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Al abrir los ojos estoy solo en la cama, porque Adrianí ha madrugado más que yo, como siempre. La veo en la sala de estar, dedicada a la primera de sus rutinas diarias, la limpieza. A continuación vendrá la compra. Va al supermercado más cercano cada diez días, aunque para comprar «lo gordo», como dice ella. La carne, el pescado y la verdura los compra cada día en las tiendas del barrio, para que no pasen muchos días en la nevera. La tercera tarea es la cocina.
A punto estoy de alegrarme de que Adrianí haya superado la conmoción de la víspera cuando veo que las persianas de la terraza, que da al bloque de pisos de enfrente, están bajadas más de la mitad. Adrianí advierte mi mirada clavada en las persianas.
– No puedo mirar. Tengo la sensación de que lo veré caer otra vez.
– Pero hoy te encuentras mejor, ¿verdad? -afirmo con la manifiesta intención de arrancarle un «sí».
– ¿Qué significa «mejor»? No tenía la gripe para ahora recuperarme.
Opto por bromear.
– Si Katerina estuviera aún en Salónica, te enviaría a pasar unos días con ella.
– Y yo iría con mucho gusto -responde secamente. Suelta un suspiro y añade-: Ojalá estuviera haciendo aún el doctorado, en lugar de ponerse en la cola de los que buscan empleo.
Piensa en las dificultades de su hija y no se le ocurre preguntarse cómo habría podido yo pagarle sus estudios en estos momentos en que nos ha caído el hacha encima.
Tomamos el café de la mañana precipitadamente, ella inmersa en sus pensamientos y yo, en el silencio. Cuando subo al Seat, tengo el ánimo por los suelos, pero no contaba con que se añadiría el móvil, que suena en el momento en que abandono Spiru Merkuri para enfilar la calle Mijalakopulu.
– ¿Dónde estás? -Es Guikas.
– En el coche.
– Ven directamente a mi despacho.
Ni me gusta su tono de voz ni el hecho de tener que ir a su despacho tan temprano. Me consuelo pensando que no puede tratarse de una nueva víctima; de ser así, me habría enviado directamente al escenario del crimen. Descartado el crimen, sólo queda una posibilidad: una reunión con el ministro. Digamos que no me hace especial ilusión, pero siempre es mejor que otro cadáver decapitado.
Para mi sorpresa, Guikas está solo.
– Tenemos visitas importantes -anuncia en cuanto entro en su despacho. Antes de proseguir, ordena a Kula que avise también a Stazakos. Luego se dirige a mí-: Dos jefazos de Londres -explica-. El subdirector de la Brigada Antiterrorista londinense y un agente del MI5, el servicio de inteligencia británico.
– ¿Quién les ha invitado?
– El director general de la policía, aunque estoy convencido de que actuó por orden del ministro.
– ¿Y por qué? ¿Tan seguro está de que se trata de un atentado terrorista?
Guikas se echa a reír.
– A veces me pregunto cómo es posible que seas policía, Kostas. Y bueno, además -añade para evitar malentendidos.
– ¿Por qué?
– ¿No te das cuenta? Desde que la Unión Europea y el FMI nos dieron los ciento diez mil millones, nos desvivimos por demostrar que somos buenos chicos. No perdemos la oportunidad para reclamar su aprobación. Lo mismo hace el ministro. Quiere que los ingleses aprueben sus buenas acciones. Que los dos asesinatos sean o no atentados terroristas es lo de menos. Si lo son, ha dado en el blanco. Si resulta que no lo son, también habrá acertado, porque ya se habrá cobrado los elogios. ¿Sabes lo que significa cobrar en los tiempos que corren?
No me da tiempo a responder que lo sé, porque entra en el despacho Stazakos y la clase magistral queda interrumpida. Stazakos lleva dos archivos voluminosos bajo el brazo.
– ¿Qué es eso? -pregunta Guikas.
– Los expedientes de los dos asesinatos. El jefe me ha llamado y me ha dicho que los llevara conmigo. -No dice nada más, pero con su cara paga.
