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La carta estaba escrita en un papel de tamaño din-a4, supuso Wexford, ochenta gramos de peso y color blanco, la clase de papel que puede comprarse a granel en cualquier tienda de material de oficina. Antaño, el texto habría sido escrito a mano o a máquina, lo que facilitaba la identificación casi tanto como la caligrafía. Sin embargo, los ordenadores imposibilitaban la detección. El experto averiguaría qué software se había utilizado, qué tratamiento de textos, pero poco más. Las erratas, las mayúsculas erróneas, las letras desplazadas y los trazos defectuosos habían pasado a la historia.

Tal vez hallarían huellas dactilares, pero lo dudaba. El autor de la carta había doblado el papel dos veces en la misma dirección. Junto a él yacía el sobre. Las impresoras láser no imprimen sobres, pero en aquel caso habían recurrido a un programa destinado a imprimir etiquetas. Era una carta espeluznantemente anónima, se dijo.

Estaban sentados en torno a la mesa de Brian St. George, con la carta colocada sobre el centro de cuero. St. George parecía muy satisfecho de sí mismo y ya no se molestaba en disimularlo. No cesaba de sonreír extasiado y alucinado por la increíble noticia con que se había topado.

Era un hombre cadavérico de cara de cuchillo y enorme barriga, que le pendía de los huesos como un saco medio lleno. Su traje gris pálido a rayas necesitaba con urgencia una visita a la tintorería. Las mujeres podían permitirse el lujo de llevar suéteres sin cuello o camisetas escotadas bajo un traje chaqueta, pero en los hombres producía la sensación de que iban a medio vestir; además el jersey de St. George había perdido largo tiempo atrás su color blanco original. El redactor jefe del periódico local apenas podía mantener las manos apartadas de la carta. Las acercaba y luego las retiraba como un niño que torturara a un insecto.

– Supongo que podré fotocopiarla -dijo.

– Que su ayudante personal la copie a mano -replicó Burden-. Pero sin tocarla.

– No están acostumbrados a copiar a mano.

– Pues hágalo usted.

Era la primera vez que Wexford veía al redactor jefe del Kingsmarkham Courier, y no le gustó lo que tenía delante.

– ¿En qué periódico de ámbito nacional había pensado para publicar esto?

– En todos -repuso St. George, temiendo de repente lo peor.

– De acuerdo, pero con la condición de que no aparezca nada hasta que demos luz verde. Eso también va por el Courier, por supuesto.

– Sí, pero… Oiga, lo mejor en estos casos es la publicidad. Necesitan la publicidad. Tendrán muchas más probabilidades de encontrar a esa gente si todo el mundo sabe lo que pasa.

– No publicará nada hasta que le demos luz verde, ¿entendido? Se trata de un asunto muy grave, el más grave en que se verá implicado en toda su vida, probablemente. El señor Vine se quedará aquí para asegurarse de que mis instrucciones se obedecen.

– Es su mujer, ¿verdad?

Wexford no contestó. Había leído la carta. «… Ryan Barker, Roxane Masood, Kitty Struther, Owen Struther…, y entonces, al llegar al nombre de su mujer, las cuatro sílabas le habían asestado un fuerte golpe, letras negras y duras que le asaltaron desde el papel. En aquel momento cerró los ojos sin querer. Esperaba no haber retrocedido un paso por el susto, pero sospechaba que así era. La sangre se le escapó del rostro como un torrente que se abalanzara hacia el centro de su cuerpo, y tuvo que sentarse de inmediato.

– ¿Quién ha visto la carta además de usted, señor St. George? -preguntó en cuanto recuperó el habla.

– Llámeme Brian; todo el mundo me llama así. Sólo la ha visto mi ayudante personal. Verónica.

– Pues no se la enseñe a nadie más. El señor Vine hablará con Verónica. De momento, la consigna es silencio absoluto. Hable con los periódicos que quiera; nos reuniremos con sus redactores jefe dentro de unas horas.

– Si eso es lo que quiere… Me parece un grave error, pero no me queda más remedio que plegarme ante lo inevitable.

– Pediremos a la compañía telefónica que intervenga sus teléfonos -terció Burden al tiempo que levantaba la carta con la mano enguantada y la guardaba en una bolsa de plástico-. ¿Cuántas líneas tiene?

– Sólo dos -repuso St. George en el tono de quien desearía poder decir que tenía veinticinco.

– Esa gente de Planeta Sagrado ha expresado su intención de ponerse en contacto con nosotros hoy mismo. Hay que grabar todas las conversaciones telefónicas que reciba el periódico. A su debido tiempo le enviaré un agente para sustituir al señor Vine.

– Se toman las cosas muy en serio -comentó St. George con una sonrisa.

– Sabrá que la obstrucción de la justicia es un delito -dijo Wexford al tiempo que se levantaba.

– A mí no me mire. Siempre he obedecido la ley, pero supongo que soy libre de expresar mi opinión, y en mi opinión cometen ustedes un grave error.

