172104.fb2
Llamo al timbre del interfono donde reza «RICHARD ROBINSON», en el bloque de pisos de la calle Malakasi, y una voz pregunta enseguida:
– Yes?
Contesto con un autoritario Pólice y la puerta se abre de inmediato.
El timbre no indica en qué planta está el piso de Robinson, pero doy por sentado que un alto ejecutivo de un banco extranjero no puede vivir más que en el ático. Subo a la quinta planta y doy en el clavo. Ya me espera en la puerta una mujer de origen asiático, estatura media y edad indeterminada.
– Soy el comisario Jaritos -me presento en griego.
– Sorry, I don't speak Greek.
Qué bien, me digo, los extranjeros que vienen a vivir en Grecia se traen consigo sus muebles y a sus propios inmigrantes. Los nuestros no acaban de convencerles.
– I want to see the house and to ask some questions.
Me da la espalda y toma la delantera, para enseñarme la casa. Primero me hace pasar a un salón gigantesco decorado en plan moderno, es decir: cuatro muebles en las esquinas y el resto, un descampado. Con excepción de un equipo estereofónico con dos altavoces enormes y un televisor de tamaño mediano, el espacio resulta totalmente neutro. No hay escritorio ni biblioteca para que me tome la molestia de inspeccionarlos. Abro una puerta ventana de doble hoja y salgo a la terraza. Es inmensa como un jardín y está a rebosar de plantas y arbustos. En el centro hay un banco de hierro, un columpio y una mesa con cuatro sillas. La terraza da al parque de Psijikó y su vegetación exuberante crea la ilusión de ser la continuación de aquél.
Con un gesto, le pido a la asiática que prosiga su tour por la casa. Me conduce al dormitorio, una estancia también espaciosa que contiene una cama de matrimonio de buena factura y dos mesillas de noche. Un armario empotrado cubre toda la pared de la izquierda. A la derecha hay un gran ventanal que da a un bloque de pisos lejano.
Abro, una tras otra, las cinco puertas del armario. Dos de las divisiones contienen trajes y, en los cajones correspondientes, camisas, calcetines y ropa interior masculina. Las tres divisiones restantes están vacías.
Me pregunto para qué quería un piso tan grande un hombre que vivía solo, por muy director del First British Bank que fuera. Mi pregunta encuentra respuesta en cuanto entramos en el dormitorio siguiente, que es infantil. Por lo tanto, Robinson no vivía solo.
– Where is the family? -pregunto a la asiática.
– She left him -responde-. She took Nancy and went back to London.
Así que no era un soltero, sino un marido abandonado. Su mujer cogió a la hija y volvieron a Londres.
La asiática me cuenta que la pareja discutía a diario, porque a la mujer de Robinson no le gustaba Atenas. No conocía a nadie y se aburría sola con la niña. Pero él no quería pedir el traslado, porque consideraba el puesto de Atenas una oportunidad única para ascender en el escalafón. Y al final su mujer hizo las maletas, cogió a la niña y se marchó.
Le pregunto cuándo se fue.
– It's a month now -dice ella. Hace un mes. Y añade que tal vez debió de haberse marchado ella también-. Maybe I should have left with her.
Le pregunto por qué, con la esperanza de averiguar algo acerca del carácter de Robinson.
– Because now he is dead and I have no job.
No es el carácter de Robinson lo que le ha hecho cambiar de opinión, sino el hecho de haber sido asesinado, dejándola sin trabajo. De repente, lo lamento por el pobre Robinson. El mes pasado le abandonó su mujer llevándose a la hija y ahora está muerto.
Le pregunto si había detectado algo sospechoso por las mañanas, cuando su jefe iba a trabajar, o por las tardes, cuando volvía.
Ella se encoge de hombros.
– No, but you have to ask Vasilis.
Pregunto quién es ese Vasilis.
– The security man -dice.
Mira por dónde, no tenía grandes medidas de seguridad en el banco pero sí en su casa. Aunque también es posible que contratara a un segurata porque notó algo sospechoso.
Salgo del ascensor y me encuentro a Vasilis sentado en una silla detrás de la entrada. Al ver que me acerco, se pone de pie.
– No estabas aquí cuando he llegado -le suelto a modo de introducción.
– Tengo instrucciones de recorrer a cada hora el perímetro del edificio y el parque.
– ¿Todos los días o sólo hoy?
– Todos los días. Es la rutina.
– ¿Has visto últimamente algo sospechoso, movimientos extraños, a alguien que vigilara la casa…?
