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Esta noche de la final, el trayecto desde la calle Aristocleus recuerda al Sábado Santo, dos horas antes del Domingo de Resurrección. Los coches se cuentan con los dedos de una mano y la avenida Kifisiás se parece a esas carreteras desiertas en medio de la nada que salen en las películas yanquis. Como no sé dónde está exactamente la calle Samos, pongo el GPS. En esta ocasión, sin equivocarse en sus indicaciones, me lleva a Samos por la arteria Jalandri-Marusi. El trayecto apenas me ha robado diez minutos de mi vida.
Si el recorrido en sí ha sido tranquilo, en la esquina de la calle Samos con General Rogakos reina en cambio el alboroto. Un gentío ocupa las aceras, los vecinos se hacinan en los balcones, suenan las sirenas de los coches patrulla. Y, en medio del jaleo, un Volkswagen Golf cubierto con una lona. Mira por dónde, les hemos robado la función a los españoles. Busco a Vlasópulos y a Dermitzakis, que charlan en el cruce con la dotación de un coche patrulla.
– ¿Quiere echar un vistazo? -me pregunta Vlasópulos.
– ¿Habéis identificado a la víctima?
– Sí, llevaba el carnet de identidad encima y el permiso de conducir en la guantera. Se llamaba Kyriakos Fanariotis y, según mis primeras averiguaciones, trabajaba en una empresa de ese edificio de ahí de la calle Samos, justo enfrente.
– ¿Cómo se llama la empresa?
Vlasópulos me acompaña a la entrada del edificio y señala un rótulo que reza: «CASH FLOW – SERVICIOS DE COBRO». La expresión «servicios de cobro» no me dice nada porque, en última instancia, todas las empresas aspiran a cobrar. ¿A santo de qué crearía nadie una empresa si no hay perspectivas de cobro?
Les pido que levanten un poco la lona para que pueda echar un vistazo a la víctima. Fanariotis ocupa el asiento del conductor pero no tiene las manos en el volante. Las tiene caídas sobre el asiento y el cuerpo recostado hacia atrás. La cabeza se encuentra en el asiento trasero, mirando hacia el cuerpo del que acaba de ser separada violentamente. En esta ocasión, la D no está prendida a la víctima. El asesino la ha dejado en el asiento del copiloto, probablemente porque tenía prisa.
Vuelvo a bajar la lona; no necesito ver nada más y tampoco es una vista muy agradable.
– ¿Has avisado al forense?
– Sí. Me mandó a paseo pero ya está en camino. También los de la Científica.
– ¿Quién encontró el cadáver?
– Una mujer que pasaba en coche. ¿Quiere hablar con ella?
La policía de Jalandri ha cortado el tráfico desde Karkavitsa hasta Samos y desde la esquina de General Rogakos hasta la calle Kriesí. Junto al precinto rojo hay un Smart abandonado en medio de la calle. Una joven de unos treinta años está sentada en la acera con una botella de agua en la mano.
– Cuéntame cómo le encontraste -le digo-. Tómate tu tiempo, no hay prisa.
Ella respira profundamente.
– ¿No podríamos hablar mañana? Ahora mismo no sé ni dónde estoy.
– Lo entiendo, no te entretendré mucho. Necesito que me digas tres cosas, el resto lo dejaremos para más adelante.
Aspira profundamente por segunda vez.
– Pasaba por la calle Samos en mi coche. El Volkswagen estaba parado cerca del cruce con Rogakos. Cuando lo rebasé, tuve la sensación de que pasaba algo raro. Me he bajado del coche y me he acercado corriendo, pensando que al pobre le pasaba algo y necesitaba ayuda. Entonces me he dado cuenta de que le faltaba… la cabeza.
– ¿Qué has hecho entonces?, ¿te acuerdas?
– He empezado a gritar, pero no me oía nadie. En algún momento he debido de sacar el móvil para llamar a la policía.
Claro que no la oía nadie. Todo el mundo estaba embobado delante del televisor. Aun oyendo los gritos, pensarían que gritaba por el fútbol. Igual que Katerina hace una hora.
– De acuerdo, ya hemos terminado. El resto nos lo contarás cuando prestes declaración. Sólo necesito tu nombre y tu dirección.
– Me llamo Jrisa Levendi y vivo en la calle Frangoklisiá 52.
Anoto el nombre y la dirección.
– Será mejor que no conduzcas en este estado. Nosotros te llevaremos a casa.
Entretanto, ha llegado la furgoneta de la Científica.
– Echa un vistazo -digo a Dimitriu-. Luego podéis llevaros el Volkswagen al taller para examinarlo más detenidamente.
Asiente con la cabeza y pone manos a la obra mientras yo ordeno a la dotación del segundo coche patrulla que despejen la calle de curiosos. La ambulancia llega a la calle Samos y aparca. Detrás viene el forense, Stavrópulos, en su propio coche.
– ¿Otra vez moviditas nocturnas? -dice en lugar de «Buenas noches»-. ¡Y encima me fastidias la final, hombre!
– Yo no, el asesino.
– ¿Calcado a los anteriores?
– A simple vista, diría que sí.
