172104.fb2
Encima de mi escritorio está la fotocopia del report del Coordination and Investment Bank y frente a mí está sentada Kula. El informe del banco ocupa diez páginas escritas a un espacio sobre papel blanco y sin logotipo. Lo dejo para más tarde y llamo a mis dos ayudantes. Sorprendidos al ver a Kula, la saludan con un «hola, Kula» y un «hola» a secas respectivamente.
– A partir de hoy, Kula formará parte de nuestro equipo. Ordenes de Guikas, ya que el peso de la investigación de los tres asesinatos recae ahora sobre nuestras espaldas. -Callo y les observo con atención. Ninguno de los dos parece muy contento-. Y, personalmente, yo os ordeno que la tratéis como un miembro más del equipo, de igual a igual -continúo-. No está aquí para ordenar archivos, que quede claro. Lo digo delante de ella, para que sepa que mi puerta está abierta si le hacéis la vida imposible.
Dermitzakis considera que debe mostrarse ofendido.
– Habla como si fuéramos unos machistas, señor comisario.
– Yo no he dicho que lo seáis. Pero sé que a los recién llegados a cualquier departamento les obligan a hacer de recaderos, para que no se les suba el puesto a la cabeza. Aquí trabajamos todos en equipo y tenemos que darnos prisa. Ha empezado la cuenta atrás. -No tienen nada que objetar y prosigo-: Kula, de momento seguirás investigando a los empresarios que fueron víctimas de expropiaciones. Vlasópulos, ¿qué hay del informe de los empleados despedidos?
– En una primera criba he seleccionado a cuatro. Uno trabaja en una empresa en Bahrein. Otro emigró a Latinoamérica. Un tercero, Miñatis, abrió un concesionario de coches en la avenida Singrú. El cuarto se llama Batís y tiene ahora una agencia de viajes.
– Empezaremos por el concesionario de coches en cuanto haya echado un vistazo al informe del Investment Bank.
Los tres se retiran y yo empiezo a repasar el informe, pero mi inglés no me basta para entender esa jerga financiera, y, de todas maneras, de finanzas no entiendo ni papa. En menos de un cuarto de hora me siento mareado y llamo a Tsolakis al móvil.
– ¿Ha salido ya del hospital? -pregunto.
– Sí, hasta que me vuelvan a ingresar -responde entre risas.
– Me gustaría enviarle un informe del Coordination and Investment Bank para que le eche un vistazo. Si no le importa, mañana iré a verle para hablar del tema.
– Envíemelo y mañana le espero.
Estoy a punto de pedirle a Dermitzakis que le envíe el informe a Tsolakis cuando suena el teléfono.
– ¿El comisario Jaritos?
– El mismo.
– Le habla el comisario Kliopas, de la comisaría de Keratsini. El guerrillero antibancos ha actuado de nuevo.
– ¿Ha vuelto a pegar carteles?
– Nosotros vigilábamos el centro de Atenas y él se ha ido a la periferia, pienso.
– Carteles, no. Pegatinas.
– ¿Pega tinas?
– Sí. Ha cubierto medio Pireo con pegatinas. He hablado también con las comisarías de Drapetsona y Korydalós. Hay pegatinas por todas partes: en las farolas, en los escaparates, en las puertas de los bancos, en las entradas de las viviendas, por todas partes. La buena noticia es que esta vez dice poco. La mala, que las pegatinas no se despegan fácilmente. Tendremos que arrancarlas rascando de una en una.
– ¿Y qué dicen las pegatinas?
– «Los bancos han recibido veinticinco mil millones de euros más. Ese dinero sale de nuestros impuestos. No volváis a pagarles de vuestros bolsillos.»
El tipo es ocurrente y eficaz. Las pegatinas harán más daño que los carteles. Porque si a un griego le dices que ya ha pagado veinticinco mil millones con sus impuestos, pensará que con un atraco hay suficiente y que no tiene por qué pagar ni un céntimo más.
– Está bien, no toquen las pegatinas -digo a Kliopas-. Enséñenselas a mis hombres cuando lleguen.
