172104.fb2 Con el agua al cuello - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 45

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He llegado a un acuerdo para tomar declaración a Okamba; así evito cualquier protesta de su abogado, Leonidis. He hecho venir a una intérprete jurada del inglés al griego. Kula está sentada a mi lado con un ordenador portátil, para transcribir la declaración. Así Leonidis podrá leerla antes de que Bill Okamba la firme. Leonidis y su cliente están sentados frente a nosotros.

– Señor Okamba, procedemos a tomarle declaración, y quisiera dejar claro desde un principio que las preguntas no guardan relación con el terrorismo ni con la acusación formulada en su contra hace unos días. Simplemente, necesitamos que me proporcione cierta información que resultará muy útil para resolver los cuatro asesinatos.

Espero hasta que la intérprete concluye la traducción de mis palabras al inglés. Bill Okamba se mantiene tan erguido como siempre y me mira con su habitual expresión fría y altiva.

– Mi cliente contestará sinceramente a todas sus preguntas, señor comisario. Siempre que no se vean vulnerados sus derechos. -Con ello Leonidis me da a entender que está listo para intervenir en cualquier momento.

– No lo serán en absoluto -le tranquilizo y me vuelvo de nuevo hacia Okamba-: ¿Alguna vez se ha dedicado al deporte, señor Okamba?

Si la pregunta sorprende a Okamba, a Leonidis todavía más. A Kula no le extraña, porque sabe adonde quiero ir a parar; sin embargo, veo de reojo que espera ansiosa la respuesta.

– Claro -contesta Okamba-. Jugaba al rugby, y estaba en la selección nacional de Sudáfrica.

– No veo qué relación pueden tener las actividades deportivas de mi cliente con el caso -observa Leonidis.

– Tenga un poco de paciencia, letrado. -Me dirijo de nuevo a Okamba-: ¿Y por qué dejó el rugby?

– Todas las cosas buenas se acaban un día u otro.

– ¿No lo dejó por la edad?

– No, todavía podía jugar.

– ¿Quizá lo dejó por un problema de dopaje?

Creo que ni siquiera un penalista experto como Leonidis ha tenido tantos motivos para asombrarse en tan poco tiempo.

Pero no es la reacción de Leonidis lo que llama la atención, sino la de Okamba. Es la primera vez que abandona su actitud fría y envarada. Se levanta de un salto y empieza a gritar en inglés:

– That's a lie! I never doped. Never!

– Quizá no se dopara, pero le acusaron de hacerlo.

– Estoy deseando acertar, para completar con él mi trío.

Okamba vuelve a sentarse, pero ha perdido su arrogancia.

– Tuve la gripe un par de días antes de un partido con la selección australiana. Tenía muchas ganas de jugar y tomé unos medicamentos muy fuertes para combatir la gripe. Debí informar a mi federación, pero no lo hice. Después del partido pasé por el control antidopaje, di positivo y me expulsaron.

De repente, el gigantón se echa a llorar. Llora como un niño pequeño. Leonidis no sabe qué hacer y se vuelve hacia mí:

– ¿Puede explicarme el propósito de sus preguntas? Es obvio que alteran a mi cliente y quisiera saber si son necesarias.

– Lo son, señor Leonidis. Espere y lo verá.

Miro otra vez a Okamba, que ya se ha calmado un poco.

– Aunque ocurrió hace años, la herida sigue abierta. The wound is still there -me dice en inglés mientras se señala el corazón.

Estaba prácticamente convencido de que a Okamba le había ocurrido lo mismo que a Eftijía Sguridu y Stéfanos Varulkos. No obstante, que lo confirme es un alivio.

– Le entiendo, señor Okamba -le digo-. Dejemos la desagradable historia del dopaje y hablemos de la transferencia de cincuenta mil euros. Cuando le interrogaron, usted declaró que no sabía quién se los había enviado.

– Es cierto, no sé quién fue.

