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5

Había hecho todo lo que suele hacerse en esas circunstancias. Había llamado a numerosos hospitales, había preguntado en la comisaría de policía qué accidentes de tráfico se habían producido ese día (sólo un coche que había colisionado con otro en la carretera), había llamado a los vecinos…

Mary Pearson no había visto a Dora desde el día anterior por la tarde, pero esa mañana se había fijado en un coche aparcado en la calle alrededor de las once menos cuarto, según creía, tal vez un poco antes.

– Tendría previsto coger el tren de las once y tres -comentó Wexford.

– Pues sí que se lo tomaba con calma.

– Siempre lo hace. ¿Era un taxi negro?

– Era un coche rojo, no sé de qué marca. La verdad es que no entiendo mucho de coches, Reg. Y no la he visto subir a él.

– ¿Has visto al conductor?

Mary Pearson no lo había visto. De repente se dio cuenta de que algo iba mal.

– ¿Quieres decir que no sabes adonde ha ido, Reg?

Si lo reconocía, toda la calle estaría hablando del tema al cabo de una hora.

– Seguro que me lo ha dicho y se me ha olvidado -aseguró-. No te preocupes -añadió como si Mary fuera a preocuparse y él no.

Kingsmarkham Cabs tenía taxis negros, así que Dora no los había llamado a ellos. Y tampoco había recurrido a Contemporary Cars porque estuvieron fuera de servicio desde las diez y cuarto hasta poco después de mediodía. Eso resolvía la cuestión de la advertencia que había olvidado hacerle y que, a fin de cuentas, no había sido necesaria…

Llamó a All the Sixes y a todas las empresas locales que encontró en la guía. Ninguna de ellas había recogido a Dora aquella mañana. Empezó a embargarle la sensación de irrealidad que experimentamos cuando sucede algo por completo inesperado y potencialmente terrible.

¿Dónde estaba?

Deseó haber sido más discreto y haberle contado a Sheila alguna mentira sobre el paradero de su madre, pues se vio obligado a llamarla de nuevo y confesarle que no tenía idea de lo que había sucedido. Como albergaba ideas anticuadas acerca de las mujeres en el postparto, se dijo que los sobresaltos podían resultar peligrosos, que un susto podía llegar a secarle la leche, que el miedo entorpecería su recuperación. Pero ya era demasiado tarde.

– ¿Cómo que no sabes lo que ha pasado, papá? -chilló Sheila por teléfono-. ¿Dónde está? ¡Seguro que ha sufrido un accidente terrible!

– No, porque estaría en el hospital y no es el caso.

Wexford oía a Paul murmurar palabras tranquilizadoras. De repente, el bebé rompió a llorar con berrees contundentes que exigían atención inmediata.

Lo que quería decir en realidad era que no podía ser verdad, que aquello no podía estar sucediendo. Estamos soñado el mismo sueño, teniendo la misma pesadilla, y no tardaremos en despertar de un momento a otro. Pero entretanto debía ser fuerte, comportarse como un sólido padre de familia.

– Estoy haciendo todo lo posible, Sheila. Tu madre no está herida ni muerta, porque de eso me habría enterado. Te llamaré en cuanto sepa algo más.

Entró en la cocina y vertió la sopa por el desagüe del fregadero. Eran casi las ocho y media; caía la noche. La luna, oblonga y anaranjada, se encaramaba a los tejados. Se preguntó qué pensaría si se tratara de la mujer de otro. La respuesta era sencilla: pensaría que lo había abandonado para irse con otro hombre. Las mujeres hacían esas cosas constantemente, mujeres de todas las edades, después de muchos o pocos años de matrimonio. Como policía, preguntaría al marido si cabía dicha posibilidad. Antes se disculparía por tener que formular semejante pregunta, y luego lo interrogaría acerca de los amigos de ella, de la existencia de algún amigo en particular.

El marido se mostraría ofendido, indignado. Mi mujer jamás haría una cosa así… Pero entonces recordaría una palabra cazada al vuelo, una llamada telefónica extraña, una frialdad, una calidez inusual.