– ¿Enseñárselas? ¡Es imposible no verlas!
Cuelgo el teléfono y llamo a mis tres ayudantes. Ordeno a Vlasópulos que envíe el informe del banco a Tsolakis antes de ir con Dermitzakis a ver las pegatinas. Les explico de qué se trata.
– Es listo -comenta Kula.
– ¿Por qué lo dices?
– Se ha dado cuenta de que no puede seguir pegando carteles y ha buscado un método más eficaz. Es mucho más fácil pegar pegatinas que carteles y mucho más difícil arrancarlas.
– Llevad con vosotros a un fotógrafo de la Científica, para que tome fotografías de las pegatinas. Y no volváis sin saber quién las pegó.
Asignadas las tareas, Kula y yo salimos rumbo al concesionario de coches. Como no quiero usar un coche patrulla para no comprometer a Miñatis, vamos en el Seat.
De la avenida Reina Sofía desembocamos en la plaza Sintagma. En Singrú hay un poco de tráfico hasta la altura de Pandios, pero después la circulación es fluida. El concesionario de Miñatis está cerca del desvío de Nea Smirni. Un rótulo de plexiglás reza: «MIÑATIS – AUTOMÓVILES». En el recinto hay tres coches nuevos. No me fijo en las marcas, no me interesan.
Preguntamos a uno de los dos empleados dónde podemos encontrar al señor Miñatis y él señala una especie de altillo acristalado desde el que se domina el concesionario. Hay dos despachos. Uno de ellos está ocupado por un hombre cincuentón, y el otro, por una joven, la secretaria, que mastica un chicle como si fuera un rumiante. Nos presentamos y Miñatis se levanta con presteza, aunque con mirada desconfiada.
– Si fueran de Hacienda, les diría que no tengo deudas con el fisco -dice-. Si fueran de la Seguridad Social, que no debo ninguna cuota. Si fueran de Tráfico, que no he atropellado a nadie con el coche. Pero ¿qué quiere la policía de mí?
– Quisiéramos que nos informara de por qué le despidieron del banco, señor Miñatis.
Me mira en silencio unos segundos.
– Se refiere a cuando me acusaron de malversación de fondos -puntualiza con toda naturalidad, como si hablara de otra persona.
– Digámoslo así, si lo prefiere.
– No sé si sabe que fui declarado inocente.
– ¿Por qué le despidió el banco, entonces?
Miñatis se echa a reír.
– Porque el despido es inmediato, mientras que la resolución judicial tarda un mínimo de cinco años. Después del fallo, el banco me ofreció la readmisión, pero entretanto yo había abierto el concesionario y decliné la oferta. -Se da cuenta de nuestro recelo y dice a su secretaria-: Mariana, por favor, trae la carpeta del banco.
La secretaria se levanta y busca la carpeta en la estantería. Miñatis la coge y la hojea.
– Mire, señor comisario -dice. Me acerco y miro la carpeta-. Aquí están todas mis transacciones actuales con el Banco Jónico de Crédito, el que me despidió. ¿Cree que algún banco concedería un crédito a alguien a quien ha despedido por malversación?
Claro que Galakterós, el director del Banco Jónico, nos dijo en nuestro último encuentro que los bancos concederían préstamos hasta a los orangutanes, pero eso no invalida la argumentación de Miñatis.
– Fui víctima de difamación -prosigue éste-. Uno de nuestros clientes más pesados, de esos que hay en todos los bancos, solicitó un préstamo cuando ya tenía otro, que no podía pagar. Se le ocurrió una brillante idea: «Concédanme un préstamo para que pueda saldar el anterior y que me sobre un poco». Es decir, quería liquidar el préstamo pendiente y cargar con uno aún mayor. Está claro que lo denegué. Desesperado, el cliente me acusó de malversación, con la esperanza de que el banco le concediera el préstamo para cerrarle la boca. El banco, sin embargo, para evitarse problemas, me despidió a mí y a él le mandó a hacer puñetas. Presenté una denuncia por difamación y el tribunal me dio la razón; él lo perdió todo y ahora está en la cárcel.
