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Sheila Wexford tenía intención de dar a luz en casa. Los partos en casa estaban de moda, y Sheila, como aseguraba su padre con una mezcla de afecto y amargura, siempre había seguido con entusiasmo los dictados de las modas. A él le habría gustado que ingresara en la mejor clínica obstétrica del mundo, dondequiera que estuviese, cuatro semanas antes del parto. Una vez aparecieran los dolores, habría preferido contar con la presencia del mejor obstetra del país, así como un par de asistentes de postín y un puñado de las comadronas más excelsas de la nación. Deberían administrarle la epidural a la primera contracción y, en caso de que los dolores duraran más de media hora, practicarle una cesárea de pocos milímetros de longitud.
En cualquier caso, eso era lo que Dora afirmaba respecto a sus preferencias.
– Tonterías -espetó Wexford-. Simplemente, no me gusta la idea de que lo tenga en casa.
– Hará lo que le venga en gana, como siempre.
– Sheila no es egoísta -afirmó el padre de Sheila.
– No he dicho que sea egoísta, sino que hace lo que le viene en gana.
Wexford reflexionó un instante sobre aquella contradicción.
– Irás a su casa para estar con ella, ¿no? -preguntó por fin.
– No lo había pensado. Al fin y al cabo, no soy comadrona, pero iré en cuanto nazca el bebé.
– Es curioso -murmuró Wexford-. Hemos avanzado en la educación sexual, la igualdad entre hombres y mujeres, nos hemos deshecho de las doctrinas anticuadas, los hombres están presentes en el nacimiento de sus hijos, las madres amamantan a sus bebés en público, las mujeres hablan sin pudor de toda clase de temas ginecológicos que antaño habrían callado hasta la muerte… Pero en cambio, creo que nadie dejaría de sorprenderse, por no decir otra cosa, ante la idea de que un padre presencie el parto de su hija, ¿no te parece? Mira, ya te has ruborizado.
– Pues claro que me he ruborizado, Reg. ¿No querrás estar presente en el…?
– ¿En el parto de Sheila? Claro que no. Lo más probable es que me desmayara. Sólo digo que es curioso que tú puedas ir y yo no.
Sheila vivía en Londres con el padre de la criatura, un actor llamado Paul Curzon, en una callejuela cerca de Welbeck Street. El bebé nacería allí. Wexford, que no conocía Londres demasiado bien, consultó el atlas y descubrió que Harley Street no quedaba muy lejos. Harley Street estaba llena de médicos, como todo el mundo sabía, y seguramente también había algunos hospitales.
La sede de Contemporary Cars era un módulo prefabricado de apariencia efímera instalado en un solar, por lo demás desierto, de Station Road. Años antes se erigía en aquel lugar el Railway Arms, un pub cada vez menos frecuentado, pues sus parroquianos hallaban el precio de la cerveza exorbitante y las leyes sobre bebidas alcohólicas, draconianas. El Railway Arms cerró y al cabo de un tiempo fue derribado. Desde entonces, no se había construido nada en aquel solar, y algunas personas en Kingsmarkham consideraban que el solar siempre barrido por el viento, salpicado de basura, rodeado de ortigas y flanqueado de árboles escuálidos hacía daño a la vista. En su opinión, la llegada del módulo no contribuía precisamente a mejorar la situación, pero sir Fleance McTear, presidente de KCCCV y de la Sociedad Histórica de Kingsmarkham, afirmó que, en comparación con la carretera de circunvalación prevista, la nueva empresa no representaba problema alguno.
Peter Samuels, supuesto consejero delegado de Contemporary Cars, aseguró a todo el mundo que no tardaría en trasladar la empresa a una sede más permanente, pero hasta entonces no se había observado indicio alguno de ello. El antiguo solar del Railway Arms disponía de mucho espacio para estacionar taxis y se hallaba convenientemente cerca de la estación. Fue en aquella oficina dotada de mesas plegables, ducha portátil y plegatines, donde Burden entrevistó por primera vez a Stanley Trotter.
