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El tiempo que se necesita para ir de Pangrati a la plaza Sintagma depende de la suerte. Si te topas con protestas, marchas y manifestaciones, puede llevarte ocho horas. Si te libras de esa trinidad, llegas en quince minutos. Estamos de suerte y llegamos en diez.
Dermitzakis nos espera en el vestíbulo. Sólo en recepción se percatan de nuestra presencia; para los clientes y el resto del personal pasa inadvertida.
– Tengo la llave -anuncia Dermitzakis-. Es la habitación 502.
– Sube con Dimitriu para que pueda empezar. Yo hablaré primero con los recepcionistas.
– Olvídelo. El director del hotel insiste en hablar con usted enseguida.
Parece que ha dado instrucciones al respecto porque, en cuanto doy mi nombre a recepción, una treintañera me pide que la siga. El despacho del director está detrás de recepción. El director, que se llama Pullasis, se levanta y me tiende la mano.
– ¿Qué le ocurrió a nuestro huésped? -inquiere.
La sola pregunta basta para sacarme de mis casillas.
– La policía no tiene la obligación de dar explicaciones sobre la vida privada de nadie, señor Pullasis. Si emitimos un comunicado se enterará de qué le ha pasado a su huésped. De momento, quiero cierta información sobre el señor De Moor. ¿Quién puede proporcionármela?
– Me ha malinterpretado, señor comisario. El señor De Moor es un cliente asiduo y me preocupa la buena reputación del hotel.
– Le aseguro que lo sucedido en ningún caso afecta a su hotel.
– Me conformo con esto -dice el hombre con alivio.
– ¿Quién podría darme información relacionada con Henrik de Moor?
– El señor Kutsúvelos, jefe de recepción.
Hace una llamada y pronto aparece un hombre de unos cuarenta y cinco años, alto, con el cabello cano y vestido con uniforme de recepcionista.
– ¿Cuánto tiempo iba a quedarse en el hotel el señor De Moor, señor Kutsúvelos?
– Al principio dijo que tres días. Pero al segundo día nos comunicó que había decidido quedarse una semana más. De vacaciones, según nos explicó.
– ¿Recibía visitas en el hotel?
– Sí, de trabajo.
– ¿Por qué supone que eran de trabajo?
– Porque cada vez que les veía desde recepción, fuera, en el vestíbulo, o sentados en el bar, llevaban unas carpetas abiertas y parecían comentar su contenido. -Reflexiona un momento antes de seguir-: Además, desde el día en que empezó sus vacaciones dejó de recibir visitas.
– ¿Volvía tarde por las noches?
Kutsúvelos se echa a reír.
– Señor comisario, los que vienen a Atenas de vacaciones se dedican a visitar los monumentos durante un par de días. ¿Qué les queda por ver después? La vida nocturna de la ciudad. Sobre todo a los que vienen de Europa central o del norte les chiflan las noches de Atenas, porque en sus países se acuestan con las gallinas y se levantan cuando canta el gallo.
– Muy bien, hemos terminado. Ahora subiré a la habitación del señor De Moor.
– Ya sabe dónde estoy si me necesita -dice Kutsúvelos.
Tras darle las gracias subo a la quinta planta. Dimitriu y Dermitzakis ya están trabajando en la habitación 502. La cama está sin hacer, lo que significa que nos hemos adelantado a la mujer de la limpieza. Echo un vistazo a mi alrededor. La maleta de De Moor está en la banqueta de equipajes. Encima del pequeño escritorio hay un portátil conectado a Internet. Junto al escritorio hay un maletín abultado, pero no veo carpetas por ninguna parte. Abro el maletín y allí están, ordenadas por orden alfabético. Es evidente que De Moor no había abierto su maletín desde el día en que empezó sus vacaciones, como haría cualquier persona normal.
– ¿Has encontrado algo? -pregunto a Dimitriu.
– Muchas huellas dactilares, aunque no confío en descubrir nada interesante. Aparte de las huellas de la víctima estarán las del personal de limpieza y del servicio de habitaciones. Mandaré el portátil al laboratorio para que lo investiguen.
Intento abrir la maleta, pero está cerrada con código.
– Ya lo he visto -dice Dimitriu-. Déjela, la abriremos en el laboratorio.
Ya que la maleta se me resiste, cojo el maletín y lo pongo encima de la cama. En el bolsillo de delante está el carnet de identidad de De Moor. Es evidente que lo dejaba en el hotel cuando salía para hacer sus incursiones nocturnas. Saco las carpetas de una en una y leo sus etiquetas. La mayoría son fichas de la agencia de calificación Wallace and Cheney. A la última va la vencida. Saco una carpeta etiquetada como «Coordination and Investment Bank. Report».
– Envía todas las carpetas a Lazaridis -ordeno a Dermitzakis-. Pero sácame antes fotocopia de ésta.
Siguiente parada, el armario. En las perchas hay un traje, el que De Moor llevaba cuando concedió la entrevista televisiva, y dos pantalones de lino. Sus camisas y camisetas están ordenadas en el estante de encima de los trajes. Uno de los dos cajones del armario está vacío. El otro contiene calcetines y ropa interior. Ocultos debajo de la ropa interior hay dos paquetes de preservativos.
