172104.fb2 Con el agua al cuello - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 41

Con el agua al cuello - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 41

39

Son las diez de la mañana y estoy en la sala de interrogatorios. A mi lado está sentado el fiscal Mavromatis y, delante de mí, Eftijía Sguridu. El segurata le calculaba unos cincuenta años, pero no tiene más de cuarenta; lo que ocurre es que las arrugas de la cara le añaden diez años más. Lleva tejanos, camiseta de manga corta y sandalias. La enfocan las dos cámaras del circuito cerrado.

– Señora Sguridu, hace dos semanas recibió en su cuenta cinco transferencias por valor de diez mil euros cada una, procedentes de cinco bancos distintos. Un total de cincuenta mil euros.

– Correcto. ¿Y qué?

Su actitud es hostil. Se diría que no le importa en absoluto encontrarse en una sala de interrogatorios de la policía, y tampoco parece que pierda los nervios con facilidad.

– Déjese de «y qués», por favor. Las preguntas las hago yo. ¿Puede decirme de dónde proviene ese dinero?

– De un cliente.

– Es usted contable, si no me equivoco -interviene Mavromatis.

– Exacto.

– ¿Pretende que me crea que las contables cobran cincuenta mil euros por su trabajo?

– Pues no. Cobran una miseria. Pero se trata de un cliente especial.

– Muy especial sí debe de ser, a juzgar por la suma -comento.

Ella pasa por alto mi ironía.

– Conseguí que se librara de pagar una cantidad muy importante a Hacienda. Como recompensa, hizo un pago generoso de cincuenta mil euros.

– ¿Puede darnos el nombre de su cliente?

– En estos momentos se encuentra fuera del país.

– No importa -dice Mavromatis-. Ya nos pondremos en contacto con él cuando vuelva.

– No puedo hacerlo. -La respuesta es taxativa.

– ¿Por qué no? -pregunta Mavromatis.

– Escuche, señor fiscal. Esta persona, en realidad, me regaló cincuenta mil euros, que me transfirió desde bancos de las Islas Caimán. Conozco sus negocios en Grecia y son impecables. Sin embargo, no sé cuáles podrían ser las consecuencias de tener dinero en el extranjero, sobre todo tratándose de las Islas Caimán, el paraíso fiscal por excelencia. Lo que haga con su dinero es asunto suyo. Yo no pienso traicionar a alguien que me ha ayudado. No lo haré, sean cuales sean las consecuencias.

– No nos interesa la posible fuga de capitales en que haya incurrido su cliente -asegura Mavromatis-. Buscamos otra cosa.

– ¿El qué? ¿Blanqueo de dinero?

– Entre otras cosas.

– En este caso, puedo justificar qué he hecho con ese dinero, hasta el último céntimo.

– ¿Qué hizo con él?

– Hasta hace pocos años no me dedicaba a la contabilidad. Tenía una tienda de artículos deportivos en Egaleo. El negocio fue tan mal que tuve que cerrar. Con ese dinero liquidé parte de mis deudas, porque no fue suficiente. Todavía trabajo para saldarlas. De los cincuenta mil euros, treinta y cinco mil los destiné a reducir la deuda y poder respirar un poco. El resto sigue en mi cuenta. Puedo enseñarle los comprobantes de los pagos, y si mira el registro de mi cuenta bancada, verá que allí están los quince mil restantes.

– Quizás usted lo tenga todo en orden -respondo-, pero no la investigamos a usted, sino a quien le transfirió el dinero. El hecho de haberlo hecho en cinco transferencias ya es de por sí sospechoso: según la ley, los bancos están obligados a declarar a la Fiscalía contra el Blanqueo de Dinero toda transferencia que supere los diez mil euros. Es decir, que su cliente lo hizo así para que no fueran detectadas.

– No sé por qué lo hizo, pero no les daré su nombre. Y no responderé a más preguntas sin la presencia de un abogado.

Mavromatis y yo la dejamos sola y salimos al pasillo.

– ¿Qué hacemos? -pregunto.

– No podemos acusarla formalmente ni retenerla, sobre todo porque no es a ella a quien buscamos. Sería como tomar un rehén. Quizá el registro de su cuenta bancada y los comprobantes de los pagos aporten algún dato, pero lo dudo mucho. Nos ha facilitado la información sin reparos, lo que significa que está segura de que no encontraremos nada incriminatorio.

– De todas maneras, pidámosle los comprobantes. Tal vez saquemos algo de sus acreedores.

– Desde luego, y también investigaremos su cuenta bancada, aunque no creo que eso nos ayude.

Volvemos a entrar en la sala de interrogatorios y la encontramos inmóvil, en la misma postura en que la habíamos dejado.

– Muy bien, señora Sguridu, puede irse -digo-. Aunque le ruego que nos facilite fotocopias de los comprobantes que ha mencionado y de los movimientos de su cuenta.

– Ningún problema. Que me acompañe uno de sus hombres y se los daré ahora mismo. Daré también instrucciones a mi banco para que colaboren con ustedes.

Se levanta y se dirige a la puerta sin despedirse. A su espalda, Mavromatis menea la cabeza, en un gesto que confirma su escepticismo.

