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Como muchos de los productos del boom inmobiliario de los primeros años de la posguerra, Sussex House, un edificio rectangular de líneas elegantes y dos pisos, no envejecía demasiado bien. Era evidente que el art déco había influido en el arquitecto original; el lugar parecía, desde algunos ángulos, un crucero pequeño y viejo.
Construido a principios de los cincuenta como hospital para enfermedades contagiosas, ocupaba un lugar dominante y aislado en una colina a las afueras de Brighton, justo detrás del barrio de Hollingbury, y sin duda el arquitecto pudo ser testigo de la gloria plena e independiente de su visión. Pero los años siguientes no se habían portado bien con él. A medida que crecía la expansión urbanística, la zona que rodeaba el edificio se transformó en un polígono industrial. Por razones que hoy en día nadie tenía claras, el hospital cerró sus puertas y una empresa de cajas registradoras compró el edificio. Unos años después, fue vendido a una empresa de congelados, que posteriormente lo vendió a American Express, que a su vez lo vendió a la Autoridad Policial de Sussex a mediados de los noventa.
Restaurado y modernizado, se inauguró con un derroche de publicidad como la sede central de alta tecnología del Departamento de Investigación Criminal de Sussex, lo que colocaba a la policía del condado a la vanguardia de la policía británica moderna. Más recientemente, también se había decidido trasladar allí el centro de detención y el bloque de celdas, así que las nuevas instalaciones se construyeron y se agregaron al edificio. Ahora, a pesar de que en Sussex House ya no cabía nadie más, también estaban trasladándose aquí algunas de las divisiones de la policía uniformada. Y con sólo noventa plazas de aparcamiento para una plantilla que se había ampliado hasta cuatrocientas treinta personas, no todo el mundo creía que el lugar estuviera a la altura de lo que se esperaba de él.
El área de interrogatorio de testigos era una denominación demasiado grandilocuente para dos trasteros pequeños, pensó Glenn Branson. El menor, que sólo contenía un monitor y un par de sillas, se utilizaba para observar. El mayor, en el que ahora estaba sentado con el inspector Nick Nicholl y un Brian Bishop muy afligido, estaba decorado para que los testigos, y potenciales sospechosos, estuvieran relajados, a pesar de las dos cámaras instaladas en la pared que los enfocaban directamente.
La sala estaba muy iluminada, tenía una moqueta dura gris y paredes color crema, una ventana grande orientada al sur que ofrecía una vista parcial de Brighton y Hove por encima del tejado de un supermercado ASDA, tres sillas en forma de cubo tapizadas de rojo cereza y una mesita de café con patas negras y superficie de pino falso sin demasiada personalidad, que parecía el último artículo en desaparecer de las rebajas de las tiendas Conran.
Olía a nuevo, como si hubieran acabado de colocar la moqueta hacía unos minutos y la pintura de las paredes aún estuviera secándose, pero aquél era su olor desde que Branson tenía memoria. Sólo llevaba unos minutos ahí dentro y ya estaba sudando, igual que el inspector Nicholl y Brian Bishop. Ése era el problema del edificio: el aire acondicionado era una mierda y la mitad de las ventanas no podían abrirse.
Branson anunció la fecha y la hora antes de activar el interruptor de la pared y poner en marcha el aparato de grabación. Le explicó a Bishop que era el procedimiento habitual y el hombre respondió asintiendo con la cabeza.
Parecía desolado. Vestido con una cara chaqueta de color habano con botones plateados, colocada descuidadamente sobre el polo azul Armani de cuello abierto, las gafas de sol asomando por el bolsillo superior, estaba sentado con el cuerpo encorvado, deshecho. Lejos del campo de golf, los pantalones de cuadros escoceses y los zapatos de dos colores que llevaba quedaban un poco ridículos.