Pero se trataba de Dora, su mujer. Era imposible. Se dio cuenta de que estaba reaccionando como ese otro marido de su pequeña fantasía. Mi mujer nunca haría una cosa así… Bueno, Dora nunca haría una cosa así y se acabó. Era una locura pensar en ello, y se avergonzaba. No había llamadas telefónicas extrañas que recordar, ni comportamientos sospechosos, frialdades inesperadas o carantoñas fingidas. No era su estilo.

Se sirvió un poco de whisky y al cabo de un instante lo devolvió a la botella. Tal vez tendría que ir a algún lugar en coche. Acto seguido descolgó el teléfono y marcó el número de Burden.

Burden tardó siete minutos en llegar; Wexford le estaba muy agradecido. De repente le cruzó por la mente la idea de que, si fueran italianos o españoles, Burden le habría dado un abrazo. Por supuesto, no lo hizo, aunque por un instante dio la impresión de que había considerado la posibilidad.

Wexford preparó té. Nada de alcohol, por si acaso. Refirió a Burden toda la historia y las llamadas que había efectuado a hospitales y empresas de taxis, además de comprobar los accidentes de tráfico.

– De nada sirve ir a las estaciones de tren; allí nunca hay nadie -comentó Burden-. Qué tiempos aquellos cuando alguien te comprobaba el billete. Supongo que habrá comprado el billete en la máquina.

– Siempre lo hace. Ahora tienen una nueva que acepta tarjetas de crédito.

– ¿Qué dice Sylvia?

Wexford ni siquiera había pensado en su hija mayor. Lo cierto era que, durante las dos o tres últimas horas, había olvidado por completo su existencia. Se vio acometido por un sentimiento de culpabilidad. Siempre intentaba desesperadamente prestarle la misma atención que a Sheila, necesitarla y quererla en igual medida. En ocasiones, ello surtía el efecto de que le prestaba más atención y se mostraba más considerado con ella, pero la crisis lo había hecho desaparecer todo como si jamás hubiera tomado la decisión de intentarlo, y de nuevo se había comportado como padre de una sola hija.

– Voy a llamarla -espetó con brusquedad.

El teléfono sonó un sinfín de veces. Por fin saltó el contestador automático, y Wexford oyó la voz de Neil recitando la fórmula habitual.

Wexford no estaba dispuesto a dejar su nombre, fecha y hora, qué tontería, así que se limitó a decir:

– Sylvia, llámame, por favor. Es urgente.

Dora debía de estar con ellos. Ahora lo veía todo claro. A buen seguro había sucedido algo terrible, un accidente, o tal vez alguno de los niños había caído enfermo. Al llamar a los hospitales no había preguntado por los hijos de Sylvia. Le habían dado la noticia a Dora antes de que pudiera pedir un taxi y la habían ido a buscar. Sylvia tenía un coche rojo, un VW Golf rojo…

– ¿Y se habría marchado así por las buenas? -preguntó Burden-. ¿Sin decirte nada? Si no podía localizarte, ¿no crees que te habría dejado una nota?

– Quizás no si era lo bastante… grave -repuso Wexford, alzando la mirada hacia su compañero.

– ¿Quieres decir que querría ahorrarte el disgusto? ¿En qué estás pensando, Reg? ¿En que alguien ha resultado gravemente herido? ¿O muerto? ¿Uno de los hijos de Sylvia?

– No sé…

En aquel instante, el teléfono sonó, y Wexford se apresuró a contestar.

– ¿Qué es tan urgente, papá?

Sylvia parecía tranquila y más contenta de lo habitual.

– Dime primero si estáis todos bien.

– Estamos perfectamente.

Wexford no sabía si alegrarse o desesperarse.

– ¿Has visto a tu madre?

– Hoy no. ¿Por qué?

No le quedaba más remedio que contárselo.

– Seguro que todo tiene una explicación totalmente razonable.

Había oído esas palabras miles de veces, incluso las había pronunciado en diversas ocasiones. Prometió a su hija llamarla en cuanto tuviera noticias.

– Gracias por no insinuar que quizás me ha abandonado -dijo a Burden tras colgar.

– Ni siquiera se me ha ocurrido semejante cosa.

– Me pregunto si habrá decidido ir a pie a la estación a pesar de todo.

– En ese caso, ¿qué hay del coche rojo?

