172104.fb2 Con el agua al cuello - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 38

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Al día siguiente, a las nueve de la mañana, toco el timbre de «Cash Flow – Servicios de Cobro», en la tercera planta del edificio de la calle Samos. A mis dos ayudantes les he enviado a recorrer de nuevo el barrio, por si averiguan algo a la luz del día.

Abre la puerta una secretaria de veintipico años y con los ojos hinchados de tanto llorar. Me presento y pido hablar con el director.

– El director está en la morgue -dice y se echa a llorar otra vez.

De entrada, ya he averiguado que el asesino se cargó al director de la empresa.

– ¿Con quién podría hablar para reunir cierta información?

– Con el señor Alevrás. Es el second in command.

A primera vista, la empresa ocupa un piso de unos cien metros cuadrados, con cuatro despachos. En los dos que dan a la fachada, veo a unos treintañeros con la cabeza rapada, camisas de manga corta y corbata, malas imitaciones de los agentes del FBI de las series norteamericanas.

El second in command se presenta como Fotis Alevrás y me da un apretón de manos con cara de circunstancias.

– Ha sido como si nos fulminara un rayo -dice-. Un rayo caído de un cielo despejado.

– ¿Kyriakos Fanariotis era el director de la empresa? -pregunto.

– Su dueño y fundador, señor comisario. En otras palabras, era el alma de la empresa.

– ¿A qué se dedica la empresa, señor Alevrás?

– A cobrar -responde como si fuera lo más normal del mundo.

– ¿A cobrar qué?

Alevrás, perplejo, busca las palabras más adecuadas.

– Colaboramos con los bancos, nos ocupamos de que ellos cobren.

Le pido que me lo explique mejor.

– Todos los bancos tienen una cartera que llaman «Préstamos de riesgo». Son aquellos préstamos que se consideran prácticamente imposibles de cobrar. Nos los derivan a nosotros para que tratemos de recuperar el dinero a cambio de una comisión, un tanto por ciento sobre el importe debido.

– A ver si lo entiendo: os derivan los morosos que no tienen dinero ni propiedades para cubrir la deuda. Y vosotros intentáis convencerles de que paguen, con presiones, con amenazas o con cualquier medio a vuestra disposición. -Si Tsolakis estuviera aquí, me pondría un sobresaliente.

– No amenazamos, sólo intentamos convencer a los clientes informales mediante requerimientos constantes. Nuestra actividad es legal.

– No he dicho que no lo sea. ¿Con qué bancos colaboran?

Alevrás me mira con recelo.

– Esto es secreto bancario -dice al final.

– En absoluto, señor Alevrás. Lo sería si le pidiera su lista de clientes. Aun así, usted no podría invocar el secreto bancario, porque no está amparado por él. Debería remitirme a los bancos, los únicos que pueden esconderse legalmente detrás del secreto bancario. Así que dígame con qué bancos colaboran, porque de todas maneras lo averiguaré. Con su actitud no hace más que entorpecer la resolución del asesinato de su jefe.

Alevrás no brinca de alegría, pero no tiene más remedio que contestar.

– Colaboramos sobre todo con el Banco Central; a veces, también con el Banco Jónico de Crédito.

– Gracias. Una pregunta más: ¿hay morosos que reaccionen de manera especialmente violenta? ¿Que se resistan, que les amenacen a ustedes?

– La mayoría nos piden más margen de tiempo. Normalmente se lo damos, sobre todo cuando nos parecen sinceros. Aunque también los hay que se resisten, que gritan y amenazan. Y otros que se ocultan para que no podamos localizarles. Tendrá que averiguar los nombres a través de los bancos, no de mí.

– ¿No van a la cárcel los que no pagan sus deudas, señor Alevrás?

– Si no estuviera de luto, me echaría a reír, señor comisario. ¿Qué ganan los bancos con meter a sus deudores en la cárcel? La prisión conlleva la prescripción automática de la deuda. Si metes al moroso entre rejas, el banco no ve ni un céntimo. Es mejor amenazarle con la cárcel, que algo acabarás cobrando. En Grecia sólo van a prisión los que defraudan a Hacienda, y tampoco de manera inmediata, ya que en estos casos se tardan más de cinco años en dictar sentencia.

– Y dígame, ¿a qué hora solía irse del despacho Kyriakos Fanariotis?