En un principio, Trotter negó conocer siquiera a Ulrike Ranke. Cuando Vine le refrescó la memoria citando las palabras de William Dickson y mencionando el acento extranjero de la joven alemana, Trotter recordó haber contestado al teléfono cuando llamó Ulrike… Reconoció haber contestado al teléfono, pero no haber ido a buscarla al Brigadier. Quería ir personalmente, pero tenía que ir a buscar a alguien a la estación a la hora del último tren procedente de Londres, por lo que encargó a otro conductor, Robert Barrett, que fuera a buscar a Ulrike.
El problema residía en que Barrett no recordaba sus actividades de la noche del tres de abril, sólo que había realizado carreras durante toda la noche, que había sido muy movida. De hecho, toda la semana había sido muy movida, seguramente debido a la Pascua. Sin embargo, estaba seguro de que, en los cinco meses que llevaba trabajando en Contemporary Cars, nunca había ido a buscar a nadie al Brigadier.
Burden anunció a Stanley Trotter que tendría que acompañarles a la comisaría de Kingsmarkham. Por entonces ya había descubierto que Trotter tenía antecedentes penales por delitos no insignificantes precisamente. El primero, perpetrado siete años antes, consistió en entrar por la fuerza en una tienda de Eastbourne, el segundo, de índole mucho más grave, en un atraco, hecho que por definición incluye la noción de asalto. Había asestado un puñetazo en la cara a una joven, la había arrojado al suelo, y una vez allí le propinó varios puntapiés y le robó el bolso. Era medianoche, y la mujer regresaba sola a casa por Queen Street. Trotter había acabado en la cárcel por ambos delitos y habría cumplido una sentencia mucho más larga por el segundo si su víctima hubiera presentado más que un cardenal en la mandíbula.
A Burden le bastaba aquel historial… o casi. Había conseguido que Trotter confesara haber ido al Brigadier a las once menos cuarto del tres de abril. Según reconoció, al principio estaba demasiado asustado para admitirlo. Llegó al pub poco antes de las once, pero la dienta había desaparecido, si es que alguna vez había estado allí.
Fue entonces cuando Trotter exigió la presencia de un abogado, y a Burden no le quedó más remedio que acceder. Al poco hizo su aparición un joven y astuto abogado del bufete Morgan de Clerk, de York Street. Cuando Trotter aseguró que no recordaba si había o no llamado al timbre del Brigadier, el abogado transmitió a Burden que su cliente afirmaba no poder recordarlo y que eso debería bastar.
– Dickson dice que la chica estaba fuera, así que Trotter no tendría que haber llamado al timbre -señaló Vine delante de la sala de interrogatorios.
– No, pero él no sabía que Ulrike estaba esperando fuera. Imaginaría, como todo el mundo, que estaría dentro, por lo que se vería obligado a llamar al timbre. ¿Me estás diciendo que apareció en el pub a las once de la noche, y al ver que no había nadie esperando, dio media vuelta y se marchó?
– Eso es lo que dice él -puntualizó Vine.
Siguieron interrogando a Trotter. El abogado de Morgan de Clerk rebatía las frases más insignificantes mientras proveía a su cliente de un suministro inagotable de cigarrillos pese a que él mismo no fumaba. Trotter, un hombre de unos cuarenta años, delgado, de hombros redondeados y aspecto enfermizo, se fumó veinte hasta el anochecer, y el aire de la sala de interrogatorios adquirió un tono azulado. El abogado se dedicaba a interrumpir una y otra vez la conversación preguntando cuánto tiempo pretendían retener a Trotter y si la policía pensaba acusarlo formalmente.
Con gran temeridad y casi sin aliento, Burden masculló un «sí». No obstante, no acusó a Trotter, sino que se limitó a retenerlo en la comisaría de Kingsmarkham. Al enterarse, Wexford dudó de que el asunto pudiera prosperar, pero Burden consiguió una orden para registrar la casa de Trotter, que se hallaba en Peacock Street, Stowerton. En el piso de dos habitaciones situado sobre el colmado de dos hermanos de Bangladesh, los detectives Archbold y Pemberton encontraron un collar de perlas de imitación y una bolsa de lona marrón envuelta en plástico verde oscuro.