– Eso lo decidiré yo.

A Wexford se le ocurrieron varias cosas muy desagradables que decir, pero no estaba de humor para enzarzarse en una disputa. Al bajar la escalera se cruzaron con una joven. Tenía una melena de cabello negro y rizado que le llegaba hasta la cintura, y vestía una falda color escarlata de unos veinte centímetros de longitud. La ayudante personal, a buen seguro.

– Me voy directamente a la oficina del jefe de Policía -anunció Wexford-. Necesitamos que nos intervengan todos los teléfonos.

– Sí… No sé cuántos puede intervenir la compañía telefónica, pero seguro que hay un límite. ¿Quiénes son los Struther, Reg? Kitty y Owen Struther. ¿Por qué nadie ha denunciado su desaparición?

Donaldson les abrió la portezuela del coche, y ambos policías se acomodaron en el asiento trasero. Wexford marcó uno de los números de la sede central de la policía de Mid-Sussex, situada en Myringham y pidió que le pasaran con la extensión del jefe de policía. Casi nunca veía al jefe, pues por lo general trataba con Freeborn, el adjunto. Montague Ryder era una figura altiva y distante que de repente se tornó accesible al ponerse al teléfono y acceder a reunirse con Wexford lo antes posible.

– Iré ahora mismo o en cuanto te hayamos dejado. No me parece raro que no hayan denunciado su desaparición, Mike. Probablemente se trata de un matrimonio que vive solo. Supongo que se iban de vacaciones. He estado pensando en el intervalo que transcurrió desde la llamada de Dora a las diez y media, y la de Roxane a las once menos cinco, pero esto lo explica todo. Seguro que llamaron a Contemporary Cars para coger uno de los trenes que sale entre el de las once diecinueve y el de las doce y tres…

– O para ir a Gatwick. Si se iban de vacaciones, puede que fueran en avión.

– Cierto. En cualquier caso, si se marcharon y dejaron atrás una casa vacía, ¿quién iba a saber que habían desaparecido? Y aunque quedara algún familiar, no habría esperado recibir noticias suyas tan pronto. Más raro sería que alguien hubiera denunciado su desaparición. Lo curioso es que eran dos y que uno de ellos tal vez era un hombre en la flor de la vida.

– ¿Quieres decir que es más difícil secuestrar a una persona así que… -Burden se interrumpió para no meter la pata, pero fracasó estrepitosamente-. Bueno, que a una persona… esto… sola.

– Sí.

– Puede que sea un anciano. Tal vez los dos tienen setenta y pico años. Averiguaré quiénes son. A lo mejor basta con echar un vistazo a la guía telefónica. Struther no es un nombre demasiado corriente en estos parajes. ¿Quieres hablar con la familia del muchacho y la madre de la chica?

– Aún no.

– ¿Qué quiere esa gente, Reg? ¿Qué rescate buscan?

– Creo que lo sé.

Wexford apartó la mirada, y Burden no dijo nada más, sino que se apeó del coche y entró en la comisaría. Aunque podría habérselo encargado a otra persona, decidió buscar personalmente el nombre Struther en la guía telefónica. Había dos Struth y quince Strutt, pero tan sólo un Struther. Se trataba de O. L. Struther, Savesbury House, Markinch Lane, Framhurst.

Marcó el número. Cuatro timbrazos y luego, por supuesto, uno de esos malditos contestadores. Burden odiaba profundamente los contestadores. Al menos, el mensaje del de los Struther no era de los graciosillos, no decía algo así como «Vuelve a llamar si se trata de dinero» o «Si es para invitarme a cenar, acepto». Burden oyó una voz de hombre de mediana edad o incluso anciano. Hablaba un inglés en extremo correcto, incluso pedante, y tenía la delicadeza de mencionar a la mujer en primer lugar.

– Ni Kitty ni Owen Struther pueden atender su llamada en estos instantes. Si quiere dejar algún mensaje, hágalo después de la señal, indicando su nombre, la fecha y la hora de la llamada. Muchas gracias.

Burden pensó que merecía la pena intentarlo. Dejó un mensaje en el que pedía a quien pudiera estar allí, lo que era una posibilidad remota, pero no inexistente, que se pusiera en contacto con la policía de Kingsmarkham por un asunto urgente. Después de colgar llamó a la compañía telefónica.

La Unidad Criminal Regional, que se componía de un inspector jefe, un inspector, seis sargentos y seis agentes, todos ellos formados especialmente, tenía su sede en un edificio anodino de Myringham. Antaño había sido un conjunto de salas de subastas; era una edificación de ladrillo marrón con ventanas de estilo vagamente gótico y una puerta lateral. Por las ventanas se vislumbraban por lo general pantallas de ordenador y personas sentadas ante ellas.

