Sólo necesito su ayuda.
De inmediato obtuvo una mirada más pacífica. Para cualquiera que entendiera de aquellas cosas era evidente que Godwin era culpable y se ponía a la defensiva porque habría probado buena parte de esas drogas de jardín; probablemente cultivaba cannabis en algún lugar, fumaba cápsulas de catalpa y mascaba hongos alucinógenos. Como él mismo había insinuado, la lista era interminable, pero no era el momento de ahondar en el tema.
– Hábleme de esta planta, ¿quiere? ¿Las flores son azules?
– Mire -indicó Godwin mientras arrancaba una de las flores, desplegaba los pétalos cerrados y dejaba al descubierto un corazón del azul celeste más intenso que pudiera imaginarse-. Bonito color, ¿verdad? La silvestre que crece aquí como mala hierba es blanca, por supuesto, y su primo pequeño es el convúlvulo rosado.
– ¿Sale cada año? -inquirió mientras buscaba el término exacto-. ¿Es perenne?
– Planté unas semillas -explicó Godwin con renovada afabilidad-. ¿Por qué no entra conmigo en el teatro? Lo invito a una copa mientras espera a las señoras. Ah, una cosa… -añadió en tono desafiante-. Que conste que yo también secuestraría a unas cuantas personas si creyera que eso detendría la construcción de esa maldita carretera…
Wexford rodeó con él el molino, saliendo de las sombras iluminadas por la luna para adentrarse en la intensa luz artificial. En la mano sostenía la flor y la hoja que Godwin le había dado. ¿Dónde había visto con anterioridad flores y hojas como aquellas? Hacía muy poco, de hecho…
– ¿Se mueven?
Se hallaban en el bar desierto. Wexford tomaba agua con gas, Godwin, una pinta de cerveza rubia.
– ¿Cómo que si se mueven?
– ¿Es posible que las flores salgan un día en un sitio y al día siguiente en otro?
– Cada flor vive un día, así que, en términos generales, sí. Es muy probable que un día se abran todas en una zona y al día siguiente, en otra, no sé si me entiende. Claro que en los días muy nublados no salen…
Los días nublados, como los que habían tenido últimamente… ¿Dónde había visto antes aquella planta?