172104.fb2 Con el agua al cuello - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 13

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Me revuelvo como una bestia enjaulada buscando por dónde llegar a la sede central del First British Bank sin toparme con la manifestación de funcionarios. Mi intención es dejar el Seat cerca de Monastiraki y subir a pie por la calle Mitropóleos hasta el banco.

Mi plan funciona hasta la calle Sócrates, donde empiezan los problemas. He conseguido evitar la manifestación pero tropiezo con un atasco formidable de coches, cuyos conductores han seguido la misma estrategia que yo. Pero no me sorprende eso, sino que, por primera vez en la historia de esta ciudad, nadie protesta, nadie toca el claxon. Parece que las marchas y las manifestaciones diarias han conseguido romper las resistencias y la gente se ha rendido a lo irremediable. También los agentes de tráfico. Cuatro coches más adelante, un conductor intenta dirigirse a un guardia de tráfico apostado en el cruce de San Constantino con Sócrates y éste le responde con un gesto lánguido que significa: «Vamos, circule», renunciando a contestarle con palabras.

Cuando llego a la altura del agente, me identifico y pregunto:

– ¿Hay alguna manera de llegar a la calle Mitropóleos evitando este atasco?

– ¿No ha podido encontrar un coche patrulla? -se sorprende-. ¿Están todos de servicio?

– Yo estaba en los juzgados por un asunto de trabajo y me han avisado para que acudiera urgentemente a Mitropóleos.

– No sé qué decirle, señor comisario. Tal como están hoy las cosas, yo, en su lugar, no iría ni a por tabaco sin un coche patrulla.

Zanja así la conversación y yo avanzo un par de metros hasta pegarme otra vez al coche de delante. Se me ocurre dejar San Constantino en la plaza de Omonia, rodear la plaza y seguir por Atenea, pero tengo miedo de liarme todavía más y abandono la idea.

Parece que las cosas mejoran un poco en la avenida del Pireo. Bajo hasta Gasi y enfilo la calle Hermes. De ahí a Monastiraki no hay más de medio kilómetro.

Me felicito por haber dejado el Seat en la calle Atenea, pues está prohibido circular por Mitropóleos. El edificio se encuentra subiendo a la izquierda. Es, en efecto, un inmueble neoclásico de tres plantas que acaban de restaurar. Delante del edificio, varios coches patrulla han bloqueado la calle y dos agentes de policía custodian la entrada. El único vehículo que no es policial es la ambulancia. Varios agentes de tráfico intentan alejar a los curiosos.

Me identifico ante un oficial y entro en el banco. Enseguida descubro que el estilo neoclásico sólo es una fachada, porque en el interior la arquitectura tradicional ha sido sustituida por elementos de metal y vidrio. Pregunto a otro oficial dónde está la víctima y subo al tercer piso.

El ascensor se abre a una sala de espera que, como siempre, alberga el escritorio de la secretaria. Apenas he tenido tiempo de dar los buenos días cuando casi me doy de bruces con Stazakos. Sabía que iba a encontrármelo, pero al parecer he reprimido la idea. Por lo tanto, me pilla desprevenido y me toma la delantera.

– ¿Qué haces tú aquí? -pregunta con acritud.

– Nada en especial -le digo en el mismo tono-. Me han avisado de que hay otra víctima, asesinada como Zisimópulos. ¿Y tú?

Stazakos me mira con una mezcla de altivez y aburrimiento.

– Escucha, Jaritos. Te dije desde un principio que estos asesinatos son obra de terroristas, y no me hiciste el menor caso. Pues bien, ahora lo verás por ti mismo.

A punto estoy de soltarle que, en el desierto, los hambrientos ven espejismos y que él está hambriento de éxito y fama, pero me callo para no discutir con él delante de los demás policías y de los expertos de la Científica, que ya nos lanzan miradas de curiosidad.

– En estos momentos están abiertas las dos posibilidades, la del atentado terrorista y la del crimen común. Por lo tanto, tengo la obligación de investigar -le digo con calma.

Stazakos se encoge de hombros.

– Te bastaría con leer mi informe, pero allá tú, haz lo que te parezca.