Wexford había pasado por allí de camino a la jefatura de policía, un lugar mucho más impresionante que había sido erigido en los ochenta, cuando la arquitectura empezaba a salir de la lamentable situación en que se había hallado sumida los diez años anteriores. La jefatura, situada en la carretera de Sewingsbury, contaba con un tejado muy sofisticado, una suerte de montaje abuhardillado a distintos niveles, con un gran torreón cuadrado en el centro, aleros curvos y pórtico de columnas. En el jardín que se extendía ante el edificio se veía una estatua de sir Robert Peel, quien, además de fundar la policía, había habitado supuestamente una casa en Myfleet durante diez meses, desde el otoño de 1833 hasta el verano de 1834.

El jefe de policía ocupaba un gran despacho en el torreón. La antesala aparecía llena de administrativos sentados a sus ordenadores. Una de las empleadas se levantó y lo acompañó hasta una puerta de caoba con picaportes de latón. Wexford sentía un nudo en la boca del estómago, aunque la idea de ver a Montague Ryder no le ponía nervioso en absoluto. Lo que ocurría era que todos los acontecimientos parecían ahora cargados de sentidos ominosos.

El despacho interior era enorme, como el salón de un buen hotel rural, con sillones, sofás, mesitas de café y un gran jarrón de dalias y margaritas sobre un aparador antiguo. Las ventanas, diseñadas más para contemplar el panorama que para ser abiertas y permitir la entrada de luz, daban a un hermoso paisaje de colinas verdes y valles profundos.

Montague Ryder se levantó de su mesa y se acercó a Wexford con la mano extendida.

– He hablado por teléfono con Mike Burden -empezó-. Creo que me ha puesto al corriente de casi todo. Ha hecho usted bien en titubear, pero tenemos que informar a los padres inmediatamente. Es lo único que podemos hacer.

Ryder era un hombre menudo, delgado pero de aspecto fuerte, mucho más bajo que Wexford. Una melena abundante de cabello gris claro le cubría la cabeza, y sus ojos eran del mismo matiz.

– Es terrible lo de su esposa.

– Sí, señor -asintió Wexford.

– ¿No quiere sentarse?

Se sentaron en sendos extremos de un sofá de cuero verde. A escasos metros, sobre la mesa, había una fotografía enmarcada de una hermosa mujer rubia con dos niños, uno de unos diez y el otro de unos ocho años. Wexford se dio cuenta de que no era capaz de mirar la imagen.

– Esta gente de Planeta Sagrado volverá a ponerse en contacto con nosotros hoy, aunque no sabemos dónde ni cómo -explicó.

– Sí, Burden me lo ha dicho. Ha hecho usted bien en bloquear la publicación de la noticia. Hoy mismo convocaré una rueda de prensa. No le necesitaré para eso.

– No creo que me necesite para nada, ¿verdad, señor? -aventuró Wexford tras un titubeo-. Quiero decir, después de ponerle en antecedentes. No querrá que siga en el caso.

Ryder se levantó. A todas luces, era la clase de persona que no puede estar mucho rato quieta, un hombre con demasiada energía para la vida cotidiana, un hombre al que, sin lugar a dudas, el agotamiento vencía al final de cada día.

– ¿Le apetece un café? Si quiere, pediré que nos traigan un poco -propuso por fin.

– No, gracias, señor.

– Perfecto… De todos modos, bebo demasiado café -comentó, al tiempo que se sentaba en el brazo de un sillón-. Imagino que se refiere a que lo retiraré del caso porque su mujer está implicada en él. En otras circunstancias lo haría, pero en este caso no puedo. No puedo, Reg -aseguró, empleando quizás por primera vez el nombre de pila de Wexford-. Llamaremos a la Unidad Criminal Regional, pero aun así no tengo bastantes oficiales para prescindir de usted. Quiero que usted dirija la investigación. Queda usted al mando.

La primera llamada de un periódico de ámbito nacional se recibió a las diez y media. No pierden el tiempo, se dijo Burden antes de indicar a su interlocutor y a los otros dos que llamaron al cabo de pocos minutos que se dirigieran a la jefatura de policía. Por lo que a él respectaba, cuanto antes celebraran la bendita conferencia de prensa, mejor.

¿Adónde llamarían los de Planeta Sagrado? Burden suponía que llamarían. A fin de cuentas, el correo ya había llegado, y sólo se hacía una entrega al día. Resultaría demasiado peligroso enviar un fax o correo electrónico, ya que su mera existencia proporcionaba muchas pistas sobre el remitente. Así pues, tendrían que llamar. ¿A la comisaría? ¿Al Courier? Burden no lo creía. Tal vez a uno de esos periódicos nacionales tan insistentes, al ayuntamiento, al despacho del alcalde o incluso a la jefatura de policía. No, eso no. Llamarían al lugar más insospechado, a alguien que sin duda alguna transmitiría el mensaje…

¿A una de las hijas de Wexford?