En opinión de Wexford, no se parecía mucho a la bolsa que aparecía en la fotografía de Dickson ni encajaba con la descripción de la bolsa que Dieter Ranke había dado a la policía. La hallada en el piso de Trotter era de mala calidad y de color marrón y verde, no marrón y azul. Los Ranke eran una familia acomodada, ambos padres eran profesionales de éxito, y a Ulrike, su única hija, nunca le había faltado de nada. Su collar era de perlas cultivadas muy selectas, un regalo que sus padres le habían hecho al cumplir los dieciocho años y por el que habían pagado el equivalente de mil trescientas libras.
– Ese pobre hombre tendrá que echar un vistazo a la bolsa -suspiró Wexford, refiriéndose a Ranke y pensando en sí mismo y sus hijas-. Sigue en el país por causa de la investigación.
– Peor será identificar el cadáver -comentó Burden.
– Sí, Mike -suspiró Wexford sin querer decir algo de lo que más adelante pudiera arrepentirse-. Tengo entendido que el departamento de Transporte ha solicitado al Tribunal Superior permiso para desalojar los campamentos de los árboles.
Burden adoptó una expresión complacida. La idea de la carretera de circunvalación siempre lo había atraído, sobre todo porque estaba convencido de que acabaría con los atascos en el centro de la población y en la antigua carretera.
– No se armaban semejantes escándalos en los viejos tiempos -dijo-. Si el gobierno decretaba que había que construir una carretera, la gente lo aceptaba. Creían con toda la razón que si votaban a sus representantes en el parlamento ya habían cumplido con sus deberes democráticos y por tanto debían obedecer las decisiones del gobierno. No construían cabañas en los árboles ni iban a la huelga. No cometían delitos ni mutilaban a leñadores que se limitan a hacer su trabajo. Comprendían que las carreteras se construían por su bien.
– «No sabía en qué se estaba convirtiendo el mundo» -declamó Wexford-. Eso es lo que pondrán en tu lápida -miró a Burden de soslayo-. Mañana habrá una gran manifestación, con el KCCCV, el Comité pro Fauna de Sussex, Amigos de la Tierra y Planeta Sagrado, todos ellos bajo la batuta de Sir Fleance McTear, Peter Tregear y Anouk Khoori.
– Más trabajo para nosotros, eso es lo único que conseguirán. La carretera se construirá de todas formas.
– ¿Quién sabe? -se preguntó Wexford.
El inspector jefe no interrogó a Trotter. Burden, acosado por Damian Harmon-Shaw, de Morgan de Clerk, consiguió prolongar doce horas el tiempo de retención estipulado. Sabía que cuando se le acabara el tiempo, se vería obligado a presentar cargos contra Trotter o soltarlo, ya que, con toda probabilidad, el tribunal no se dejaría convencer para conceder otra prolongación del período de retención.
La policía examinó los tres Vauxhall y los tres VW Golf de Contemporary Cars. Peter Samuels no interpuso objeción alguna. La empresa había lavado a conciencia todos los vehículos al menos diez veces desde el tres de abril, y cada uno de ellos había llevado a cientos de clientes. Si en uno de ellos había existido alguna prueba de la presencia de Ulrike Ranke, a buen seguro había desaparecido o quedado inservible.
– No tienes pruebas, Mike -dijo Wexford tras escuchar la cinta del interrogatorio-. Sólo tienes sus condenas anteriores y el hecho de que fue al Brigadier y, al no encontrar a nadie esperándolo, dio media vuelta y se marchó.
– Conoce el Gran Bosque de Framhurst. Ha reconocido que iba a la zona de picnic cuando sus hijos eran pequeños.
El hecho de que Trotter hubiera abandonado a su mujer y sus hijos pequeños antes de divorciarse, volver a casarse con otra mujer y divorciarse de nuevo al cabo de muy poco tiempo no había hecho más que agudizar los prejuicios del Burden contra él.
– Conoce el sendero que se adentra en el bosque y los lugares donde se aparca. El cadáver fue encontrado a doscientos metros de allí.
