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Irrumpieron en el edificio y destrozaron ventanas, ordenadores, aparatos de fax, teléfonos y fotocopiadoras. Abrieron los cajones de los archivadores y se dedicaron, o bien a rasgar su contenido, o bien a pasarlo por los destructores de documentos. La policía llegó al lugar en pocos minutos, pero mientras detenían a los responsables, otro grupo ocupó la sede del ayuntamiento de Kingsmarkham mientras un tercero amenazaba con arrasar las tiendas de High Street.
Algunos de los detenidos vivían en los campamentos, pero los encapuchados, que llevaban medias con orificios para los ojos y la boca, eran forasteros. Habían llegado durante el día para instalar el séptimo campamento en la ruta de la nueva carretera. Se habían solicitado más órdenes de desahucio.
El día después de lo que se dio en llamar el Caos de Kingsmarkham, Mark Arcturus, portavoz de la sección de campañas de Amigos de la Tierra, pidió públicamente que la protesta se mantuviera dentro de los límites de la ley.
– Todo lo que podamos conseguir quedará en agua de borrajas si la opinión pública asocia la protesta con actos violentos y delictivos, lo que nos arrebatará el apoyo de que hasta ahora hemos disfrutado y que tanto nos ha alentado. La movilización fue pacífica y civilizada hasta el día de ayer; procuremos que siga así.
Sir Fleance McTear aseguró que KCCCV se ceñía a la protesta pacífica.
– No perdonamos la violencia por muy válida que sea la causa.
El Kingsmarkham Courier fue el único periódico que publicó las declaraciones de un hombre llamado Conrad Tarling, según el cual, las situaciones desesperadas requerían medidas desesperadas, por lo que a la opinión pública no le quedaba otro remedio que adoptarlas si el gobierno hacía caso omiso de la voz del pueblo. Tarling se autocalificaba de Rey del Bosque y jefe de la representación de Especies en el lugar previsto para la construcción de la carretera. Al ver su fotografía en el periódico, Wexford lo reconoció de inmediato; era el hombre de la capa que había visto desfilar por Kingsmarkham.
Un grupo de trabajadores acudió entre contundentes medidas de seguridad para retirar los clavos y alambres de los troncos. Los habitantes de los campamentos los observaron y esperaron pacientemente hasta que los guardias de seguridad, que durante un tiempo protegieron a los trabajadores día y noche, por fin se marcharon a sus casas.
Patrick Young, de Naturaleza Inglesa, anunció en New Scientist el descubrimiento en el río Brede de un frígano muy poco frecuente, la Psychoglypha citreola, cuya larva era un gusano diminuto envuelto en un capullo que recordaba un mosaico, y cuya forma adulta era una mosca de alas amarillas y alrededor de dos centímetros y medio de longitud. Como consecuencia de ello, los asesores medioambientales del gobierno abrieron un debate sobre la posibilidad de declarar ciertas partes del no zonas de especial interés científico.
– De acuerdo con la directiva sobre Hábitats y Especies Europeos -señaló Young-, la categoría de superreserva confiere el nivel más alto de protección. La Psychoglypha aún podría salvar esta zona de belleza y especies incomparables. Su descubrimiento pone de manifiesto la incapacidad del departamento de Transporte de efectuar una evaluación medioambiental adecuada del Brede y la Marisma de Stringfield.
Una de las cabañas del campamento de Elder Ditches ardió una calurosa tarde a finales de mes. Sus ocupantes, un hombre y una mujer, eran miembros destacados de Especies. La cabaña y el árbol quedaron arrasados por las llamas, pero tras la alarma inicial se concluyó que el incendio había sido fortuito y causado al volcarse un hornillo de alcohol que utilizaban para preparar el té.
– Esta gente destruye más naturaleza de la que salva -confió Burden a Wexford.
– ¡Por un árbol! No seas ridículo.
– A veces los que tienen razón parecen ridículos al principio -lo sermoneó Burden-. ¿Cómo está Sheila?
– Bien. Le quedan tres semanas… Preferiría mil veces que tuviera el niño en el hospital – se interrumpió y prosiguió al cabo de un instante, sobre todo para sulfurar al inspector-. Un amigo suyo participa en la protesta. Se llama Jeffrey Godwin, es actor y dueño del teatro Weir.
– ¿Ese molino transformado de Stringfield? Debería darle vergüenza.
