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Cleo estaba tumbada en un sofá del salón de la planta baja, con una botella casi vacía de vino rosado en el suelo y una copa totalmente vacía junto a ella. En la pantalla grande del televisor había puesto el DVD de Memorias de una geisha, pero estaba haciendo un gran esfuerzo para mantener los ojos abiertos.
No tendría que haber bebido nada, lo sabía, porque estaba de guardia -y debía redactar un trabajo para su curso de filosofía-, pero encontrar a Pez en el suelo la había afectado mucho. Era extraño, pensó, que viera a seres humanos muertos todo el día y que, con la excepción de los niños, permaneciera emocionalmente indiferente a ellos.
En cambio, la había destrozado ver al pequeño Pez de lado sobre las láminas de roble, gran parte de su color dorado transformado en un bronce apagado, su ojo opaco mirándola, acusatorio, como diciendo: «¿Por qué no has venido a casa a rescatarme?».
Estiró el brazo, se sirvió las últimas gotas en la copa y la apuró. En la pantalla, la geisha estaba instruyéndose en el arte de satisfacer a un hombre. Observó con entusiasmo, sintiéndose de repente más despierta, recobrando las energías. Había puesto la película con la esperanza de aprender algunas cosas que podía intentar con Roy.
Razón por la cual lo único que llevaba debajo de la bata de seda era un conjunto de ropa interior de encaje color crema muy sensual y revelador que había comprado el sábado, por un precio exorbitante, en una tienda especializada de Brighton. Se había pasado toda la noche planeando qué haría cuando llegara Grace. Abriría la puerta, le besaría, luego se apartaría y dejaría que le cayera la bata.
¡Estaba deseando ver su reacción! Una vez había leído que a los hombres les excitaba que las mujeres tomaran la iniciativa. Y a Cleo le excitaba mucho estar allí tumbada, con ese conjunto, pensando en ello. El reloj del vídeo indicaba que pasaban ocho minutos de la medianoche. «¿Dónde estás?», se preguntó.
A modo de respuesta, sonó el teléfono. Se acercó el aparato inalámbrico a la oreja y contestó. Era Roy, en un móvil con interferencias.
– Eh -dijo él-. ¿Cómo estás?
– Bien. ¿Dónde estás, pobrecito mío?
– A cinco minutos del despacho. Tengo que organizar un par de cosas rápidas para mañana, podría estar contigo dentro de media hora. ¿Será demasiado tarde para pasarme?
– No, ¡no será tarde en absoluto! Tú ven cuando puedas. Tendrás una copa esperándote. ¿Cómo ha ido?
– Bien. Ha ido muy bien. Cansado, pero el viaje ha merecido la pena. ¿Estás segura de que quieres que me pase?
– ¡Absolutamente, cariño! ¡Hacer el amor es mucho más divertido con dos personas que con una!
Oyó el pitido de la llamada en espera mientras colgaba. El teléfono volvió a sonar al instante.
– ¿Diga? -contestó.
«¡Mierda!», pensó, y se le cayó el alma a los pies mientras escuchaba la voz al otro lado. «¡Joder, joder, joder! ¿Por qué ahora?»