172104.fb2 Con el agua al cuello - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 26

Con el agua al cuello - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 26

24

Dejo el Seat en el aparcamiento de la calle Kriesotu y llego a la brasería de Valaoritu con un cuarto de hora de retraso. El termómetro ha alcanzado los cuarenta grados. La calle Valaoritu se cuece al sol y todas las mesas dispuestas en la acera están vacías. Me imagino que Sotirópulos y su amigo se habrán sentado en el interior de la brasería, que tiene aire acondicionado. Los localizo en una mesa al fondo del establecimiento.

El amigo de Sotirópulos se llama Panos Nestoridis y es redactor de un diario financiero. Ambos deben de ser de la misma edad. Pero salta a la vista lo que les diferencia: Nestoridis tiene el aire de quien se ocupa del mundo del dinero, y Sotirópulos tiene la mala leche de quien se ocupa del mundo del crimen.

Pido un té helado para aplacar mi sed. Nestoridis toma un café frapé, y Sotirópulos, un capuchino.

– Platón me ha dicho que necesitaba mi ayuda. ¿Qué puedo hacer por usted?

– El señor Sotirópulos le habrá contado que estoy liado con un cartel y un anuncio que incitan a la gente a no pagar sus deudas con los bancos. Mis conocimientos del sistema bancario no van más allá de mi cuenta de ahorros. Por lo tanto, será bienvenida cualquier opinión que me ayude a entender quién podría esconderse detrás de esta campaña.

– Para empezar, el que lo hizo conoce muy bien el sistema bancario.

– ¿Cómo lo sabe?

– Si lee el anuncio con detenimiento, verá que sólo incita al impago a los que tienen préstamos hipotecarios, personales y al consumo. También menciona a los titulares de tarjetas de crédito, es decir, el noventa por ciento de la población griega. Sin embargo, no se dirige a los empresarios, porque sabe que, si ellos no pagan sus deudas, los bancos les cerrarán el grifo y las empresas se irán a pique.

– ¿Quién cree que puede ser?

Nestoridis ya tiene la respuesta.

– Un ejecutivo de un banco que ha sido despedido o un empresario que conoce a fondo el sistema. Y quizá, en último término, alguien perjudicado por un préstamo hipotecario, alguien que no haya podido pagar las cuotas de la hipoteca y el banco le haya expropiado la casa.

Me daría de cabezadas contra las paredes de la brasería. Porque mi primera sospecha, cuando se descubrió el asesinato de Zisimópulos, fue que lo había matado algún empleado de banca furioso por haber sido despedido. Es lo que intenté averiguar a través de las secretarias de Zisimópulos y de Stavridis. Después detuvieron a Bill Okamba, me apartaron del caso y dejé esa clase de elucubraciones. Nestoridis acaba de devolverme al punto de partida.

– ¿Qué me aconsejaría que hiciera? -le pregunto.

– Creo que debes empezar por los empleados bancarios -salta Sotirópulos.

– ¿Por qué?

– Porque no son tantos. ¿A cuántos ejecutivos habrán despedido los bancos? Si meten la pata, suelen trasladarlos a otra sucursal o los cambian de departamento, pero raras veces les despiden.

– Platón tiene razón -confirma Nestoridis-. Yo también creo que debe empezar por los ejecutivos de bancos antes de pasar a los propietarios de viviendas.

– ¿No investigaría usted a los empresarios?

– Sólo como última opción y únicamente a los pequeños y medianos. Comerciantes, artesanos…, esos profesionales.

– ¿Por qué sólo a ellos?

– Menos mal que eres poli -ironiza Sotirópulos. Si fueras empresario, te arruinarías. ¿Acaso crees que un accionista de una sociedad anónima imprimiría carteles contra los bancos porque ha caído el valor de sus acciones?

– Así es -afirma Nestoridis-. Incluso en las sociedades limitadas, el dueño puede perder la empresa, pero nadie meterá mano en sus bienes personales o en los de sus socios. Muchas sociedades anónimas y limitadas se han hundido, mientras que sus dueños y accionistas siguen viviendo holgadamente gracias a sus fortunas personales.

– Por eso casi nunca van a la cárcel -añade Sotirópulos-. Los bancos no los mandan a prisión, y tampoco sus acreedores, porque saben que no recuperarán ni un céntimo. En cambio, si les dejan en libertad y les presionan, algo acabarán rascando. -Me mira con una sonrisa-. Me parece que la opción del ejecutivo bancario no te convence demasiado…

– No lo sé. Sea quien sea, lo mueve la venganza. Lo que me pregunto es si piensa continuar.