Aunque Eftijía Sguridu piense que investigamos un caso de blanqueo de dinero, cuando le diga al asesino que la hemos interrogado, porque se lo dirá, él sabrá enseguida que vamos tras él.

Mavromatis vuelve a su despacho y yo llamo a Dimitriu por teléfono:

– Quiero las fotos de la Sguridu cuanto antes.

– Las tendrá en media hora.

Dimitriu es la puntualidad en persona. En media hora tengo las fotos encima de mi escritorio. Las cojo al vuelo y no respiro hasta que estoy dentro de mi coche. Debería haber llamado a Galapanos Security Systems para que avisen al segurata, pero tengo mucha prisa. Cuando llego a la calle Malakasi, su puesto está vacío. Recuerdo que debe dar la vuelta al edificio cada hora y me dispongo a esperarle.

Aparece al cabo de cinco minutos.

– Vaya, ¡ya somos inseparables! -dice con su proverbial desfachatez.

– Sólo hay dos razones por las que un poli y tú seríais inseparables. Porque el poli te persiguiera para detenerte o porque quisiera protegerte. No parece que necesites protección, pero de lo otro no estoy muy seguro.

Se da cuenta de que no estoy para bromas y baja la cabeza. Saco del bolsillo una foto de Eftijía Sguridu y se la enseño.

– ¿Te resulta familiar?

Sin descartarla de entrada, la observa detenidamente.

– ¿Se supone que debe recordarme a la mendiga?

– No lo sé. ¿Te la recuerda?

La mira con mayor atención.

– Esta chica lleva ropa informal. La mendiga vestía colores llamativos. -Sigue observando la fotografía-. Si se parecen en algo, es en las arrugas -concluye-. La mendiga también tenía muchas.

– Ahora que ves la foto, ¿puedes darme más detalles acerca de la ropa que llevaba?

– Ya te lo dije. Un vestido africano chillón.

– ¿De qué color?

Me mira chasqueado.

– No era de un solo color, sino de muchos.

– Vale. ¿Recuerdas cómo era su pañuelo?

Reflexiona otra vez.

– Marrón. De eso estoy seguro.

– Ahora escúchame. Quiero que mañana a las diez de la mañana estés en una dirección que te voy a dar. Di en la entrada que te está esperando el comisario Jaritos. No te preocupes, que no voy a detenerte -le digo, porque me mira inquieto.

– Iré, pero la empresa tiene que darme permiso.

– ¿A quién debo llamar?

– Al señor Sevastós.

Le llamo por el móvil y lo arreglo.

De Psijikó a Polídroso hay poca distancia. Sigo el recorrido que me había indicado el GPS la primera vez y el tráfico me permite llegar pronto a la calle Samos. El quiosquero está en su puesto y reconoce al madero enseguida.

– ¿Hay novedades? -pregunta.

Saco la foto de Eftijía Sguridu y se la enseño sin preámbulos ni explicaciones. La mira y es evidente que no la reconoce, porque pregunta:

– ¿Y ésta quién es?

– Eso da igual. Sólo dígame si le suena de algo.

Por fin cae en la cuenta.

– Ah, la mendiga… No sé qué decir. Sólo la vi de cerca una vez, cuando pasó por delante del quiosco para ir a su puesto en la esquina con Rogaku. Me parece que tenía la misma estatura. Pero llevaba ropa muy diferente, por eso no estoy seguro.

– Me dijo que vestía de negro.

– Sí, llevaba un vestido y un pañuelo negros.

– Quiero que mañana venga a verme a una dirección que ahora le daré.

No parece entusiasmarle la idea.

– ¿A qué hora?

– Hacia las doce.

– Tendré que pedirle al inútil de mi hijo que se ocupe del quiosco. Cada vez que se lo pido, dice que tiene entrenamiento de baloncesto. El «entrenamiento» lo hacen en una cafetería de la plaza Jalandri. En fin. Le diré que, si no voy voluntariamente, me llevarán esposado, a ver si cuela.

Me queda una última parada, en las dependencias de la Científica. Dimitriu me mira sorprendido.

– ¿Tenemos novedades, señor comisario? -pregunta.

– Sí, necesito a vuestro fisonomista.

– ¿A Stratos? Ahora mismo lo llamo.

Stratos es un treintañero de mirada despierta. Saco las fotografías y se las enseño.

– El teniente Dimitriu te entregará un vídeo del que puedes elegir más fotos -le explico-. Tengo a dos testigos que muy probablemente han visto a esta mujer. Pero no iba vestida de la misma manera. Uno de ellos la vio con un vestido colorido, como los que venden los africanos en los mercadillos, y con un pañuelo marrón. El otro la vio vestida de negro, con un pañuelo negro. Les he pedido que se pasen por aquí mañana, uno a las diez y el otro a las doce. Quiero que, para empezar, hagas dos dibujos. Pero eso no será suficiente.

– ¿Qué más necesita?

– Que te des un paseo por los mercadillos africanos y recojas algunas muestras de ropa, para despertar la imaginación del testigo. Tal vez dé resultado, o tal vez no, pero no se me ocurre nada más.

– No hay problema. Y no será necesario comprar bubus, sólo telas y pareos. Los africanos los utilizan para hacerse la ropa.

Ya no tengo nada más que hacer hasta mañana por la mañana, así que me vuelvo a mi despacho.