– ¡Coño, Jaritos, a ver si lo detienes de una vez! Primero, porque no es un espectáculo agradable, ni siquiera para mí, y segundo porque, a este paso, me obligarás a acostarme con el móvil pegado a la oreja.
De repente, veo que se acerca una procesión de coches con las luces largas encendidas. Enseguida comprendo quiénes son. Los coches se detienen ante el precinto policial que corta el acceso a la calle Samos. Los reporteros se apean a toda prisa y se lanzan hacia todos los blancos en movimiento. Los primeros abordan a los vecinos, que están reunidos en la acera. Los demás corren hacia los coches patrulla. Unos me localizan plantado en la esquina con General Rogakos y se abalanzan sobre mí.
– ¿Qué ha pasado, comisario?
– Tenemos una nueva víctima.
– ¿Del mismo asesino?
– Eso parece, pero mañana tendremos más datos.
– ¿Quién era la víctima?
– Todavía no lo hemos identificado. -Me miran con ironía, porque ya se lo han contado los vecinos-. Mirad, ya sé que lo sabéis, igual que nosotros. Pero no informéis de eso hasta que se lo hayamos comunicado a la familia. No está bien que se enteren por la radio o la televisión. De momento, que sea de «identidad desconocida». Decídselo a vuestros colegas.
– De acuerdo, señor comisario -contestan sin protestar.
Me alejo del barullo para dar un paseo en busca de algún quiosco. Normalmente, los quioscos son la principal fuente de información sobre los crímenes cometidos en la calle. Todos están cerrados, sin embargo. Sólo hay uno abierto, en la esquina de Acacias con Frangoklisiá, pero cae un poco lejos y no es probable que el quiosquero haya visto nada.
Dermitzakis regresa de sus primeras pesquisas por los pisos iluminados de la calle Samos.
– Con la cara ya pagas -le digo antes de que abra la boca.
– Nadie ha visto nada. Todos estaban pendientes del televisor.
El asesino escoge los momentos más apropiados, pienso. Mató a Robinson por la mañana, cuando la calle Mitropóleos aún dormía. Mató a De Moor en un bar de madrugada, a la hora de cerrar, cuando los clientes ya se habían marchado. Y ha matado a Fanariotis durante la final del Mundial, mientras todos veían el encuentro de fútbol. En cuanto a Zisimópulos, él no presentaba ninguna dificultad, su casa estaba aislada. Sabía las horas a las que se dedicaba a su jardín, y el resto fue pan comido.
Una pregunta sigue sin respuesta: es si actúa solo o tiene un cómplice. El guerrillero antibancos tiene sin duda un cómplice, ya que utilizó a otras personas para reclutar a quienes pegaron los carteles y las pegatinas. A un negro en el primer caso y a un griego en el segundo. Algo me dice que también di asesino tiene un cómplice, aunque todavía no sabemos de qué manera colaboran ni qué le ofrece.
Sería inútil seguir investigando esta noche. Tendré que volver mañana por la mañana, para hablar con sus socios en la empresa y averiguar si alguien, como el quiosquero más cercano, vio algo sospechoso antes de cerrar.
– Avisad a la familia -digo a Vlasópulos-. Hacedlo con tacto.
Me acerco a Dimitriu, que ha interrumpido su trabajo para que Stavrópulos termine su examen in situ.
– ¿Tienes algo para mí?
– Dos cosas. Primero, el coche no estaba en marcha. Parece que Fanariotis acababa de subir y se disponía a arrancarlo, porque la llave estaba en el contacto. Segundo, la puerta del conductor no estaba forzada. Suponemos que el hombre subió al coche, metió la llave en el contacto y el asesino le sorprendió antes de que pudiera cerrar la puerta. O fue la propia víctima quien le abrió, por alguna razón. Pero es más probable que el asesino abriera la puerta cuando Fanariotis se disponía a arrancar el motor y lo asesinara antes de que pudiera reaccionar. Si fue así, encontraremos huellas dactilares ajenas en el tirador de la puerta.
– Es posible, pero las huellas podrían ser de cualquiera que haya tocado el tirador. Estoy convencido de que el asesino llevaba guantes. Es demasiado metódico para pasar por alto este detalle.
Stavrópulos, que ya ha terminado, se quita los guantes.
– ¿Quieres saber si se trata del mismo asesino? -pregunta con ironía.
– No hace falta, ya lo sé.
– En este caso, sin embargo, se ha visto obligado a atacar desde el costado y no por detrás, como con las otras víctimas.
– ¿A qué hora le mató, más o menos?
– No hará más de tres horas; el cuerpo todavía está caliente.
Cuando todos miraban el partido de fútbol. Stavrópulos se despide con un gesto y se aleja. Cito a mis ayudantes aquí mismo mañana por la mañana, a las nueve.
– ¿Kula también? -pregunta Dermitzakis.
– No. Quiero que ella averigüe lo que pueda de «Cash Flow – Servicios de Cobro».
Cuando subo al Seat, los periodistas siguen en el escenario del crimen. Unos preparan su reportaje mientras otros ya están transmitiendo en directo para sus canales de televisión.
Son las tres de la mañana cuando llego a casa. Los chicos se han ido hace rato y Adrianí duerme como un angelito.