– Y qué harán los bancos -apostilla Sotirópulos.

– Esto ya lo han anunciado en la rueda de prensa de este mediodía -dice Nestoridis.

– ¿Han ofrecido una rueda de prensa? -Se ve que, del despacho del ministro, han ido directamente a los medios de comunicación.

– Sí y han dicho que, si se vuelve a publicar el anuncio, congelarán los créditos -explica Nestoridis.

Sotirópulos se encoge de hombros con indiferencia.

– Desde luego, los diarios ya no volverán a publicar el anuncio. Y si pretenden pegar más carteles, esta vez correrán más riesgos, porque la poli les estará esperando en la esquina.

Se produce un silencio que indica que ya lo hemos dicho todo. Me pongo de pie, pues imagino que Sotirópulos y Nestoridis querrán seguir hablando a solas.

– Muchas gracias, me ha abierto los ojos -digo a Nestoridis mientras le tiendo la mano.

– Estoy a su disposición. Platón le dará mi número de móvil.

– Supongo que ya se ha cursado la orden de pago del incentivo, pero ahora espero el sueldo -bromea Sotirópulos.

– En cuanto haya novedades.

Vuelvo a Jefatura en tiempo récord: las calles de Atenas sólo están vacías en pleno agosto o a primera hora de la tarde, cuando el sol achicharra. Enseguida llamo al despacho de Kalaitzí, la secretaria de Stavridis, que por suerte contesta de inmediato.

– Soy el comisario Jaritos, señora Kalaitzí.

– Hola, señor comisario -saluda ella con jovialidad.

– Esta mañana, en la reunión con el ministro, solicité del señor Stavridis una relación de los clientes morosos cuyos bienes fueron expropiados.

– Sí, señor comisario. El señor Stavridis me lo ha comentado. Calculo que la tendrá mañana.

– Sé que le estoy pidiendo demasiado, pero necesitaría también una lista de los ejecutivos despedidos por malas prácticas.

– Para serle sincera, me extrañaba que no la hubiera solicitado ya. Si no recuerdo mal, en nuestra primera conversación usted ya me preguntó por posibles altos cargos molestos con Zisimópulos. Llamaré a la Asociación Griega de Banca y me ocuparé de que reciba la lista de despedidos junto con la otra.

– Señora Kalaitzí, quisiera hacerle otra pregunta relacionada con nuestra primera conversación. ¿Cree que la campaña contra los bancos pudo ser obra de un ejecutivo que fue despedido?

– Me parece más probable que cometiera los asesinatos -se ríe la mujer.

– ¿Por qué?

– Cómo se lo explico… -dice pensativa-. Los ejecutivos bancarios tienen una relación especial con los bancos donde trabajan. Entre ellos hay rivalidades, antipatías, incluso odios, pero dejan a las entidades al margen de sus enconos personales. Quizá eso explique que la movilidad entre entidades sea escasa comparada con otras profesiones. Así pues, serían capaces de matar pero no de perjudicar a su banco. -Calla para sopesar sus palabras-: Mi intuición me dice que la campaña fue obra de algún cliente cuyo banco lo llevó a la ruina.

A partir de ahora, la investigación dependerá de los datos que reciba mañana; hoy ya no puedo hacer nada más. Me siento agotado y decido volver a casa.

Muy bien, razono al entrar en el ascensor. Nestoridis y Sotirópulos piensan que probablemente el autor de los carteles es un ex ejecutivo bancario. Kalaitzí, que conoce mejor a los bancos, se decanta por atribuirlo a un ex cliente. En la práctica, esto significa que tenemos que investigarlos a todos, es decir, perder un mes entero con la esperanza de descubrir algo. Entretanto, lógicamente, el culpable seguirá campando a sus anchas.

Adrianí está en la cocina limpiando judías tiernas. La casa está fresquita porque ha encendido el aire acondicionado, que Fanis nos impuso después de mi ataque al corazón.

– ¿Las judías son para Katerina? -pregunto.

Ella levanta la cabeza y me mira sorprendida.

– ¿Desde cuándo limpio judías para Katerina?

– Si le haces la compra, a lo mejor también le llevas las judías ya limpias.

Adrianí deja las judías y me mira sin un ápice de extrañeza.

– ¿Te lo ha dicho ella?

– Sí, pero no porque a ella le moleste, sino porque ahora tiene un marido al que quizá le ofenda un poco que su suegra le llene la nevera.

– ¿Por qué iba a sentirse ofendido?

– Porque es como si le dijeras que no es capaz de proveer para su casa.

– ¿En qué mundo vives? -Se exalta-. Hoy en día, pocas parejas jóvenes sobrevivirían sin la ayuda de sus padres. Y la crisis sólo ha agravado las cosas.

