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La ruta prevista para la carretera de circunvalación de Kingsmarkham empezaría en la carretera principal, una vía tipo A con categoría de autopista, al norte de Stowerton, pasaría al este de Sewingbury y Myfleet, cruzaría Framhurst Heath, se adentraría en el valle situado al pie de Savesbury Hill, biseccionaría la aldehuela de Savesbury, atravesaría Springfield Marsh y se reuniría con la carretera principal al norte de Pomfret. Se procuraría evitar en la medida de lo posible las zonas residenciales, así como el bosque de Cheriton, y se rodearían los vestigios del pueblo romano.

Con toda probabilidad. Norman Simpson-Smith, del Consejo Británico de Arqueología, fue el primero en hacer un comentario que se publicó en la prensa.

– Las autoridades competentes aseguran que esta carretera pasará por la periferia de los vestigios romanos -señaló-. Es como decir que construir una autopista en pleno Londres sólo causará daños de poca importancia a la Abadía de Westminster.

Hasta entonces, las protestas se habían limitado a la participación de representantes de distintos organismos en la investigación que llevaban a cabo de forma conjunta los departamentos de transporte y medio ambiente. Amigos de la Tierra, la Comisión pro Fauna de Sussex y la Sociedad Real para la Protección de las Aves eran las organizaciones más lógicas. Menos evidente era la presencia del Consejo Británico de Arqueología, Greenpeace, el Fondo Mundial de la Naturaleza, el comité KCCCV y un organismo que se autodenominaba Especies.

Sin embargo, tras el comentario de Simpson-Smith, las protestas empezaron a surgir no de forma aislada, sino en batallones, según lo expresaba Wexford. Los grupos ecologistas, cuyo número de miembros alcanzaba los dos millones, enviaron representantes para que analizaran el lugar en que se construiría la carretera.

Marigold Lambourne, de la Sociedad Real de Entomología, acudió en nombre de la polilla atigrada escarlata y la Araschnia levana.

– La Araschnia se encuentra de forma muy aislada en el noreste de Francia, mientras que en las Islas Británicas vive exclusivamente en la zona de Framhurst. Es probable que tan sólo existan doscientos ejemplares, y si se construye esta carretera, pronto no quedará ninguno. No se trata de una mosca o una bacteria minúscula e invisible para el ojo humano, sino de una mariposa exquisita de una envergadura de cinco centímetros.

– Esta carretera de circunvalación es un proyecto nacido en los años setenta y aprobado en los ochenta. Pero desde entonces ha tenido lugar una revolución del pensamiento global. Se trata de un plan del todo inapropiado para el fin de este siglo -afirmó Peter Tregear, del Comité Pro Fauna de Sussex.

Una mujer anuncio, en cuyos carteles se leía No, no, no a la violación de Savesbury, apareció en la cima de la colina cuando llegaron los leñadores para talar los árboles. Corría el mes de junio, hacía calor y brillaba el sol. De repente, la mujer se quitó el encartelado y dejó al descubierto su cuerpo desnudo. Los leñadores, que habrían jaleado y silbado si la mujer hubiera sido joven o se la hubieran enviado a uno de ellos como regalo de cumpleaños, se concentraron aún más en sus sierras mecánicas. El capataz llamó a la policía por el móvil. La fotografía de la mujer, que se llamaba Debbie Harper y cuyo cuerpo grueso aunque proporcionado la policía ya había cubierto con una de sus cazadoras, apareció en todos los periódicos de ámbito nacional y en primera plana del Sun.

Fue entonces cuando llegaron los de los árboles.

Tal vez la fotografía de Debbie Harper los había advertido de lo que estaba sucediendo. Muchos de ellos no pertenecían a ningún grupo conocido. Eran viajeros new age, al menos algunos de ellos, y si habían llegado en coches o caravanas, lo cierto es que no se veía ningún vehículo suyo estacionado en las inmediaciones. Debbie Harper había entorpecido la tala de árboles, y hasta entonces sólo habían caído cuatro abedules plateados. Los de los árboles clavaron pernos de acero en los troncos, a una altura calculada para combar la hoja de las sierras al inicio de la tala. Acto seguido, empezaron a construirse refugios en las copas de hayas y robles, cabañas de tablones y alquitranado a las que se accedía por escalas que podían retirarse una vez se había instalado su ocupante.