Branson no pudo evitar sentir lástima por él. Por mucho que lo intentara, no podía borrar de su mente la imagen de Clive Owen en la película Crupier. En otras circunstancias tal vez le habría preguntado a Bishop si eran parientes. Y aunque no tuviera ninguna relación con la tarea que le habían encomendado, tampoco podía dejar de preguntarse por qué los clubes de golf, cuyos códigos de vestimenta, como llevar corbata dentro del edificio, siempre le habían parecido absurdamente formales y anticuados, permitían a sus miembros salir al campo como si fueran a participar en una obra de teatro.
– ¿Puedo preguntarle cuándo fue la última vez que vio a su esposa, señor Bishop?
Branson vio la duda antes de que el hombre contestara.
– El domingo por la tarde, sobre las ocho.
La voz de Bishop era melosa, pero deliberadamente inexpresiva, y no podía percibirse ningún rasgo de clase social, como si hubiera trabajado en ella para perder cualquier acento que hubiera tenido en su día. Era imposible decir si provenía de una familia privilegiada o si era un hombre hecho a sí mismo. Su Bentley rojo oscuro, que seguía aparcado en el club de golf, era el tipo de vehículo ostentoso que Branson asociaba más con los futbolistas que con una persona de clase alta.
La puerta se abrió. Eleanor Hodgson, la ayudante de apoyo a la gestión de Grace, una mujer de cincuenta y tantos años, mojigata y nerviosa, entró con una bandeja redonda con tres tazas de café y un vaso de agua. Bishop apuró el agua antes de que Eleanor se marchara de la sala.
– ¿No había visto a su mujer desde el domingo? -dijo Branson, con un punto de sorpresa en su voz.
– No. Paso la semana en Londres, en mi piso. Voy a la ciudad los domingos por la tarde, y normalmente vuelvo el viernes por la noche.
Bishop miró su café y luego lo removió con cuidado, con precisión dificultosa, usando el palito de plástico que Eleanor Hodgson les había dado.
– Entonces, ¿sólo se veían los fines de semana?
– Dependía de si teníamos algo en Londres. Katie venía a veces, a cenar, o de compras. O a lo que fuera.
– ¿Lo que fuera?
– Teatro. Amigos. Clientes. A ella… le gustaba ir, pero…
Hubo un largo silencio.
Branson esperó a que continuara, mirando a Nicholl, pero no obtuvo nada del joven inspector.
– Pero… -le animó a proseguir.
– Su vida social estaba aquí. El bridge, el golf, sus obras benéficas.
– ¿Qué obras benéficas?
– Participa… Participaba en varias. Principalmente en la Sociedad Nacional para la Prevención de Abusos a Menores. Y en una o dos más. Un centro para mujeres maltratadas. Katie era generosa. Una buena persona. -Brian Bishop cerró los ojos y enterró la cara entre las manos-. Mierda. Dios mío. ¿Qué ha pasado? ¿Pueden decírmelo, por favor?
– ¿Tienen hijos, señor? -preguntó Nick Nicholl de repente.
– Juntos no. Yo tengo dos de mi primer matrimonio. Mi hijo que se llama Max, tiene quince años. Y mi hija, Carly… trece. Max está con un amigo en el sur de Francia. Carly está visitando a unos primos en Canadá.
– ¿Quiere que avisemos a alguien? -continuó Nicholl.
Bishop negó con la cabeza, parecía perplejo.
– Le asignaremos un agente de Relaciones Familiares para que le ayude con todo. Me temo que todavía no podrá regresar a su casa durante algunos días. ¿Hay alguien con quien pueda quedarse?
– Tengo mi piso en Londres.
– Necesitaremos volver a hablar con usted. Sería más práctico si durante los próximos días pudiera quedarse por la zona de Brighton y Hove. ¿Tal vez con algún amigo o en un hotel?
– ¿Qué pasa con mi ropa? Necesito mis cosas, mis efectos personales, para asearme…
– Si le dice lo que necesita al agente de Relaciones Familiares se lo traerán.
– ¿Pueden decirme qué ha pasado, por favor?
– ¿Cuánto tiempo llevaba casado, señor Bishop?
– Cinco años… Celebramos nuestro aniversario en abril.
– ¿Diría que su matrimonio era feliz?
Bishop se recostó y meneó la cabeza con incredulidad.
