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El segurata del bloque de viviendas de la calle Malakasi está sentado en la misma silla y con la misma cara de asco de la primera vez.
– Me han llamado de la central para decirme que querías hacerme algunas preguntas y que te esperara -dice sin ocultar su disgusto por no poder marcharse puntualmente.
– Cuando hablamos del asesinato de Robinson mencionaste a una mendiga que había aparecido por esta calle unos días antes del crimen.
– Lo recuerdo, sí.
– ¿Recuerdas también cómo era? ¿Podrías describírmela?
– ¿Ahora me lo preguntas, después de tanto tiempo? -contesta malhumorado.
Los seguratas me caen mal. Con ese aire de agentes del orden me ponen de los nervios. Y éste, más de lo habitual.
– Si tanto te cuesta, te llevo a comisaría para interrogarte y allí te quedarás hasta que te acuerdes.
Enseguida recupera la memoria.
– Estatura mediana.
– ¿La viste sentada o de pie?
– Sentada, pero tuvo que ponerse de pie cuando la eché.
– ¿Cómo iba vestida?
Se lo piensa un poco.
– Llevaba uno de esos vestidos coloridos que llevan las africanas y un pañuelo estampado, pero ya no me acuerdo de qué color.
– ¿Te pareció extranjera?
– No sé qué decirte. -Se lo vuelve a pensar-. Desde luego, si era extranjera, era de los Balcanes. Albania, Bulgaria…, uno de esos países. De África no era, eso seguro.
– ¿Sabrías calcular su edad?
– Entre los cuarenta y los cincuenta. En todo caso, tenía arrugas.
Me voy sin despedirme, porque podría necesitarle otra vez y prefiero mantener las distancias entre un madero auténtico: y uno de imitación.
No dudo de que se trata de la misma mendiga, sólo que en la calle Samos llevaba ropa distinta. Camino de Jefatura intento calcular cuántos cómplices podría tener el asesino. Uno es el negro que entregó a los inmigrantes los carteles y el material para pegarlos. Otro es la mendiga. Un tercero es el mendigo de la calle Atanasia, y un cuarto, el que les dio las pegatinas a los chavales. Claro que el pordiosero y el de las pegatinas podrían ser la misma persona y entonces los cuatro se reducen a tres. El único que no me convence como cómplice es el hombre a quien detuvimos, Bill Okamba.
Han ocupado por completo el espacio delante de mi despacho. No se abalanzan sobre mí, sino que esperan a que me acerque.
– ¿No habéis dormido? -les pregunto.
– Sólo tres horas -contesta una jovencita.
– ¿Alguna novedad? -inquiere a su vez Dukidu, la reportera que viste de rosa.
– Ya sabéis el nombre de la víctima, no hace falta que os lo diga. Era dueño de una agencia de cobros, de esas que colaboran con los bancos para la recuperación de préstamos vencidos.
– Sabe dónde duele -se oye desde el fondo la voz de Sotirópulos.
No comento nada, aunque estoy de acuerdo.
– No hay la menor duda de que se trata del mismo asesino. Fanariotis murió exactamente de la misma manera que las víctimas anteriores. Todavía no sabemos si el examen del vehículo del fallecido aportará nuevas pruebas. La Científica lo está registrando a fondo en estos momentos.
– ¿Crees que el asesino y el guerrillero antibancos son la misma persona, comisario? -pregunta Sotirópulos que, como viejo izquierdista que es, hace tiempo que no me llama «señor comisario».
– Si bien hay indicios que apuntan a esta dirección, todavía no puedo afirmarlo con total seguridad. No tengo nada más que deciros. Esto es todo.
Se resignan y empiezan a retirarse.
– ¿Seguro que esto es todo? -pregunta Sotirópulos que, como siempre, se queda esperándome en el rincón.
– Seguro, Sotirópulos. Os lo he contado todo.
– Evidentemente, no pienso hablarle de la mendiga.
Llamo a Guikas para ponerle al corriente.
– No hace falta -dice él-. A la una, se lo contarás al ministro y lo oiré yo también.
A pesar de todo, le informo rápidamente en el coche, para que no piense que me lleva gratis de la Jefatura al Ministerio del Interior.
El ministro está con Arvanitópulos, el director general de la policía. Stazakos brilla por su ausencia, señal de que han descartado por completo la posibilidad del atentado terrorista. La expresión del director general delata que nos la tiene jurada a Guikas y a mí.
