172104.fb2 Con el agua al cuello - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 31

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El tráfico no presenta problemas hasta Ayía Paraskeví, pero se torna muy denso a partir de la sede de la radiotelevisión griega. Las dificultades empiezan en el desvío hacia Mesoyia, porque el calor aprieta. Todo el mundo corre hacia la playa para echar al mar lo que pueda: la mayoría, su propio cuerpo; los niños, sus colchonetas hinchables, y los mayores, sus lanchas neumáticas.

Una de esas lanchas nos precede, remolcada por un BMW cabriolé que va a cuarenta por hora. Apremio a Vlasópulos a que encienda la sirena y así el conductor se vea obligado a apartarse, pero éste no se da por aludido. Vlasópulos se pone a la altura del pesado del BMW.

– ¿Es que no oyes la sirena? -grita al conductor.

– ¿Qué pasa? ¿Tienes prisa para darte un chapuzón? -contesta el muy impertinente.

– Jefe, ¿le pido la documentación? -me pregunta Vlasópulos cabreado.

– No, nos liaremos y bastante trabajo tenemos ya.

– Nos recortan los sueldos, las pagas extras y las pensiones, y éstos siguen yendo en BMW con lanchas en el remolque -filosofa Vlasópulos.

– Creen que se librarán de la crisis cuando se vaya la troika. <strong>[8]</strong>

– La troika no se irá -contesta categóricamente, como si lo supiera de los propios implicados.

– ¿Por qué estás tan seguro?

– Porque a la tercera va la vencida, comisario.

– ¿Qué quieres decir?

– Mire, primero apareció Kapodistrias. Le dijimos que quién se creía que era y lo matamos. Después vinieron los bávaros y la Regencia. [9] Les dijimos que quiénes se creían que eran y los echamos. Ahora han venido el danés, el belga y el alemán. Y nosotros volvemos a decirles que quiénes se creen que son, pero éstos no van a desaparecer, porque a la tercera va la vencida. Una vez te escapas, otra vez te libras, pero al final te pilla el toro. ¿Lo entiende ahora?

Es una manera de verlo. No resulta demasiado seductora, pero quizá por eso mismo sea acertada. Lo que nos seducía hasta ahora ha demostrado ser una falacia.

En Koropí nos detenemos primero en la inmobiliaria de Yannis Mértikas, a quien ya visité tras el asesinato de Zisimópulos. Quiero que Mértikas me informe sobre la situación actual de Stéfanos Varulkos y la cuantía de su deuda con el Banco Central, para utilizar los términos que hoy en día usan hasta los reporteros de tercera.

La fachada de la inmobiliaria sigue cubierta de anuncios de pisos y parcelas en venta. Mértikas se encuentra solo, inmerso en la contemplación de su pantalla de ordenador. A su hija, llamada Litsa, si no recuerdo mal, no la veo ante su escritorio.

– ¡Hombre, bienvenido! -exclama al verme-. ¿Qué le trae por aquí?

– He venido para charlar un rato.

– Un enviado de Dios. ¿Sabe lo que es pasarse el día sentado mirando la pantalla sin tener con quién hablar?

– ¿No está su hija?

– Le he dado vacaciones hasta nuevo aviso. Es mejor que se quede en casa que venir aquí para espantar moscas. Vería con malos ojos el negocio que va a heredar.

– ¿Qué ha pasado? ¿La gente ya no vende sus tierras para comprar el último modelo del Jeep Cherokee, como me dijo?

– Ni venden tierras ni compran Jeeps y Mercedes. No hay dinero, señor comisario. Nos arrastra la resaca financiera. Mientras el dinero circulaba, había trabajo; unos vendían tierras para comprar todoterrenos, otros se compraban las tierras aunque para ello tuvieran que pedir un préstamo. Circulaba el dinero, y eso es lo que importa. Pero ahora dicen que todo se hacía en negro y que, para sanear la economía, tiene que circular dinero blanco. El buen pan es el negro, el buen dinero es el blanco. Eso dicen ahora. Pero ¿qué haces cuando no circula dinero de ningún tipo? Le diré una cosa: cuando aprieta el hambre, comes pan blanco aunque no sea tan bueno para la salud, y cuando se aprieta demasiado el cinturón necesitas dinero, aunque sea negro. Si quiere mi opinión, el dinero no tiene color. El dinero es como el coche. Para que el motor arranque, tiene que circular. Si no lo sacas del garaje, se queda sin batería. Y así estamos. -Calla unos segundos y vuelve a la realidad-. Pero usted no ha venido para escuchar discursitos sobre el dinero.

– He venido para que me cuente lo que sabe de Stéfanos Varulkos.

Me mira sorprendido.

