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6

Wexford no llegó a casa, donde lo esperaban sus hijas y su nieta, hasta las diez de la noche. Pero se alegraba de haber estado ocupado, de no haber tenido tiempo para pensar. Le molestó que Sylvia insistiera en lo cansado que debía de estar, pero no dio muestra alguna de enfado. Después de escucharla un rato quejarse de lo injusto que era todo y de que él tuviera que hacerlo todo si quería que algo saliera bien, huyó al comedor y se sirvió un poco de whisky. En la planta superior, los berridos de Amulet amenazaban con echar abajo la casa.

– Mi descendencia me empuja a la bebida -murmuró para sus adentros.

De repente pensó que sería maravilloso tener a Dora con él para decírselo. Llevaba años sin pensar de forma consciente que sería maravilloso ver a su mujer. Con qué rapidez, reflexionó, las desgracias verdaderas o potenciales perturban lo que damos por supuesto, modifican nuestro punto de vista y nos descubren la verdad. Qué fácil resultaba comprender a quien juraba no volver a ser brusco con ella ni mostrarse indiferente. Ay, sí…

Tras salir de casa de Clare Cox, él, Burden, Vine y Fancourt habían ido a Contemporary Cars. Habían registrado de nuevo el lugar antes de ordenar a Peter Samuels, Stanley Trotter, Leslie Cousins y Tanya Paine que los acompañaran a la comisaría.

Burden miraba a Trotter con la expresión que habría adoptado un cazador de nazis al encontrar a Mengele escondido en un suburbio de Asunción, es decir, con una mezcla de satisfacción, venganza y una especie de regocijo.

¿Quién había llevado a Roxane Masood a la estación? ¿Quién había llevado a Ryan Barker?

– Ya se lo he contado no sé cuántas veces -suspiró Peter Samuels -. No contestamos a ninguna llamada entre las diez y media y las doce. ¿Cómo íbamos a hacerlo con Tanya fuera de combate?

Tanya Paine empezaba a ponerse agresiva.

– Oigan, no me invento nada. Yo no me até a mí misma. Soy una víctima, y ustedes me tratan como si fuera una delincuente.

– Necesito el nombre o al menos la dirección del cliente al que llevó a Gatwick -indicó Burden a Samuels-. No entiendo cómo es posible que no les pareciera extraño no recibir ninguna llamada en una hora y media. ¿No se les ocurrió volver y averiguar a qué se debía?

– Estábamos ocupados -terció Trotter-. Ya sabe dónde estaba yo, en camino de Pomfret a la estación, y luego en Stowerton. Fue un alivio que no llegara ninguna llamada, se lo aseguro.

– En cualquier caso, no era tan raro -dijo Leslie Cousins-. Muchas veces hay poco trabajo.

– Quiero las direcciones de los clientes a los que llevó, por favor -insistió Burden mientras se volvía hacia Cousins-. Quiero que se concentren y me digan si tienen idea, si sospechan quién pudo irrumpir en la oficina y atar a Tanya. ¿Alguien a quien conocen? ¿Alguien que sabía que nadie volvía a la oficina antes del mediodía?

Peter Samuels preguntó si a alguien le molestaba que fumara. Era un hombre corpulento de enorme papada y mejillas salpicadas de venitas rotas; no debía de contar más de cuarenta años, pero aparentaba más. Sacó el paquete de cigarrillos antes de que nadie pudiera protestar.

– No, si eso le ayuda a concentrarse -espetó Burden.

Trotter no preguntó si a alguien le molestaba que fumara. En cuanto los dos hombres encendieron sus cigarrillos, Tanya Paine fingió un acceso de tos. Cousins, el más joven de los conductores y coetáneo de Tanya, esbozó una sonrisa y puso los ojos en blanco antes de afirmar que cualquiera de sus clientes podía saber que nunca volvían a la oficina antes del mediodía.

– Un cliente asiduo podría haberse dado cuenta. Quizás alguno de nosotros lo mencionó. ¿Qué hay de malo en ello? Basta con que uno de nosotros diga que estamos siempre muy ocupados y no volvemos nunca a la oficina antes de las doce.

