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Cuando empezamos a buscar a quienes pegaron los carteles, mis dos ayudantes discuten, primero entre ellos y luego conmigo. Vlasópulos opina que debemos empezar buscando en Mesoyia y después en Koropí. Argumenta que los inmigrantes que viven en esas zonas encuentran muchas menos oportunidades de trabajo y, en consecuencia, aceptarían cualquier propuesta a la primera.
– ¿Y cómo se trasladaron al centro de Atenas? ¡No me dirás que alquilaron una furgoneta!, ¿verdad?
Dermitzakis afirma que debemos investigar cerca de la plaza Victoria, San Nicolás y Ajarnón. Sostiene que allí hay muchas cafeterías frecuentadas por inmigrantes y es probable que el grupo saliera de la zona.
Yo, en cambio, prefiero empezar por los sectores que conocemos mejor, es decir, las calles Sófocles, Eurípides, Sócrates y Menandro.
– Puede que las conozcamos mejor, pero hay dos inconvenientes, señor comisario. -Dermitzakis no da su brazo a torcer-. En primer lugar, los inmigrantes de este barrio son empresarios.
– ¿Desde cuándo se llama empresa a una manta cargada de baratijas?
– Para ellos, lo es. Y, en segundo lugar, por la noche esas calles se convierten en supermercados de drogas. No dejarían la droga para ir a pegar carteles.
No le falta razón, pero yo insisto en los terrenos conocidos y al final me salgo con la mía. Dejamos el coche patrulla en la calle Atenea y nos dividimos. Vlasópulos se encarga de las calles Sófocles y Eurípides; Dermitzakis, de la calle Sócrates, y yo, de Menandro, donde tengo «mis contactos».
Las cosas no han cambiado desde mi última visita. Las mismas mantas, las mismas mercancías. Si alguien me reconoce de mis pesquisas anteriores, lo disimula a la perfección. Todas las respuestas que recibo son negativas. Nadie les ha propuesto pegar carteles. Para no dejar cabos sueltos, me doy también una vuelta por la calle Sarrís, pero también allí cosecho bruscas negativas y encogimientos de hombros.
No soy el único que fracasa. Un par de horas más tarde, cuando nos reunimos junto al coche patrulla, constatamos el triple fiasco.
– ¿Qué hacemos ahora? -se pregunta Vlasópulos.
– Seguiremos el itinerario que ha propuesto Dermitzakis. Si no sacamos nada en claro, iremos a Kato Kifisiá y a Koropí.
Sólo tardamos diez minutos en ir de la calle Atenea a la plaza Victoria. Dejamos el coche en la esquina de la calle Heyden con Aristóteles. La plaza Victoria ofrece el mismo aspecto que la calle Menandro.
– Olvidaos de la plaza -digo a mis ayudantes-. Cogemos Aristóteles en dirección a la plaza de América y recorremos todas las bocacalles que bajan hacia la avenida Ajarnón. Si no conseguimos nada, peinaremos las paralelas desde Filis hasta Llosíon.
Vlasópulos se encarga de las bocacalles desde la plaza Victoria hasta Ajarnón; yo, del triángulo formado por las calles San Meletio, Agazupóleos y Jerusalén; Dermitzakis, de la zona en torno a la estación de San Nicolás hasta Mijail Voda.
Hace bochorno y se respira un aire sofocante. Pese a que camino por la acera que queda a la sombra, antes de llegar a San Meletio la ropa se me ha pegado al cuerpo. Empiezo a bajar la calle, pero allí no hay cafeterías, ni para inmigrantes ni para autóctonos. Subiendo Agazupóleos, busco desesperadamente un bar, no ya para interrogar a los inmigrantes, sino para tomar un zumo helado y recobrar el aliento.
Por fin encuentro uno un poco más arriba de la calle Jerusalén y, por fortuna, está frecuentado por inmigrantes. Un café popular, por decir algo. Pequeño y oscuro, apenas caben cinco mesas, cada una de ellas ocupada por un inmigrante solitario. Dos de ellos toman té; uno, zumo de naranja; los dos restantes, Coca-Cola. El propietario está de pie detrás de la barra. Por su bigote y su tono de piel deduzco que es de los nuestros. Me presento y le digo que me gustaría hacerles algunas preguntas a sus clientes.
– Los echarás -es su seca respuesta.
– No te preocupes, no he venido para detener a nadie. Sólo busco información.
– Éstos, en cuanto huelen o ven a la policía, ponen pies en polvorosa y no vuelven más. No sé por qué los polis y los vecinos se han puesto de acuerdo en ahuyentar a mi clientela. ¿Sabes que vienen a amenazarme? «No los dejes entrar en el bar…, podría pasarte algo», dicen. ¿Qué esperan, que cierre el chiringuito? Dicen que los inmigrantes hacen bajar el valor de los inmuebles. ¿Qué valor? Los inmigrantes vinieron porque los precios ya estaban por los suelos y los propietarios les alquilaban los pisos por una miseria. Si pudieran elegir entre un buen barrio y San Nicolás, ¿crees que estarían aquí? Y ahora vienen los maderos a llamar a mi puerta. Hasta aquí hemos llegado.
– Oye, que no es para tanto, ¿eh? Mira, les hago tres preguntas y me voy.
– ¿Me dejas prepararles?
– Como quieras.