– ¿Cómo se ha acordado de él?

– Deje, tardaría demasiado en explicárselo.

– ¿Qué quiere saber de Varulkos?

– Por qué quebró.

Sigue sin comprender, pero decide tragarse las preguntas.

– Varulkos era el constructor más importante de Koropí. Todas las parcelas en las que construyó me las compró a mí. Pero una vez quiso pasarse de listo y metió la pata.

– ¿Qué sucedió?

– Encontró una parcela en una posición privilegiada. Grande y cuadrada. No acudió a mí para que mediara, quería ahorrarse mi comisión. Los propietarios del terreno no le dijeron que había un heredero más, un hombre que vivía en Canadá. Varulkos ya había construido medio bloque de pisos cuando apareció ese heredero. Éste tomó medidas legales y detuvo la construcción. Después de un año de tira y afloja, Varulkos tuvo que pedir un crédito para comprar la parte del grecocanadiense. Como entretanto se había quedado sin fondos, necesitó otro préstamo para terminar la construcción. Pero se encontró con que no podía vender los pisos.

– ¿Por qué no?

– Pues porque eran viviendas de lujo y muy caras. Además, todo el mundo sabía que estaba endeudado hasta el cuello, de modo que esperaban que bajara los precios para comprar a precio de ganga. Al final, él ya no pudo pagar las cuotas de sus préstamos y el banco se quedó con todo. Para colmo -añade tras una pausa-, se equivocó al elegir su banco.

– ¿El Central?

– El Central en tiempos de Zisimópulos. No sé cómo funcionará ahora, pero en aquella época Varulkos dijo que le habían ofrecido unas condiciones muy buenas. Eso hacía Zisimópulos: ofrecía buenas condiciones, pero al menor problema te daba la patada y te echaba al precipicio.

– ¿Dónde vive ahora?

– La familia es de Koropí de toda la vida. El padre de Varulkos tenía huertos. A él le quedó la casa rural. Ahora vive allí. Sigue la calle Moraitis y tuerce a la izquierda por Kosmás Nikolós. La encontrará al final del camino. Es una casa aislada, no tiene pérdida.

Moraitis se encuentra en el límite del casco urbano. A partir de allí las viviendas empiezan a escasear hasta que, ya cerca de la calle Nikolós, la única edificación visible es un pequeño astillero. Al final de la calle Nikolós distinguimos una casa rural rodeada de vegetación y perdida en medio de la nada.

– Debe de ser ésa -dice Vlasópulos-. Es la única casa en los alrededores.

Harían falta unos prismáticos para verla, pero Vlasópulos tiene vista de halcón. Dejamos el coche patrulla en la calle y seguimos a pie.

Es una casa rural normal y corriente, de las que se encuentran en las zonas rurales del Ática. Es de un color blanco sucio, señal de que hace décadas que no le dan una mano de pintura. Delante de la casa hay un pequeño huerto, seguramente vestigio de los cultivos del padre de Varulkos.

Fuera de la casa, bajo un tejadillo de madera, divisamos a un hombre de edad indeterminada sentado en una desvencijada butaca de mimbre. Lleva unos viejos tejanos desteñidos, camisa a cuadros y tirantes. Nos ve llegar, pero ni se inmuta.

– ¿Stéfanos Varulkos? -pregunto cuando llegamos junto a él.

– Sí, ¿y qué?

– Soy el comisario Jaritos.

– Pierde el tiempo, no lo maté yo -contesta enseguida.

– ¿A quién?

– A Zisimópulos. No lo maté yo.

– Nadie ha dicho que lo hiciera.

– Él me mató a mí. -Piensa un momento y se encoge de hombros-. Total, qué más da. Tampoco estoy tan mal así. Pude salvar la casa paterna y un huertecito que me da de comer. No necesito nada más. Lástima que muriera mi mujer, eso es lo único que me duele.

– ¿No tiene usted hijos?

– No. -De repente se echa a reír por lo bajo-. Cuando lo perdí todo, los demás aún tenían dinero y yo era el fracasado. Ahora que se tiran de los pelos por culpa de la crisis, yo ya no tengo nada que perder y me divierto.

No hay otro asiento disponible y me quedo de pie bajo el tejadillo, para que no me abrase el sol.

– He venido a verle porque me dijeron que conocía bien a Zisimópulos.