Subimos los tres al coche de Guikas y ponemos rumbo a la calle Katejaki. Durante el trayecto nadie abre la boca, cada uno por razones distintas. Guikas, porque le ha sentado mal que el jefe se lo haya saltado y le pidiera los expedientes a Stazakos. Éste, porque intuye que será el protagonista de la reunión. En cuanto a mí, porque los días buenos se ven ya desde por la mañana: he salido de casa con el ánimo sombrío y todo indica que seguiré sintiéndome como una planta marchita.
– Pasen enseguida. Están esperándoles -dice la secretaria del ministro con una ansiedad que, sin duda, refleja el nerviosismo de su jefe.
El ministro, el director general de la policía y los dos británicos están sentados en torno a la mesa de reuniones, charlando y riéndose frívolamente. En cuanto aparecemos se levantan, incluido el ministro, que se encarga de hacer las presentaciones. A primera vista, los dos británicos parecen simpáticos. El agente del MI5 tendrá unos treinta y cinco años y es alto y moreno; el subdirector de la Brigada Antiterrorista debe de rondar los cincuenta. Este último es el menos risueño de los dos, pues el agente del MI5 nos recibe con grandes sonrisas, como si estuviera encantado de conocernos.
Ocupamos los asientos vacíos alrededor de la mesa y nuestro director general indica a Stazakos que proceda a recapitular la situación. Esto, por sí solo, señala el rumbo que sigue la investigación y da toda la razón a Guikas.
En cuanto a Stazakos, debo reconocer una cosa: habla perfectamente varios idiomas extranjeros. Aunque no lo aprecie ionio policía, en lo que se refiere al dominio de lenguas extranjeras él es un hacha y yo un aficionado. Si el jefe le ha encargado la presentación para impresionar a los británicos con los conocimientos lingüísticos de los policías griegos, ha dado en el clavo.
Cuando Stazakos concluye el resumen, nosotros nos quedamos callados esperando los comentarios de los británicos, que intercambian miradas. Cyril Benson, el del MI5, cede la palabra a Charles Connolly, el subdirector de la Antiterrorista londinense. Éste empieza a hablar midiendo sus palabras.
– If these murders were committed in London, I would have excluded any terrorist act -dice. Si los asesinatos se hubieran cometido en Londres, descartaría cualquier posibilidad de que fueran actos terroristas-. But there are differences between Greece and the UK -prosigue. Hay diferencias entre Grecia y el Reino Unido. Luego se vuelve hacia el ministro-. Ha hecho bien en solicitar nuestra ayuda -le dice en inglés con una sonrisa.
– Siempre estamos dispuestos a colaborar -responde el ministro en inglés. Se siente halagado, tal como había previsto Guikas.
A partir de este momento, el único interés de la reunión consiste en observar a Stazakos, que se crece poco a poco, ya que Connolly repite palabra por palabra los razonamientos de su colega griego. Más aún, pone como ejemplo la organización 17 de Noviembre para convencernos de que la elección de esas víctimas forma parte del modus operandi del terrorismo griego.
Nadie opone objeciones. Ni el agente de inteligencia, porque ya había optado por dejarle la iniciativa, ni yo porque estoy resignado a escuchar el sermón. El único que expresa ciertas reservas es Guikas.
– Ciertamente. Sin embargo, la nueva generación de terroristas prefiere los ataques indiscriminados -dice en un inglés que no pasa del nivel amateur, como el mío. A continuación le pasa la pelota a Stazakos-: ¿No es cierto?
– Yes, itis true -masculla éste con desgana.
Connolly, sin embargo, razona que podría tratarse de un nuevo grupo que emplea el mismo modus operandi que la organización 17 de Noviembre. Su argumento principal es que todavía nadie ha reivindicado la autoría.
– Es posible que la D que encontramos sobre el pecho de las víctimas sea una reivindicación -apunta Stazakos.
– It's possible -apunta Connolly.
– ¿Y qué podría significar esa D? -pregunto en mi inglés deficiente.
– Anything: death, destruction, delete… Anything. Muerte. Destrucción. Suprimir. Me parece cogido por los pelos.
– Si fuera una reivindicación, lo entendería. Pero sólo se trata de una letra enganchada al pecho de las víctimas. Podría ser la firma de cualquier psicópata.
