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El teléfono móvil permanecía en silencio, y no tenía mensajes en el contestador de casa. Después de llevar a Jenny a casa y de que Dora fuera a acostarse y se durmiera de inmediato, Wexford llamó a todos los agentes que montaban guardia. Nada. La población estaba en calma, más tranquila de lo habitual, con menos tráfico, al parecer. Sólo se habían producido dos incidentes: un intento de robo en una tienda de Queen Street y un exceso de velocidad.

Eran las doce menos diez; habían transcurrido casi cinco horas desde el ultimátum fijado por Planeta Sagrado. Se dio cuenta de que calculaba la investigación en minutos. Tiempo, tiempo, todo era cuestión de tiempo. ¿La habían matado? ¿La matarían? Cabía la posibilidad de que el cadáver estuviera a pocos metros de donde se hallaba en ese instante, sentado en la oscuridad de su casa.

Recordó otra medianoche, la noche en que regresó Dora. Lo despertó la luz de la luna en el rostro, o tal vez el sonido de los pasos de su mujer en la grava. Habían encontrado grava en el saco de dormir que contenía el cadáver de Roxane Masood. Tenía que aferrarse a eso. Y en la ropa de Dora habían encontrado polvo de ala de una polilla que sólo vivía en Wiltshire. Pelos de gato y olor a acetona. Un tatuaje en forma de mariposa. Wexford abrió los ventanales y salió al jardín. Acababa de ocurrírsele una idea espeluznante.

La noche en que volvió Dora, Wexford creyó que la habían convertido en mensajera de Planeta Sagrado y que la banda iría a por él personalmente. ¿Y si el cadáver de Kitty Struther aparecía en su casa? Podrían haberlo llevado mientras él y Dora estaban fuera.

La luna en forma de hoz pendía de lo alto del cielo, navegando blanca y plateada en un mar de nubes, no lo bastante llena ni brillante para iluminar demasiado. Cogió una linterna y registró el jardín. Contuvo el aliento, abrió las puertas del garaje y alumbró el interior. Nada, gracias a Dios. Aún quedaba el cobertizo del jardín. Durante quince segundos supo lo que encontraría dentro, pero aun así volvió a contener el aliento, abrió la puerta y encontró lo de siempre, un cortador de césped, herramientas, bolsas de plástico viejas y demás trastos.

Aquello no demostraba nada. Por supuesto que no, pero su mente no opinaba lo mismo. Empezó a ver toda clase de cosas irracionales, por lo que se sentó en una silla para pensar en todo ello.

La cosa azul. Ahora sabía qué era y también sabía dónde estaba. Se le ocurrió de repente, como una revelación, una imagen vaga, pero vista con claridad. Pero era imposible… Al cabo de un rato cogió la sección de la S a la Z de la guía telefónica de Londres, marcó un número y no obtuvo respuesta. Acto seguido llamó a Burden.

Era más de medianoche, pero Burden no dormía; ni siquiera se había acostado.

– ¿La han encontrado? -preguntó al oír la voz de Wexford.

– No -repuso Wexford, completamente seguro de ello-. Y no la encontrarán.

– ¿A qué te refieres?

– ¿Cuándo prefieres ir a Londres? -inquirió Wexford en lugar de contestar-. ¿Ahora o a las seis de la mañana?

– ¿Tengo elección? -quiso saber Burden tras un breve silencio.

– Claro.

– Bueno, de todas formas no podré dormir porque estoy demasiado nervioso, así que vayamos ahora.

Debió de existir una época en que conducir era siempre así, recorrer carreteras desiertas que olían a campos de camomila en lugar de gasolina y gasóleo. Incluso la autopista fue vacía los primeros diez minutos, hasta que los adelantó por el carril izquierdo un Jaguar que rebasaba en al menos treinta kilómetros el límite de velocidad. Las frías farolas ahogaban el fulgor de la luna. En las afueras de Londres vieron una lechuza posada sobre un cable telefónico, y en Norbury, un zorro cruzó la carretera delante de su coche.

– Ya es domingo -comentó Wexford-. Pero he llamado a Vine y le he dicho que a primerísima hora busque a alguien que le pueda dar una orden de registro.

– ¿Giro por Balham o cruzo el puente de Battersea? -preguntó Burden.

– Puedes torcer a la izquierda o seguir recto. Da igual siempre y cuando crucemos el río más o menos en el centro.

Ninguno de los dos conocía bien Londres, pero a aquellas horas de la madrugada, las dos aproximadamente, resultaba más fácil, aunque el tráfico había aumentado de forma considerable y el trayecto desde el río hasta Kensington y Notting Hill se les antojó interminable. Burden había querido atravesar el parque, pero lo encontró cerrado, por lo que se vio obligado a enfilar Kensington Church Street y adentrarse en el laberinto de Bayswater Road y Egware Road.

– Se nota a la legua que nunca has hecho las prácticas -masculló Wexford.

– ¿Qué practicas?

– Las que hacen los taxistas antes de convertirse en taxistas. Recorren la ciudad en bicicleta con un mapa en la mano para aprenderse todos los recovecos.

– Perdona, pero soy policía y me las arreglaré -espetó Burden muy digno.

Sin embargo, al cabo de cinco minutos tuvo que preguntar si podía aparcar sobre una línea amarilla.

– A partir de las seis y media no pasa nada -aseguró Wexford con más seguridad de la que sentía.