El tipo se vuelve hacia ellos:
– Escuchad, chicos. Hay polis buenos y polis malos, igual que en vuestros países. Este señor que quiere haceros algunas preguntas es un poli bueno, os lo garantizo.
Empiezo con mucho tacto, menos por temor a que el hombre retire su garantía y me deje al descubierto, que para no asustar a futuros clientes de Katerina.
– Os hago una pregunta y me marcho. ¿Alguno de vosotros estuvo pegando carteles anoche?
– ¿Carteles? -repite uno que no entiende la palabra.
Intento recordar cómo se dice en inglés, pero se me adelanta uno de ellos que, evidentemente, habla griego mejor que yo inglés.
– Posters -explica.
– Posters? No, no… -contestan todos al unísono.
– A lo mejor alguien os propuso ir a pegar posters…
– No -dicen de nuevo al mismo tiempo.
– Señor policía -interviene el que habla griego-, nosotros hacemos de todo. Vendemos flores, limpiamos parabrisas, recogemos mierda… Pero nada de posters. Ni ayer ni la noche anterior.
Me interrumpe mi móvil. Es Dermitzakis.
– Señor comisario, ¿puede venir a una cafetería que está cerca de la esquina de la calle Mijail Voda con Pafos? Me parece que hemos encontrado algo.
– Muchas gracias. Ya hemos encontrado lo que buscábamos -anuncio a los inmigrantes.
– Ve con Dios -dice el propietario en nombre de todos, pero se ahorra el «Y no vuelvas».
Es casi mediodía y el calor resulta cada vez más insoportable. Nos maldigo a los tres, que decidimos dejar el coche patrulla cerca de la plaza Victoria. Llamo a Vlasópulos y le pido que acerque el coche a la estación de metro de San Nicolás. Bajo la calle Pafos, giro a la izquierda en Mijail Voda y diviso la cafetería un poco más abajo, en la acera de enfrente.
El local, mucho más grande que el anterior, está atestado de inmigrantes. Hay un jolgorio ensordecedor, porque hablan todos a la vez y se llaman de un extremo del bar al otro. Dermitzakis está sentado solo a una mesa. Al verme entrar, se levanta y se me acerca.
– Esto es una especie de agencia de colocación -dice riéndose.
La cosa no me hace mucha gracia: si todos éstos están desempleados, se confirman los temores de Adrianí con respecto al trabajo de Katerina.
– ¿Quiénes pegaron los carteles? -pregunto a Dermitzakis.
Él señala a tres hombres de tez morena que, así, a primera vista, me parecen paquistaníes. Le digo al propietario, también inmigrante, que pida a los demás que se den una vueltecita y que no vuelvan antes de media hora. Digamos que al hombre no le encanta la idea, pero no tiene más remedio que obedecer. Les habla en su idioma y todos empiezan a salir ordenadamente.
– ¿Habláis griego? -pregunto a los tres que se han quedado.
– Poco -responde uno de ellos.
– ¿Quién os llevó a pegar carteles anoche?
– Hamed.
– ¿Quién es Hamed? -pregunta Dermitzakis.
– Hamed encontrar trabajos. Dice hoy hay trabajo y nosotros vamos. Nos da cinco euros, a veces siete. Ayer nos da diez.
– Diez euros mucho dinero -añade otro del grupo.
Obviamente, ese Hamed tiene sus contactos y puede encontrarles trabajo. Les da una parte del jornal y el resto se lo mete en el bolsillo.
– ¿Qué os dijo Hamed?
– Ir pegar carteles. Pero cuidado, porque pegar en postes es forbidden.
– Por eso da diez euros -explica el otro-. Trabajo risky.
– Pegar y correr, pegar y correr, y Hamed vigila -añade el tercero.
– ¿Y de dónde sacasteis el material?
– ¿Material? -Repite uno de ellos y se miran confusos.
– Las brochas y la cola -explica Dermitzakis.
– Ah, llevarnos a un sitio. Allí brochas y cola.
– ¿Qué clase de sitio era? ¿Un almacén?
– No, descampado. Poco más abajo.
– Vamos, llevadme allí -les digo.
En realidad, no es un descampado, sino el jardín abandonado de una casa antigua.
– Aquí encontrar material -dice uno de ellos señalando un rincón cerca de la puerta del jardín, a los pies del muro. El que encargó el trabajo había dejado el material en un lugar que no se ve desde la calle.
Es decir, primero vino para elegir el punto donde dejaría las herramientas, después buscó a Hamed y luego ya todo fue sobre Hiedas. Esto significa que conoce bien los lugares que frecuentan los inmigrantes y que sabía dónde reclutaría Hamed a su equipo.
– ¿Dónde podemos encontrar a ese Hamed? -pregunto.
Los tres se echan a reír.
– Hamed todo el día calle. Venir al café y marchar, venir y marchar. Todo el día -dice uno de ellos.
– ¿Sabéis dónde vive? -pregunta, pese a todo, Dermitzakis.
Se miran y se encogen de hombros.
– Nosotros sólo verle cafetería -responde el segundo.
Intento pensar si tengo más preguntas cuando suena mi móvil.
– Los directores de los periódicos estarán en mi despacho en media hora. Quiero que estés presente.
– No te irás de aquí antes de localizar al tal Hamed -advierto a Dermitzakis-. Yo tengo que volver al despacho. Guikas quiere hablar conmigo.
Llamo a Vlasópulos y le pido que venga a recogerme con el coche patrulla.