A continuación, Samuels dijo que a veces contaba a un cliente que no tenía conexión por radio con la oficina y que se comunicaba con la central por teléfono móvil. Lo mencionaba si el cliente preguntaba. En ocasiones, un cliente quería que lo recogieran en la estación. ¿Podía llamar desde el tren con el móvil?

– Entonces les digo que llamen al despacho y que Tanya avisará a quien esté libre.

– Es decir, que cualquier cliente podría saberlo.

– Cualquiera no -puntualizó Samuels-. Sólo los que preguntan.

Los dejaron marchar a todos. Vine, Lynn Fancourt y Pemberton visitaron todas las casas en los aledaños de la estación de Kingsmarkham. No eran muchas, desde luego. La sede de Contemporary Cars se hallaba en un solar de medio acre; un alto muro de ladrillo lo separaba a un lado de la terminal de autobuses, mientras que por el otro lado limitaba con un edificio muy espigado que en la planta baja albergaba el taller de un zapatero remendón y en las superiores, una consulta de aromaterapia, una copistería y una peluquería. En las inmediaciones de la valla de tela metálica que rodeaba el solar, escuálidos chopos y saúcos surgían de una maraña de ortigas de casi dos metros de altura.

Enfrente, más allá de una hilera de casitas, había un pub llamado Engine Driver, una ferretería y el aparcamiento de la estación.

Dos horas más tarde, apenas habían averiguado nada. Las amas de casa, la gente que va de compras, los conductores empeñados en coger el tren y los parroquianos de los pubs no reparan en dos hombres que aparcan el coche y suben la escalerilla de un módulo a menos que tengan una buena razón para ello. Los asaltantes bien podían haberse puesto la máscara una vez en el interior del módulo, ya que Tanya Paine no los habría visto hasta que abrieran la segunda puerta.

Wexford reflexionó sobre el hecho de que las mujeres llamaban mucho más la atención que los hombres. Si los asaltantes hubieran sido mujeres, cabía la posibilidad de que alguien hubiera reparado en su presencia. ¿Cambiaría eso a medida que se estrechara la brecha existente entre los sexos? ¿Ofrecerían las mujeres el mismo aspecto que los hombres, con vaqueros, chaquetas oscuras, cabello corto y rostros sin maquillaje?

Se fue a la cama y volvió a levantarse en cuanto la casa se sumió en el silencio. Le resultaba imposible dormir. La puerta del dormitorio de Sheila estaba entreabierta, de modo que permaneció un instante en el umbral, mirando cómo dormían ella y el bebé en sus brazos. La escena le habría proporcionado gran placer en otro momento… Por primer vez en su vida comprendió lo que significa querer gritar de pena y terror. Al pensar en la reacción de sus hijas si realmente hacía eso, el miedo, el pánico que experimentarían, casi se le escapó una sonrisa. Se sentó en un sillón sin encender las luces.

Le resultaba tan imposible leer como dormir. Pensó en Contemporary Cars, convencido de saber ya lo que había sucedido. Aquellos dos hombres, ayudados por varios cómplices, estaban organizando el secuestro de rehenes. Habían inmovilizado a Tanya Paine a fin de tener acceso ininterrumpido a los teléfonos durante una hora y media… o el tiempo que hiciera falta. Con toda probabilidad, no importaba quiénes fueran los rehenes; tan sólo necesitaban a tres que llamaran a Contemporary Cars para pedir un taxi entre las diez y media y las once y media. Les bastaban las personas a las que ya habían secuestrado.

