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Skunk tuvo la tentación de llamar al móvil de su camello con el teléfono que acababa de robar, porque el suyo se había quedado sin saldo, pero decidió que no merecía la pena arriesgarse a desencadenar su ira. O peor, que lo plantara como cliente, con lo cabronazo que era el tipo. Al camello no le molaría que su nombre figurara en la lista de llamadas de un móvil mangado, en particular uno que iba a vender.
Así que entró en una cabina telefónica que había delante de una hilera de casas mugrientas de la época de la Regencia en el Level y dejó que la puerta bloqueara el barullo del tráfico del viernes por la tarde. Fue como si un horno se cerrara tras él, el calor era casi insoportable. Marcó el número, manteniendo la puerta abierta con el pie. Después de dos tonos, descolgaron el teléfono con un «¿Diga?» cortante.
– Wayne Rooney -dijo Skunk, proporcionándole la clave que habían acordado el último día.
La cambiaban cada vez que quedaban.
El hombre tenía acento del este de Londres.
– Sí, muy bien, ¿lo de siempre? ¿Caballo? ¿Bolsa de diez o de veinte?
– De veinte.
– ¿Qué tienes? ¿Metálico?
– Un Motorola Razor. T-Mobile.
– Tengo tantos que me salen por las orejas. Sólo puedo darte diez por él.
– No me jodas, tío, pido treinta.
– Entonces no puedo ayudarte, colega. Lo siento. Adiós.
– Eh, no, no -gritó con urgencia Skunk, presa de un pánico repentino-. No me cuelgues.
Hubo un silencio breve. Entonces, se oyó de nuevo la voz del hombre.
– Estoy ocupado. No puedo perder el tiempo. El precio de la calle está subiendo y hay escasez. Voy a andar corto durante dos semanas.
Skunk tomó nota del comentario.
– Podría aceptar veinte.
– Diez es mi mejor oferta.
Había otros camellos, pero al último al que había recurrido lo habían trincado, y ahora estaba fuera de circulación, en alguna cárcel. Otro, estaba seguro, le había pasado un material de mierda. Podía llevar el teléfono a un par de compradores, conseguir un precio mejor, pero estaba cada vez más inquieto; necesitaba algo ya, necesitaba poner en orden sus pensamientos. Hoy tenía un trabajo que iba a reportarle mucho más dinero que esto. Luego podría comprar más tema.
– Vale, sí. ¿Dónde quedamos?
El camello, a quien sólo conocía por el nombre de Joe, le dio las instrucciones.
Skunk salió de la cabina, notó el sol abrasándole la cabeza y serpenteó por los carriles atestados de coches de Marlborough Place, justo delante de un pub en el que algunas noches compraba éxtasis en el servicio de hombres. Tal vez incluso tendría el dinero para comprar un poco esta tarde, si todo iba bien.
Giró a la derecha en North Road, una calle de un sentido larga y concurrida que subía por una colina pronunciada. La parte más baja era asquerosa, pero a medio camino, justo después de un Starbucks, comenzaba la zona más vanguardista de Brighton.
El distrito de North Laine era un laberinto de calles estrechas que se extendían por casi toda la colina que bajaba desde la estación hacia el este. Si doblabas en cualquier esquina te encontrabas ante una fila de chimeneas antiguas de mármol en la acera o percheros de ropa curiosa o una hilera de casas adosadas victorianas, construidas originalmente para trabajadores del ferrocarril en el siglo XIX y que ahora eran viviendas modernas, o bien con la fachada arenada de una fábrica vieja transformada en un bloque de elegantes lofts urbanos.
Aunque se trataba de un tramo corto de la colina, le costó un gran esfuerzo subirlo. Hubo un tiempo en que podía correr como el viento, robar con confianza un bolso o un artículo de una tienda, pero ahora sólo podía llevar a cabo una actividad física durante un breve período de tiempo sin extenuarse, aparte de las horas inmediatamente posteriores a un chute o cuando iba colocado de anfetas. Nadie se fijó en él, salvo dos policías de paisano sentados a una mesa en el abarrotado Starbucks, y que gozaban de una clara panorámica de los tejemanejes que tenían lugar en la calle a través de la ventana.