Intentaría conseguir que intervinieran el teléfono de Wexford. Luego iría con Karen Malahyde a Savesbury House, donde vivían los Struther. Nadie había respondido al mensaje que había dejado en su casa. Con toda probabilidad no había nadie allí. No lograba imaginar la casa, pero las casas de campo grandes abundaban en aquella zona, de modo que la reconocería en cuanto la viera. Si los Struther tenían vecinos, cabía la posibilidad de que alguno de ellos hubiera visto algo.

Karen tenía aspecto de policía consagrada a su trabajo. El año anterior la habían ascendido a sargento. Era de expresión seria, ojos oscuros y firmes, pero rostro demasiado neutro y cabello demasiado corto para resultar atractiva. Eso de cuello para arriba. Por debajo poseía los atributos de una modelo de pasarela, una figura perfecta y unas piernas por las que, como había dicho en cierta ocasión John, uno de los hijos de Burden bien merecía morir. Burden no pensaba en las mujeres de aquella forma, rasgo que Wexford, tal vez con ironía, había elogiado por considerarlo políticamente muy correcto. Por su parte, Karen era casi demasiado políticamente correcta para Kingsmarkham, sobre todo en su trato con los hombres. No le importaba si caía bien a Karen o no, pero creía que así era.

La sargento era una excelente conductora, de modo que se puso al volante. En Savesbury Lane fueron detenidos por el cordón policial, pues los alguaciles seguían destrozando cabañas y desalojando a sus ocupantes. Cuando el sargento de chubasquero amarillo vio quiénes eran los ocupantes del coche, se mostró dispuesto a hacer una excepción y dejarlos pasar, pero Karen decidió dar media vuelta y tomar una ruta alternativa por el camino vecinal de Framhurst.

La aldea de Framhurst sería la más afectada del área metropolitana de Kingsmarkham. «Área metropolitana» era un término acuñado por la Oficina de la Red Viaria que a Wexford le ponía histérico, pues Framhurst no era más que una calle principal, un cruce, tres comercios y una iglesia. Hacía ya mucho tiempo que la escuela, construida en 1834, se había convertido en una casa particular que sus moradores llamaban humorísticamente «La escuela».

Los comercios eran una anticuada carnicería familiar a la que acudían clientes de toda la zona, un colmado que también vendía prensa y alquilaba vídeos, y una tetería de toldo a rayas y mesitas instaladas en la acera. Había un cruce con semáforo en el punto en que la carretera de Kingsmarkham cortaba la carretera que iba de Pomfret a Myfleet. Nadie sabía hasta qué punto sería visible la nueva carretera desde las casas que flanqueaban la calle principal, pero sin lugar a dudas se echaría a perder la vista de que se disfrutaba desde la colina a la que conducía dicha calle. El valle entero se extendía a los pies de la aldea, con el bosque, la marisma, la colina redonda y arbolada de Savesbury y el río Brede, que discurría por los campos verde claro y verde oscuro como un hilo largo y tortuoso de seda blanca.

Burden contemplaba el paisaje. Por supuesto, desde allí no se veía a ninguna de esas personas, de los peregrinos convertidos en refugiados que se desplazaban con sus hatillos a nuevos pastos. Un día no muy lejano, una carretera de tres carriles por sentido cambiaría por completo el rostro de aquel lugar como un gran vendaje blanco sobre una herida que jamás sanaría.

Les costó un poco encontrar la casa. Quedaba oculta de la calle por numerosos arbustos y árboles altos. El vecino más cercano era una casita de campo situada a las afueras de la aldea de Framhurst. Pasaron de largo, se dieron cuenta al cabo de unos instantes y dieron media vuelta. El rótulo de la entrada estaba cubierto por clemátides salvajes. Karen se vio obligada a salir del coche y apartar las hojas para distinguir el nombre: Markinch House en letras casi invisibles bajo la nueva denominación de Savesbury House.

– Es curioso -comentó Burden-. Me gustaría saber si a esos como se llamen, los de Planeta Sagrado, les costó encontrar la casa.

– Seguro que el señor y la señora Struther les explicaron el camino por teléfono.

La verja de entrada estaba abierta, por lo que recorrieron en coche un sendero de grava bordeado de cipreses, alisos y sicómoros. Empezaron a aparecer muros de ladrillo y madera a medida que los árboles se espaciaban, y el verde dio paso al rojo, amarillo y violeta de un jardín muy bien cuidado. La casa parecía componerse de dos edificios juntos, uno muy antiguo y pintoresco, con tejados de dos aguas y ventanas enrejadas, y el otro, una estructura alta de estilo georgiano con pórtico. El conjunto debía de ser enorme, se dijo Burden, con espacio suficiente para varias familias, graneros e incluso alas adicionales en la parte posterior.

Hay jardines y jardines, decía su mujer. Casi todos están atestados de plantas de la jardinería local, pero algunos, los exóticos, contienen plantas muy inusuales, plantas que su padre llamaba «de elección», plantas que sólo tienen nombres latinos. El jardín de Savesbury House pertenecía a la segunda categoría. Burden se habría visto en un aprieto de tener que nombrar una sola de aquellas flores, hierbas y trepadoras, pero sí se daba cuenta de que el efecto resultaba muy agradable. El sol que había seguido a la lluvia del día anterior arrancaba una dulce fragancia a la enredadera que extendía sus flores por la fachada georgiana.