– La mitad de los habitantes de Kingsmarkham conoce ese lugar. Yo llevaba a mis hijas allí cuando eran pequeñas, y tú hacías lo mismo. La verdad, me parece una muestra de sinceridad que haya admitido conocer el lugar. No estaba obligado a decirlo.
– Sé que es culpable -insistió Burden-. Sé que la mató. La mató por el collar de perlas, que son las joyas más fáciles de vender, y por las quinientas libras que llevaba encima.
– ¿Sabes si andaba corto de dinero?
– Los tipos de su calaña siempre andan cortos de dinero.
Dieter Ranke llegó a Kingsmarkham dos horas antes de acabar el plazo concedido a Burden. Entretanto, él y la sargento Karen Malahyde habían vuelto a interrogar a Trotter, pero sin progreso alguno. El padre de Ulrike echó un breve vistazo a la bolsa de lona marrón y la descartó de inmediato. El collar de perlas baratas hallado en el piso de Trotter le provocó un acceso de ira. Gritó a Barry Vine, luego se disculpó y por fin rompió a llorar.
– Ahora pondrán en libertad a mi cliente -dijo Damian Harmon-Shaw con voz suave y sonrisa condescendiente.
A Burden no le quedaba otro remedio.
– Sé que la mató y no puedo soportar la idea de que no pague por ello.
– Pues tendrás que soportarla. Si quieres te diré lo que sucedió en realidad. Cuando el sinvergüenza de Dickson la echó a la calle, a Ulrike no le hizo ni pizca de gracia estar ahí fuera sin ninguna otra casa a la vista. Si Dickson apagó las luces del pub, entonces se quedó a oscuras, y te aseguro que está muy oscuro en aquella carretera. Esperó el taxi, pero antes de que llegara apareció otro coche y el conductor se ofreció a llevarla. Podría tratarse de un turismo o un camión…, no sé.
– ¿Y ella subió a pesar del peligro que representaba?
– Cada caso es distinto, ¿no? Todo el mundo cree saber calibrar a los demás. Creen que saben cómo es una persona con sólo verle la cara y oírle la voz. Es noche cerrada, muy tarde, Ulrike tiene frío, no sabe dónde dormirá esa noche, si es que consigue dormir en alguna parte, no sabe cuándo llegará a Aylesbury. Llega un hombre en un coche, un automóvil cálido y bien iluminado, y es un hombre de aspecto agradable, no muy joven, sino un hombre de aspecto paternal que no hace comentarios personales, que no le pregunta qué hace una chica tan guapa en plena carretera a esas horas de la noche, sino que le dice que se dirige a Londres y se ofrece a llevarla. A lo mejor le dice más cosas, como que va a recoger a su mujer a Stowerton para luego seguir camino hacia Londres. No lo sabemos, pero podemos imaginarlo. Y Ulrike, que está cansada, tiene frío y reconoce a un hombre decente en cuanto lo ve…
– Bonito panorama -lo atajó Burden-, salvo por el detalle de que lo hizo Trotter.
Pero al día siguiente, Stanley Trotter estaba de vuelta en el trabajo, trabajando junto a Peter Samuels, Robert Barrett, Tanya Paine y Leslie Cousins, recogiendo de la estación y llevando al punto de encuentro a los numerosísimos manifestantes procedentes de Londres.
Algunos preferían ir a pie, pues el punto de encuentro sólo distaba un kilómetro y medio de la estación. A los jóvenes y a los pobres no les quedaba más remedio que caminar. Algunos de los activistas no tenían un penique. Una elite acomodada, la mayoría de los integrantes del Comité pro Fauna, algunos miembros de Amigos de la Tierra y un gran número de ecologistas independientes pero entusiastas, formaron una larga cola ante la estación para esperar los taxis de Station Taxis, All the Sixes [1] (que debía su nombre a su número de teléfono), Kingsmarkham Taxis, Harrison Brothers y Contemporary Cars.
El punto de encuentro era la rotonda situada en la carretera entre Stowerton y Kingsmarkham. Allí se dieron cita algo más de quinientas personas, miembros de un grupo llamado Heartwood, que portaban ramas de árboles talados el día anterior.