Ryan Barker, o su abuela en representación suya, llamó desde Stowerton a las diez y veinticinco para coger el tren de las once diecinueve. Dora llamó desde Kingsmarkham a las diez y media para coger el de las once y tres. Roxane Masood llamó a las once menos cinco para coger el de las once treinta y seis. ¿Por qué había un lapso de veinticinco minutos entre las dos últimas llamadas? ¿Porque no llamó nadie? ¿Porque no llamó ninguna persona sola, y se veían incapaces de manejar a dos pasajeros? Wexford hizo una mueca ante la idea de la palabra «manejar». ¿Porque sólo tenían dos conductores? También cabía la posibilidad de que uno de ellos fuera uno de los conductores y el otro se ocupara de contestar al teléfono…

¿Y entonces? Era posible que Ryan Barker no conociera bien el camino de la estación. El taxista podía haberlo llevado a cualquier parte en un radio de siete kilómetros sin que el muchacho se diera cuenta de nada. Sin embargo, Roxane Masood se habría enterado al cabo de cinco minutos, y Dora, mucho antes. Wexford no creía que su mujer se hubiera limitado a aceptar la situación, a llorar y pedir clemencia. Sin duda habría intentado hacer algo, aunque no hasta el extremo de saltar de coche.

Apretó los puños y cerró los ojos con fuerza. Habría protestado, seguro. Habría amenazado al hombre con apearse. Los asaltantes debían de haber tomado medidas contra semejante eventualidad. Tendrían a un cómplice esperando en el primer semáforo en rojo, por ejemplo, o en la primera señal de stop, o el primer cruce sin preferencia. De repente, se abre la portezuela trasera, el cómplice sube al taxi blandiendo otra de esas pistolas de juguete…

Sí, así había sucedido en los tres casos, pero… ¿por qué?

Wexford pensó en la alternativa. ¿Secuestrar a tres personas en plena calle y a plena luz del día? Tendrían que haberlo hecho de día porque nunca había nadie en la calle por la noche. La gente se quedaba en casa delante del televisor, y si salían, iban en coche. Incluso bebían en casa, lo que provocaba el cierre de bar tras bar. Como era el caso del Railway Arms. La cerveza era cara, y de todos modos no se podía ir al pub en coche a causa de las leyes relativas a los índices de alcoholemia para conductores. Tal como habían procedido los secuestradores, las víctimas no sospecharían ni se resistirían hasta que el trayecto se tomara extraño, momento en que, por obra del cómplice, ya sería demasiado tarde.

El lapso de veinticinco minutos entre las dos últimas llamadas también podía deberse a que querían mujeres por ser físicamente más débiles. Incluso en el caso de Ryan Barker, fue una mujer quien hizo la llamada. Aunque les dijera que el cliente era un muchacho de catorce años, eso no habría bastado para disuadirlos. Así pues, tenían a una chica, un adolescente y una mujer de mediana edad como rehenes, y ésta última resultaba ser su mujer.

Tenían que ser rehenes, ¿no? No podía existir ninguna otra razón para los raptos. Quedaba otra cuestión por aclarar. Ninguno de los tres secuestrados tenía dinero, es decir, mucho dinero. Él y Dora vivían más o menos bien; el padre de Roxane Masood era un hombre de negocios próspero, pero Wexford no creía que fuera millonario precisamente, y la familia de Ryan Barker parecía modesta, si no pobre. ¿Qué clase de rescate podían andar buscando?

En un momento dado, se preparó una taza de té y luego durmió en el sillón durante una hora. Al cabo de un rato preparó café, se dirigió a la parte delantera de la casa y esperó a que amaneciera. El cielo oscuro empezó a palidecer en el horizonte, una franja de claridad que no era luz exactamente. En el piso superior, Amulet profirió unos cuantos sollozos antes de que Sheila la apaciguara con el pecho. Unos nubarrones negros se apartaron para dar paso al fulgor verde pálido de un nuevo día claro y frío.

Al despuntar el alba en la obra, el sheriff adjunto de Mid-Sussex, Timothy Jordan, se dirigió a Savesbury Deeps con sus alguaciles. Era el campamento más grande, y sus ocupantes habían recibido notificaciones de desahucio algún tiempo atrás.