– La semana que viene estrena una obra de protesta en el Weir. Se titula Extinción.
– Qué chorrada -espetó Burden-. Desde luego, yo no pienso comprar una sola entrada.
El último lunes del mes, Concreation sacó su maquinaria de construcción del prado de Pomfret Monachorum, y la primera excavadora hundió su pala dentada en la tierra cubierta de hierba.
Wexford llevaba seis meses un poco preocupado. Algunas noches se despertaba sobresaltado e imaginaba el vacío helado, el inmenso abismo que se abriría a sus pies si Sheila moría en el parto. No conocía de cerca ningún caso, ya que el único que se había producido en su entorno a lo largo de su vida era el de una tía suya cuando él contaba tan sólo cuatro años. Sin embargo, no lograba dejar de preocuparse. También pensaba en el niño, pero no específicamente en él, sino en el efecto que surtiría en Sheila si no era del todo perfecto, en el dolor que experimentaría su hija y que se convertiría de forma irremisible en su propio dolor.
Pero durante todos aquellos meses supo que la angustia que lo atenazaba no sería nada en comparación con el sufrimiento que se apoderaría de él cuando llegara el día señalado para el parto y en los días siguientes, pues como suele decirse, los primeros bebés nunca nacen a tiempo, y con el pánico de que sería presa cuando dieran comienzo los dolores, algo que le resultaba insoportable de considerar siquiera. Sin embargo, aquella preocupación no llegaría hasta el cuatro de septiembre. Se dijo que debía dejar de pensar en el asunto, que de nada servía preocuparse dos veces, una de verdad y otra por la perspectiva de la preocupación futura.
– La mayoría de las cosas por las que te has preocupado a lo largo de tu vida no han sucedido -aleccionó a Dora la noche del 1 de septiembre.
– Lo sé… Fui yo quien te enseñó ese axioma -replicó Dora.
En aquel instante sonó el teléfono, y Wexford contestó.
– Hola, papá -lo saludó Sheila desde el otro extremo de la línea-. Acabo de tener el bebé.
Wexford se vio obligado a sentarse; por fortuna, la silla estaba allí.
– ¿Me oyes, papá? Acabo de tener a la niña, y es fantástica. Se llamará Amulet. Tiene el pelo negro y los ojos azules. ¿Y sabes qué? No ha sido ni mucho menos tan horrible como imaginaba.
– Oh, Sheila… -se volvió hacia Dora-. Sheila ya ha dado a luz.
– ¿No me felicitas?
– Felicidades, cariño.
– Pesa tres kilos y cuatrocientos cuarenta gramos. No sé cuánto es en libras, tendrás que consultarlo en una tabla de conversión. Podría haberos llamado cuando empezaron los dolores, pero sabía que no haría más que preocuparos, y luego ha pasado todo tan deprisa…
– Te paso a tu madre -dijo Wexford-. Cuéntaselo todo.
Dora habló con su hija un cuarto de hora. Tras colgar anunció a su marido que iría a Londres al cabo de dos días.
– Me ha pedido que vaya mañana.
– ¿Y por qué no vas mañana?
– Porque tengo demasiadas cosas que hacer aquí. No puedo irme así por las buenas. Además, creo que conviene darle un día o dos para que se acostumbre a la niña. De todos modos, no tendré nada que hacer aparte de estar con ella; tiene una enfermera particular.
– Amulet -musitó Wexford-. Supongo que acabaré por acostumbrarme.
– No te preocupes. Todo el mundo la llamará Amy.
Cierta noche, Especies y los moradores de los árboles sabotearon la maquinaria de construcción, robando piezas metálicas, cortando cables, inmovilizando motores y mezclando limaduras de hierro con gasóleo. Se efectuó una serie de detenciones, se asignó un guardia para vigilar las excavadoras, y James Freeborn, jefe adjunto de la policía de Mid-Sussex, solicitó una subvención gubernamental de dos millones y medio de libras para proteger la nueva carretera con fuerzas policiales.
Wexford concertó una reunión con él para comentar la aparición de asaltos a tiendas y hurtos en Sewingbury y Myfleet. Cuatrocientos guardias de seguridad contratados por la Oficina de la Red Viaria se alojaban en los destartalados barracones de la antigua base militar de Sewingbury. Los residentes aseguraban que eran responsables de peleas de bares y que los autobuses que los transportaban a la carretera en construcción ocasionaban atascos, ruido y contaminación.
