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Por la mañana, cuando enfilo el pasillo que conduce a mi despacho, me encuentro con una pandilla que tiene todos los matices del marrón: desde el moreno hasta el negro carbón, pasando por el chocolate. Los miro y pienso en el problema de comunicación al que en breve tendré que enfrentarme. Además, me he despertado con las fuerzas mermadas, porque anoche tuve una larga y agotadora conversación con Fanis y Katerina sobre Adrianí, que sigue con las persianas bajadas. Las de nuestro balcón y las suyas propias. Fanis se lo tomaba con calma.
– Tranquilo, ya se le pasará. Todavía está conmocionada. Es normal, se necesita algo de tiempo para superarlo.
A mí, en cambio, acostumbrado como estoy a las pullas y la mordacidad de Adrianí, su decaimiento me sorprende y me alarma.
– ¿Crees que eso de la persiana bajada es la terapia más adecuada? -le pregunté a Fanis.
– No es una terapia, es una defensa, porque todo es muy reciente. Si no se le pasa en una semana, nos plantearemos hablar con un psicólogo.
Sea por su ciencia o por su carácter, Fanis es un prodigio de serenidad. Katerina, que seguía nuestra conversación en silencio, coincidía con Fanis, pero propuso acortar el tiempo de prueba a tres días.
– Aun así, tendríamos que llevarla al psicólogo a la fuerza -añadió, pues sabe que su madre considera el suplicio callado como la mejor terapia.
Estoy pensando en todo eso cuando Dermitzakis asoma lacabezadesde su despacho. Al verme, se acerca con una sonrisa triunfal.
– No se quejará, ¿eh? Hemos hecho un gran trabajo -dice-. En volumen y en velocidad.
– Dime una cosa, Dermitzakis: ¿en qué idioma se supone que debo comunicarme con esta gente?
– Mal que bien, hablan griego, señor comisario.
– Cuando dices «mal que bien», ¿significa que necesitaremos un intérprete?
– No, se defienden bastante bien. Aunque haya que recurrir al inglés en algún momento.
– De acuerdo. Hazlos pasar dentro de diez minutos.
Necesito ese margen para tomarme el café y comerme el cruasán. Me tomo el último sorbo cuando entra la primera tanda. Son cinco. Hay dos sillas vacías delante de mi escritorio, pero ninguno de ellos se atreve a ocuparlas. Apoyan la espalda en la pared y me miran asustados. Me recuerdan a los desempleados de los años cincuenta, que se pasaban horas apoyados en una pared esperando que alguien les llamara para un trabajo o un apaño.
– No habéis hecho nada malo, no tenéis nada que temer -digo para tranquilizarles-. Tampoco me importa si estáis legalmente en Grecia o no. No es mi trabajo averiguarlo. Lo único que os pido es que me ayudéis. Quiero preguntaros algo. Cuando terminemos, podréis marcharos y nadie intentará impedíroslo.
Suelto este discursito cada vez que trato con inmigrantes. Algún día lo imprimiré y repartiré las copias. En todo caso, siempre surte efecto: los relaja y los tranquiliza.
– Pregunta, boss -me dice un negro como el charol.
– Quiero que me digáis si conocéis a algún inmigrante que sepa manejar bien la espada.
Desconcertados, se miran en silencio. Pero no parecen asustados. Sólo quieren ver quién responderá a la pregunta. Al final, lo hace un tipo alto y atlético.
– Vete a saber… -dice, extrañado-. Todos los africanos saben manejar el sword, desde Marruecos hasta El-Djazaïr…
– ¿Dónde está eso?
– Argelia -se ofrece a aclararme otro.
– Argelia, Sudán, Etiopía, Senegal, Costa de Marfil -enumera el primero-. También Arabia Saudí, Mauritania…
– En Sudán, janjaweed matar villages enteros con espada -añade un tercero.
– ¿Quiénes son los que matan poblados enteros con la espada?
– Janjaweed. They kill villagers who are against the government.
Estupendo, esos janjaweed pasan por la espada a todos los que se oponen al gobierno. Y ponte ahora a buscar a un janjaweed en Atenas: sería como buscar a un egipcio en El Cairo.
Les despido y ordeno a Dermitzakis que traiga la siguiente tanda. Son seis y no se apoyan en la pared sino que se dispersan por el despacho. Hago las mismas preguntas y recibo las mismas respuestas, como si se supiesen bien la lección. Cuando insisto en si conocen a algún inmigrante que sepa manejar la espada en Atenas, un negro con chilaba blanca y sandalias me pone en mi lugar en un griego casi perfecto:
– Entre nosotros sólo hablar de comer, jefe, no de espadas.
Su respuesta ha dado en el blanco, porque por fin se me ocurre la pregunta correcta:
– ¿Conocéis a inmigrantes que vendan espadas en Atenas?
Se cruzan miradas y dejan que me conteste el que sabe más griego.