– Quizá tengas razón, pero todo es distinto cuando trabajan los dos.

– Katerina trabaja, pero aún no ha empezado a cobrar. Y ni se sabe cuándo empezará, con los casos de extranjería que le han encargado. Yo sólo pongo su parte hasta que tenga un sueldo. Y ya está.

– ¿Puedes explicarme una cosa? Si el dinero del que dispones para nuestra casa sigue siendo el mismo, ¿cómo puedes mantener otra con el mismo importe?

– Es muy sencillo. Cada mañana pongo la radio y me entero de qué supermercados hacen ofertas. Puesto que cada día ofertan artículos diferentes, compro más gastando lo mismo. Guardo las compras aquí y las llevo a casa de Katerina dos o tres veces por semana.

– ¿Cómo no he visto esas compras?

– ¿Eso te extraña? Si mañana pongo el dormitorio en el salón y el salón en el dormitorio, llegarás y no te darás cuenta de nada. -Calla un momento antes de añadir-: Aquí nadie sale adelante sin las ofertas. Somos el único país donde los precios, con la crisis, suben en lugar de bajar.

– No sé qué decirte, Adrianí. Me quito el sombrero.

– Cuando las cosas se ponen difíciles, tenemos que ayudarnos unos a otros. Así me criaron, Kostas. Cuando un vecino tenía problemas, el barrio entero acudía para echarle una mano.

También a mí me criaron así, de modo que sobran las palabras. Voy a la sala de estar para ver la televisión.

En cuanto se enciende la pantalla, aparece el titular: «Los bancos amenazan». Debajo, una mesa alargada con tres banqueros. Uno de ellos es Stavridis, el otro, Galakterós. Al tercero no le conozco. En la pared detrás de ellos, cuelga toda una galería de retratos de honorables bigotudos decimonónicos y de algunos más jóvenes de los años cincuenta.

– No amenazamos a nadie -está diciendo Stavridis, como si quisiera desmentir el titular-. Nos vemos obligados a hacer frente a una situación que nos resulta extremadamente embarazosa. Los bancos ya se han visto gravemente perjudicados por la crisis. Si los deudores empiezan a no pagar sus deudas, como sugiere ese paranoico, toda la economía se resentirá.

El culpable ha logrado su objetivo, al menos en parte. Aunque los endeudados no sigan su propuesta, los banqueros se han soliviantado.

Los periodistas que han acudido a la rueda de prensa no se parecen en nada a los que se ocupan de las crónicas de sucesos. No tiene tanto que ver con su edad como con su imagen en general y con las preguntas que formulan.

– ¿Qué opinión les merecen los periódicos que publicaron el anuncio?

– Los consideramos unos irresponsables. Respetamos el derecho de la ciudadanía a ser informada. Pero se trata de un anunció, y no, por ejemplo, de las declaraciones de un político, por lo que nadie obliga a la prensa a publicarlo.

– Confiamos en que la policía acabe deteniendo a ese insensato. No obstante, si no es así, nos veremos obligados a tomar medidas que no serán muy populares -repite Galakterós, por si no ha quedado todo lo bastante claro.

– ¿A qué medidas se refiere? -truena una voz de entre los periodistas.

– A la congelación temporal de la concesión de préstamos -responde Galakterós.

Veo a Nestoridis que se pone de pie.

– Eso es hacer pagar a justos por pecadores.

– Tiene razón, pero no nos quedaría otra alternativa. No podemos permitir que las entidades bancadas corran riesgos.

– Escuche, señor Nestoridis -vuelve a tomar la palabra Stavridis-. Hasta ahora los bancos han cumplido la función social que les corresponde. Invierten dinero para movilizar el mercado, apoyan las iniciativas empresariales y elevan con créditos el nivel de vida y la capacidad adquisitiva de los ciudadanos. No es justo, por lo tanto, que sean objeto de tales ataques.

– No lo entiendo -dice Adrianí, que entretanto se había sentado a mi lado sin que yo me diera cuenta-. ¿Ahora resulta que los bancos se dedican a la filantropía? No conceden préstamos para cobrar los intereses y lucrarse, sino porque cumplen una función social. ¿Por eso te despluman cuando te retrasas en el pago de tus cuotas? ¿No porque pierden dinero sino porque eso perjudica a su función social?

– A mí no me preguntes. Ya le has oído.

– Yo me lo guiso, yo me lo como -contesta Adrianí.

Se me ocurre que, si anotara todos sus proverbios y los vendiéramos a los fabricantes de camisetas, nos haríamos ricos.