Corría el mes de junio, y el primer campamento nació en Savesbury Deeps.

Debbie Harper, que vivía con su compañero y sus tres hijos adolescentes en la carretera de Wincanton, concedió entrevistas a todos los periódicos que se lo pidieron. Era miembro de KCCCV, Especies, Greenpeace y Amigos de la Tierra, pero a sus entrevistadores no les interesaba demasiado eso. Lo que les gustaba era que Debbie era una Pagana con P mayúscula, que organizaba fiestas celtas, veneraba a divinidades que recibían nombres como Ceridwen y Nudd, y posaba para Today ataviada tan sólo con hojas de árboles, pero no de higuera, sino de ruibarbo, que resultaban más apropiadas para el estío inglés.

– No nos gusta que claven pernos en los árboles -comentó Dora cierto día al regresar de una reunión de KCCCV-. Por lo visto, las sierras mecánicas pueden romperse y ocasionar heridas en los brazos a los leñadores. ¿No te parece una idea espeluznante?

– Esto no es más que el principio -repuso su marido.

– ¿A qué te refieres, Reg?

– ¿Recuerdas lo de Newbury? Tuvieron que contratar a seiscientos guardias de seguridad para proteger a los constructores. Y alguien cortó los cables de los frenos de un autocar que llevaba guardias al lugar.

– ¿Has hablado con alguien que realmente quiera esta carretera?

– La verdad es que no.

– ¿Tú la quieres?

– No, de eso estoy seguro, pero no estoy dispuesto a prescindir del coche. No me gusta encontrarme en atascos y sentir que me sube la tensión arterial. Como la mayoría de la gente, lo quiero todo -confesó con un suspiro-. Me atrevería a afirmar que Mike la quiere.

– Bah, Mike -espetó su mujer con voz no exenta de afecto.

Wexford había roto su promesa de no volver al Gran Bosque de Framhurst. La primera vez fue para observar a unos expertos mientras construían nuevas tejoneras, con rampas y trampillas como portezuelas de gato, en el corazón del bosque. Ya se estaban construyendo cabañas en los árboles del segundo campamento, lo que quizás bastaba para impulsar a los tejones a migrar hasta sus nuevos hogares. La segunda vez fue después de que los leñadores se negaran a jugarse la vida utilizando sierras eléctricas para cortar troncos infestados de clavos o alambre. Se veían algunos árboles talados esparcidos por el bosque. La Oficina de la Red Viaria estaba intentando conseguir órdenes de desahucio contra los moradores de los árboles, pero entretanto cobró forma un tercer campamento en Elder Ditches, y luego otro en los márgenes del Gran Bosque.

Wexford ascendió a Savesbury Hill… de nuevo por última vez, se dijo, y llegó a un lugar desde el que se divisaban los cuatro campamentos. Uno de ellos se hallaba al pie de la colina, otro a setecientos cincuenta metros de Framhurst Copses, el tercero al borde de la marisma amenazada y el cuarto y más lejano, a setecientos cincuenta metros del punto más septentrional de Stowerton. El campo ofrecía más o menos el mismo aspecto de siempre, salvo que un prado de las inmediaciones de Pomfret Monachorum estaba repleto de excavadoras y apisonadoras. Aquellos trastos casi siempre eran de color amarillo, reflexionó Wexford, un amarillo opaco, deslustrado, del color de un flan guardado en la nevera demasiado tiempo. Probablemente, el amarillo quedaba mejor con el verde que el rojo o el azul.

Descendió por la falda opuesta de la colina y deseó no haberlo hecho, pues de repente se vio hundido hasta los muslos en ortigas. Las hojas velludas y puntiagudas no le atravesaron la ropa, pero se vio obligado a mantener los brazos y manos en alto. Las ortigas se extendían en una zona equivalente a un prado pequeño, y Wexford estaba pensando que si la carretera debía pasar por algún sitio, no sería mala idea que pasara por allí, cuando de repente vio la mariposa.