– Mary sólo ha visto un coche rojo. No sabe si era un taxi y no ha visto subir a Dora. Podría tratarse de cualquier coche aparcado.

– ¿Dices que ha decidido ir a la estación a pie y que le ha ocurrido algo por el camino? ¿Qué ha sufrido un ataque o…?

– O que la han atacado, Mike. Que alguien se ha abalanzado sobre ella para atracarla y luego la ha dejado allí tirada. Últimamente han pasado muchas cosas raras por aquí. Esos tipos enmascarados que irrumpieron en Concreation, el asunto de Contemporary Cars…

– ¿Quieres que salgamos y hagamos el recorrido? -propuso Burden.

– Creo que sí -asintió Wexford.

Sus hijas llamarían en su ausencia, pero no podía hacer nada al respecto. Burden conducía. La única ruta que Dora podía haber tomado sin dar un rodeo pasaba por calles completamente edificadas. No había campos abiertos, solares vacíos ni callejones estrechos; sólo un pequeño sendero que podía tomarse como atajo. El día había amanecido brumoso, pero el sol había empezado a brillar con fuerza hacia las diez y media. A buen seguro, la gente habría salido a sus jardines delanteros.

Antes de llegar a Queen Street, Burden aparcó para que pudieran examinar el atajo. Discurría por la parte trasera de varias tiendas y jardines, y estaba flanqueado de árboles. Junto a la verja de un jardín, una pareja de adolescentes se besaba. No había nada ni nadie más. Burden cruzó High Street y entró en Station Road rumbo a la estación.

– No es posible, ¿verdad? -suspiró mientras daba la vuelta delante de la estación.

– Debería sentirme aliviado.

– Supongamos que ha venido andando, lo que imagino que habrá hecho si no la ha ido a buscar ningún taxi. ¿Podría haberse encontrado con alguien por el camino que le diera una noticia tan grave o tan importante que decidiera no ir a Londres?

– Es lo mismo que se me ha ocurrido a mí sobre Sylvia, ¿no?

– Bueno, ¿qué crees?

Wexford reflexionó unos instantes. Recorrió con la mirada las casas por las que pasaban. Dora y él conocían a los dueños de algunas de ellas, pero no eran amigos de ninguno. La Iglesia Reformada Unificada, la Escuela Elemental Warren, una hilera de tiendas, calles exclusivamente residenciales… Una conocida sale corriendo de una de esas casas, llama a Dora, la hace entrar en su casa, le cuenta sus penas, le pide ayuda… ¿y no la deja llamar por teléfono en todo el día? ¿Le impide ir a ver a su nieta recién nacida, esa nieta que tanto tiempo lleva anhelando Dora? ¿La retiene durante once horas?

– Es imposible, Mike -contestó por fin a su compañero.

Empezó a pensar en todas las historias sobre personas desaparecidas que había leído, en todos los casos con los que se había topado. La mujer que entró en el supermercado con su novio, lo dejó haciendo cola en la pescadería para ir a comprar el queso y desapareció para siempre. El hombre que salió a comprar cigarrillos y no regresó jamás. La chica que se registró en un hotel de Brighton por la noche, pero no estaba en su habitación ni en ninguna parte a la mañana siguiente. Todos aquellos que no estaban, donde deberían haber estado en un momento determinado; todos aquellos que habían desaparecido sin dejar ni rastro.

Pese a todo, sólo habían transcurrido once horas. Un día, pensó, un día entero perdido. En su casa sonaba el teléfono. Era Sheila. No, no tenía noticias. Aunque resultaba absurdo, le dijo lo mismo que a Mary Pearson, que no se preocupara.

– No me digas que debe de haber una explicación totalmente razonable, papá.

– Eso es lo que dice tu hermana, y a lo mejor tiene razón.

Burden se ofreció a pasar la noche en su casa.

– No, vete a casa. De todos modos, no dormiré, ni siquiera creo que me vaya a la cama. Gracias por venir.

No expresó en voz alta lo que estaba pensando. Acompañó a Burden a la puerta, lo siguió con la mirada hasta que se marchó y entró de nuevo en la casa para encender las luces. Debía de estar muerta, se dijo antes de repetirlo en voz alta.

– Debe de estar muerta.