– Qué ironía, ¿verdad? -comentó Wexford a Dora-. ¿Quién custodia al custodio? Pero gracias a esta reunión no podré llevarte a la estación.
– Cogeré un taxi. Si no fuera tan cargada de regalos que tú has insistido en comprar, iría a pie.
– Llámame esta noche, que quiero saberlo todo de esa niña. Y quiero escuchar su voz.
– La única voz que tienen a esta edad es el llanto, y de eso espero no oír demasiado -replicó Dora.
Wexford salió de su casa a las nueve para acudir a la reunión. Antes de irse le habría gustado advertir a su esposa que no llamara a Contemporary Cars. No es que tuviera demasiada importancia, pero no le hacía mucha gracia la idea de que Stanley Trotter llevara a Dora. Por supuesto, bien podía no acudir Stanley Trotter, sino Peter Samuels o Leslie Cousins, y aunque se tratara de Trotter, lo más probable era que no mencionara a Wexford, la detención ni las sospechas infundadas de Burden. De hecho, todo dependía de si Trotter estaba paranoico, se sentía agraviado o tan sólo experimentaba alivio por haber salido en libertad. En cualquier caso, Wexford no avisó a su mujer, pero por entonces no había contado a Dora nada acerca de Trotter, de modo que, en el peor de los casos, su esposa podía alegar ignorancia.
La reunión finalizó sin haber llegado a acuerdo alguno, pero por lo visto, la presencia de Wexford dio ciertas ideas a Freeborn. Si aquella tarde no tenía nada mejor que hacer, quizás le gustaría acompañar al jefe adjunto de policía a inspeccionar las zonas de interés ecológico, propuso. Se realizaría una visita antes de la evaluación medioambiental del Brede y de la marisma de Stringfield, y en ella participarían representantes de Naturaleza Inglesa, Amigos de la Tierra, el Comité pro Fauna de Sussex, KCCCV y la Sociedad Británica de Entomólogos.
A Wexford se le ocurrían numerosas actividades más interesantes en qué ocupar la tarde. No comprendía por qué se requería la presencia de Freeborn y aún menos la suya, y recordó con cierta tristeza la promesa de no volver a pisar el Gran Bosque de Framhurst, resolución que ya había quebrantado.
Por supuesto, aceptó la invitación, pues no le quedaba otro remedio. De nada servía esconder la cabeza bajo la arena; tenía que afrontar el asunto como todo el mundo. Tal vez incluso pudiera comunicar a los entomólogos que había visto a la Araschnia levana. Estaba pensando en ello y en el hecho de que los animales, los insectos e incluso algunas plantas odian cambiar de hábitat, aunque sólo sea para vivir a pocos kilómetros de él, cuando la comisaría de Kingsmarkham recibió una llamada de Contemporary Cars.
No se trataba de Trotter, sino de Peter Samuels. Era poco más de mediodía, y al regresar a la oficina de Station Road había encontrado a la recepcionista de su empresa amordazada y atada a una silla. Alguien había puesto el despacho patas arriba y robado el dinero de la caja.
Barry Vine acudió al lugar acompañado de la agente Lynn Fancourt. La puerta del módulo estaba abierta, y Peter Samuels los esperaba en la escalerilla.
El interior era muy pequeño para los cuatro. Tanya Paine, cuyo trabajo consistía en contestar ambos teléfonos, el de los taxis y el de los posibles clientes, estaba sentada en la cama plegable y se frotaba las muñecas. Le habían atado la cuerda con fuerza alrededor de muñecas y tobillos. Habían usado un par de medias para amordazarla y otro para vendarle los ojos. No le habían hecho daño, pero estaba muy asustada; era una joven de poco más de veinte años con el rostro blanco bajo la espesa capa de maquillaje y el sofisticado peinado medio desmoronado a causa de las medias.
– Había ido a llevar a un cliente a Gatwick -explicó Samuels- y no entendía por qué no había recibido aún ninguna llamada de Tanya. Es muy raro que pase una hora sin una sola llamada, así que pensé que igual no funcionaba el teléfono y volví. Nunca vuelvo, quiero decir que nunca vuelvo hasta la hora de comer, pero como no había recibido ninguna llamada en una hora y media…
– Muy bien, señor, muchas gracias -lo atajó Vine-. Veamos, señorita Paine. La ha atacado un solo hombre, ¿verdad? ¿Lo ha visto bien?