Connolly no se digna responderme. Benson, el agente del MI5, interviene por primera vez en la conversación.
– You can't imagine what terrorists are capable of doing these days -dice. No se imagina de qué son capaces los terroristas hoy en día.
Stazakos me lanza otra mirada llena de ironía mientras que el jefe y el ministro me observan disgustados, porque interfiero en una reunión muy importante. Decido callarme.
El segundo argumento de Connolly es que el ejecutor procede sin duda de otro país. Está convencidísimo de que se trata de un extranjero. El uso de la espada no es propio de los griegos, sino de asesinos procedentes de países tercermundistas. Y hay muchos inmigrantes provenientes del Tercer Mundo en Grecia, como en toda Europa.
Guikas es el único que sigue interrumpiendo la catequesis de Connolly.
– Hasta ahora sólo nos hemos enfrentado a terroristas griegos -dice en su inglés macarrónico-. En Grecia nunca han actuado terroristas de otros países.
– There is only international terrorism. Local terrorism is dead -declara Benson.
Puede que los terrorismos locales estén muertos y sólo exista el terrorismo internacional, como afirma Benson, pero los terroristas internacionales matan con bombas, con Kalashnikovs, con Magnums y hasta con Berettas. La idea de un terrorista internacional que mata con espada no se la traga ni la periodista rubia.
– Es decir, que descartamos la posibilidad de que sea un simple asesinato y nos centramos en el atentado terrorista. -Guikas se dirige al ministro, hablándole en griego.
– No descartamos nada -responde el ministro en tono categórico-, aunque damos más crédito a la hipótesis del atentado.
Y con esta aclaración del ministro, que otorga a Stazakos el papel protagonista y a mí el de reparto, concluye la reunión. Dejamos a Stazakos allí, para que siga informando a los británicos, y volvemos a la avenida Alexandras en el coche de Guikas.
– ¿De verdad cree que los asesinatos han podido ser obra de un terrorista? -pregunto mientras bajamos la calle Katejaki.
– No, pero si utilizas el terrorismo como señuelo te dejan tranquilo. Es lo que hace el ministro. Además, ya te lo ha dicho el inglés. El único terrorismo que existe es el internacional, los locales han desaparecido. Nos hemos convertido en otra especie de OTAN: todos colaboramos en concordia y los yanquis toman las decisiones.
– ¿Y qué hago yo mientras deciden los yanquis?
– Seguir investigando. Yo sólo pretendía conseguir que el atentado no fuera la única vía. Y procura evitar los enfrentamientos con Stazakos -añade, como si quisiera recordarme quién es aquí el niño mimado.
La certeza de poder seguir adelante con la investigación, siquiera como actor secundario, me da alas y decido ponerme manos a la obra.
Cuando careces por completo de pistas empiezas a buscar a ciegas, así que llamo a mis dos ayudantes.
– Peinad los lugares que frecuentan los inmigrantes asiáticos y africanos, y traedme a los que creéis que tienen información sobre compatriotas suyos que saben manejar la espada.
Ellos intercambian incómodas miradas.
– O sea, que echemos el anzuelo a ver si pescamos algo -dice Vlasópulos.
– ¿Se te ocurre alguna solución mejor? -le pregunto.
Él se encoge de hombros y masculla un «no» poco audible.
– De acuerdo. Poneos en marcha, quiero tener a los inmigrantes aquí a primera hora de la mañana.
A continuación, hago lo que los enfermos cuando no los curan los médicos ni los medicamentos: recurro a los curanderos y a los brebajes. Llamo a Fanis para pedirle el teléfono de Tsolakis.
– Si quieres te lo doy, pero no lo encontrarás en casa -contesta-. Está aquí, en el hospital.
– ¿Es grave? -pregunto, porque Tsolakis me cae simpático pero también porque no quiero perder mi única fuente de información fiable hasta el momento.
– Siempre es grave, pero está fuera de peligro -responde y añade a regañadientes-: De momento.
– ¿Puedo hablar con él?
– Desde luego. Se alegrará, porque se aburre cuando está hospitalizado.
Cuelgo el teléfono y voy enseguida hacia el Hospital General.