Debía de estar muerta o gravemente herida, se corrigió. Yacía en algún lugar. Era la única razón por la que no llamaba a su marido ni a sus hijas, por la que no le hacía llegar un mensaje por cualquier medio. Luego pensó en la nota que tal vez le había dejado, la nota que el viento había barrido de la repisa de la chimenea o que había caído detrás de un mueble. Recorrió la estancia a gatas en busca del pedazo de papel que lo explicaría todo. Por supuesto, ni rastro de la proverbial nota. Dora nunca le había dejado notas.

Volvió a servirse el whisky al que había renunciado antes. Que otra persona lo llevara en coche si hacía falta. Sin embargo, la intuición le decía que aquella noche no haría falta ir a ningún sitio.

Todo el mundo lo sabía a causa de las llamadas telefónicas que había hecho la noche anterior y de la visita de Burden. No le esperaban en el trabajo, pero como no sabía qué hacer, fue.

Había dormido una hora en el sillón. Luego se levantó, se duchó y se preparó un tazón de café instantáneo. A los hospitales se puede llamar a cualquier hora, de modo que llamó a algunos con los que ya se había puesto en contacto la noche anterior. Dora Wexford no había ingresado en ninguno de ellos. Llamó a sus dos hijas y averiguó que se habían pasado media noche hablando. Sylvia iría a Londres a ayudar a Sheila en cuanto encontrara a alguien que se ocupara de sus hijos, ya que las vacaciones de verano aun no habían terminado. ¿Quería papá que Neil fuera a hacerle compañía durante unos días?

Papá no quería, pero lo expresó de un modo muy cortés.

– Eres muy amable, cariño, pero no hace falta.

Llevaba una hora en la comisaría, sentado a su mesa sin hacer nada, cuando Barry Vine entró a decirle que habían recibido una llamada para denunciar la desaparición de un adolescente. Vine, que por lo general no se habría preocupado por el hecho de que un chico de catorce años y metro ochenta de estatura llevara veinticuatro horas ausente de casa de su abuela, creía que las circunstancias del suceso merecían especial atención.

– ¿Qué circunstancias? -inquirió Wexford.

– El chico se dirigía a Londres y fue a la estación en taxi.

– Dios mío -musitó Wexford.

– ¿Quiere que traiga a la abuela, señor?

– No, iremos a verla nosotros.

Rhombus Road se hallaba a dos manzanas de Oval Street, adonde Burden había ido con Lynn Fancourt el día anterior en busca del cliente que Trotter afirmaba haber recogido en la estación de Kingsmarkham. Wingate había confirmado la versión de Trotter. Había llegado en el tren de las diez cincuenta y ocho. El taxista lo había recogido en la estación hacia las once y lo había dejado en Oval Street a las once y veinte. Wexford y Vine pasaron por delante de su casa, giraron a la izquierda dos veces y aparcaron ante el número setenta y dos de Rhombus Road.

Era una calle de casitas con terraza, construidas a finales del siglo xix, como muchas otras en Stowerton, para albergar a los trabajadores de las canteras de creta y sus familias. Casi todas ellas eran propiedad de parejas jóvenes y personas que compraban su primera vivienda. La mayoría de las puertas principales aparecían pintadas de colores brillantes; en las repisas de las ventanas se veían jardineras con flores, y los jardines delanteros estaban pavimentados para dejar espacio a un coche.

No había ningún automóvil delante del número setenta y dos. La casa no ofrecía un aspecto descuidado, aunque conservaba la puerta original de paneles de vidrio y las ventanas de guillotina. En el jardín había parterres de crisantemos y margaritas, y el sendero de entrada era de gravilla. Abrió la puerta una mujer que parecía demasiado joven para ser la abuela de un muchacho de catorce años. Lleva el ensortijado cabello negro apartado con horquillas de un rostro pálido y pecoso que no parecía haber visto maquillaje en toda su vida. Vestía un mono vaquero muy holgado sobre una camisa a cuadros. Los miró con ojos muy abiertos y asustados.

– Entren, por favor. Me llamo Audrey Barker y soy la madre de Ryan.

Entraron en un saloncito impecable que olía a lustre de espliego. Del sillón se levantó una mujer de setenta y tantos años, cabello blanco y constitución rolliza que vestía una falda de tweed en color brezo y verde, y un conjunto del color de la fragancia.