– Conocer, señor comisario. Pero sólo vender espadas… -Busca la palabra en griego, no la encuentra y la dice en inglés, casi avergonzado-: Sólo para decoration. Esas espadas no cortar ni marmelade.
Puede que no corten ni la mermelada pero, si las afilas, cortan costillas y hasta cabezas.
– ¿Dónde venden esas espadas?
El tipo se encoge de hombros.
– Tiendas en Eurípides, también en Atenea, Sócrates, plaza del Teatro…, todas partes.
– Gracias, chicos. Me habéis ayudado mucho.
Mando a Dermitzakis a pedir un coche patrulla para ir al Centro de Inmigración de Atenas. Le llevo conmigo, para recompensarle por haber encontrado a los inmigrantes tan rápido, pero también para mantener un equilibrio con Vlasópulos. Así evito que compitan y se enfrenten entre sí.
Ruego a Dios que no nos topemos con marchas, manifestaciones o movilizaciones de ninguna clase. Dios expresa su beneplácito y no encontramos obstáculos desde la avenida Alexandras hasta Patisíon, a excepción de un tráfico algo lento. Dejamos el coche patrulla en la calle Atenea, frente al mercado central, y bajamos Sófocles a pie. Al llegar a la esquina con Sócrates nos topamos con unos negros que han tendido sus mantas. El primero vende bolsos, el segundo, zapatillas deportivas baratas, y el tercero, camisetas. Un poco más abajo, a la izquierda, una tienda vende manjares del Lejano Oriente mezclados con exquisiteces de los países árabes. De momento, ni rastro de objetos decorativos, aunque tengo puestas mis esperanzas en el tramo que va de la calle Menandro a la plaza del Teatro.
En cuanto llegamos a la calle Menandro se confirman mis buenos augurios. Las mantas con las mercancías cubren no sólo las aceras sino también dos franjas de la calzada, a ambos lados. Apenas queda medio carril para coches y peatones. Se me llena la vista de bolsos. Si cada uno de los que transitamos por allí llevara un bolso en la mano, otro al hombro y un tercero en bandolera, aún no se habría agotado la mercancía que ofrecen.
En segundo lugar vienen las camisetas, y, en tercer lugar, cachivaches de cocina, platos, detergente y artículos de limpieza. El último lugar lo ocupan los relojes. Los hay de pulsera, de pared y despertadores. Hay de todo menos objetos de decoración, que no se ven por ninguna parte. Aunque Dermitzakis me mira decepcionado, yo sigo adelante sin inmutarme.
El ruido de la calle es ensordecedor: unos vendedores gritan, otros se comunican a gritos en multitud de idiomas, y los conductores hacen rugir los motores de sus coches y tocan insistentemente el claxon.
El primer despliegue de estatuillas y objetos decorativos aparece a la altura de la plaza del Teatro, pero ni rastro de espadas.
– ¿No tienes espadas? -pregunto al asiático que custodia el género. Me mira como si le hablara en chino, que él, seguramente, entendería mejor.
– Swords -repito en inglés.
– Swords? Come! -dice y se planta delante al tiempo que murmura algo al vendedor de al lado. Que cuide de su negocio, sin duda.
Recorremos lo que queda de la calle Menandro hasta llegar a Eurípides.
– Here. -Señala una manta a la derecha de la calle.
Encima de la manta hay un despliegue de todos los objetos tercermundistas que se puedan imaginar. Máscaras, tallas en madera, candelabros de madera tallada, cajas orientales pintadas, manteles, cubrecamas de colores cegadores. Sobre la acera hay un desfile de mesillas de madera repujada y con incrustaciones de falso marfil. No sé qué más ha vendido Grecia, pero los mercadillos tradicionales se los ha traspasado a los inmigrantes. Escudriño el caos en busca de las espadas, pero sólo veo tres cuchillos con mango tallado y funda de cuero.
– Nada -murmura Dermitzakis.
– You have swords? -pregunto al vendedor ambulante.
– No swords. No tener swords. Solamente carved knives. -Habla como si le hubieran mezclado las páginas de un diccionario griego-inglés.
Le pregunto dónde puedo encontrar espadas.
– There is a tienda up en Eurípides.
Le dejamos y empezamos a remontar la calle Eurípides. Localizamos la tienda a la derecha. No tiene rótulo y el escaparate está abarrotado con el mismo tipo de mercancías que vendía el asiático aunque de mejor calidad. Entre la multitud de objetos distingo una espada sin funda, de hoja ancha y puño metálico.
– El que la sigue, la consigue -digo a Dermitzakis.
Detrás de la caja está sentado un hombre moreno, con el fino bigote característico de los paquistaníes y con cara de circunstancias. No se molesta en levantarse cuando entramos.
– Do you sell swords? -pregunto para iniciar la conversación.
– Puede hablar en griego. Soy griego. -La primera en la frente.
Me presento como policía.
– Sólo quiero cierta información, no se preocupe -añado para tranquilizarle.