– Perdone, pero ¿por qué no solicita de la Asociación Griega de Banca que borre su nombre de las listas de empleados despedidos por malas prácticas? -pregunta Kula.
Miñatis la mira estupefacto.
– Han pasado tres años. ¿Todavía no han borrado mi nombre?
– Pues no. Así es como le hemos localizado.
Miñatis no sabe qué decir y opta por tomárselo con filosofía.
– Cuando leo en los periódicos sobre privatizaciones, señor comisario, no sé si reír o llorar. Se dice que el sector público griego está en quiebra y que el sector privado debe hacerse cargo de todo. Es mentira, señor comisario. El sector privado está tan mal como el público. Se lo digo yo, que trabajaba en un banco.
– ¿Nos permite llevarnos su ordenador y su impresora? -le pregunto.
Vuelve a mirarnos estupefacto.
– ¿Para qué?
– Necesitamos hacer ciertas comprobaciones.
– Estoy perdido sin el ordenador. Las listas de clientes, los precios, las direcciones y teléfonos de los importadores de vehículos, todas mis bases de datos están en el ordenador. Sin él, yo no existo.
– ¿Podría, al menos, echarle un vistazo? -propone Kula.
– Usted misma.
Kula se dirige al despacho de la secretaria, donde están el ordenador y la impresora. Examina rápidamente los dos aparatos.
– ¿Tiene otro ordenador en casa? -pregunta a Miñatis.
– Sí, un Toshiba portátil. Lo utilizo para trabajar en casa.
– Bien. No hace falta que nos lo llevemos, señor Jaritos -me dice.
No insisto, porque Kula entiende de ordenadores. Algo habrá visto que la ha convencido. Miñatis se despide de nosotros con la mirada llena de desconcierto.
– ¿Por qué no has querido que nos lleváramos el ordenador y la impresora? -pregunto a Kula ya camino de Jefatura.
– Porque usaron un Mac para diseñar los carteles y Miñatis tiene un PC. -Cree que la entiendo, pero para mí es como si hablara en chino-. Aunque eso tampoco tiene importancia.
– ¿Por qué no?
– Porque se trata de programas sencillos, que se encuentran en cualquier ordenador. Lo mismo vale para la impresora. El guerrillero antibancos utilizó una simple Hewlett Packard, de las que hay a patadas en el mercado, en las empresas y en los domicilios. Cualquier jovencito que tenga un ordenador para navegar por Internet, tiene también una Hewlett Packard. Es prácticamente imposible identificar una impresora entre los millones que hay. La única solución sería encontrar el archivo, aunque estoy convencida de que no existe.
– ¿Por qué?
– Porque el tipo debió de diseñar los carteles con su ordenador, imprimirlos con su impresora y después destruir el archivo. Sería de tontos no borrarlo.
Después de Varulkos, Miñatis es el segundo muro contra el que nos hemos dado de narices. Volvemos a Jefatura por donde hemos venido. Nada más entrar en mi despacho, asoma la cabeza Dermitzakis.
– ¿Algún progreso? -le pregunto.
Sin decir palabra, despliega una serie de fotografías encima de mi escritorio. Luego saca del bolsillo una pegatina y me la tiende. Pone exactamente lo que me había dicho Kliopas. «Los bancos han recibido veinticinco mil millones de euros más. Ese dinero sale de nuestros impuestos. No volváis a pagarles de vuestros bolsillos.» Las fotos también confirman que hay pegatinas por todas partes.
– Llama a Kula -digo a Dermitzakis.
Hace amago de replicar algo pero cambia de opinión y se va, para reaparecer enseguida acompañado de Kula.
– A ver, Kula, ¿qué puedes decirme de esta pegatina?
Ella echa un vistazo y se encoge de hombros.
– A primera vista, salió de la misma impresora. Aunque en esta ocasión utilizaron letra negrita tamaño 14. Pero ¿de qué nos sirve saberlo? Ya le he dicho que hay millones de impresoras como ésa. Y si hubieran usado otra impresora de la misma marca, no me daría cuenta.
– ¿Habéis pillado a los que las pegaron?