Doy por finalizada la conversación y entro por la puerta abierta al despacho contiguo. Tengo que frenar en el último momento para no caerme encima de Stavrópulos, el médico forense. Está arrodillado junto a un cadáver decapitado, que luce un carísimo traje gris con camisa blanca y corbata a rayas azules. Los puños de la camisa están abrochados con gemelos. De debajo del puño izquierdo asoma un reloj de oro. No sé cómo solía vestirse Zisimópulos, ya que lo encontramos con ropa como para trabajar en el jardín, pero Robinson me recuerda a un maniquí de escaparate. En el lado izquierdo, a la altura del pecho, alguien ha dejado una hoja tamaño Din-A4 con una enorme D, igual que en el caso de Zisimópulos. El asesino también dejó aquí su firma, pienso, y eso no augura nada bueno.

Stavrópulos alza la vista hacia mí.

– Lo han degollado, igual que a Zisimópulos -dice secamente-. El asesino debió de esconderse detrás de la puerta y le sajó el cuello en cuanto entró en el despacho. Sólo te digo una cosa: el asesino maneja la espada como un profesional.

– ¿Dónde está la cabeza?

Stavrópulos señala un paquete envuelto en celofán, en el suelo, junto al escritorio. El golpe debió de ser tan fuerte que la cabeza, tras desprenderse del cuerpo, rodó unos metros. Me acerco y contemplo la cabeza de un hombre que rondaba los cuarenta y cinco y tenía abundante pelo negro. Los ojos, abiertos, contemplan el techo.

– ¿Hora aproximada de la muerte?

Stavrópulos consulta su reloj.

– Ahora son las once. Debió de morir entre las cinco y las siete de la mañana.

– ¿Esta misma mañana?

– Sí. Aún estaba caliente cuando he llegado.

– ¿Y cómo entró el asesino? ¿Nadie lo ha visto?

El forense se encoge de hombros.

– No sé qué decirte. Pregunta a los de la Científica, tal vez ellos tengan alguna pista.

De repente me doy cuenta de que mis ayudantes no están aquí y me enfurezco. Me han enviado a mí y ellos se han quedado en su despacho, hablando de las pensiones. Enseguida llamo a Dermitzakis para pegarle la bronca, porque él es, de los dos, el que más se escaquea.

– Estábamos a punto de salir, pero nos ha detenido Stazakos -se justifica-. Nos ha dicho que él se encargaba, que no hacía falta que fuéramos.

– Venid ahora mismo. Y la próxima vez que Stazakos os diga qué tenéis que hacer, me llamáis para confirmarlo.

Salgo del despacho con la intención de poner las cosas en su sitio. Stazakos está hablando con su segundo, Sgurós, un hombre serio que ha sudado sangre al lado de su jefe.

– Dime, Lukás, ¿desde cuándo decides tú lo que han de hacer mis hombres?

Al principio no comprende de qué le hablo.

– ¿Qué hombres?

– Vlasópulos y Dermitzakis. Les has dicho que no hacía falta que vinieran.

– Tampoco hacía falta que vinieras tú -contesta con arrogancia mientras Sgurós opta por alejarse discretamente.

– Es Guikas quien decide lo que hace falta y lo que no. Y en mis investigaciones, soy yo quien decide, ¿estamos?

Lo dejo para ir en busca de Dimitriu, de la Científica; quizá él pueda darme alguna información. Está inspeccionando unos armarios en la segunda planta.

– ¿Sabes ya cómo entró el asesino?

– Seguramente, por la puerta trasera. La alarma estaba desactivada.

– ¿No tienen guardias de seguridad?

– No, sólo una alarma. Tampoco hay puertas con cámaras, de esas que fotografían a los que las cruzan. La tacañería de los ingleses… Nosotros, al menos, nos hemos ido a pique por derrochadores, pero ellos, con lo míseros que son, ¿cómo demonios han podido irse a pique?

– Echemos un vistazo.

Bajamos a la planta baja y atravesamos la gran sala abierta al público. Dimitriu me conduce a través de una puerta que hay detrás de las dos cajas. Entramos en una especie de cuartito lleno de estantes. Da la impresión de que ahí se guardan los impresos del banco. Dimitriu abre otra puerta, al fondo del cuartito, y salimos a un callejón.

– Es la calle Petrakis. De noche por aquí apenas pasa un alma -dice-. El asesino debió de desactivar la alarma con toda tranquilidad, después se escondió en el cuartito y esperó hasta la mañana.

Está tan claro que no hacen falta más explicaciones.

– ¿Dónde está el personal del banco?