Los dos, vestidos de forma desaliñada, podrían haber pasado por estudiantes que alargaban el café tanto como podían. Uno, más bajo y fornido, con la cabeza rapada y perilla, llevaba una camiseta negra y vaqueros rotos; el otro, más alto, de pelo fino, vestía una camiseta ancha suelta sobre unos pantalones militares. Conocían de vista a la mayoría de los delincuentes de Brighton, y desde que ambos habían ingresado en el cuerpo la foto de Skunk permanecía colgada en una pared de la comisaría central, junto a las de otros cuarenta malhechores, aproximadamente.
Para la mayoría de la población de Brighton y Hove, Skunk era prácticamente invisible. Con el mismo estilo de vestir que en los primeros años de su adolescencia, hoy en concreto una sudadera de nailon arrugada encima de una camiseta naranja andrajosa, pantalones de chándal y deportivas, las manos en los bolsillos y el cuerpo inclinado hacia delante, se fundía en la ciudad como un camaleón. Era el uniforme de su pandilla, la WBC -la Well Big Crew-, una banda rival de la TMC -la Team Massive Crew-. No eran tan sanguinarios como la TMC, cuyos ritos iniciáticos se rumoreaba que consistían en dar una paliza a un poli, violar a una mujer o apuñalar a un desconocido inocente, pero a la WBC le gustaba dar una imagen amenazadora. Sus miembros merodeaban por zonas de tiendas con la capucha puesta, y robaban cualquier cosa que estuviera a mano, atracaban a cualquiera que fuera tan estúpido como para quedarse aislado y se gastaban el dinero principalmente en drogas y alcohol. Ahora Skunk era demasiado viejo para formar parte de la banda, no en vano la mayoría de sus miembros eran adolescentes, pero seguía vistiendo igual y le gustaba la sensación de pertenecer a algo.
Llevaba el pelo rapado -Bethany se lo cortaba cada vez que iba a verle- y una franja de vello estrecha e irregular le bajaba desde el centro del labio inferior hasta la base de la barbilla. A Bethany le gustaba, decía que le daba un aspecto misterioso, en particular si llevaba las gafas de sol púrpuras.
Pero tampoco se miraba demasiado en los espejos. De niño, solía pasarse horas contemplándose, intentando no ser feo, tratando de convencerse de que no lo era tanto como decían su madre y su hermano. Ahora ya no le importaba. Le había ido bien con las chicas. A veces su cara le asustaba, la tenía tan seca, tan ampollada, tan descarnada… Parecía colocada con calzador sobre los huesos del cráneo.
Su cuerpo estaba pudriéndose, no hacía falta ser un genio para verlo. No eran las drogas lo que te destruía, sino las impurezas con que las mezclaban los camellos deshonestos. La mayoría de los días tenía mareos, le ardía la cabeza como si tuviera fiebre, como si viviera en una calima permanente en un momento y entre la niebla invernal después. Tenía la memoria hecha una mierda; no era capaz de concentrarse el tiempo suficiente para ver una película o un programa de televisión hasta el final. Le salían úlceras constantemente. No podía retener la comida en el cuerpo. Perdía la noción del tiempo. Algunos días ni siquiera podía recordar cuántos años tenía.
«Veinticuatro», pensó; o por ahí. Quería preguntárselo a su hermano, cuando lo llamó a Australia la noche anterior, pero no había funcionado.
Fue su hermano, tres años mayor y treinta centímetros más alto que él, quien le puso el nombre de Skunk, y a él le gustó bastante. Las mofetas [1] eran unos animales mezquinos y salvajes. Andaban a hurtadillas, se defendían. Con las mofetas no se jugaba.
De adolescente, lo suyo eran los coches. Descubrió, sin pensar en ello realmente, que tenía facilidad para robarlos. Y cuando se corrió la voz de que podía mangar cualquier coche que quisiera, de repente vio que tenía amigos. Lo habían detenido en dos ocasiones, la primera vez le dejaron en libertad condicional y le prohibieron conducir, a pesar de que era demasiado joven para tener carné, y la segunda, con agravantes de agresión, lo recluyeron en una institución para delincuentes juveniles durante un año.
