172104.fb2 Con el agua al cuello - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 30

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Somos siete los que estamos sentados en torno a la mesa de reuniones del ministro. Cuatro de nosotros formamos conjuntos de dos, un deux-pièces, como llama Adrianí a los trajes de chaqueta. Uno de los conjuntos está compuesto por el director general de la policía y Stazakos; el otro, por Guikas y un servidor. Los otros dos, es decir, el ministro y Anagnostu, el juez instructor del caso, más que un conjunto, son dos afligidos familiares que han acudido a un entierro. El único que se muestra templado es Stavrópulos, el forense, que está sentado a mi derecha.

Miro con el rabillo del ojo a Guikas, situado a mi izquierda. Luce la misma expresión apesadumbrada que los demás, pero estoy convencido de que piensa: «No sabéis el favor que me hicisteis dejándome a un lado. Ahora, apañáoslas solitos». No le falta razón. Quizá Guikas no sea mejor policía que el resto de nosotros, pero, sin duda, posee un talento único para cubrirse las espaldas y, en ocasiones, de rebote, también las mías.

– Nos enfrentamos a una situación tan grave como indeseable -dice el ministro, que por fin ha encontrado las palabras adecuadas para el entierro-. Tenemos un sospechoso de los dos primeros asesinatos. Los indicios en su contra resultaban especialmente inculpatorios, tanto que el propio juez instructor ordenó prisión preventiva. -Esto último lo ha dicho para cargar las culpas al juez instructor, ya que fue él quien metió a Okamba en prisión.

– Con el visto bueno del fiscal -puntualiza Anagnostu para compartir responsabilidades.

– Desde luego -admite el ministro-. Hoy, sin embargo, ha aparecido una nueva víctima, que nos deja en evidencia frente a la comunidad internacional. Henrik de Moor era miembro de la agencia de calificación Wallace y Cheney. Su asesinato, cometido después del de Robinson, nos desacredita todavía más, porque no ha podido ser obra del mismo asesino, ya que éste se encontraba en prisión preventiva. Así, la pregunta es: ¿detuvimos a la persona equivocada o, por el contrario, tenemos que vérnoslas con dos culpables?

Calla en espera de una respuesta, pero nadie se atreve a tomar la palabra. Todos se cubren las espaldas y prefieren ceder la iniciativa a los que están sentados a su lado. El juez instructor, con toda la razón, puesto que es la policía la encargada de investigar. Guikas y yo, porque estuvimos excluidos de las investigaciones y no podemos opinar al respecto. El director general mira a Stazakos como diciéndole que le toca a él iniciar la ronda de intervenciones, ya que estaba al frente de la investigación.

Stazakos lo capta y repite la misma teoría que me había expuesto a mí.

– En mi opinión, nos enfrentamos a dos asesinos. Detuvimos a uno de ellos, pero el otro sigue en libertad y continúa matando.

– No es posible -replica Stavrópulos seca y categóricamente.

– ¿Por qué? -pregunta el ministro.

– Se lo explicaré, señor ministro. Cuando nos las vemos con varios asesinatos sucesivos cometidos con arma de fuego, el análisis balístico establece con exactitud si se ha empleado la misma arma o no. Lo mismo sucede con las espadas. Si las espadas son distintas, una será más o menos afilada que la otra, serán de distintos fabricantes y provocarán distintas heridas causadas en las víctimas. La espada en cuestión causó exactamente las mismas heridas a las tres víctimas. Esto indica que no sólo el arma sino también el asesino son los mismos.

– ¿Cómo ha llegado a esta conclusión? -pregunta el director general.

– Cuando el agresor golpea con la espada, su cuerpo adopta una inclinación particular, y asesta el golpe con una fuerza y de un modo determinados. Dos agresores distintos presentarían inclinaciones diferentes, fuerzas y formas de atacar también distintas. Sin embargo, estas características son idénticas en las tres víctimas.

– ¿Está seguro? -insiste el ministro.

– Tanto las autopsias como los análisis de laboratorio lo confirman más allá de toda duda. -Se vuelve hacia Stazakos y dice impertérrito-: Sencillamente, ustedes detuvieron a la persona equivocada, señor Stazakos.

Se produce un silencio ensordecedor. Con el tono seco que lo caracteriza, Stavrópulos ha dicho lo que nadie quería oír.

– Si es así, tengo la obligación de poner a Bill Okamba en libertad en cuanto reciba el informe oficial del forense -dice Anagnostu y se lleva ambas manos a la cabeza.

– En cualquier caso, no deberíamos precipitarnos -dice Stazakos-. A Okamba no le pasará nada si lo retenemos un poco más en prisión.

– ¿Tiene otra pista que investigar? -inquiere el ministro.

– En este momento no, pero tal vez todo se deba a una coincidencia. Y tampoco hay que descartar que este último asesinato tuviera un móvil sexual.