Los activistas se encontraban en las siete cabañas, o bien durmiendo en hamacas instaladas entre robles, fresnos y tilos, los árboles más frecuentes de la zona. Antes de la salida del sol, Jordan los tenía acorralados en un círculo de policías vestidos de amarillo. Los despertó anunciando con ayuda de un amplificador que traía una orden judicial que le otorgaba la posesión de aquella tierra, por lo que debían desalojarla de inmediato. El amplificador revestía suma importancia porque el canto matutino de los pájaros resultaba muy estruendoso. Chug-chug, tuit-tuit, fuf-fi-du…

Mientras, en Sewingsbury, los autocares recogían a los guardias de seguridad en el antiguo campamento del ejército para llevarlos al norte de Stowerton, donde al cabo de media hora daría comienzo la excavación. En el Gran Bosque de Framhurst, dentro del túnel secreto cuya existencia tan sólo conocían los miembros de Especies, las seis personas que solían alojarse allí se levantaron. El otro extremo del túnel daba al pie de la colina de Savesbury.

Los últimos de los seis moradores en salir del túnel fueron un presunto activista profesional, Gary, y la mujer que vivía con él desde los quince años y a quien llamaba su esposa. Nadie sabía su nombre, pero todo el mundo la llamaba Quilla. Gary jamás se había cortado la barba rubia, que ahora le llegaba a la cintura. Su atuendo habría resultado más apropiado y atraído menos atención en 1396. Llevaba calzones con jarreteras y una túnica de lona marrón. Por su parte. Quilla vestía un vestido largo de algodón. Volvieron a su hogar improvisado para coger unas mantas, ya que la mañana era fresca, y se encontraron cara a cara con un pastor alemán. Los alguaciles y la policía habían entrado en el túnel por la boca de Savesbury.

En cuanto Gary y Quilla salieron, Timothy Jordan envió a un experto que recibía el nombre de Topo Humano para que verificara si el túnel estaba vacío. Acto seguido apostó un guardia en cada boca. Otro de los alguaciles, conocido como la Araña Humana, trepó al árbol más alto en dirección a la cabaña construida en la copa. Cayó sobre él una lluvia de leña menuda, latas y botellas, lo que durante un rato entorpeció su avance. En tierra firme, los hombres de Jordan empezaron a sacar gente de las tiendas de campaña antes de vaciarlas y desmontarlas.

De algún modo, los grupos de activistas más pacíficos y organizados tuvieron noticia de los acontecimientos, por lo que cada vez más gente se agolpaba junto a la línea de seguridad. Eran representantes de KCCCV, Especies y Corazón de Madera. Al ver salir a uno de los grandes perros del túnel, se pusieron a protestar a gritos. En la copa del árbol más alto, la Araña Humana se había topado con una mujer en el umbral de la cabaña.

– ¡Qué vergüenza! -exclamaba la muchedumbre una y otra vez mientras ambos forcejeaban a veinte metros de altura.

Con ademanes pacientes y en silencio, Gary y Quilla recogieron sus efectos personales, que la policía había arrojado al exterior desde el túnel. Parecían dos peregrinos que se dirigieran a Canterbury en la vieja obra de Chancer. No tocaban, ni por supuesto poseían ningún objeto de plástico, de modo que embutieron su ropa, mantas, cacerolas y sartenes en anticuados sacos de yute. Quilla empezó a cantar el madrigal Abril se refleja en el rostro de mi amada, y otros activistas se unieron a ella, aunque no todos se sabían la letra.

En la copa del árbol más alto, la mujer con la que se había topado la Araña Humana se había desmayado o, lo que era más probable, había fingido un desmayo. En cualquier caso, yacía inerte en los brazos de los dos hombres que la sostenían. Procedieron a bajarla por la escala de mano, un ejercicio peligroso, máxime teniendo en cuenta que la resistencia pasiva de la mujer no les servía de ayuda precisamente.

– ¡Qué vergüenza! -seguía repitiendo la gente.

Gary y Quilla continuaban cantando:

Abril se refleja en el rostro de mi amada,

julio en sus ojos con bella luz dorada.

En su seno yace septiembre,

pero en su corazón anida el gélido diciembre.

Por entonces ya había salido el sol, una bola de fuego entre nubarrones negros. El canto de los pájaros sonaba más remoto. Chug-chug, tuit-tuit, fuf-fi-du… Una fuerte ráfaga de viento barrió las copas de los árboles.