– Están aquí. ¿Los hago pasar?
– ¿Y lo preguntas?
– ¡Sorpresa! -dice la voz de Vlasópulos a la vez que se abre la puerta y aparecen tres niñatos de entre trece y quince años.
– ¿Éstos las han pegado? -pregunto sorprendido.
– Éstos y otros tres, que no pudimos pillar.
– ¿Habéis avisado a sus familias?
– Por supuesto. Sus madres querían venir con nosotros, pero les hemos dicho que no se preocuparan. Sólo queremos información, y después les llevaremos a casa con el coche patrulla.
Los tres chavales están asustados.
– No tengáis miedo -los tranquilizo-. Os haré un par de preguntas y podréis marcharos. ¿Quién os dio las pegatinas?
Parece que quieren rifarse quién contesta. Al final, habla el mayor de los tres:
– Un señor.
– ¿Cómo era? ¿Joven, viejo, alto, bajo?
– Viejo -responde el segundo del trío.
– Más viejo que mi padre -añade el tercero.
– ¿Era alto o bajito?
– Normal -dice el primero-. Como mi tío Yannis, el hermano de mi padre. Creo que mide uno setenta.
– ¿Os acordáis de lo que llevaba puesto?
Los tres intercambian miradas.
– ¿Qué iba a llevar? Una camisa y un pantalón -responde uno de ellos como si fuera obvio.
– ¿De qué color?
Se miran desconcertados.
– No lo sé, no nos fijamos.
– Vale, no importa. ¿A qué hora se acercó a vosotros?
Esta vez se alegran de recordar el dato.
– Poco después de las seis. Porque a las seis habíamos quedado para ir a jugar al fútbol.
– ¿Y a qué hora las pegasteis?
– Nos dio cinco euros a cada uno y nos dijo que las pegáramos después del anochecer. «Que se haga de noche primero y luego las pegáis», nos dijo. «Y ojo que no os pillen.»
– También nos recomendó que las pegáramos en los vidrios, porque era más fácil.
– Fue muy divertido -interviene el tercero-. Dos montábamos guardia en las esquinas y los demás pegaban. Llenamos todo el Pireo de pegatinas -concluye orgulloso.
– Muy bien, chicos. Ya no os necesito. Un coche patrulla os llevará a casa.
– ¡Qué guay! -exclama el mayor, que ya se siente confiado.
A juzgar por sus movimientos hasta ahora, el guerrillero antibancos no es tonto. En la primera ocasión buscó a unos negros, y en la segunda a unos niños. Aquéllos no podían leer los carteles y éstos, aun leyéndolos, no habrían entendido nada. La única diferencia es que la primera vez fue un negro el que hizo de mediador y la segunda, un griego. Me planteo la posibilidad de que el segundo fuera el guerrillero en persona, pero la descarto rápidamente: si hubiera querido actuar, ya lo habría hecho con los carteles. Cada vez busca un intermediario distinto, y no debe de resultarle difícil. Seguro que hay muchos dispuestos a ponerles la zancadilla a los bancos.
Una llamada de Guikas me saca de mis cavilaciones.
– ¿Qué es eso de las pegatinas? -pregunta-. Stavridis me ha llamado fuera de sí.
Le pongo rápidamente en antecedentes.
– Tenemos que acabar de una vez con este asunto; si no, se convertirá en una pesadilla -dice Guikas.
– Ya lo sé, pero ¿cree que es fácil, entre los cinco millones y medio de habitantes del Ática, encontrar a alguien que recluta a inmigrantes o a niños para que peguen carteles y adhesivos? Todos los caminos que hemos seguido hasta ahora nos han conducido a un callejón sin salida.
– ¿Fueron niños los que pegaron las pegatinas?
– Unos chavales.
Guikas tarda un rato en digerir la noticia.
– Tampoco hemos hecho progresos con los asesinatos -constata.
– Presiento que los haremos cuando encontremos al guerrillero antibancos.
– Prepárate para recibir visitas mañana.
– ¿Le han dicho que vendrán?
– Lo presiento -contesta Guikas y cuelga el teléfono.