– No estoy seguro, porque era siempre el último en marcharse. Le gustaba trabajar solo, cuando todos nos habíamos ido. Pero le aseguro que no salía nunca antes de las ocho de la tarde.

No se me ocurre ninguna pregunta más y me levanto para irme.

Ahora que ya tenemos cuatro víctimas, tengo la sensación de que la situación empieza a aclararse. El asesino mató primero a un director de banco jubilado. Luego a un director en activo de un banco extranjero involucrado con los hedge funds. La tercera víctima trabajaba para una agencia internacional de calificación. Y la cuarta era el director de una empresa que se dedica a perseguir a morosos de los bancos. Eso nos conduce a dos conclusiones: la primera y más importante, que el asesino y el guerrillero antibancos son una y la misma persona, de esto ya no cabe la menor duda. La segunda conclusión es que se trata de alguien que conoce bien el sistema y sabe dónde asestar el golpe. No nos las vemos con un cliente iracundo que ha sido víctima de un banco, sino con un cerebro que ha puesto en su mira al sistema bancario. La pregunta es si tiene o no cómplices. Mi instinto me dice que sí. No es un terrorista, como pensábamos al principio, pero ha organizado un grupo según los prototipos terroristas.

Llamo por el móvil a mis ayudantes para que se reúnan conmigo delante del edificio. Dermitzakis vuelve alicaído, pero Vlasópulos parece contento.

– Me gustaría que hablara usted con una mujer, la señora Lukía Ignatiadu. Creo que le contará cosas interesantes.

– ¿Sabemos ya dónde vivía Fanariotis?

– En Jalandri, en la calle Lesbos -dice Vlasópulos.

Mando a Dermitzakis a casa de Fanariotis para interrogar a la familia; ha pasado ya la noche, y quizá estén en condiciones de hablar. No creo que consiga averiguar nada, es pura formalidad, y por eso no acudo yo en persona.

Vlasópulos me lleva a un bloque de pisos de la calle Kriesí y subimos al cuarto piso. Nos abre la puerta una señora sesentona, sin maquillar y con el cabello blanco como la nieve.

Vlasópulos despliega sus mejores maneras.

– Señora Ignatiadu, le presento a mi superior, el comisario Jaritos. Si no le es molestia, ¿podría repetirle lo que me ha dicho a mí?

La señora Ignatiadu nos conduce en silencio a la sala de estar, pero no he tenido tiempo de aposentar mi culo en el sofá cuando estalla:

– ¡Unos animales, señor comisario, eso es lo que son! Unos matones y unos animales. Se te echan encima como buitres. Te molestan, amenazan a tu familia, asustan a tus hijos, no se detienen ante nada.

– ¿Lo sabe por experiencia o se lo han contado?

– En carne propia lo he vivido. Por desgracia, mi yerno cayó en sus manos.

– ¿Cómo fue eso?

– Quebró, señor comisario. Tenía una manufactura de ropa femenina, pero los chinos se apoderaron del mercado y empezaron a vender a unos precios que ni siquiera hubieran cubierto los gastos de producción de mi yerno. Al final se declaró en quiebra, con dos préstamos para capital circulante. Vivían en un piso que está a nombre de mi hija, y Stazis sólo era dueño del taller de confección. Los bancos le quitaron el taller, pero como no cubría la totalidad de la deuda, empezó el calvario.

– ¿Qué clase de calvario?

– Empezaron a telefonear cada media hora, aunque eso era lo de menos. Lo peor era que amenazaban a mi hija: «Danos tu piso para salvar a tu marido o atente a las consecuencias». Cuando vieron que las llamadas telefónicas no surtían efecto, comenzaron las visitas a su casa. A cualquier hora, a medianoche, de madrugada. Al final fueron a molestar a mi nieto. Tiene doce años y estudia primero de bachillerato. Le esperaron un día a la salida del instituto y le dijeron: «Dile a tu padre: "Papá, no me dejes huérfano, te lo suplico"».

Nos lo ha contado todo de un tirón y se ha quedado sin aliento. Calla para recuperarlo. De momento, no tengo preguntas que hacerle, así que espero a que continúe.