– ¿Es usted la señora Peabody? -preguntó Wexford.

La mujer asintió.

– Mi hija ha venido esta mañana, en cuanto se ha enterado del problema. No se encuentra bien; de hecho, acaba de salir del hospital, por eso Ryan estaba conmigo, porque su madre estaba en el hospital, pero en cuanto nos hemos dado cuenta de que…, quiero decir, en cuanto nos hemos dado cuenta de que…

– ¿Por qué no se sienta y nos los cuenta todo desde el principio, señora Peabody?

– En pocas palabras, mi madre creía que Ryan volvía a casa ayer, y yo no lo esperaba hasta hoy -respondió Audrey Barker por ella-. Deberíamos habernos llamado, pero no lo hicimos. Ryan creía que ayer era el día en que debía volver a casa.

– ¿Dónde vive usted, señora Barker?

– En el sur de Londres, en Croydon. Hay que coger el tren en Kingsmarkham y hacer transbordo en Crawley o Reigate. No hay que pasar por Victoria. Ryan ha hecho el viaje muchas veces. Tiene casi quince años y es muy alto para su edad, más que la mayoría de los hombres adultos.

A todas luces creía que la estaban culpando, pese a que la miraban con expresión neutra.

– Podría haber ido a la estación a pie -prosiguió la mujer.

– Son más de cuatro kilómetros, Audrey, e iba cargado con la bolsa.

– Así que Ryan volvía a casa y usted creyó conveniente que fuera a la estación en taxi, ¿no es así?

La anciana asintió, cerró lentamente los puños y los apoyó sobre el regazo. Era un ademán de control, un modo de contener el pánico.

– El tren para a las once diecinueve -explicó-. Con el autobús habría llegado con una hora de antelación o demasiado tarde. Le propuse que tomara un taxi y le dije que pagaría yo. Ryan sólo había ido en taxi una vez en su vida, con su madre -dijo con voz temblorosa antes de carraspear-. El chico no sabía cómo pedir un taxi, así que llamé yo. Lo pedí para las once menos cuarto, así Ryan tendría tiempo para comprar el billete. Tiempo de sobra… Es que no me gustan las prisas. Ojalá hubiera ido con él. ¿Por qué no lo acompañé? Fui demasiado tacaña para pagar el taxi de vuelta.

– Eso no es tacañería, sino sentido común, mamá.

– ¿A qué empresa llamó, señora Peabody?

La anciana se llevó una mano a la boca mientras intentaba recordar.

– Le dije a Ryan que llamara, pero no quiso; me dijo que no sabía cómo pedir un taxi, así que no insistí. Le dije que me buscara un número en la guía, en las páginas amarillas, y que llamaría yo. Ryan me dio el número, y llamé.

– ¿Le apuntó el número o se lo señaló en la guía?

– No, me lo dijo. Me puse el teléfono sobre el regazo y fui marcando el número mientras me lo decía.

– ¿Lo recuerda? -inquirió Wexford a sabiendas de la inutilidad de la pregunta-. No era seis seis seis seis seis seis, ¿verdad?

– No, de ese número me acordaría -aseguró la anciana.

– ¿Vio el taxi y al conductor?

– Claro que sí. Ryan y yo lo esperamos en el recibidor.

Claro, pensó Wexford, lo esperaron en el recibidor, aquellos dos clientes inexpertos, la anciana y el muchacho, los imaginaba perfectamente. «No hay que hacer esperar al taxista, ten el dinero preparado, Ryan, y cincuenta peniques de propina. Ya está aquí. Dile sólo que quieres ir a la estación. Y ahora dale un beso a la abuela…»

– Llegó muy puntual -prosiguió la señora Peabody-. Ryan cogió la bolsa y eso que todos llevan a la espalda hoy en día, una mochi no sé qué, y le dije que le diera saludos a su madre y que me diera un beso. Tuvo que inclinarse para dármelo. Luego se fue.

La anciana rompió a llorar. Su hija le rodeó los hombros con un brazo.

– No es culpa tuya, mamá. Nadie te echa la culpa de nada. Todo esto es una locura que no tiene explicación.