– ¿Qué diablos es esto? ¿Por qué me están interrogando?
– No le estamos interrogando, señor. Tan sólo le hacemos algunas preguntas para hacernos una idea del contexto. Es el procedimiento habitual, señor.
– Creo que ya les he contado suficiente. Quiero ver a mi… mi amor. Quiero ver a Katie. Por favor.
La puerta se abrió y Bishop vio que entraba un hombre vestido con un arrugado traje azul, camisa blanca y corbata de rayas azules y blancas. Medía aproximadamente un metro setenta y cinco y tenía un aspecto agradable, los ojos azules y atentos, el pelo claro, corto y fino. Iba mal afeitado y su nariz había vivido días mejores. Le extendió a Bishop una mano fuerte y curtida, con las uñas arregladas.
– Comisario Grace -dijo-. Soy el investigador jefe de esta… situación. Lo siento muchísimo, señor Bishop.
Bishop le estrechó la mano con sus dedos largos, huesudos y sudorosos, en uno de los cuales lucía un sello con un emblema.
– Por favor, cuénteme qué ha pasado.
Roy Grace miró a Branson, luego a Nicholl. Había estado observando durante algunos minutos desde la sala contigua, pero no iba a revelarle aquella información.
– ¿Estaba jugando al golf esta mañana, señor?
Los ojos de Bishop se movieron, brevemente, hacia la izquierda.
– Sí. Estaba jugando al golf.
– ¿Puedo preguntarle cuándo fue la última vez que jugó?
Bishop pareció abatido por la pregunta. Grace, que no dejaba de mirarle, se percató de que sus ojos se movían hacia la derecha, luego hacia la izquierda, después muy claramente hacia la izquierda otra vez.
– El domingo pasado.
Ahora Grace sería capaz de hacerse una idea de si Bishop mentía o decía la verdad. Observar los ojos era una técnica eficaz que había aprendido gracias a su interés en la programación neurolingüística. Todas las personas tienen dos hemisferios en el cerebro, una parte contiene la memoria, la otra hace funcionar la imaginación -el lado creativo- y la mentira. Es el lado de la «construcción». Los hemisferios en los que se encuentran varían en cada persona. Para determinarlo, se formulaba una pregunta de control a la que era improbable que la persona contestara con una mentira, como la pregunta aparentemente inocente que acababa de hacerle a Bishop. Así que en el futuro, cuando le preguntara algo al hombre, si sus ojos se movían hacia la izquierda, estaría diciendo la verdad, pero si se desplazaban hacia la derecha, hacia el lado de la construcción, sería un indicador de que estaba mintiendo.
– ¿Dónde durmió anoche, señor Bishop?
Con la mirada resueltamente fija al frente, sin revelar nada de manera intencionada o no, Bishop contestó:
– En mi piso de Londres.
– ¿Hay alguien que pueda confirmarlo?
Con aspecto agitado, los ojos de Bishop se movieron rápidamente hacia la izquierda. Hacia la memoria.
– El conserje, Oliver, supongo.
– ¿Cuándo lo vio?
– Ayer por la tarde, sobre las siete… Cuando regresé del despacho. Y luego esta mañana otra vez.
– ¿A qué hora ha llegado al campo de golf esta mañana?
– Pasadas las nueve.
– ¿Y ha ido en coche desde Londres?
– Sí.
– ¿A qué hora ha salido?
– Sobre las seis y media. Oliver me ha ayudado a cargar las cosas en el coche. Los palos de golf.
Grace se quedó pensando un momento.
– ¿Hay alguien que pueda confirmar dónde estuvo entre las siete de la tarde de ayer y las seis y media de esta mañana?
Los ojos de Bishop volvieron a desplazarse rápidamente hacia la izquierda, hacia el modo de la memoria, lo que indicaba que estaba diciendo la verdad.
– Cené con mi asesor financiero en un restaurante de Piccadilly.
– ¿Y su conserje le vio salir y volver?
– No. Normalmente no está después de las siete… Hasta la mañana.
– ¿A qué hora acabó la cena?