– ¿No tenía el menor indicio?

– Ninguno en absoluto.

Ha contestado con cierta vacilación y me vuelvo hacia Leonidis.

– Le ruego que explique a su cliente que no corre ningún peligro. Un desconocido hizo una transferencia a su nombre y el señor Okamba la cobró. Cobrar un dinero recibido por medios legales no es ningún delito. Hizo bien en cobrarlo.

Leonidis se lo explica a Okamba, quien le escucha con atención. Después Okamba se dirige a mí:

– La última transferencia venía acompañada de una nota -dice.

– ¿Qué decía la nota?

– «De parte de un amigo.»

– ¿Sólo eso?

– Sólo eso.

– ¿Y no tuvo más noticias de él?

Okamba titubea de nuevo.

– Pocos días después recibí una llamada. Una voz me preguntó si estaba contento con la transferencia.

– Esa voz, ¿era de hombre o de mujer?

– De hombre.

– ¿Qué más le dijo?

– Que conocía mi historia y que había sido víctima de una injusticia. Luego me preguntó si estaba satisfecho con mi trabajo. Le respondí que estaba muy satisfecho y muy agradecido al señor Zisimópulos. Entonces me preguntó a qué dedicaba su tiempo el señor Zisimópulos ahora que estaba jubilado. «A su jardín», le contesté. Preguntó si pasaba muchas horas en el jardín y yo le dije cuántas y cuándo.

Fue así como el asesino obtuvo la información que necesitaba. Muy sencillo.

– Y cuando asesinaron al señor Zisimópulos, ¿no se le ocurrió que era la información que precisaba el asesino?

– ¡No! -exclama aterrorizado-. Jamás se me pasó por la cabeza. Me doy cuenta ahora que usted lo dice. El señor Zisimópulos y sus hijos son mis benefactores. Yo nunca le hubiera hecho daño, se lo juro.

– Le creo -contesto simplemente.

De repente, Leonidis se pone de pie hecho un basilisco.

– ¿Y por qué yo no sabía nada de todo esto? -grita a Okamba-. ¿Por qué me lo ha ocultado?

Ya que el abogado ha asumido espontáneamente el papel del poli malo, yo aprovecho para hacer de poli bueno.

– Porque nadie se lo preguntó, letrado. Cuando lo interrogaron, se centraron en la cuestión del terrorismo y mis colegas trataban de descubrir a unos cómplices que no existían. Nos lo cuenta ahora porque la investigación ha descartado la hipótesis terrorista y queremos averiguar otras cosas.

Leonidis se relaja en su asiento y yo me dirijo de nuevo a Okamba, que ha apoyado la cabeza en ambas manos.

– Una última pregunta. El hombre que le llamó, ¿hablaba en inglés?

– Sí, señor.

– ¿Y cómo hablaba? ¿Como los ingleses?

– No, como el señor Zisimópulos.

Ya no cabe duda de que el sospechoso es griego. Les digo a los dos:

– Hemos terminado. Imprimiremos la declaración, usted la leerá y el señor Okamba la firmará. Después podrá irse a casa.

Me miran con alivio, aunque Okamba parece apesadumbrado.

– El desconocido que llamó… -dice Leonidis-. Ustedes podrían registrar las llamadas recibidas en el domicilio del señor Okamba y averiguar su número de teléfono.

– Lo haré, aunque sé que no servirá de nada.

– ¿Por qué no?

– Porque estoy casi convencido de que llamó desde una cabina.

Me levanto para despedirme de ellos.

– He oído hablar muy bien de su hija, señor comisario -dice Leonidis al tiempo que me estrecha la mano.

– ¿De mi hija? ¿Quién le ha hablado de ella?

– El señor Seimenis es un colega y un buen amigo. Hace poco me estuvo hablando de su hija, está encantado con ella.

Normalmente, las desgracias llueven a mares y las alegrías, con cuentagotas. Hoy, para mí, los términos se han invertido.