La puerta principal de la parte más antigua de la casa, una estructura gótica y muy gastada de color negro, producía la impresión de haber permanecido cerrada desde las bodas de oro de la reina Victoria. Cuando Burden se acercaba a ella con la intención de tirar de una campanilla de hierro forjado, un hombre dobló la esquina de la casa. Miró a Burden, frunció los labios en dirección a Karen y se volvió de nuevo hacia Burden.

– ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren?

Hablaba con la clase de acento del que la mayoría de los británicos se burlan y que los americanos no entienden, un deje pastoso que no puede adquirirse tan sólo yendo a escuelas de elite, sino que requiere además el apoyo de los padres y adiestramiento especial desde los siete años.

Burden no tema necesidad de mostrarse amable, de modo que se limitó a espetar «policía» y a sacar su identificación.

El hombre, un joven de veintitantos años, examinó la fotografía de Burden y luego su rostro como si sospechara que era un impostor.

– ¿Usted también tiene una de éstas o sólo ha venido de acompañante?

Karen hizo algunos gestos alarmantes que Burden conocía, pero quizás el otro hombre no. Parpadeó una vez con fuerza y luego se quedó mirando al joven sin pestañear.

– Sargento Malahyde -dijo al tiempo que le ponía la identificación delante de las narices.

El hombre retrocedió un paso. Era alto y apuesto, e iba muy elegante con sus pantalones y chaqueta de equitación sobre una camiseta blanca. Cualquier pintor o fotógrafo estaría encantado de copiar sus facciones como el arquetipo del caballero inglés de clase alta. Nariz recta, pómulos altos, frente despejada, mentón firme y el tipo de boca que antaño recibía el calificativo de nítida. Por supuesto, tenía el cabello de color rubio pajizo y los ojos, azul acero.

– Muy bien -suspiró-. ¿Qué he hecho? ¿Qué delito menor he cometido? ¿Conducir con los faros apagados o acosar sexualmente a una joven dama?

– ¿Podemos entrar? -preguntó Burden.

– Me parece que no.

– Pues a mí me parece que sí, señor Struther. Es usted el señor Struther, ¿verdad? ¿El hijo de Owen y Kitty Struther?

El joven quedó perplejo y se quedó mirando a Burden en silencio. Luego se acercó a la puerta principal y la empujó. La puerta se abrió con un crujido prolongado y profundo.

– ¿Les ha sucedido algo a mis padres? -preguntó con un esfuerzo por mostrarse despreocupado.

Burden y Karen lo siguieron al interior de la casa. El vestíbulo era de techo bajo, con paredes revestidas de madera hasta media altura, una estancia inmensa con suelo de piedra y muebles negros profusamente tallados que producían la sensación de que Isabel I se hubiera sentado o comido en ellos. Todos se vieron obligados a agachar la cabeza bajo el dintel para entrar en el salón. Allí se veía zaraza floreada, alfombras indias y mesas de diseño recargado. La habitación despedía una fragancia limpia y dulce.

– ¿Vive usted aquí, señor Struther?

Tomaron asiento sin que el joven los invitara.

– ¿Acaso parezco la clase de tipo que vive en casa con su mamá?

– ¿Le importaría decirme dónde vive?

– En Londres, ¿dónde si no? En Fitzhardinge Mews, distrito West One.

¿Cómo no?, se dijo Burden.

– Entonces imagino que ha venido a cuidar de la casa mientras sus padres están de vacaciones.

Aquello pareció sorprenderle. Le miró las piernas a Karen y volvió a fruncir los labios.

– Más o menos -dijo-. No me cuesta nada pasar las vacaciones aquí. Mi madre teme a los ladrones, y mi padre sufre una fobia relativa a los fallos de los desagües, ergo… ¿Le importaría ir al grano?

– ¿Estaba usted en casa cuando un taxista de Contemporary Cars vino a recoger a sus padres para llevarlos a la estación de Kingsmarkham?

– Al aeropuerto de Gatwick -lo corrigió el joven-. Sí, estaba en casa. ¿Por qué?

– ¿Adónde se dirigían?

– Quiere decir dónde están. En Florencia, una ciudad que debe de sonarle más que Firenze.

– Si llama a su hotel, señor Struther, averiguará que no están allí, que no han llegado.

Burden había estado a punto de revelar que Kitty y Owen Struther habían sido secuestrados, pero decidió esperar; la hostilidad de su interlocutor casi se podía cortar.

– Si llama a ese hotel, sabrá que sus padres han desaparecido.

– Es imposible, no le creo.

– Es cierto, señor Struther. ¿Puede decirme su nombre de pila?

– Espero que no sea para llamarme por él; soy bastante anticuado en estas cuestiones. Mi nombre de pila es Andrew. Me llamo Andrew Owen Kinglake Struther.