– Eran dos -puntualizó Tanya Paine-. Llevaban máscaras negras con agujeros para los ojos y la boca. Bueno, no eran máscaras, sino capuchas, como en las fotos del periódico, las de esos tipos que entraron en la oficina de la empresa constructora. Y uno de ellos tenía una pistola.
– ¿Está segura?
– Claro que estoy segura. Tenía miedo…, estaba muerta de miedo. Abren la puerta, suben la escalera, cierran la puerta, y entonces uno de ellos me apunta con la pistola y me dice que entre, así que entro… No iba a discutir con ellos, ¿eh? Me han hecho sentar en esa silla y me han atado a punta de pistola. No tenía elección; me apuntaban con una pistola.
– ¿Qué hora era más o menos?
– Las diez y cuarto o y veinte, más o menos.
– ¿Y estaba usted amordazada y con los ojos vendados? -inquirió Lynn Fancourt.
– No lo entiendo, porque de todas formas no les habría visto las caras, por las máscaras. La cuestión es que me han vendado los ojos y entonces los he oído pasearse por la oficina. Luego han cerrado la puerta, esa puerta, de forma que tampoco oía nada. Bueno, lo que sí he oído varias veces ha sido el timbre del teléfono. Han pasado un buen rato aquí; no sé cuánto he tardado en oír cerrarse la puerta.
La estancia en la que se hallaban había sido en su momento el dormitorio del módulo. Al mobiliario empotrado, consistente en una cama plegable, una alacena colgada de la pared y dos mesas también plegables, se había añadido una silla de tijera y dos butacas giratorias, a una de las cuales había permanecido atada Tanya Paine. Detrás de la puerta se hallaba la cocina, equipada con microondas, frigorífico, alacenas y mostradores, y más allá, el salón, que en la actualidad hacía las veces de despacho. Con las puertas interiores cerradas, una mujer amordazada y con los ojos vendados en el dormitorio no se enteraría de lo que sucedía en el despacho.
Vine y Lynn Fancourt echaron un vistazo al módulo. El adjetivo «contemporáneo» [2] no encajaba en absoluto con la empresa. Los dos teléfonos constituían el único indicio de tecnología moderna en aquel lugar. La empresa carecía de ordenador y caja fuerte.
– No necesitamos caja fuerte -aseguró Samuels-. Llevo el dinero al banco dos veces al día, a la hora de comer y a las tres.
– Entonces, ¿cuánto dinero había en esta caja? -inquirió Vine al tiempo que alzaba una lata vacía que largo tiempo atrás había contenido galletas.
La sostenía entre el pulgar y el índice con un pañuelo, si bien Samuels y Tanya Paine habrían destruido sin duda alguna las posibles huellas.
– Unas cinco libras como mucho -repuso Samuels-, Yo llevaba encima el dinero correspondiente a mis carreras, y Stan y Les igual. Siempre lo traen hacia mediodía para que yo lo ingrese en el banco.
Vine meneó la cabeza. Hacía mucho tiempo que no era testigo de semejante chapuza.
Tanya Paine reapareció con el cabello arreglado y los labios pintados.
– He pensado que les gustaría verme en el estado en que me dejaron antes de reparar los daños -explicó-. En la caja había tres libras y cuarenta y dos peniques. Pete. Lo comprobé porque pensé en salir a tomar un capuchino y una barra de Mars en cuanto volviera Stan, y no tenía cambio. Tres libras y cuarenta y dos peniques exactamente.
Se habían llevado el dinero, pero ¿buscaban algo más? Uno de los cajones situados bajo el mostrador del teléfono había sido retirado. En el suelo se veía un talonario de recibos. El libro del IVA aparecía abierto y boca abajo. Pero los policías acaban por aprender cuándo un lugar ha sido saqueado o sólo revuelto para aparentar que ha sido saqueado. Los asaltantes ni siquiera se habían esforzado mucho por disimular. Los dos hombres enmascarados buscaban algo que Contemporary Cars tenía, pero, tal como señaló Vine a Lynn en el camino de regreso a la comisaría, no se trataba de tres libras y cuarenta y dos peniques ni de ningún documento vital relacionado con el IVA.
– ¿Qué han estado haciendo durante lo que ella considera un largo rato desde que la ataron?
– No lo sé -repuso Vine-. Lo más probable es que no fuera tanto rato. Estaba asustada, lo que no es de extrañar, y por eso le ha parecido tanto rato. Seguro que no fueron más que un par de minutos.