Supo de inmediato que se trataba de la Araschnia levana. De entre las miles de palabras escritas en los últimos tiempos sobre Savesbury y Framhurst, recordaba haber leído que la Araschnia se alimentaba de las ortigas de Savesbury Deeps. Avanzó hasta quedar situado a un metro de ella. La mariposa era de color naranja con estampado color chocolate y trazos blancos, mientras que la cara inferior de las alas tenía una orla azul cielo que recordaba la trayectoria de un río. Al verla se comprendía por qué recibía el nombre de mariposa mapa.

Estaba sola. Sólo existían doscientos ejemplares, tal vez menos ahora. Cuando era niño, la gente cazaba mariposas para guardarlas en frascos hasta que morían y luego ensartarlas con alfileres sobre cartones. Ahora se le antojaba espeluznante semejante idea. Pocos años antes, se tildaba a las personas que se oponían a la construcción de carreteras de gamberros, lunáticos, estrafalarios o hippies que se dedicaban a actividades anarquistas, comunistas, criminales. Eso también había cambiado. Las personalidades convencionales del establishment se oponían con tanta firmeza como el hombre al que veía en aquel momento asomado por entre las lonas de una cabaña construida en la copa de un árbol. Alguien le había contado que sir Fleance y lady McTear habían participado en una manifestación organizada por los magnates de los supermercados Wael y Anouk Khoori.

Al igual que casi todos sus compatriotas, Wexford tenía sus reservas en cuanto a la Unión Europea, pero en este caso, se dijo, no le importaría que Estrasburgo vetara el asunto de forma tajante.

Hacia final de mes, la Sociedad Británica de Expertos en Lepidópteros creó un nuevo comedero para la Araschnia, una plantación de ortigas en la cara occidental de Pomfret Monachorum. Un periodista del Kingsmarkham Courier escribió un artículo satírico pero no demasiado gracioso en el que afirmaba que era la primera vez en la historia de la horticultura que alguien plantaba ortigas en lugar de arrancarlas. Como es natural, las ortigas prosperaron de inmediato.

Los expertos en tejones provocaron una inversión similar del orden natural de las cosas. En lugar de proteger habitáis, se veían obligados a destruirlos. Al abrir y sellar una tejonera que, de haber permanecido ocupada, se habría interpuesto en el camino de la nueva carretera, tuvieron que arrancar un denso amasijo de zarzas. Las zarzas habían crecido con fuerza, lo que indicaba que procedían de troncos muy podados, y las ramas espinosas se doblaban por el peso de la fruta verde. Al levantar las ramas cortadas con las manos enguantadas, hallaron algo que los hizo retroceder espantados. Uno de ellos profirió un grito y otro corrió a esconderse entre los árboles para vomitar.

Habían encontrado el cadáver extremadamente descompuesto de una joven.

La policía de Kingsmarkham creía saber de quién se trataba, pero no anunció de forma oficial la identidad de la muchacha. Fueron los periódicos y la televisión quienes afirmaron con rotundidad que era Ulrike Ranke, la autoestopista alemana desaparecida.

Tenía diecinueve años, estudiaba Derecho en la Universidad de Bonn y era la única hija de un abogado y una profesora de Wiesbaden. Había ido a Inglaterra el mes de abril anterior para pasar la Semana Santa en casa de una chica que había trabajado de au pair en casa de sus padres. La familia de esta chica vivía en Aylesbury, y Ulrike decidió realizar el viaje en plan económico. Nadie sabía a ciencia cierta por qué, pues sus padres le habían proporcionado dinero suficiente para los billetes de avión y tren correspondientes. En cualquier caso, Ulrike cruzó Francia en autoestop y tomó el ferry hasta Dover. Eso era lo único que se sabía.

– A mí no me parece nada misterioso -había sentenciado Wexford en su momento-. Lo que me habría asombrado sería que hubiera obedecido a sus padres. Eso sí que me habría parecido misterioso.

– Mira que eres cínico -resopló el inspector Burden.

– No es verdad; soy realista y no me gusta que me llamen cínico. Un cínico es el que conoce el precio de todo pero no sabe el valor de nada. Yo no soy así; es que no me gusta la hipocresía. Tus hijos también han sido adolescentes y sabes cómo son. Sheila hacía estas cosas constantemente. ¿Por qué gastar dinero si puedes hacer lo mismo gratis? Así piensan. Necesitan el dinero para música, para aparatos con que escucharla, para vaqueros negros y para sustancias prohibidas.