– ¿Sabe dónde se alojan sus padres, señor Struther?

– Por supuesto, y su pregunta se me antoja muy impertinente. Ya han dicho lo que tenían que decir, he escuchado sus absurdas insinuaciones y ahora me gustaría que se fueran.

Burden decidió desistir. No tenía ninguna obligación de hacer creer a ese hombre que sus padres habían sido secuestrados. Había hecho cuanto estaba en su mano. Horas más tarde, sin duda, Andrew Struther llamaría a la comisaría de Kingsmarkham tras confirmar la noticia en Gatwick y Florencia, pero en lugar de mostrarse contrito y pedir más información sobre lo sucedido, pondría el grito en el cielo por no haberlo sabido antes.

Al cruzar el vestíbulo de suelo de piedra oyeron el sonido de unos pasos rápidos en el piso superior. A continuación vieron a una chica que bajaba la escalera seguida de un pastor alemán. Tendría la edad de Andrew Struther, cutis extremadamente pálido, labios muy rojos y una melena despeinada de color caoba. Vestía vaqueros y lo que parecía la parte superior de un pijama de muñeca. El perro era joven, de pelaje negro y pardo; de hecho, parecía un perro policía con su cuerpo de pelo espeso y reluciente. La muchacha se detuvo al pie de la escalera con la mano apoyada en la barandilla tallada.

– Policías -anunció Andrew Struther.

– Estás de guasa -replicó la joven.

– No, pero no preguntes. Ya sabes lo bajo que tengo el umbral del aburrimiento.

El perro se sentó junto a la muchacha y se los quedó mirando con fijeza. Burden y Karen salieron de la casa, y la puerta se cerró tras ellos con fuerza antes de que pudieran volverse para cerrarla. Burden no hizo comentario alguno, y Karen condujo en silencio. El cielo se había ocultado tras las nubes, y salpicaba el parabrisas una lluvia tan fina que no merecía la pena utilizar el limpiaparabrisas. Burden pensó en los distintos lugares a los que podía llamar Planeta Sagrado, los lugares que conocerían, un consultorio médico, un hospital, una tienda céntrica… En cuanto llamaran, el asunto saldría a la luz sin que nada pudiera detenerlo, por muchas conferencias de prensa que organizaran. La compañía telefónica estaba respondiendo bien, pero no podían intervenir todos los teléfonos habidos y por haber, y eran los únicos con autorización para hacerlo.

Karen encontró estacionamiento casi delante de la casita de Clare Cox, justo donde terminaba la doble línea amarilla de prohibición. Embutió el coche detrás de un Jaguar negro con matrícula del año anterior. Su propietario, según adivinó Burden antes de que nadie se lo dijera, les abrió la puerta. Era un hombre menudo y pulcro que vestía un estrafalario traje de dril. Tenía la tez cerúlea, cabello y bigote negro azabache y aspecto de Hércules Poirot en sus años mozos, pensó Burden.

– Soy el padre de Roxane, Hassy Masood. Entren, por favor. Su madre no se encuentra demasiado bien.

Pese a que a todas luces era asiático o cuando menos de ascendencia asiática, Masood hablaba con acento del oeste de Londres. El entorno que Clare Cox había creado, consistente en artilugios indios y alfombras y tapices que recordaban vagamente a Asia Central, encajaba a la perfección con su aspecto, pero no con su voz, sus modales ni, por lo visto, su gusto. Una vez en el salón, meneó la cabeza con aire exasperado, volvió la mirada hacia el techo y gesticuló enfáticamente.

– ¿No les parece horrenda esta basura? -exclamó.

– Nos gustaría ver a la señora Cox si es posible -pidió Karen.

– Ahora mismo voy a buscarla. Supongo que no tienen noticias de mi hija, ¿verdad? Llegué anoche. Su madre estaba angustiadísima -esbozó una sonrisa forzada que le arrugó las comisuras de los ojos-. Yo también, la verdad. Las familias deben estar unidas en situaciones como ésta, ¿no les parece?

Burden guardó silencio.

– Por supuesto, no me alojo aquí. Uno se acostumbra a los espacios grandes, ¿no les parece? Aquí me ahogaría. Me alojo en el Kingsmarkham Posthouse. Mi mujer, nuestros dos hijos y mi hijastra llegarán hoy.

– La señora Cox, por favor, señor Masood.

– Por supuesto. Siéntense, por favor; pónganse cómodos.

Burden y Karen se quedaron mirando el retrato con fijeza. Roxane era hija de dos personas no especialmente guapas cuyos genes se habían combinado para crear una belleza poco común que en nada se asemejaba a ellos. No obstante, eran los ojos negros y húmedos de su padre los que los contemplaban desde la pared, era su piel cremosa como la nata la que cubría aquellos pómulos finísimos, la barbilla redondeada, los brazos perfectos.