– O sea que la atan, cierran las dos puertas, cogen la calderilla y tiran un par de cosas por ahí para que parezca un registro… ¿Y todo eso con una pistola?
– Seguro que era de juguete. Nadie ha resultado herido, se han llevado muy poco dinero, no han ocasionado daños…, y sabes muy bien que nunca los encontraremos.
– Qué actitud tan derrotista, sargento Vine -comentó Lynn, que tenía veinticuatro años, acababa de salir de la academia y aún era toda entusiasmo.
– Un momento, joven Lynn. No quiero decir que no vayamos a inspeccionar el lugar para ver si encontramos huellas que coincidan con las de algún villano conocido. Seguiremos el procedimiento de rutina, pero han pasado bastantes cosas parecidas últimamente, aunque reconozco que lo de las máscaras y la pistola es nuevo.
Cuando Burden tuvo noticia del incidente, de inmediato se aferró al hecho de que uno de los conductores de Contemporary Cars era Stanley Trotter. Uno de los asaltantes podría haber sido él.
– Tanya Paine lo habría reconocido -objetó Vine-. Además, ¿por qué iba a hacer una cosa así? Podía buscar lo que quisiera sin necesidad de atar a la chica.
– ¿Dónde está?
– Allí, creo. Todos vuelven a mediodía para entregar el dinero a Samuels. Están todos allí… Bueno, todos excepto Barrett, que está de vacaciones.
Burden fue a Station Road acompañado de una entusiasmada Lynn Fancourt. Tanya Paine volvía a operar los teléfonos sin haber sufrido mengua alguna en apariencia. Los hizo pasar a la cocina, donde Trotter estaba sentado delante de un televisor en blanco y negro, comiendo una hamburguesa y con un plato de patatas fritas sobre las rodillas.
– ¿Qué tal si me cuenta dónde estaba entre las diez y las doce? -empezó Burden.
Trotter dio otro bocado a la hamburguesa.
– Llevando clientes de y a la estación -repuso con la boca llena-. Y después del tren de las diez y diecinueve, Tanya me llamó para que fuera a buscar a un cliente en Pomfret… Masters Street número quince, Pomfret, para ser exactos. Lo llevé a la estación, recogí a otros clientes allí y los llevé a Stowerton. Por entonces ya eran las once y media, así que me tomé un descanso. A las doce menos diez estaba de vuelta en el taxi y luego me quedé en la estación, pero al no recibir ninguna llamada más, me pareció muy raro, porque nunca había pasado.
– ¿Y entonces?
– Pues me vine para acá.
– Me gustaría saber el nombre del cliente al que recogió en Pomfret.
– No sé cómo se llama, ¿por qué iba a saberlo? Tanya me dijo que fuera a Masters Street número quince, y eso es lo que he hecho.
Burden preguntó a Tanya el nombre del cliente, pues suponía que lo tendría todo registrado. La joven se lo quedó mirando sin expresión alguna.
– Para eso tendría que escribirlos -dijo como si escribir pudiera compararse a dominar una lengua dificilísima, como el ruso, por ejemplo-. Pete está pensando en comprar un ordenador si encuentra uno de segunda mano.
– O sea que no sabe cuántas llamadas recibe.
– Yo no he dicho eso. Sé cuántas llamadas recibo porque más o menos las apunto.
Les mostró una hoja de papel con treinta o cuarenta garabatos en lápiz.
– ¿Qué hay del cliente al que recogió en la estación después de eso? -preguntó Burden a Trotter.
– Lo llevé a Oval Road, Stowerton. Al número cinco o siete, no me acuerdo. Pero él se acordará de mí, igual que el tipo de Pomfret.
Trotter se quedó mirando a Burden con expresión gélida. No ofrecía aspecto de culpable, sino de persona que no tiene nada que ocultar. Burden no sabía qué relación podía guardar el incidente acaecido por la mañana en Contemporary Cars con el asesinato de Ulrike Ranke, pero en eso consistía precisamente la labor policial, en hallar conexiones donde al parecer no existían. Regresó al despacho al que se había retirado Tanya Paine y la encontró poniéndose rímel violeta ante un espejo de mano, con los labios fruncidos y la nariz arrugada.
– ¿Considera posible que uno de los hombres que la ató fuera uno de los conductores de la empresa?