Desfilaron por la población en dirección a Pomfret y el lugar en que comenzaría la nueva carretera de circunvalación. La concejala Anouk Khoori, directora junto con su esposo de la cadena de supermercados Crescent, iba vestida de verde de pies a cabeza, lo que resultaba muy apropiado, e incluso llevaba esmalte de uñas y sombra de ojos de dicho color.
Las hojas agonizantes de las ramas que portaban los miembros de Heartwood dejaban un rastro a lo largo de la carretera. Debbie Harper también estaba allí, embutida entre los dos tablones de su pancarta, pero en esta ocasión llevaba debajo vaqueros y camiseta verde. Sin que su marido hubiera opuesto resistencia alguna («Ojalá pudiera acompañarte», había suspirado Wexford), Dora Wexford desfilaba en el ordenado grupo de la organización KCCCV, de clase media. Todos sus miembros habían prescindido escrupulosamente de la ropa verde y de cualquier otro artilugio que pudiera asociarlos con los manifestantes new age.
Wexford, que contemplaba la marcha desde su despacho y que saludó con la mano a su esposa sin que ésta lo viera, reparó en un grupo de recién llegados. Llevaban una pancarta que los acreditaba como miembros del grupo Especies. Durante un rato se entretuvo intentando imaginar a qué responderían dichas siglas (Estamos Saturados de Proteger la Ecología Con Ímpetu en Esta Sociedad, o Esta Sociedad Protege el Ecosistema en Cada Ínfimo Espacio de Suelo).
A la cabeza del grupo desfilaba un líder. Era un hombre alto, al menos tan alto como Wexford, que casi medía un metro noventa. No llevaba pancarta, no agitaba bandera alguna, y llevaba una ropa muy distinta del uniforme consistente en prendas vaqueras y harapos de peregrino medieval que vestían los demás. Aquel hombre, de cabeza afeitada, llevaba una anchísima capa de color arena que ondeaba al viento. Con cierto sobresalto, Wexford comprobó que iba descalzo. Por lo visto, tampoco parecía llevar las piernas cubiertas, pero los grandes pliegues de la capa no permitían afirmarlo con certeza.
Si no se hubiera fijado en ese hombre, si no hubiera estado contemplando el perfil de su enorme frente, nariz romana y mentón alargado, tal vez habría visto a uno de los manifestantes arrojar una piedra contra una ventana de la oficina que Concreation tenía en la carretera de Pomfret.
Aquel edificio de estilo georgiano que albergaba los despachos de la empresa responsable de la construcción de la nueva carretera, quedaba separada de la calzada por una extensión de césped y un sendero de entrada. Al parecer, nadie sabía quién había arrojado la piedra, aunque circulaba gran cantidad de especulaciones; los manifestantes más conservadores, por ejemplo, opinaban que el responsable era algún miembro de Especies o Corazón de Madera. Más tarde, Wexford se lo preguntó a Dora, pero su mujer no había visto la piedra, sino sólo el estruendo de los vidrios rotos, que la indujo a volverse hacia la ventana.
El resto de la manifestación transcurrió sin incidentes. Al cabo de tres días se emitieron órdenes de desahucio contra las personas instaladas en los cuatro campamentos, pero antes de que el sheriff de Mid-Sussex pudiera empezar a ejecutar los desahucios, dio comienzo la construcción de otros dos campamentos, uno en Pomfret Tye y el otro en Stoke Stringfield, «bajo los auspicios» de Especies, como lo expresó de forma más bien grandilocuente la prensa.
Se retiró la cinta policial que acordonaba la zona en que fuera hallado el cadáver de Ulrike Ranke, y los expertos en tejones reanudaron su tarea. Los expertos en lepidópteros anunciaron que se habían visto huevos de Araschnia levana en las ortigas recién plantadas, si bien aún no se habían incubado larvas.
Corría el mes de agosto y la tala de árboles se había reanudado cuando los asaltantes enmascarados llegaron a Kingsmarkham de noche y atacaron las oficinas de Concreation.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Todos los seises. (N. de la T.)