– Esa foto -dijo Clare Cox al entrar en el salón y comprobar que miraban el retrato-. No es muy buena. He intentado pintarla, pero no puedo hacerle justicia.

– Nadie podría hacerle justicia -terció Masood-, ni siquiera… – se interrumpió para buscar un nombre apropiado, pero se le ocurrió el más inadecuado de todos-. Ni siquiera Picasso.

Clare Cox ofrecía un aspecto lastimoso. El llanto constante le había hinchado el rostro y enronquecido la voz. Sus mejillas rojas e inflamadas aún aparecían bañadas en lágrimas. Se dejó caer en una silla cubierta con un chal rojo y violeta, y se reclinó contra el respaldo en actitud de completa desesperación. Burden, que tras la experiencia con Andrew Struther había empezado a albergar serias dudas, comprendió que contar la verdad a los padres era la única vía posible. La esperanza, aunque fuera vaga, era mejor que aquello.

Karen les contó lo sucedido, que al menos de momento, Roxane estaba a salvo. No estaba muerta ni herida, y tampoco había sucumbido víctima de un violador. La única reacción de Masood y la madre de Roxane consistió en quedarse mirando a los policías con expresión estupefacta.

– ¿Secuestrada? -musitó Masood por fin.

– Eso parece, junto con otras cuatro personas. En cuanto sepamos algo más, les pondremos al corriente, se lo prometo.

– Pero de momento no sabemos nada -añadió Karen-. Tenemos intención de intervenirles el teléfono.

– ¿Quiere decir que… vendrá alguien y…? ¿Un ingeniero?

– No, la compañía telefónica puede hacerlo sin venir.

– Pero esos…, los secuestradores… ¿podrían llamar aquí?

– No sabemos dónde ni cuándo se recibirá la llamada, pero creemos que, en cualquier caso, establecerán contacto por teléfono.

Burden les explicó con calma cuan importante era que guardaran silencio, que no hablaran con nadie del asunto.

– Ni siquiera con su mujer ni sus hijos, señor Masood. Con nadie. Cuénteles tan sólo que Roxane ha desaparecido.

Advirtió lo mismo a Audrey Barker y su madre en Rhombus Road, Stowerton. También les pidió permiso para intervenir el teléfono de la señora Peabody. La reacción de Audrey Barker ante la noticia de que su hijo había desaparecido fue muy distinta de la de Clare Cox. No derramó ni una sola lágrima, pero su rostro aparecía más pálido que nunca, sus ojos, más grandes que la última vez, su cuerpo, más flaco aún si cabía. Burden recordó que había estado enferma, que acababa de salir del hospital. La señora Barker parecía lista para un nuevo ingreso.

La señora Peabody estaba sencillamente perpleja. Aquello era demasiado para ella.

– Pero si es un chico alto, muy alto para su edad -repetía una otra vez, con la mano de su hija entre las suyas-. Nunca subiría al coche de un desconocido.

– Él no sabía que era un desconocido, madre.

– Nunca habría subido, es demasiado mayor para hacer una cosa así, y además es muy alto para su edad, Aud, tú lo sabes.

– ¿Podría ver a la otra madre? -pidió Audrey Barker de repente-. ¿Podría encontrarme con ella? Dice usted que también han secuestrado a una chica. Podríamos formar un grupo de apoyo, tal vez incluso con las otras mujeres… ¿Tienen familia?

– No creo que sea buena idea hacer algo así en estos momentos, señora Barker.

– No quiero hacer nada que esté fuera de lugar, pero pensaba que… Bueno, a veces ayuda hablar de ello…, compartir la experiencia.

«Todavía no has tenido ninguna experiencia -pensó Burden con amargura-, y Dios quiera que no la tengas.» En voz alta reiteró que no le parecía buena idea en aquellos momentos.

– No quieren que te inmiscuyas, Aud -terció la señora Peabody.

– Esa gente que ha raptado a mi hijo… ¿Qué quieren?

– Esperamos averiguarlo hoy mismo.

– Y si no consiguen lo que quieren, ¿qué le harán?

De regreso en la comisaría, esperaron la llamada de Planeta Sagrado. También la esperaban en el Kingsmarkham Courier, donde Vine había sido reemplazado por los agentes Lambert y Pemberton. Sólo era mediodía.

Wexford se dijo que las personas secuestradas y encerradas en algún lugar formaban un grupo muy peculiar. Pensaba en aquellos detalles a fin de desterrar de su mente ideas terribles, la imagen de Dora y sus sentimientos. Una modelo potencial de veintidós años que parecía una princesa de Las mil y una noches, un chico de catorce años demasiado alto para su edad, y un matrimonio que, si Burden no exageraba, pertenecía a una elite anacrónica aunque sorprendentemente poderosa, y por último su mujer.

Dora se llevaría mejor con los dos jóvenes, se dijo, que con aquellos dos cuyos horizontes tal vez quedaban restringidos a la caza, las obras benéficas de índole paternalista y la copita de jerez con las amistades antes del almuerzo dominical. Luego se recordó que, a fin de cuentas, los Struther habían decidido ir de vacaciones a Florencia. No todo debía de ser desdeñable en un matrimonio que decidía pasar las vacaciones allí en lugar de en un coto de caza de lagópodos escoceses.