– ¿Cómo dice? -exclamó Tanya al tiempo que se volvía y se deslizaba la lengua húmeda por los labios.
Burden se dispuso a reformular la frase.
– Los dos hombres que la asaltaron… ¿Cree que quizás conocía a uno de ellos o a los dos? ¿Le sonaban?
Tanya meneó la cabeza, asombrada ante el nuevo giro que adquiría la investigación.
– ¿Hablaron?
– Uno de ellos sí. Me dijo que me callara y que así no me pasaría nada.
– O sea que no oyó la voz del otro hombre.
De nuevo aquella expresión atónita.
– Entonces el otro iba enmascarado y además no le oyó usted la voz, por lo que no puede asegurar que no lo conociera, ¿verdad? Si no le vio la cara ni le oyó la voz, podría tratarse de alguien a quien usted conoce muy bien.
– No sé a qué se refiere -suspiró Tanya Paine-. Estoy confusa. Me han atado y amordazado. Ha sido horrible y quiero asesoramiento psicológico. Al fin y al cabo, soy una víctima.
– Nos ocuparemos de ello -prometió Lynn en tono comprensivo.
Burden se llevó a Lynn Fancourt a Stowerton, donde averiguaron que en el número cinco de Oval Road no habían llevado a nadie en taxi aquella mañana. En el número siete no había nadie, lo que significaba que habían vuelto a salir o que Trotter mentía, alternativa que Burden prefería. En el número nueve, una mujer les dijo que su vecino se llamaba Wingate, pero que no tenía idea de si un taxi lo había llevado esa mañana a casa desde la estación de Kingsmarkham, ni de dónde podía hallarse en aquellos momentos.
El cliente de Pomfret, si es que existía, podía seguir en Londres, Eastbourne o cualquier otro destino al que hubiera viajado en tren, pero habían transcurrido más de tres horas, por lo que cabía la posibilidad de que hubiera regresado. Lynn llamó a la puerta del número quince de Masters Road, un chalé del período de entreguerras con vistas a la futura carretera de circunvalación.
La mujer que abrió la puerta estaba de bricolaje, sin lugar a dudas. Tenía las manos, los vaqueros, la camisa y el cabello manchados de esmalte brillante color magnolia. Parecía acalorada y de mal humor. No, no tenía marido. Si se referían a su compañero, se llamaba John Clifton y, sí, había tomado el tren de las diez y cincuenta y uno con destino a Londres. Un taxi lo había llevado hasta la estación de Kingsmarkham, pero no lo había oído llamarlo, no había visto llegar el vehículo, no sabía de qué empresa era ni quién conducía. John se había despedido de ella desde la puerta y luego había salido…
– ¿Qué le ha pasado? -preguntó con repentina alarma.
– Nada, señorita…
– Kennedy, Martha Kennedy. ¿Seguro que no le ha pasado nada?
– Quien nos interesa es el taxista -explicó Lynn.
– En ese caso, si me disculpan, me gustaría acabar las puertas antes de que vuelva John.
Burden anunció que llamarían más tarde. La mujer les cerró la puerta en las narices con cierta brusquedad. En el camino de regreso a Kingsmarkham se cruzaron con Wexford, que se dirigía hacia Pomfret Tye para tomar parte en la visita con el jefe adjunto de policía y los ecologistas.
El día, que había empezado gris y brumoso, se había convertido en la clase de jornada que debería concederse a todos los amantes del campo para contemplar la belleza de los milagros naturales; o que quizás no debería concedérseles, ya que la brisa dulce, el sol, el cielo azul y el verdor intenso de la vegetación podían conferir un matiz nostálgico y doloroso a un encanto pastoral que no tardaría en desaparecer. Más valdría que el día fuera gris y frío, que el cielo ofreciera el aspecto del hormigón que pronto se extendería por todas aquellas colinas, valles y marismas, apuntalado sobre monstruosos pilares grises clavados en las aguas del Brede.
En cambio, como hacía un día precioso, las mariposas habrían salido, tanto las carey, como las fritillarias y las Araschnias, así como las abejas entre las pimpinelas y el brezo. En los abetos del Gran Bosque de Framhurst vivían reyezuelos. Un día en que había salido de picnic con Dora y las chicas vio una pareja, y él y Sheila habían buscado en vano el nido que pende de las ramas como un cestillo. Dora… Había tenido intención de llamarla a la hora de comer en lugar de esperar a que ella lo llamara por la noche. Sin embargo, en el último momento había decidido esperar. Para entonces ya habría visto a la recién nacida, a su nieta Amulet. A solas en el coche, se echó a reír al pensar en el nombre.