– Stazakos los ha encerrado en la cantina del sótano, para interrogarles.

Volvemos a entrar en el banco y bajo una escalera de caracol que conduce al sótano. El «prohibido fumar» que impera en los espacios públicos ha quedado derogado por razones de fuerza mayor. Todos fuman y hablan a voces. Las discusiones se interrumpen en seco en cuanto entro en el bar.

– Sé que están conmocionados y no les cansaré con mis preguntas -digo a todos y a nadie en particular-. Les tomaremos declaración más tarde, pero de momento me gustaría hablar con la secretaria de Richard Robinson.

– Soy yo. Fedra Daskalaki -dice una cincuentona sin maquillar y que luce sus primeras canas.

– ¿A qué hora solía venir al despacho Robinson por la mañana?

– Normalmente, hacia las siete; a veces a las seis y media. Le gustaba ser el primero en llegar, repasar los documentos pendientes de trámite y ver cómo iban las bolsas. A esas horas no hay llamadas ni reuniones y podía concentrarse en su trabajo sin que nadie le molestara.

– ¿Seguía el mismo horario todos los días?

– Sí, excepto cuando estaba de viaje.

Eso quiere decir que los empleados del banco, e incluso tal vez algún cliente, sabían su horario. Eso, sin embargo, no descarta que alguien ajeno al banco conociera las costumbres de Robinson.

– ¿A qué hora se iba por la tarde?

– En torno a las seis. Solíamos marcharnos al mismo tiempo, porque prefería que yo estuviera en el despacho mientras él trabajaba.

– ¿Quién activaba la alarma?

– Se activaba automáticamente.

– ¿Cuántas personas conocían el código?

– Sólo el señor Robinson y yo. Y la empresa de seguridad, claro está. -Pese a su agitación, sus respuestas son claras y concisas.

– ¿Puede darme la dirección del domicilio del señor Robinson?

– Vivía en Psijikó, en la calle Malakasi, número 5. Junto al parque -contesta la secretaria.

– ¿Quién es el responsable de las cuentas de clientes?

Un cuarentón rapado casi al cero y vestido de punta en blanco se levanta de una mesa, al fondo de la cantina. Me mira sin presentarse, lo que me obliga a preguntarle su nombre.

– Manos Kastanás.

– Señor Kastanás, quiero que entregue a mis ayudantes una copia de su cartera de clientes.

Tras mirarme con ironía, dice:

– Lo que me pide viola el secreto bancario, señor comisario.

– No le pido números ni que me enseñe sus cuentas. Sólo quiero los nombres de los titulares. Es posible que tengamos que interrogar a algunos de sus clientes. Si fuera necesario ver las cuentas, vendré con una orden judicial. Mis ayudantes llegarán en cualquier momento.

Por lo general, no me gustan los interrogatorios en grupo, así que pongo fin a las preguntas. En el momento en que vuelvo a poner el pie en la planta baja, veo entrar en el banco a mis dos ayudantes. Mando a Vlasópulos a la cantina para que concluya el interrogatorio, ya que tiene un instinto especial para detectar a los que se van fácilmente de la lengua.

– ¿Qué hago yo? -pregunta Dermitzakis, siempre receloso de que encargue a Vlasópulos las tareas suculentas y le deje a él los huesos.

– Tú recorrerás una por una las tiendas de la calle Petrakis, por si alguien ha visto a un individuo sospechoso observando el banco estos últimos días.

Ya sé que no averiguará nada, porque las tiendas están cerradas a la hora en que Robinson llegaba a su despacho. Pero nunca se sabe. En cualquier caso, no podemos dejar ningún resquicio.

Apenas se va Dermitzakis, veo que Stazakos sale del ascensor acompañado de su segundo. Le informo de lo que he averiguado acerca de los horarios de Robinson.

– Esto significa que un montón de personas sabían que entraba siempre temprano -comenta él.

– Exacto. Los empleados y, posiblemente, algunos clientes.

Después le informo de que he pedido la cartera de clientes y recibo sus generosos elogios. Me guardo para mí la dirección de Robinson, porque quiero ser el primero en llegar. No porque me importe ser el primero, sino porque estoy casi convencido de que, si el asesino le seguía, empezaba a hacerlo desde su casa. Además, no tengo por qué ayudar a Stazakos más allá de lo estrictamente necesario.