Se hallaban en Fitzhardinge Street, cerca de la plaza Manchester. No se veía a nadie, y reinaba el silencio más absoluto que puede reinar en el centro de Londres. El tráfico seguía fluyendo en la cercana Baker Street, creando un murmullo constante. Se apearon del coche, cruzaron la calle y se detuvieron ante la entrada de la caballeriza.

Se llegaba a ella por un arco situado en el lado sur de Fitzhardinge Street. La calle estaba bien iluminada, por lo que casi parecía de día, pero en el interior de la caballeriza, al otro lado del arco de piedra arenisca, una sola farola alumbraba con su luz amarilla los adoquines. Algunos de los edificios del patio consistían en una planta sobre un garaje, otros eran angostas casas victorianas de tejado plano o de una sola agua, construidas para los cocheros que trabajaban a las órdenes de los moradores de la plaza Manchester, pero ahora embellecidas con azoteas ajardinadas o macetas en las ventanas, porches y puertas nuevas, y convertidas en viviendas extremadamente caras.

– Si vivieras aquí, quiero decir en Londres, no tendrías que preocuparte por las marismas, los fríganos ni los habitáis de las mariposas. Aquí no tienen nada que perder porque no existen.

Burden lo miró asombrado.

– Oye, a mí no preocupan esas cosas pero me gusta vivir en el campo.

– Ya lo sé -repuso Wexford antes de añadir, en un intento de no mostrarse paternalista y mezquino-: Qué bien que recordaras esta dirección. No sé si yo habría podido.

– El nombre de soltera de mi madre era Fitzharding, sin e al final -explicó Burden.

Se adentraron en el patio. Ante la casa que pretendían visitar, el número cuatro, se veían dos macetones verdes en los que crecían sendos laureles, cuyas coronas eran esferas de hojas oscuras. La puerta principal se hallaba a un lado, con dos ventanas de guillotina a la derecha y otras dos encima. No se veía una sola luz. En todo el patio sólo había una ventana iluminada, y estaba en el extremo más alejado, en la pared que daba a Seymour Street.

Wexford llamó a la puerta del número cuatro. Pese a que aquella casa no estaba dividida en pisos, tenía un interfono con rejilla de latón. No esperaba obtener respuesta, y no la obtuvo ni entonces ni después de llamar por segunda vez. Golpeó la puerta con los nudillos y empujó varias veces la tapa del buzón para hacer más ruido.

Todo aparecía sumido en la oscuridad y el más completo silencio. No había ninguna ventana abierta, pero Wexford sabía que la casa no estaba vacía. Sentía la presencia de sus ocupantes, aunque no sabía cómo, tal vez por una extraña intuición que los seres humanos habían descartado ya hacía tiempo pero que los animales comprendían a la perfección. Una suerte de tensión que aumentaba hasta hacerse intolerable se apoderó de él desde el interior de la casa, a través de las paredes claras y las ventanas cerradas. Casi palpitaba, como si en lugar de personas, el edificio albergara a un monstruo acechante que respiraba rítmicamente y flexionaba las garras, a la espera…

– Ahí dentro hay alguien, sí, señor. Están aquí -comentó Burden, que al parecer sentía algo parecido.

– Arriba -musitó Wexford-. En la oscuridad, detrás de esas cortinas.

Volvió a llamar al timbre y aplicó la oreja a la rejilla de latón. De repente sucedió algo extraño. En el otro extremo de la línea, alguien descolgó el auricular y emitió un sonido que parecía un suspiro o el susurro del viento al abrirse una puerta. El suspiro debería haber ido seguido de una voz, pero Wexford no oyó ninguna voz. Allá arriba, alguien tenía el auricular del interfono descolgado, pero sin hablar.

– Inspector jefe Wexford e inspector Burden, de la policía de Kingsmarkham – se presentó, sin recordar a tiempo que debería haber añadido Brigada Criminal-. Abran la puerta y déjennos entrar, por favor.

La persona colgó el auricular antes de que pronunciara la última frase.

– ¿Recuerdas lo que dijo Dora? -preguntó a Burden-. ¿Recuerdas que nos contó que había intentado derribar la puerta del baño y nos preguntó si lo habíamos intentado alguna vez? Todos lo habíamos hecho.

Burden volvió a llamar a la puerta con una sonrisa.

– Abran o nos veremos obligados a derribar la puerta -espetó cuando descolgaron.

La puerta se abrió cuando Burden ya había retrocedido los pasos necesarios para tomar carrerilla y echaba a correr para propinarle un fuerte puntapié. Vieron a un hombre envuelto en un batín de seda azul sobre pijama color crema. Era alto y delgado, y el escote en pico del batín permitía entrever una alfombra de vello entre rubia y blanca. Tenía el cabello entrecano y, pese a que no se parecía demasiado a la fotografía que de él habían visto, la similitud de sus rasgos faciales con los de su hijo era innegable.

No dijo nada, sino que se limitó a permanecer inmóvil. A su espalda, una mujer bajaba muy despacio la estrecha escalera de la casa. Primero vieron sus pies calzados en zapatillas rojas, luego sus tobillos desnudos y el dobladillo rígido de una bata acolchada de color también rojo que le llegaba a las pantorrillas, y por fin el resto de su cuerpo y el rostro pálido, tenso y ceñudo, preparado para lo que se avecinaba.

– ¿Owen Kinglake Struther? -preguntó Wexford.

El hombre asintió.

– Tiene derecho a guardar silencio, pero su defensa podrá verse perjudicada si en el interrogatorio silencia algo que luego mencione ante el tribunal. Todo lo que diga…