Para su alivio, Freeborn aún no había llegado. De haber hecho acto de presencia antes que él, el jefe adjunto de policía no habría desperdiciado la ocasión para comentar el asunto aun cuando Wexford hubiera llegado puntual o incluso antes de la hora fijada. Se alteró un poco al averiguar que Anouk Khoori, presidenta del Comité de Carreteras del Municipio, una mujer con quien se las había habido en los últimos tiempos, representaba al Ayuntamiento. Iba muy guapa, con una camiseta amarilla, pantalones de equitación verdes y botas también verdes. Llevaba el reluciente cabello rubio atado con un pañuelo negro y amarillo, en aquellos instantes practicaba sus ardides con Mark Arcturus, de Naturaleza Inglesa, mirándolo con una sonrisa y apoyándole una mano de uñas rojas en el brazo. Sin embargo, su sonrisa se desvaneció en cuanto se percató de la presencia de Wexford, al que lanzó una mirada breve y gélida.
– Buenas tardes, señora Khoori -la saludó el inspector con su mejor voz de policía-. Hace un día precioso, ¿no le parece?
Los entomólogos se presentaron, y Wexford les habló de la Araschnia. Las anécdotas sobre mariposas exóticas divisadas en lugares peculiares se vieron interrumpidas por la llegada de Freeborn, que apareció acompañado de Peter Tregear.
Como si de un maestro de escuela elemental se tratara, el jefe adjunto de policía procedió al recuento de los presentes.
– Bueno, si ya estamos todos, podríamos empezar.
– No iremos a pie, ¿verdad? -terció Anouk Khoori.
– Todavía no han construido la carretera -replicó Wexford sin poder contenerse.
– Y esperemos que nunca la construyan -agregó Arcturus, como si las excavadoras no estuvieran trabajando a un par de kilómetros de distancia, más allá de Savesbury Hill-. Seamos optimistas y no olvidemos que la esperanza es una de las virtudes cardinales.
El grupo no se vio obligado a recorrer un trayecto demasiado largo. Tomaron el sendero que cruzaba los prados desde Pomfret Tye, y en Watersmeet, donde el Kingsbrook confluía con el Brede, Arcturus señaló un punto bajo el agua dorada y cristalina, donde el mosaico cilíndrico del frígano amarillo se aferraba a un reluciente guijarro redondo. La señora Khoori se llevó una decepción; el insecto no era lo bastante grande para su gusto.
A unos ochocientos metros no abajo, quizás algo menos, Wexford divisó el viejo molino que Jeffrey Godwin había convertido en el teatro Weir. Dora quería ver la obra, y sin lugar a dudas, Sheila también se apuntaría… Desterró aquellos pensamientos de su mente. Janet Braiswick, de la Sociedad Inglesa de Entomólogos, caminaba junto a él, y Wexford le habló de los reyezuelos y de las polillas atigradas escarlata que veía de niño. Ella le habló de que, cuando era niña y crecía en Norfolk, en una sola ocasión había visto un macaón en los pantanos.
Llegaron a la plantación de ortigas de Framhurst Deeps y empezaron a caminar con cuidado, todos ellos silenciosos y expectantes, incluso Anouk Khoori. El sol quemaba, hacía tiempo de mariposas. Esperaron y observaron casi con reverencia, pero no apareció ninguna mariposa mapa. De hecho, ninguna mariposa alzó el vuelo desde la hierba larga ni las margaritas silvestres que blanqueaban el campo como nieve estival.
Examinaron las tejoneras desmanteladas, pues por allí pasaría la carretera de circunvalación, entre las ortigas de la Araschnia, bordeando el bosque para luego adentrarse en la marisma. A lo lejos, Wexford vislumbró el campamento más reciente, el grupo de moradas construidas por los habitantes de los árboles. Se habían solicitado órdenes de desahucio que aun no habían llegado. Entretanto, los moradores de los árboles se habían dedicado a clavar pernos en cada roble, fresno y tilo en casi un kilómetro a la redonda. Tal vez para evitar la controversia que aquellos clavos podían despertar o la indignación de la señora Khoori, famosa por desaprobar toda protesta que no se ciñera a la palabra hablada o escrita, sir Fleance McTear sugirió dar media vuelta y tomar un pequeño rodeo a fin de visitar la zona marcada para las nuevas tejoneras.