– Los días en que yo he estado, no, no he visto nada. Pero no soy el único vigilante, a veces mandan a otro. A mí me toca más o menos cinco días a la semana. De todas maneras, esta zona es como un cementerio. Desde que regularon el tráfico de Psijikó, pasa un coche cada hora y no se oye el vuelo de una mosca. Estos últimos días ha estado viniendo una mendiga, pensando que sacaría algo de los forrados del barrio. La echábamos y ella volvía. Pero no conseguía nada y acabó por desaparecer.
– ¿Para qué empresa de seguridad trabajas?
– Para Galapanos Security Systems.
– ¿Os contrató Robinson?
– ¿Quién? ¿Ese al que se han cargado? No, la comunidad de vecinos es la que contrata la seguridad.
Tomo nota, para decirle a uno de mis ayudantes que interrogue a los demás vigilantes que trabajan aquí, para no dejar cabos sueltos. Si Robinson no fue quien contrató a la empresa de seguridad, entonces es que el ejecutivo no había detectado nada sospechoso. El asesino, seguramente, vigilaba el banco, que es lo más lógico. Le interesaban las salidas y entradas de Robinson en el trabajo, no su casa.
El trayecto de Psijikó a la avenida Alexandras no presenta problemas. Recorro la avenida Kifisiás y llego a mi despacho en un tiempo récord. Mis dos ayudantes no están, pero Sotirópulos espera en el pasillo.
Sotirópulos es el abanderado de los periodistas que se dedican a las crónicas de sucesos. Viejo izquierdista que ahora anda perdido, conserva, sin embargo, esa expresión de revolucionario que pretende hacerte sentir culpable por haberte puesto al servicio del sistema.
Con el correr del tiempo hemos acabado estableciendo una relación curiosa. Él me ataca a la menor oportunidad y yo le llamo «Robespierre vestido de Armani» y le mando al cuerno cuando ya me toca las narices. En el fondo, sin embargo, nos tenemos una especie de respeto. Él me respeta porque sabe que, aunque le conteste con evasivas, nunca le miento. Y yo le respeto a él porque es inteligente, agudo, y muchas veces me abre los ojos, aunque siempre intenta cobrarse su colaboración.
– Vengo de las declaraciones sobre los dos asesinatos -dice.
– ¿Quién ha hablado con los medios? -le pregunto ya en mi despacho.
– Guikas. -Por fortuna no ha sido Stazakos; eso sería una mala señal-. Pero, dime, ¿en serio creéis que se trata de atentados terroristas?
– ¿Tú no lo crees? -pregunto para ver su reacción.
– Vamos… Con mucho gusto mataría yo a un banquero y, como sabes, no soy ningún terrorista. La teoría del atentado no es más que una cortina de humo, ahora que habéis hundido al país entero.
Sus opiniones sobre la tragedia acuática de Grecia no me conciernen. Además, en este país todo el mundo le carga el muerto al otro, y Sotirópulos también tiene derecho de adjudicarlo a todos sin excepción. Por otra parte, en momentos como éste me cae especialmente simpático, porque sus palabras confirman mis teorías más elementales. Por razones profesionales, sin embargo, me veo obligado a recurrir una vez más a evasivas.
– No hemos afirmado que se trate de atentados terroristas, sólo decimos que no se puede descartar esta posibilidad, como tampoco se puede descartar ninguna otra. Lo único cierto es que tenemos dos cadáveres y ninguna pista. Todavía trabajamos a ciegas.
– De acuerdo, lo admito. Pero ¿cuándo has visto a terroristas matando con una espada? Desde los chechenos hasta Al Qaeda, todos emplean bombas en ataques indiscriminados.
Ya que sigo haciéndome el tonto, tengo que recurrir a los argumentos de Guikas.
– No olvides que en Grecia los atentados no suelen ser indiscriminados. Nuestros terroristas atacan a víctimas elegidas. Están más cerca de los asesinatos políticos.
– Sí, pero matan con pistola y, además, siempre con la misma. La pistola deja una firma; la espada, no. Lo mismo da que mates a un hombre que a un pollo.
Parece que Guikas no ha informado de la D enganchada al pecho de las víctimas, así que tampoco yo la menciono. Pienso exactamente lo mismo que Sotirópulos, pero no puedo decirle que la orden de considerar esas muertes un ataque terrorista viene de arriba.
– Nada se pierde por investigar. Recuerda que ahora tenemos también a una víctima extranjera, un director de banco. Y la única manera de que los extranjeros te dejen trabajar en paz es hablarles de terrorismo.
Sotirópulos se encoge de hombros.
– En teoría, quizá tengas razón -dice-. Aunque yo prefiero seguirte a ti.
– ¿Por qué? -pregunto sorprendido.
– Porque te conozco. Tú no estás pensando en atentados terroristas. Tú sigues otros derroteros.