– Debe de haber una explicación, señora Barker -terció Vine-. ¿Dice que no esperaba a Ryan hasta hoy?

– La escuela empieza mañana. Creí que volvería el día antes, pero tanto él como mi madre creían que Ryan debía volver dos días antes. Deberíamos habernos llamado, no sé por qué no lo hicimos. Llamé al salir del hospital, el sábado, y juraría que Ryan me dijo que volvía el miércoles, pero supongo que me dijo que estaría en casa todo el miércoles o algo así…

– ¿Así que no se preocupó al ver que no aparecía? -preguntó Wexford.

– No me he preocupado hasta primera hora de esta mañana. He llamado a mi madre para verificar el horario del tren, y le aseguro que me he quedado petrificada.

– Las dos nos hemos quedado petrificadas -intervino la señora Peabody.

– Así que he venido en el primer tren. No sé por qué… He pensado que sería mejor hacer compañía a mamá. ¿Dónde está? ¿Qué le ha pasado? No es que sea muy corpulento, pero sí muy alto y listo. No se iría con el primero que le ofreciera algo, quiero decir dinero, caramelos… ¡Tiene catorce años, por el amor de Dios!

Dora es una mujer adulta, pensó Wexford, una mujer de mediana edad, lista, que no se iría con el primero que le ofreciera algo…

– ¿Tiene alguna foto de Ryan?

Numerosos hombres trabajaron todo el día en los márgenes del Gran Bosque de Framhurst bajo la supervisión de un experto en árboles para extraer los clavos metálicos de los troncos de robles, tilos y fresnos. Uno de ellos se lastimó la mano de tal modo que fue necesario trasladarlo urgentemente a la Enfermería Real de Stowerton, donde en el primer momento temieron que perdería dos dedos. Los moradores de los árboles permanecían pacíficos y en silencio, a excepción de los del campamento de Savesbury Deeps, que bombardearon a los trabajadores con botellas, latas de Coca Cola vacías y palos. Desde la copa de un impresionante sicómoro, alguien vertió un cubo de orina sobre la cabeza del experto en árboles.

El cielo empezó a nublarse a la hora de comer, y comenzó a llover a las tres, primero unas gotas que golpeteaban un millón de hojas fatigadas por el verano, luego un chaparrón que fue arreciando hasta alcanzar la categoría de diluvio. Los Elfos, como los llamaban algunos, se cobijaron en sus cabañas y extendieron sus lonas alquitranadas, mientras otros descendían al túnel que habían excavado para comunicar Framhurst Bottom con Savesbury Dell. Los relámpagos iluminaban todas las cabañas, y las ráfagas de viento zarandeaban los árboles con tal violencia que los troncos parecían tallos de flores.

A vista de pájaro, en todo aquel paisaje de bosques, colinas y valles verdes, el viento, cargado de pesada lluvia, volaba en enormes mantos plateados que refulgían con cada relámpago. Los truenos retumbaban y crujían como árboles al caer desde una gran altura.

Los trabajadores y el experto en árboles se fueron a casa. En Kingsmarkham, Wexford también se fue a casa para comprobar si, pese a su falta de esperanza, había algún mensaje importante en el contestador.

Allí encontró a sus dos hijas.

Amulet, de tres días de edad, descansaba sobre el regazo de Sylvia. Sheila se levantó de un salto y se echó en brazos de su padre.

– Oh, papá, hemos pensado que deberíamos hacerte compañía. Se nos ocurrió a las dos al mismo tiempo, ¿verdad, Syl? No hemos titubeado un instante, ni siquiera hemos pensado en ello. Nos ha traído Paul. Ni siquiera he traído a la enfermera… ¿Dónde la habríamos instalado? No sé nada de bebés, pero Sylvia sí, o sea que perfecto. Y tú, pobrecito mío, debes de estar hundido con lo de mamá.

Wexford se inclinó sobre la criatura. Era una niña preciosa de carita de pétalo de rosa, facciones diminutas y el cabello tan oscuro como el de Sylvia o el de Dora en su juventud.

– Tiene unos ojos azules preciosos -constató.

– Todos los recién nacidos tienen los ojos azules -replicó Sylvia.

– Gracias por venir, querida -dijo Wexford a su hija mayor al tiempo que la besaba-. Y a ti también, Sheila.