– Señor Stazakos, el forense acaba de explicárselo -responde el ministro con un obvio esfuerzo por mostrarse paciente-. Es imposible que todos los cabecillas de África se hayan reunido en Atenas para decapitar al primero que se les pone delante.

– Los ingleses no dudan de la culpabilidad de Okamba.

– Los ingleses -interviene el director general de la policía- tienden a ser expeditivos, creen que la celeridad da resultados, aunque a menudo pagan las consecuencias. Véase, si no, el exceso de celo que les llevó a equivocarse y matar a aquel brasileño en el metro de Londres, por no hablar de todos aquellos a los que liquidaron sin contemplaciones en Irlanda del Norte.

Ya está, pienso. Arvanitópulos da marcha atrás y se muestra conforme con la opinión de Sotirópulos acerca de los ingleses. Es decir, se distancia de Stazakos y lo deja en la estacada. Pero Stazakos no es de los que se rinden fácilmente.

– Dejémosle, al menos, en libertad condicional, por si acaso propone al juez instructor.

Está claro adonde quiere ir a parar. Si lo dejan en libertad condicional, querrá decir que no está libre de toda sospecha y que nosotros no andábamos tan equivocados.

– ¿Con qué condiciones? -pregunta Anagnostu.

– Con la prohibición de abandonar el país hasta que concluya la investigación, además del pago de una fianza.

– Lo primero es factible, lo segundo no -responde Anagnostu categóricamente-. Aquí no se trata de un caso de corrupción, sino de un asesinato. Y una de dos: o se tienen pruebas suficientes para retener al sospechoso en prisión o no se tienen y queda en libertad. ¿Sabe lo que implica enfrentarse a Leonidis? Si le concedo la libertad bajo fianza, Leonidis montará un cirio en los tribunales. Aunque yo diera mi visto bueno, el fiscal la desestimaría sin ambages.

El ministro se dirige a Guikas:

– Me gustaría saber qué opina usted, señor Guikas.

Guikas finge sopesar sus palabras. Estoy seguro de que lleva el discurso preparado, pero quiere subrayar la gravedad de la situación.

– Me temo que debemos descartar la hipótesis del atentado terrorista, señor ministro.

– ¿En qué se basa?

– En primer lugar, el asesino tiene en su mira un sector concreto: la banca. Y, por lo general, los terroristas no suelen ceñirse a un sector determinado. En segundo lugar, no hay en la historia del terrorismo atentados perpetrados con espada; los terroristas matan con bombas o con armas de fuego. Aunque consideren sus acciones una especie de cruzada, no matan como los cruzados. Y en tercer y último lugar: ha habido ya tres asesinatos que nadie ha reivindicado. Es obvio que tenemos que empezar a buscar en otra parte.

En lugar de comentar lo que ha oído, el ministro se vuelve hacia mí:

– ¿Y usted, señor Jaritos, cómo lo ve?

– Opino que los asesinatos y el cartel que insta a los ciudadanos a no pagar sus deudas son obra de la misma persona. El asesino no es un terrorista; es alguien que se vio perjudicado por los bancos y ahora se está vengando. Y creo que prepara un nuevo golpe, sea asesinando, sea pegando carteles. Debemos darnos prisa porque, mientras esté en libertad, puede causar daños considerables en esta época de crisis.

El ministro aguarda unos instantes por si alguien se muestra en desacuerdo o propone una alternativa. Como nadie dice nada, decide proseguir:

– De acuerdo, nos decantaremos por la hipótesis del asesino que quiere vengarse de los bancos para ver adónde nos conduce. Si entretanto aparece alguna reivindicación, cambiaremos el rumbo. -Hace una pausa y se dirige a Guikas y a mí-: Tendrán que echar el resto para solucionar el caso antes de que surjan más problemas con la banca. Oficialmente, no anunciaremos el abandono de la opción terrorista. Declararemos que siguen abiertas todas las líneas de investigación. No sólo para defendernos de posibles críticas, sino también para tranquilizar a los extranjeros, que sólo ven terroristas en Grecia. -Calla un momento y se vuelve hacia el juez instructor-: ¿Cómo justificaremos la puesta en libertad del sospechoso?

– Nosotros no tenemos que justificar nada. Los jueces no hacen declaraciones a los medios de comunicación.

Está aliviado porque ahora la pelota está en nuestro tejado. El ministro lo pilla y se dirige al director general de la policía:

– Procure dejar bien claro que se le ha puesto en libertad pero que no se le permite abandonar el país.

El director general, que comprende que le toca sacar las castañas del fuego, se limita a asentir con la cabeza. El ministro se pone de pie, señalando así el fin de la reunión.

– Prepara un despachito para Kula. A partir de mañana estará a tu disposición -dice Guikas en el momento de separarnos en la puerta del Ministerio del Interior.

Quedarse al margen tiene sus ventajas, ya lo dijimos. Guikas sube a su coche para volver a Jefatura, y yo, a un coche patrulla para ir a Koropí.