– ¿Que yo conocía a Zisimópulos? -Otra risita por lo bajo-. Si lo hubiera conocido tan bien, no me habría pillado desprevenido y no me habría arruinado. -La risa desaparece y Varulkos se pone serio-. ¿Sabía que yo le hice los cimientos de su casa? Así nos conocimos. Pasaba de vez en cuando para echar un vistazo a la obra y me decía: «Buen trabajo, sí señor». Entonces, cuando encontré la parcela grande, se me ocurrió pedir un presumo al Banco Central, ya que conocía al director. Aceptó enseguida. Ya le habrán contado cómo y por qué se fastidió el proyecto, no voy a repetírselo. Pedí un segundo crédito. Me lo concedió, pero me advirtió que no habría un tercero. Y así fue. No sólo no me concedió otro préstamo cuando se le supliqué, sino que me cerró las puertas de los demás bancos. Acabó quitándomelo todo. Unos conocidos comunes le rogaron que me dejara esta casa paterna. Accedió y luego se jactaba de su bondad. En menos de un año nos jubilamos los dos. Él, con una pensión millonada, y yo, con nada. -Toma aliento y me mira pensativo-. Zisimópulos era un buen banquero. Nunca regateaba y jamás se retrasaba en los pagos. Pero, si no cumplías, era despiadado.

Miro a Varulkos, sentado delante de mí en la butaca de mimbre. Es imposible que este hombre asesinara a tres personas con una espada. Sin embargo, bien pudo pegar los carteles y poner el anuncio en los periódicos. En tal caso, nos enfrentaríamos a dos personas. Una mata y la otra azuza a la gente contra los bancos. De pronto, este escenario se me antoja el más verosímil.

– ¿Puedo echar un vistazo a la casa?

Me mira y pregunta tranquilamente:

– ¿Por qué? ¿Está buscando la espada?

– Si fuera así, no la buscaría en su casa.

Varulkos se encoge de hombros.

– Mire todo lo que quiera. No hace falta que le acompañe. Sólo hay dos habitaciones. Terminará en un santiamén.

Vlasópulos y yo entramos en la casita. Efectivamente, consiste en una sala de estar, una cocina y un dormitorio. En la sala hay una mesa y una butaca, la pareja del que ocupa Varulkos, frente a un televisor Grundig blanco y negro que, a su vez, está encima de una silla. En el dormitorio hay una cama de matrimonio y un armario de plástico que cierra con cremallera. Dentro del armario hay dos pantalones, algunas camisas y una cazadora. En el suelo del armario está la ropa interior, los calcetines y un par de jerséis. En la cocina hay una olla encima de un fogón doble y una nevera antediluviana, de aquellas que tenían el motor en el lugar donde ahora ponen el congelador. Varulkos debió de comprarle el televisor y la nevera a algún chatarrero.

No veo ordenador ni impresora por ninguna parte. Si tuviera hijos, podría considerar la posibilidad de que utilizara el ordenador de uno de ellos. Pero no tiene hijos y, por lo tanto, no pudo ser él quien imprimió los carteles.

No se ha equivocado calculando el tiempo. En cinco minutos ya hemos terminado. Salgo para despedirme de él.

– Gracias por la información -le digo.

Esta vez me mira con curiosidad.

– ¿Puede decirme qué diablos estás buscando?

Pienso que no pierdo nada con decírselo. A veces las pistas aparecen donde menos te lo esperas.

– Busco al que imprimió unos carteles animando a la gente a no pagar sus deudas con los bancos. El que lo hizo tuvo que usar un ordenador y una impresora.

Se produce un nuevo estallido de risa.

– ¿Tengo pinta de tener ordenador e impresora? Además, me importa un pito si la gente paga sus deudas o no. Yo, en todo caso, ya pagué. -Se pone serio de repente y dice con cajas destempladas-: Y ahora adiós, déjenme en paz.

– Varulkos…, ese nombre me suena, pero no puedo recordar de qué -dice Vlasópulos cuando subimos al coche.

– ¿De qué te suena? ¿Algún pariente tuyo, un compañero de instituto?

– No, de otra cosa, pero no consigo recordarla. -Hace un esfuerzo más y desiste-. En fin, ya saldrá, es cuestión de tiempo.


  1. <a l:href="#_ftnref8">[8]</a> Se refiere a los representantes del Fondo Monetario Internacional, la Unión Europea y el Banco Central Europeo que supervisan la aplicación de las medidas lomadas por el gobierno de Grecia para el saneamiento de la economía del país. (N. de la T.)

  2. <a l:href="#_ftnref9">[9]</a> Ioannis Kapodistrias (1776-1831), político y diplomático de gran relevancia, así como primer gobernador de Grecia durante el periodo de transición que siguió a la revolución contra el Imperio otomano, fue asesinado en octubre de 1831. Con los bávaros y la Regencia alude a los monarcas griegos de origen alemán, el último de los cuales fue Constantino II, depuesto por la Junta Militar de los coroneles en 1973 y expulsado definitivamente en 1974, con la llegada de la democracia (N.de la T.)