En el baño no hay nada, aparte de las colonias, artículos para el afeitado, cepillo y pasta de dientes que llevan todos los viajeros.
Ordeno a Dimitriu que precinte la habitación y se quede con la llave. Después vuelvo a Jefatura en compañía de Dermitzakis. Mucho me temo que me encontraré con el pelotón de periodistas delante de mi despacho, así que subo directamente a la quinta planta para informar antes a Guikas.
– He encontrado tres nombres que podrían interesarle -dice Kula en cuanto me ve.
– Me lo cuentas cuando salga del despacho de Guikas.
Mi jefe está que se sube por las paredes.
– Pasa, que el ministro ya ha llamado tres veces y el director general de la policía, otras tantas.
Le informo a grandes trazos.
– Todo indica que se trata del mismo asesino, aunque sería aconsejable esperar a que la autopsia lo confirme.
– Si lo confirma, estamos apañados.
– Lo siento, pero a eso apuntan todos los indicios. Este asesinato es un calco de los anteriores.
– Por fortuna, nos dejaron al margen del caso. De acuerdo, puedes irte. Llamaré al ministro.
Tiene razón. A veces quedarse al margen tiene sus ventajas. Me detengo un momento en el despacho de Kula para ver qué ha averiguado.
– Pude aislar tres casos, señor comisario -dice ella-. El primero es un tal Sotiris Baloyannis. Tenía una boutique en Pangrati. Solicitó un préstamo y abrió otra en el barrio de Kifisiás. Esta segunda fue un fracaso y lo perdió todo. El segundo se llama Leónidas Steryópulos, propietario de un pequeño taller de confección. Lo mantuvo durante una década con la ayuda de préstamos. Al final quebró y también lo perdió todo. El tercero es el constructor Stéfanos Varulkos. Estaba construyendo un edificio en Koropí.
– ¿En Koropí, dices?
– Sí, pero resulta que el terreno estaba en litigio y no pudo vender los pisos. Llegó hasta los tribunales con los herederos, dejó de pagar su préstamo y el banco acabó quedándose con todo.
– ¿Qué banco le había concedido el crédito?
– El Banco Central.
Zisimópulos fue asesinado en Koropí, el constructor Stéfanos Varulkos quebró en Koropí y fue el Banco Central el que se lo quitó todo. Quizá sea una coincidencia, quizá no. En todo caso, merece la pena investigarlo. Kula me entrega una copia impresa de los nombres y direcciones de esas tres personas, así como de los bancos con los que trabajaban.
– Kula, eres un tesoro. Te doy las gracias y espero más resultados. -La joven me regala su sonrisa más encantadora y me voy.
Como preveía, los periodistas están apostados delante de mi despacho. Están todos los sospechosos habituales menos Sotirópulos, que no ha venido. En cuanto me ven enfilar el pasillo, acuden corriendo con sus micrófonos.
– ¿Qué puede decirnos de la nueva víctima, señor comisario?
– ¿Es cierto que era extranjero y además homosexual?
– ¿Estos crímenes son obra del mismo asesino o de dos diferentes?
– Si es el mismo, ¿qué pasará con el sospechoso ya detenido?
Me divierto, porque tengo la respuesta preparada:
– El ministro hará declaraciones al respecto.
– ¿Cuándo?
– ¿Desde cuándo organizo yo la agenda del ministro? Preguntad a su secretaria.
– ¿No puede decirnos al menos si hay un asesino o dos?
– Lo siento, chicos. No puedo decir nada. Supongo que os haréis cargo.
Les dejo en el pasillo y entro en mi despacho. Allí me espera Vlasópulos, recién llegado de su recorrido por la calle Hipodamo.
– Soy todo oídos.
– No he averiguado nada importante. Stavrópulos ya se ha llevado el cadáver. No he podido sacar nada de los vecinos. Siempre hay coches aparcados en la calle. Nadie sabe si alguien aparcó anoche, ya tarde. No cabe duda de que el bar es respetable y no molesta a nadie. No he oído ni un comentario negativo al respecto.
Esa misma impresión saqué de la mercera de la calle Atanasia. Entrego a Vlasópulos el informe de Kula.
– Localiza a los dos primeros y pide un coche patrulla para ir a Koropí. Parece que Varulkos es el sospechoso que tiene más puntos.
Pero está visto que hoy se desbaratan todos los planes. En cuanto Vlasópulos sale del despacho suena el teléfono. Es Guikas.
– El ministro quiere vernos ahora mismo en su despacho.
Estoy entrando en el ascensor cuando Sotirópulos me llama al móvil.
– Sabía que no descubrirías tus cartas y envié a un colaborador joven. ¿Tienes algo especial para mí?
– Fuentes policiales anónimas afirman que se trata del mismo asesino. Tengo que colgar, Guikas me espera.
– Así es la vida. Uno la pifia y todos a correr -comenta con ironía.