En realidad, no las quería en su casa, pues significaban más complicaciones, y lo cierto era que el corazón le dio un vuelco al verlas en su casa. Qué ingrato era. Mucha gente daría el brazo derecho por la devoción no de una, sino de dos hijas.

– Tengo que trabajar un par de horas más. Sólo he vuelto a casa para ver si había algún mensaje.

– No hay nada -aseguró Sylvia-. Es lo primero que he mirado al llegar.

Cuando tienes hijos, te quedas sin intimidad. Dan por sentado que lo tuyo es suyo, que son suyos tus efectos personales, los secretos de tu corazón y todas tus demás posesiones. Debería haberse acostumbrado a esas alturas. En cualquier caso, sus hijas se portaban muy bien con él.

– Seguro que pueden prescindir de ti, dadas las circunstancias.

Era una observación típica de su hija mayor; Wexford hizo caso omiso de ella, si bien la miró con afecto. Qué distintas eran sus hijas. Por lo general no reparaba en ello, pero de repente vio a su mujer en Sylvia, en sus facciones, los ojos almendrados, el cuerpo, aunque Sylvia era más alta y de constitución más fuerte. Pero el parecido le hizo mascullar una exclamación que de inmediato convirtió en una tos.

Sheila lo asió del brazo y lo miró a los ojos.

– ¿Qué podemos hacer por ti? ¿Has comido?

Wexford asintió, pese a que no era cierto. Sheila representaba a la perfección el papel de joven actriz de éxito que acababa de tener una hija y que ahora estaba ante él enfundada en una blusa de muselina y pantalones blancos, luciendo un collar de cuentas, con el cabello rubio flotando alrededor de su rostro y el cutis cubierto de un suave maquillaje. No obstante, era Sylvia, con sus vaqueros y la camiseta holgada, contemplando al bebé con inusual ternura, quien parecía la madre de la criatura.

– Nos vemos luego -dijo Wexford antes de correr hacia su coche bajo el chaparrón.

Habían organizado la búsqueda de su mujer y Ryan Barker en torno a la estación de Kingsmarkham. Investigaron a todas las empresas de taxis. Los conductores no sabían nada de Ryan, al igual que no habían sabido nada de Dora, y el personal de la estación, es decir, tres vendedores de billetes y cuatro mozos de andén, no recordaba a ninguno de los dos.

A las cinco de la tarde. Vine, Karen Malahyde, Pemberton, Lynn Fancourt y Archbold habían llegado a una única conclusión: ni Dora Wexford ni Ryan Barker habían llegado a la estación de Kingsmarkham el día anterior. Habían desaparecido en algún lugar entre sus puntos de partida y la estación.

Fue Burden quien contestó a la llamada sobre Roxane Masood a las cinco de aquella misma tarde.

– Quiero denunciar la desaparición de mi hija.

Un escalofrío recorrió a Burden de pies a cabeza. Estuvo a punto de decir que suponía que la joven había tomado un taxi para ir a la estación al día siguiente, pero su interlocutora se le adelantó.

– ¿Dice que vive en Pomfret? Vamos en seguida.

Era una granja situada al final de High Street, donde acababan las tiendas, una morada antiquísima de madera y yeso, con tejado de dos aguas y ventanas diminutas con postigos. La lluvia caía torrencialmente por los aleros del tejado de paja. El césped de la entrada aparecía inundado. Una vez en el interior, Wexford y Burden tuvieron que permanecer sobre la alfombrilla y quitarse los chubasqueros empapados por el fuerte aguacero.

La mujer tenía poco más de cuarenta años, era delgada, de expresión intensa, grandes ojos oscuros y cabello castaño que le caía hasta los hombros en una melena desigual. Llevaba una prenda parecida a un camisón, una túnica blanca y vaporosa que le llegaba a los pies en una nube de volantes y encajes. Sin embargo, las cuentas pintadas de estilo étnico que lucía alrededor del cuello desmentían la impresión que causaba el camisón.

– ¿Es usted la señora Masood?

– Entren. Mi hija se llama Masood, Roxane Masood. Usa el nombre de su padre; yo me llamo Clare Cox.