Al llegar al suelo, la mujer que había fingido perder el conocimiento se zafó de los brazos de los hombres que la sujetaban. Iba vestida con harapos, algunos de los cuales revoloteaban a su alrededor, mientras que otros se ceñían a su cuerpo como vendajes de momia. Se detuvo ante la multitud y alzó los brazos en ademán de triunfo o aliento; los jirones de su ropa notaban al viento. Corrió hacia Quilla y la abrazó entre lágrimas.

– Iremos al campamento de Elder Ditches -anunció Gary-. Estoy harto de túneles. Si nos enseñas, podemos construir una cabaña bien grande para los tres, Freya.

– Soy un árbol -exclamó Freya al tiempo que extendía los brazos una vez más.

– Todos somos árboles -repuso Gary.

Mientras las hijas de Wexford preparaban a su padre la clase de desayuno que nunca tomaba, revoloteaban a su alrededor como dos cluecas y le suplicaban que descansase, Burden llegó al trabajo media hora antes de lo habitual. No podía apartar de su mente a Stanley Trotter. Ningún argumento lo convencería de que Stanley Trotter no estaba metido hasta las cejas en aquel turbio asunto. Había asesinado a Ulrike Ranke y estaba involucrado en una conspiración de secuestro. Con toda probabilidad, se trataba de una red de pervertidos. La joven alemana había sido violada antes de morir estrangulada, y Burden creía que aquello se estaba convirtiendo por momentos en alguna clase de sofisticado crimen sexual.

Llevaba diez minutos sentado a su mesa cuando le pasaron una llamada.

– El redactor jefe del Kingsmarkham Courier quiere hablar con quien esté al mando. El jefe no ha llegado todavía.

– Supongo que yo mismo serviré -dijo Burden.

– Quiere hablar con usted a falta del jefe.

El redactor jefe, que llevaba varios años en el periódico, se llamaba Brian St. George. Burden había coincidido con él un par de veces, lo suficiente, al parecer, para que St. George se considerara en el derecho de llamarlo por su nombre de pila.

– Acabo de recibir una carta muy rara, Michael. Es la primera que ha abierto mi ayudante personal.

Si St. George tenía un ayudante personal, Burden era Sherlock Holmes.

– ¿Rara en qué sentido? -inquirió.

– Puede que sea una pirula, pero tengo la sensación de que no es así.

Intentando que su voz no sonara sarcástica, Burden sugirió a St. George que le explicara el contenido de la carta.

– ¿Prefiere venir a leerla personalmente, Michael?

– Primero cuénteme de qué se trata.

De repente, Burden tuvo una intuición, lo que Wexford llamaba fingerspitzen-no sé qué.

– No la toque mucho; léamela sin tocarla si puede.

– De acuerdo, Michael. Es raro recibir una carta hoy en día, ¿verdad? Una llamada, un fax o un correo electrónico sí, pero… ¿una carta? Lo que me extraña es que no la trajera un tío a caballo.

– ¿Le importaría leérmela?

– Voy. «Apreciado señor: Somos Planeta Sagrado y nuestra misión consiste en salvar la Tierra de la destrucción con todos los medios a nuestro alcance. Tenemos a cinco personas: Ryan Barker, Roxane Masood, Kitty Struther, Owen Struther y Dora Wexford…» Deben de haberse equivocado, ¿no? Es la mujer de su jefe, ¿verdad? ¿Cuándo desapareció?

– Siga.

– Vale. «… Owen Struther y Dora Wexford. Por el momento están a salvo. No se molesten en buscarlos porque no los encontrarán. Hoy nos pondremos en contacto con ustedes para notificarles el precio del rescate. Informen a todos los periódicos nacionales y a la policía de Kingsmarkham. Somos Planeta Sagrado, y nuestra misión consiste en salvar el mundo.»

– Ahora mismo vamos para allá para hacernos cargo de esa carta -dijo Burden en el instante en que Wexford entraba en la oficina-. Entretanto, no hable de esto con nadie, ¿entendido? Nadie.