El ministro se deja de preámbulos y me hace el honor de dirigirme la palabra:
– Quiero que me informe con todo detalle, señor Jaritos. No tanto para saber qué debo decirles a los periodistas, como para enterarme en qué punto nos encontramos y si hemos hecho algún progreso. Con el asesinato de anoche tenemos ya cuatro víctimas, además de la campaña que ha soliviantado a los bancos. Corremos el peligro de que todos los dardos apunten a nosotros, y eso en un periodo ya de por sí tormentoso. Como si no bastara con la acusación injusta de habernos convertido en sirvientes de la troika. Que nos consideraran peones de un guerrillero antibancos sería demasiado.
– Hasta ayer caminábamos a ciegas y nos dábamos contra un muro, señor ministro, pero desde ayer se ve una luz al final del túnel.
– Estoy impaciente por verla yo también -dice él.
– Para empezar, ya estamos seguros de que sólo hay un agresor, no dos. En otras palabras, el asesino y el guerrillero antibancos son la misma persona.
– ¿Cómo has llegado a esta conclusión, Kostas? -pregunta el director general.
– Por el asesinato de anoche. Hasta ayer había asesinado a dos banqueros, Zisimópulos y Robinson, y a De Moor, alto cargo de una agencia de calificación. Es decir, actuaba contra los bancos y el mundo financiero. Anoche, sin embargo, asesinó al propietario de una agencia de cobros. En otras palabras, no sólo dice a los deudores «no paguéis», sino que mata a un representante de los que se dedican a perseguir a los morosos. La incitación a no pagar va acompañada de golpes muy concretos.
– Kostas tiene razón -observa Guikas-. Creo que el móvil ha quedado más que claro.
– También yo lo creo -dice el ministro.
– En segundo lugar, ya no hay duda de que tiene cómplices. A los dos primeros ya los conocíamos: el negro que organizó la pegada de carteles y el griego que repartió las pegatinas entre los chavales. Ayer, sin embargo, se añadió un tercero, quizá dos.
Callo para disfrutar de mi momento de gloria. El ministro y Arvanitópulos están sobre ascuas, mientras que Guikas, que ya ha visto la película, sonríe satisfecho.
– ¿Y bien? -pregunta el director con nerviosismo, como si yo hubiera interrumpido con anuncios el momento álgido de la película.
– Una mendiga y un mendigo.
– ¿Mendigos? -se sorprende el ministro.
– Cuando investigaba el asesinato de De Moor, la dueña de una mercería de la calle Atanasia me comentó que había estado hablando con un mendigo los días anteriores al crimen. Lo del mendigo me sonó familiar, pero no até cabos hasta esta mañana, cuando el quiosquero me dijo que últimamente había aparecido una mendiga en la calle Samos. Entonces recordé que el guarda de seguridad del edificio donde vivía Robinson también había mencionado a una mendiga. Demasiada casualidad. Lo que todavía no sé es si el que dio las pegatinas a los chicos y el mendigo de la calle Atanasia son la misma persona.
– ¿No hubo ningún mendigo cerca del First British Bank? -pregunta el jefe.
– No, el asesino vigilaba la casa de Robinson, no el banco. -Les dejo en suspense un ratito y luego decido pasarle la pelota a mi jefe inmediato, como hacían los españoles anoche-: Eso nos confundió desde el principio. Opera con el mismo sistema organizativo que una banda terrorista.
– ¡Eso es! -exclama Arvanitópulos entusiasmado-. Desde el principio pareció que se trataba de una banda terrorista. Es más, yo sugeriría que se investigara de nuevo los cincuenta mil euros de Okamba. Ese asunto huele muy mal.
El ministro no le hace ningún caso. Sigue dirigiéndose sólo a mí:
– ¿Cómo piensa proceder? -pregunta.
– Seguiré las pistas que tenemos hasta el momento. Si conseguimos encontrar a uno de los dos, la mendiga o el mendigo, habremos dado un paso importante.
– ¿Cree que volverá a actuar?
– Mientras siga en libertad, no podemos descartarlo. Hasta ahora todo le ha salido bien. En teoría, esto es un aliciente para continuar.
– ¿Qué podemos comunicar a los medios de todo lo que me ha dicho?
– Todo menos lo referente a los mendigos. Podemos decir que tiene cómplices, sin especificar más.
– De acuerdo. Quiero que me mantenga informado en todo momento -dice el ministro a Guikas.
– Estás aprendiendo -me dice éste con satisfacción cuando subimos al coche.
– ¿Por qué lo dice?
– Porque has querido echarle una mano al jefe. Ya verás como te beneficia.
Guikas siempre ha sido mi maestro. Últimamente se ha añadido Tsolakis. Mi educación está enriqueciéndose.