Por lo visto, tenía razón, pues en el bolsillo de los vaqueros negros marca Calvin Klein que vestía la víctima se encontraron veinticinco comprimidos de anfetamina y un paquete con algo menos de cincuenta gramos de cannabis. No llevaba nada encima que diera fe de su identidad ni tampoco dinero alguno. Su padre identificó el cadáver. El hombre que la había violado y estrangulado dos meses antes no había reconocido el contenido de su bolsillo o no había querido llevárselo. El dinero de Ulrike, quinientas libras en billetes, había desaparecido.

Durante la investigación no habían peinado Framhurst Copses ni ninguna otra zona de las inmediaciones de Kingsmarkham, pues no existía razón alguna para suponer que Ulrike Ranke había pasado por allí. Kingsmarkham se hallaba a muchos kilómetros de la ruta lógica para ir de Dover a Londres. Pero alguien había dejado su cadáver en una hondonada del bosque, lo había ocultado bajo los zarzales cada vez más espesos. En opinión del patólogo y los forenses, el cuerpo no había sido transportado hasta aquel lugar, sino que Ulrike Ranke había sido asesinada allí mismo.

Puesto que no se había peinado la zona, tampoco se había llevado a cabo investigación alguna. Pero justo después de anunciarse la identidad de la joven muerta, William Dickson, gerente del Brigadier, una fonda que él prefería denominar hotel, llamó a la policía para proporcionarles cierta información. En cuanto vio las fotografías de Ulrike Ranke en el Kingsmarkham Courier, la reconoció como la muchacha que había entrado en su bar a principios de abril.

El Brigadier se hallaba en la antigua carretera de circunvalación de Kingsmarkham; era una de esas fondas de carretera construidas a finales de los años treinta, de pretendido estilo Tudor y rimbombantes revestimientos de madera, enorme en apariencia, pero de escasa profundidad. Sobre el aparcamiento de la parte trasera se cernía la sombra de un gran edificio prefabricado y diseñado como sala de fiestas (que Dickson llamaba sala de baile). El pavimento del estacionamiento era de macadán, pero los alrededores de la casa eran de gravilla. Qué desagradable caminar sobre gravilla, comentó Vine a Burden, peor que una playa de guijarros.

– Fue el miércoles tres de abril, justo antes de cerrar -explicó Dickson cuando llegaron los dos policías.

– ¿Por qué no nos lo ha dicho antes? -preguntó Burden.

Él y el sargento detective Vine estaban sentados en la barra. Dickson les había ofrecido una copa, pero ambos habían declinado la invitación. Vine bebía un agua mineral que había pagado.

– ¿Cómo que antes?

– Cuando la chica desapareció. Su fotografía apareció en todos los periódicos y en la tele.

– Sólo leo la prensa local -repuso Dickson- y lo único que miro en la tele son los deportes. En nuestro negocio no tenemos mucho tiempo libre, como puede imaginarse. No es que me sobren horas de ocio precisamente.

– Pero ¿la reconoció en cuanto vio su foto en el Courier?

– Una chica muy mona, sí, señor -sentenció Dickson antes de mirar por encima del hombro para verificar algo-. Estaba buenísima.

– ¿Ah, sí? Háblenos de esa noche.

Ulrike entró en el bar hacia las diez y veinte; era una chica rubia «vestida como todas las chicas de su edad», o sea, de negro, pero con una chaqueta o algo parecido… Un anorak, una parka, una cazadora de lona… No estaba seguro, pero creía que era marrón. Llevaba una bolsa de viaje al hombro, una bolsa llenísima, no una mochila. ¿Cómo es que la recordaba con tanta claridad después de tres meses?

– Pues porque tengo una foto.

– ¿Que tiene qué? -exclamó Vine.

– Había una despedida de soltera -explicó Dickson-. Una chica se casaba el jueves siguiente en el juzgado de paz de Kingsmarkham. Le pidió a la parienta que le sacara una foto con sus amigas alrededor de la mesa, y justo entonces entró esa chica alemana. Por eso sale al fondo de la foto.