– Entonces decidí ir a verles sin que mi hija y mi yerno lo supieran. Una mañana llamé a su puerta. Les dije quién era y enseguida me llevaron ante el que asesinaron ayer. «¿Tú no puedes dar nada para salvar a tu yerno?», me preguntó. Le contesté que mi única propiedad era el piso que le había dado a mi hija como dote. No tenía nada más. «Entonces, dile a tu hija que venda el piso y salde la deuda, así viviréis tranquilos», me contestó. «¿Y que se queden en la calle?», protesté. «Quien con perros se acuesta, con pulgas se levanta», me soltó él. Al final le pedí que al menos dejara en paz a mi nieto. «Los pecados de los padres los heredan los hijos, así es la vida», respondió y me echó del despacho. -Vuelve a callarse, porque está a punto de echarse a llorar. Se muerde los labios para contenerse-. Mi hija acabó vendiendo el piso, señor comisario. Ahora viven en un pisito en la calle Filis. Unos animales, ya le digo. Cada vez que veía a ese tipo por la calle, pensaba que los peores son los que sobreviven, pero ahora, mire por dónde, veo que estaba equivocada.

Sabe dónde asestar el golpe, pienso de nuevo. Ninguna de las cuatro víctimas caía simpática. Las cuatro dejaron atrás a montones de personas que les deseaban la muerte. Por fortuna, los que matan son muchos menos de los que desean la muerte de alguien. De lo contrario, estaríamos todos con una camisa de fuerza.

Doy las gracias a la señora Ignatiadu, que nos despide muy aliviada: ha podido contar sus penas por partida doble, una vez a Vlasópulos y otra a mí.

Ahora, el quiosquero de la calle Samos y termino. Me lo encuentro sentado en su quiosco, inmóvil, como todos los quiosqueros. Se diría que esperaba mi visita, porque no parece sorprendido en absoluto.

– ¿Conocía a Fanariotis? -le pregunto.

– Sólo de vista. No sabía cómo se llamaba. Venía a menudo a comprar tabaco y la prensa de economía. Hablábamos lo justo, me pagaba y se iba.

– ¿Sabía a qué se dedicaba?

– Todos lo sabíamos, también cómo había tratado a la señora Ignatiadu. Me caía muy mal, pero no puedo permitirme el lujo de escoger a mis clientes.

– ¿Ha visto algún movimiento inusual en la calle estos últimos días?

– ¿Qué movimiento inusual?

– Cualquier cosa: desconocidos, alguien que pasara por aquí repetidas veces.

Se lo piensa un momento.

– Ahora que lo dice… -murmura al final.

– ¿Qué vio?

– A una mendiga -responde-. Me fijé en ella porque pensé: «¿Qué espera sacar en este barrio?». Por aquí pasan pocos coches y peatones. ¿Quién iba a darle limosna? Ni siquiera vienen mendigos los días de mercadillo. Ella, sin embargo, se apostaba cada día en la esquina con Rogakos y se pasaba horas allí.

De golpe, recuerdo que no es la primera vez que se cruza en mi camino un mendigo. Había una pordiosera cerca de la casa de Robinson, en Psijikó. Me lo dijo el segurata. También la mercera de la calle Atanasia mencionó a un mendigo. Empiezo a entender cómo vigila las casas el asesino. Si los mendigos trabajan con él, tiene al menos dos cómplices.

– ¿Recuerda cuándo apareció?

El hombre hace un gesto de incertidumbre.

– No sé qué decirle. Se la veía bastante por aquí en los últimos días.

– ¿Venía por la mañana o por la tarde?

– Por la tarde. No recuerdo haberla visto por la mañana.

– ¿Puede describírmela?

– ¿Qué voy a describir? Es una mendiga. Vestido negro, pañuelo negro en la cabeza y la mano tendida.

– ¿Alta, baja, gorda, flaca?

– Sólo pasó una vez por delante del quiosco. Ni alta ni baja. Por lo demás, siempre la veía sentada en la acera. Flaca sí era, eso seguro.

– Gracias, me ha ayudado mucho.

– ¿Con la mendiga? -Le cuesta creerlo.

Espero tener anotado en mi libreta el nombre de la empresa de seguridad donde trabaja el segurata del bloque de viviendas de Robinson. Con gran alegría constato que sí, que lo había anotado. Galapanos Security Systems. Telefoneo y pregunto por el segurata.

– Está allí, señor comisario. Hoy también está de servicio.

– ¿Podría pedirle que me espere? Quiero hacerle algunas preguntas.

Me dice que no me preocupe, que me esperará.