– Si no es de Delitos Económicos, no me preocupo en absoluto.
– ¿Se venden bien las espadas?
– No tengo muchas, y tampoco se venden demasiado. De vez en cuando me ofrecen alguna y la compro, sobre todo porque me interesan las demás mercancías del lote.
– ¿Quiénes suelen comprar espadas?
El hombre se encoge de hombros.
– Griegos cursis, que las cuelgan de las paredes de sus casas. En los viejos tiempos colgaban barjuletas y mantas de lana. Ahora, con la globalización, cuelgan espadas. El otro día vino una pareja, más para curiosear que para comprar. La mujer vio la espada en el escaparate y dijo a su marido: «Oye, Manolis, ¿por qué no la compramos para el salón? Me recuerda la espada de mi bisabuelo». Les pregunté de dónde eran y me dijeron que de Nafplion. Cualquiera le explica que una espada de Somalia y el yatagán de su bisabuelo se parecen tanto como el tocino a la velocidad. Pero a su marido no le entusiasmó la idea y, al final, no vendí la espada.
– ¿Compran espadas los inmigrantes?
Me mira como si yo fuera de Somalia, igual que la espada.
– ¿Qué van a hacer ellos con las espadas, señor comisario? ¿Decorar las paredes de las habitaciones donde duermen en el suelo con una docena de extraños? Además, si la policía hace una redada y encuentra las espadas, se imagina lo que ocurrirá, ¿no?
– ¿Y otros extranjeros, turistas interesados en esa clase de armas?
– En los quince años que lleva abierta mi tienda no ha entrado un solo turista. Compran reproducciones en yeso del Partenón o de las Cariátides, no artículos de Oriente. Además, pueden encontrarlos en sus países.
– De acuerdo. ¿Puedes decirme cómo localizar a tu proveedor de espadas?
– ¿Acaso espera que le enseñe un albarán con su dirección? -dice, y se echa a reír.
– ¿Por qué te ríes? -me mosqueo.
– Ni albaranes ni proveedores, señor comisario. De vez en cuando aparece alguien con un saco a cuestas y lo abre en el suelo. Yo elijo los artículos que me interesan, pago en efectivo y todos contentos. Al cabo de unos días viene otro, con las mismas cosas u otras parecidas, y así sucesivamente. Por eso no tengo almacén. La única mercancía es la que hay en la tienda.
Saco una tarjeta y se la doy.
– ¿Me llamarás por teléfono si aparece alguien para venderte espadas?
– Le llamaré, aunque no creo que la tienda exista para entonces.
– ¿Por qué no?
– Escuche. Este triángulo entre las calles Sófocles, Eurípides y Atenea es el último trozo de Oriente en Atenas. Aquí compramos mercancías de quien sea, normalmente sin factura, y las autoridades hacen la vista gorda. Nuestros clientes son pobres y nosotros vendemos barato, así nos ganamos el pan. Ahora, con las nuevas medidas, quieren convertirnos en europeos Greek type.
– ¿Qué es eso?
– En Europa quieren evitar que la mercancía entre ilegalmente en los distintos países. Aquí, hasta ahora, cada uno ha hecho lo que le ha dado la gana y ha entrado de todo. Pero ahora viene el Estado y me exige facturas y declaraciones del IVA. ¿A quién voy a pedirle facturas y qué IVA voy a declarar, si es género de contrabando? Los únicos que importan mercancías legalmente en esta zona son los chinos. Ellos compran nuestros bonos del Estado y nosotros compramos sus trapos. Por eso pienso cerrar la tienda y abrir una unidad móvil.
– ¿Qué unidad? ¿Una furgoneta para vender en la calle?
– No, señor comisario. Una manta. Cogeré una manta y me buscaré un puesto entre los inmigrantes de la calle Menandro o Saris. Le pagaré unos euros al vigilante y, cuando se acerque la poli, cogeré la manta y saldré corriendo. Tengo cuarenta y cinco años. ¿Cuánto tiempo aguantaré las corridas? ¿Diez años más? No lo sé. Si dejo de fumar y empiezo a hacer footing, como los europeos, quizás aguante quince.
Antes de que pueda contestarle, suena mi móvil.
– Ya no hace falta seguir investigando -anuncia Vlasópulos-. Lo han pillado.
– ¿A quién?
– Al asesino de la espada.
– ¿Quién es? -pregunto estupefacto.
– El criado negro que tenía Zisimópulos. Será mejor que venga, porque harán declaraciones a los medios.
Me pregunto qué pruebas han encontrado para detener a Bill. Quizá Stazakos haya metido la pata hasta la ingle, aunque, con la supervisión de los policías ingleses, lo dudo. Me devano los sesos pensando qué ha podido encontrar Stazakos que se me hubiera escapado a mí, pero sin resultado.
Camino del coche, informo a Dermitzakis de lo que ocurre y nuestra extrañeza aumenta.
– Pon la sirena -le ordeno cuando entramos en el coche patrulla.