El interior de la casa parecía haber sido decorado en los setenta y no haber experimentado cambio alguno desde entonces. Por todas partes se veían artilugios indios y africanos. De las paredes pendían tiras de algodón indio estampado y campanillas de latón con cordeles. Un intenso olor a sándalo impregnaba el lugar. La única fotografía que vieron aparecía enmarcada en madera oscura, bruñida con incrustaciones de nácar.

Era la imagen de una joven, la fotografía más grande que Wexford recordaba haber visto jamás, y la muchacha era casi demasiado hermosa para ser real. Al mirarla cobraban sentido aquellos cuentos de hadas en que el príncipe o el porquero se enamoraban con tan sólo ver la imagen de una joven desconocida. «Este retrato es de mágica hermosura, nadie ha contemplado jamás belleza igual», como cantaba Tamino. El rostro de la joven era un oval perfecto, de frente ancha, nariz corta y recta, enormes ojos negros con cejas arqueadas, reluciente melena negra y lisa que le caía a ambos lados del rostro como un velo de seda.

Wexford pensó en aquellos detalles más tarde. En aquel momento, desvió la mirada de la foto a toda prisa y, tras asegurarse de que se trataba de Roxane, pidió a Clare Cox que le contara lo que había sucedido el día anterior.

– Roxane tenía previsto ir a Londres. Había concertado una entrevista en una agencia de modelos. Es licenciada en Bellas Artes, pero no quiere dedicarse a eso. Quiere ser modelo y ha probado en todas las agencias. La mayoría no querían saber nada de ella porque es demasiado guapa y no está lo bastante delgada, pero le aseguro que está extremadamente delgada…

– Ayer por la mañana, señora Cox -le recordó Vine.

– Ah, sí, ayer por la mañana. Iba a Londres para la entrevista y luego a ver a su padre, que tiene una empresa en Ealing y ha amasado una fortuna. La lleva a cada sitio… -Captó la mirada de Vine y volvió a concentrarse en el asunto que los ocupaba-: Pero no apareció. Cualquier persona normal habría llamado para averiguar la razón, pero él no, claro que no. Creyó que Roxane había cambiado de idea.

– Entonces, ¿cómo sabe usted…?

– Porque el padre de Roxane ha llamado por fin hace una hora. Un amigo suyo cree poderle ofrecer trabajo como modelo. Espero que no se trate de nada turbio, le digo, con la de cosas terribles que se oyen por ahí. Y luego le digo que por qué no se lo pregunta a ella, y entonces me dice, dile que se ponga, y así es como ha salido a relucir el asunto.

– ¿Ha llamado a la agencia de modelos?

La mujer extendió las manos y se encogió de hombros.

– ¡Si ni siquiera sé dónde está la puta agencia! -chilló.

– O sea que ayer por la mañana fue a la estación de Kingsmarkham en taxi -constató Wexford-. ¿Con qué empresa? -inquirió, convencido de que la mujer no recordaría el nombre-. ¿La oyó usted llamar a la empresa?

– No, pero sé cuándo y a quién llamó. Roxane siempre va en taxi; su padre le paga una asignación muy generosa, se lo aseguro. Siempre llama a la misma empresa desde que la fundaron. Llamó justo antes de las once. Además, conoce a la chica que trabaja allí. Se llama Tanya Paine. Fueron juntas a la escuela.

– Roxane no pudo llamar a Contemporary Cars ayer, señora Cox -objetó Burden mientras buscaba las palabras adecuadas para expresar lo que quería decir-. No les funcionaba el teléfono. Seguro que llamó a otra empresa.

– No, señor -replicó Clare Cox-. Yo estaba pintando en mi estudio… Soy pintora, ¿saben? Roxane entró para decirme que el taxi llegaría al cabo de un cuarto de hora y que cogería el tren de las once treinta y seis. No sé por qué, pero le dije que vale y le pregunté cómo estaba Tanya. «No lo sé -me respondió-, no he hablado con Tanya, sino con un hombre.»

– ¿Quiere decir que llamó a Contemporary Cars a las…? ¿A las diez y media? ¿Y alguien cogió el teléfono?

– Claro que alguien cogió el teléfono. Y el taxi vino a buscarla a las once menos diez. La vi subir al coche y desde entonces…, nada.