Se hallaban demasiado lejos para oír y mucho menos ver las excavadoras, también para ver a los guardias que habían llegado en autobús para proteger a los obreros, o a los moradores de los árboles, los testigos. El objetivo del paseo consistía únicamente en observar la naturaleza, se dijo Wexford al tiempo que recordaba los lejanos tiempos de la escuela, en que los maestros llevaban a los niños de Kingsmarkham a esos prados para contemplar las libélulas y los escarabajos acuáticos. Preguntó a Janet Braiswick cuándo había visto por última vez renacuajos en una laguna inglesa, pero la mujer no lo recordaba, tan sólo que debía de hacer al menos treinta años, cuando era muy pequeña.
A las cinco estaban de vuelta en Pomfret. Sir Fleance propuso tomar el té en una tetería del pueblo, al menos una taza de té si nadie quería comer, pero nadie acogió la idea con entusiasmo; todos se sentían deprimidos y tristes por lo que habían visto. Incluso Freeborn, observó Wexford, parecía muy apagado. Tanto él como Anouk Khoori eran habitantes del campo que nunca salían al campo, que por una vez se habían visto obligados a hacerlo y que, de un modo extraño, se habían asustado al percatarse de su existencia y de su fugacidad.
Inglaterra desaparecerá,
sombras, prados y senderos…
Preferirían no haberlo visto para así poder fingir que no existía, al igual que él se había prometido no volver para poder fingir lo mismo. Rehuir el lugar, no pasar por allí siquiera, desviar la mirada hasta que no quedaran lugares por los que pasar ni sitios a los que ir…
Más le valía irse a casa. De repente recordó que estaría solo. Bueno, tenía mucha lectura atrasada. Podía empezar por aquellos ensayos de George Steiner que tanto entusiasmaban a todo el mundo. Y luego, en algún momento, la televisión acompañada de una cervecita. Con toda probabilidad, Dora llamaría a las siete. Sin duda, no esperaría que su esposo regresara a casa mucho antes de esa hora, pero llamaría entonces porque la persona que cocinaba para Sheila, y a buen seguro había una, serviría la cena a la media.
En la casa hacía calor, y el ambiente estaba enrarecido. Parecía más un día de julio que de principios de septiembre. Abrió los ventanales, acercó una silla a la mesa de jardín y entró de nuevo en busca de una cerveza y el libro de ensayos, Pasión intacta. ¿Debía empezar por el principio o podía saltarse la primera parte? La segunda alternativa le atraía bastante.
El viento cerró los ventanales. No oiría el teléfono, pero de todos modos. Dora no llamaría hasta…, bueno, las siete menos diez. A las siete menos cuarto empezó a pensar en la cena. ¿Qué comería? Cuando Jenny Burden se marchaba, dejaba a su esposo un ejército de cenas caseras en el congelador, una por cada día de ausencia. Wexford no pretendía someter a su mujer a semejante esclavitud, pero no le gustaba cocinar, o mejor dicho no sabía cocinar. Tomaría pan, queso y encurtidos, seguidos tal vez de un plátano y algo de helado. De primero una sopa, la de tomate de Heinz, que según Burden, era la predilecta de todos los hombres…
A las siete y diez, Dora aún no había llamado, y aunque no estaba preocupado, Wexford pensó que era un poco extraño. Dora era una mujer puntual y meticulosa. Tal vez había invitados en la casa y no podía escabullirse así por las buenas. Decidió que cenaría después de hablar con ella, de modo que apagó el fuego que calentaba la sopa.
El teléfono sonó a las siete y cuarto.
– ¿Dora? -dijo.
– No soy Dora. Soy Sheila. ¿Dónde has estado? Llevo todo el día llamándote. Te he llamado a la oficina y como no estabas allí, he llamado a casa un montón de veces.
– Lo siento, no esperaba la llamada hasta las siete. ¿Cómo estás? ¿Cómo está la niña?
– Estoy muy bien, papá, y la niña está estupenda, pero ¿dónde está mamá?
– ¿Cómo que dónde está mamá?
– Pues eso. La esperábamos a la una como máximo. ¿Dónde está?
<a l:href="#_ftnref2">[2]</a> La traducción de contemporary es contemporáneo. (N. de la T.)