Y ahora, esa tarde, en el húmedo papel doblado que tenía en su bolsillo, figuraba el encargo para otro coche. Un modelo nuevo de Audi A4 descapotable, automático, con pocos kilómetros, azul metálico, plateado o negro.
Se detuvo a respirar y de repente se apoderó de él un miedo oscuro e indefinido que eliminó de su cuerpo todo el calor del día e hizo que se sintiera como si acabara de entrar en un congelador. Volvía a picarle la piel, igual que antes, como si un millón de termitas treparan por ella.
Vio la cabina telefónica. Necesitaba esa cabina. Necesitaba ese chute para centrarse, equilibrarse. Entró y el esfuerzo de tirar de la pesada puerta le dejó casi sin respiración. «Mierda.» Se apoyó en la pared de la cabina; hacía calor y no corría el aire, estaba mareado, le fallaban las piernas. Descolgó el teléfono, y sujetándose con una mano, sacó una moneda del bolsillo, la introdujo en la ranura y marcó el número de Joe.
– Soy Wayne Rooney -dijo en voz baja, como si alguien pudiera oírle-. Estoy aquí.
– Dame tu número. Ahora te llamo.
Skunk esperó, cada vez más nervioso. Al cabo de varios minutos, por fin sonó el móvil. Nuevas instrucciones. Mierda, Joe estaba volviéndose paranoico. O tal vez había visto demasiadas películas de James Bond.
Salió de la cabina, avanzó unos cincuenta metros, luego se detuvo y, tal como le habían ordenado, miró el escaparate de una tienda donde se cortaba gomaespuma por encargo.
Los dos policías seguían bebiendo sus cafés fríos. El más bajo y fornido, que se llamaba Paul Packer, cogió su taza tras introducir el dedo corazón en el asa. Ocho años atrás, en una refriega, Skunk le había arrancado la parte superior del dedo índice de la mano derecha por debajo del primer nudillo.
Éste era el tercer trapicheo que habían presenciado en la última hora. Y sabían que en estos momentos estaría sucediendo lo mismo en media docena de puntos conflictivos de todo Brighton. A cualquier hora del día y de la noche. Intentar impedir el tráfico de drogas en una ciudad como ésta era como intentar frenar un glaciar lanzándole piedrecitas.
Para alimentar una adicción a las drogas de diez libras al día, un consumidor cometería delitos por valor de tres a cinco mil libras al mes. No había muchos consumidores que gastaran diez libras al día; la mayoría necesitaba veinte, cincuenta, cien o más. Algunos podían tener colocones de tres o cuatrocientas libras al día. Y muchos intermediarios sacaban tajada. Las ganancias eran abundantes a lo largo de toda la cadena. Se hacían algunas detenciones, limpiaban las calles y al cabo de unos días aparecían un montón de rostros nuevos, con nuevas existencias. Tipos de Liverpool. De Bulgaria. De Rusia. Todos tenían una cosa en común: ganaban una pasta gracias a desgraciados como Skunk.
Pero Paul Packer y su compañero, Trevor Sallis, no habían pagado cincuenta libras con fondos de la policía a un informador para que les ayudara a encontrar a Skunk y detenerlo por posesión. Era un personaje demasiado insignificante para tomarse esa molestia. Esperaban que los condujera a un tipo absolutamente distinto, de un nivel muy distinto.
Al cabo de unos momentos, un chico bajito y gordo de unos doce años, cara redonda y pecosa y pelo corto de punta, que llevaba una camiseta de South Park, pantalones cortos y deportivas de baloncesto sin cordones, y que sudaba profusamente, se acercó a Skunk.
– ¿Wayne Rooney? -preguntó el chaval, con voz chillona y confusa.
– Sí.
El chico se sacó de la boca un paquetito envuelto en celofán y se lo dio a Skunk, quien a su vez se lo metió en la boca y le entregó el Motorola. Segundos después, el chico subía corriendo la colina. Y Skunk regresaba a su autocaravana.
Paul Packer y Trevor Sallis salieron por la puerta del Starbucks y le siguieron colina abajo.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Mofeta en inglés es skunk. (N. de la T.)