A Dora no le pasaría nada.

– A vuestra madre no le pasará nada -había asegurado a sus hijas por decir algo.

Y ellas le creyeron, como siempre cuando hablaba, como si sus palabras fueran a misa. Sólo él albergaba dudas. Estaba mucho más familiarizado con la maldad de este mundo que ellas. Pero también conocía a Dora. Se esforzaría por ser sensata y práctica; poseía un gran sentido del humor y se dedicaría por completo a consolar a los dos chicos. Esperaba que estuvieran todos juntos, no confinados en soledad.

¿Sabrían los secuestradores quién era Dora? No era la clase de mujer que dijera cosas como «¿Saben quién soy?» o «¿Saben quién es mi marido?». ¿Reconocerían el nombre? No, a menos que les revelara quién era, de eso estaba convencido. Sólo las personas con quienes había tratado sabían su nombre. Pero si Dora se lo había dicho, cabía la posibilidad de que llamaran a su casa, y esperarían que estuviera allí, no en la comisaría. Cuando preguntaran a Dora, ella les diría que su marido estaría en casa a la espera de noticias suyas.

A la una, él y Burden encargaron unos bocadillos. Intentó comer, pero no pudo. Que secuestren a tu mujer adelgaza, aunque él habría preferido la obesidad. En cuanto se llevaron los bocadillos, Wexford bajó para comprobar los progresos que se habían realizado en el acondicionamiento de una sala de crisis.

Unos cinco años antes se había convertido un anexo de la comisaría en gimnasio. Ocurrió en el punto álgido de la obsesión por la forma física, cuando se consideró recomendable que cuando menos los miembros más jóvenes del cuerpo utilizaran con la mayor frecuencia posible bicicletas estáticas, cintas, simuladores de esquí de fondo y steps. Wexford había leído en alguna parte que casi todas las personas que empezaban a hacer ejercicio desistían al cabo de seis semanas como máximo, y resultó ser cierto. En los últimos tiempos, el gimnasio se utilizaba como pista de bádminton, pero como Burden bien había dicho, eso tendría que acabarse.

Estaban instalando los sempiternos ordenadores, módems y teléfonos. Wexford se paseó por la estancia, examinando todos aquellos aparatos, consciente de que todo el mundo lo miraba con curiosidad.

Se había convertido en una víctima.

Ahora que su hijo iba a la escuela, Jenny Burden volvía a dar clases de historia en la Escuela Integrada de Kingsmarkham. Por lo que a ella respectaba, era una lástima que no rigiera en Gran Bretaña el sistema europeo, donde las escuelas empezaban a las ocho y terminaban a las dos. Tal vez acabaría por imponerse gracias a la Unión Europea, un órgano que su marido desdeñaba pero que Jenny consideraba positivo. Tal como estaban las cosas, se veía obligada a buscar a alguien que cuidara de Mark desde las tres y media, cuando salía de clase, y las cuatro, cuando ella terminaba de trabajar.

Pero las cosas eran distintas los jueves, no sólo ese jueves, el primer día del trimestre. Su última clase acababa a las doce y media, por lo que podía irse a casa. El mejor momento era cuando la amiga que recogía a varios niños por la tarde traía a Mark a las cuatro menos veinte, y su hijo corría hacia ella para arrojarse a sus brazos. Hasta entonces, después de comer el único almuerzo de la semana que no incluía patatas fritas o pizza, se arrellanaba en un sillón para leer Gladstone, de Roy Jenkins.

El timbre del teléfono la molestó. Nadie debería llamar durante aquellas dos horas y media idílicas, el único tiempo de que disponía para estar sola. Pese a todo contestó, pues nunca había sido capaz de dejar sonar el teléfono sin ponerse.

– ¿Diga?

Una voz masculina, absolutamente normal, dijo más tarde, sin ninguna clase de acento, algo monótona, imposible determinar si pertenecía a un hombre joven o de mediana edad. Sí podía afirmar que no era viejo. Una voz apagada, tal vez entrenada para carecer de todo matiz regional o pronunciación peculiar.

– Somos Planeta Sagrado. Escuche con atención. Tenemos a cinco rehenes: Ryan Barker, Roxane Masood, Kitty Struther, Owen Struther y Dora Wexford. Dentro de un instante le diré cuál es el precio de su libertad. Por supuesto, si no pagan, morirán uno por uno, pero eso ya lo sabe. Exigimos que se interrumpa de inmediato la construcción de la nueva carretera. Deben detener las obras y no reanudarlas. Éste es el precio por la vida de estas cinco personas. Volveremos a ponemos en contacto con ustedes. Recibirán otro mensaje antes de que oscurezca. Somos Planeta Sagrado, y nuestra misión consiste en salvar el mundo.