– ¿Y tiene una copia de la foto? Creía que me había dicho que la cámara no era suya.

– La chica…, me refiero a la novia, nos envió una copia. Creyó que nos haría gracia tenerla porque la fiesta se había celebrado en el Brigadier y tal. Si quieren se la enseño.

– Claro que queremos -se apresuró a responder Burden.

Ulrike Ranke se hallaba a cierta distancia del grupo de comensales risueñas y fuera del alcance de las luces del establecimiento, pero sin lugar a dudas se trataba de ella. La chaqueta que llevaba podía ser marrón, gris o incluso azul marino, pero los vaqueros eran negros. Contra el tejido oscuro de la blusa o el jersey se recortaba una vuelta de perlas. La bolsa de lona y cuero que llevaba colgada del hombro derecho parecía muy cargada y pesada. En su rostro se dibujaba una expresión angustiada.

– Cuando vi esa foto en el Courier le dije a la parienta que buscara la foto, y en cuanto le eché un vistazo supe que era ella.

– ¿A qué vino? ¿A tomar algo?

– Le dije que no podía tomar nada -replicó Dickson con toda dignidad-. Ya había cerrado la barra, y de todas formas, no quería una copa, me dijo, sino llamar por teléfono. Hablaba de una manera muy rara, con acento o algo, y no le salían algunas palabras, pero aquí vemos de todo.

A Burden no cesaba de sorprenderle el hecho de que los británicos, la inmensa mayoría de los cuales no hablaba ninguna lengua extranjera, no tuvieran reparos en burlarse de las personas cuyo dominio del inglés no era del todo perfecto. Preguntó a Dickson si Ulrike había llamado.

– A eso voy. Me preguntó si podía efectuar una llamada, eso sí que no lo había oído en mucho tiempo, y dijo que quería pedir un taxi. Aquí se piden muchos taxis, claro. Le dije que encontraría un número junto al teléfono, porque tenemos una tarjeta en el tablón de la cabina, y que tendría que utilizar el de monedas… ¡No iba a dejarle usar el mío!

– ¿Llamó?

– Sí, señor, y luego volvió a la barra. Todos los clientes se habían marchado, y la mujer y yo estábamos limpiando. La chica nos contó que había llegado desde Dover en camión. El camionero se había ofrecido a llevarla hasta donde él iba y la dejó aquí, porque tenía intención de pasar la noche en un estacionamiento de camiones. Le dije a la mujer que menos mal que el hombre la había dejado aquí, porque con una chica tan guapa nunca se sabe.

– De menos mal, nada -terció Burden.

Dickson alzó la mirada con sobresalto.

– Bueno, ya me entiende.

– ¿Pidió un taxi? ¿Sabe de qué empresa?

– Contemporary Cars. La tarjeta que tenemos es suya. Había otros números escritos en trozos de papel, pero la única tarjeta que tenemos es la de Contemporary Cars.

– ¿Y el taxi vino?

Por primera vez en la conversación, la imagen de orgullo, rectitud e integridad de Dickson se tambaleó un ápice.

– La verdad es que no lo sé. Dijo que tardarían como un cuarto de hora, que Stan llegaría al cabo de un cuarto de hora, y media hora más tarde, cuando subí a acostarme, miré por la ventana y la chica ya no estaba, así que supongo que el taxi vino a buscarla.

– ¿Quiere decir que no esperó aquí dentro? -preguntó Burden-. ¿Que la hizo esperar fuera?

– Oiga, esto es un hotel, no un albergue juvenil…

– Es una fonda -puntualizó Vine.

– Mire, la parienta ya se había acostado porque había tenido un día muy duro, y yo estaba acabando de limpiar. Había sido un día muy largo. Fuera no hacía demasiado frío. Ni siquiera llovía…

– Tenía diecinueve años -espetó Burden-. Era una chica joven, una turista, y usted la hizo esperar un taxi a la intemperie a las once de la noche.

– La próxima vez me lo pensaré dos veces antes de llamarles -masculló Dickson al tiempo que les daba la espalda.

Aquel mismo día, tras vanas horas de interrogatorio, Stanley Trotter, taxista de Contemporary Cars y socio de Peter Samuels en la empresa, fue detenido por el asesinato de Ulrike Ranke.