– Sobre las diez y media. ¿Qué es esto? ¿Una caza de brujas?
– No, señor. Lo siento si parezco un poco pedante, pero si podemos eliminarle como sospechoso nos ayudará a centrar nuestras pesquisas. ¿Le importaría decirme qué ocurrió después de cenar?
– Me fui a mi piso y caí rendido.
Grace asintió.
Bishop frunció el ceño, mirándole fijamente, luego a Branson y a Nick Nicholl.
– ¿Qué? ¿Cree que conduje hasta Brighton de noche?
– Parece un poco improbable, señor -le tranquilizó Grace-. ¿Puede darnos los números de teléfono de su conserje y su asesor financiero? ¿Y el nombre del restaurante?
Bishop los complació. Branson anotó los datos.
– ¿Podría darme también su número de móvil, señor? Y también necesitamos fotografías recientes de su esposa -le pidió Grace.
– Sí, por supuesto.
Entonces, Grace dijo:
– ¿Le importaría contestar a una pregunta muy personal, señor Bishop? No está obligado, pero nos ayudaría.
El hombre se encogió de hombros con impotencia.
– ¿Usted y su mujer realizaban alguna práctica sexual poco común?
Bishop se levantó con brusquedad.
– ¿Qué demonios es esto? ¡Acaban de asesinar a mi mujer! Quiero saber qué ha pasado, detective…, inspector cómo sea que se llame usted.
– Comisario Grace.
– ¿Por qué no puede contestarme a una pregunta sencilla, comisario Grace? ¿Es mucho pedir que me contesten a una pregunta sencilla? ¿Lo es? -cada vez más histérico, Bishop prosiguió, elevando la voz-: Me han dicho que mi mujer ha muerto… ¿Me están diciendo ahora que la maté yo? ¿Es eso lo que intentan decirme?
Los ojos del hombre se movían nerviosos. Grace tendría que tranquilizarlo. Lo miró. Miró sus pantalones ridículos y los zapatos, que le recordaron a los botines que llevaban los gánsteres de los años treinta. El dolor afectaba a todo el mundo de manera distinta. Tenía experiencia suficiente en el tema, tanto por su profesión como por su vida privada.
El hecho de que ese hombre viviera en una casa vulgar y condujera un coche ostentoso no lo convertía en un asesino. Ni siquiera lo convertía en un ciudadano menos honorable. Tenía que deshacerse de sus prejuicios. Era perfectamente posible que un hombre que vivía en una casa valorada en más de un par de millones de libras fuera un ser humano honrado y respetuoso con la ley. Que tuviera un armario lleno de juguetes sexuales en su dormitorio y un libro sobre fantasías eróticas en el despacho no significaba necesariamente que le hubiera puesto una máscara antigás en la cara a su mujer y luego la hubiera estrangulado.
Pero tampoco significaba que no lo hubiera hecho.
– Me temo que estas preguntas son necesarias, señor. No se las formularíamos si no lo fueran. Comprendo que todo esto sea muy difícil para usted y que quiera saber qué ha ocurrido. Le aseguro que se lo contaremos todo a su debido tiempo. De momento, tenga paciencia, por favor. Le aseguro que entiendo cómo debe de sentirse.
– ¿Ah, sí? ¿En serio, comisario? ¿Tiene idea de lo que es que le digan que su mujer ha muerto?
Grace estuvo a punto de responder: «Sí, en realidad, sí», pero mantuvo la calma. Anotó mentalmente que Bishop no había exigido ver a un abogado, lo que a menudo era un buen indicador de culpabilidad. Y, sin embargo, había algo que no cuadraba. Pero no sabía decir qué.
Salió de la sala, regresó a su despacho y llamó a Linda Buckley, una de las dos agentes de Relaciones Familiares designadas para ocuparse de Bishop. Era una policía muy competente con quien había trabajado varias veces en el pasado.
– Quiero que no pierdas de vista a Bishop. Infórmame de cualquier conducta extraña. Si es necesario, le pondré un equipo de vigilancia.
Ésas fueron sus instrucciones.