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Ignoro qué ambiente se respira cuando se toman su café matinal los ministros y los dirigentes políticos. Por mi parte, mi café «griego ma non troppo», porque es griego pero de máquina, lo tomo a solas en mi despacho y me saca de mis casillas que algo o alguien me eche a perder este primer -y a veces único- placer del día.
A juzgar por el ambiente que se respira en el despacho ministerial, el café de la mañana tiene un aire festivo. El ministro bromea con el director general de la policía y con el subsecretario, que hoy también ha acudido; el propio ministro es blanco de las bromitas del director y del subdirector, a quienes deberíamos incluir en la categoría de «pelotas graciosillos». Cuando Guikas menciona la visita del agregado holandés y su amenaza de interponer una queja oficial, el ministro responde:
– Que se quejen, que se quejen… No sacarán nada. -Después se vuelve hacia mí-: ¿Y bien, señor comisario? Denos la buena nueva.
Tal vez eso explique el ambiente distendido del desayuno. Sabían de antemano que hay buenas noticias. Haya crisis o no, los griegos siempre cobran por adelantado.
Inicio un informe que se detiene en todas las estaciones, como los antiguos trenes de cercanías. Empiezo con el descubrimiento de la carrera atlética de Eftijía Sguridu y Stéfanos Varulkos y la expulsión de ambos por dopaje, paso a las coincidencias con el caso Okamba y termino con la historia de los mendigos.
Todos escuchan boquiabiertos.
– ¡Un plan diabólico! -exclama el secretario general.
– Y nosotros buscando terroristas… -dice el ministro mirando al secretario general de reojo.
– En todo caso, tenía usted razón en algo, jefe.
– ¿En qué?
– La clave estaba en los cincuenta mil euros.
– ¿Lo ven? -se entusiasma él-. Ya lo decía yo.
– ¿Y en qué punto estamos ahora? -nos reconduce el ministro.
– Hemos detenido a Sguridu y a Varulkos por complicidad, en el caso de Sguridu, en dos asesinatos, y, en el de Varulkos, en uno.
– ¿Y las pegatinas? -inquiere el secretario general. -No sé si podremos fundamentar una acusación. Lo decidirá el fiscal.
– ¿Por qué no detenemos a Tsolakis? -pregunta el secretario general-. Es el autor intelectual de los hechos.
– Porque, aun estando casi seguros de que él ordenó las transferencias, no podemos probarlo y él lo negará todo. Nuestra única esperanza es localizar la cuenta de la que partió el movimiento de fondos y, a través de ella, a su titular. El fiscal Mavromatis trabaja en ello. Además, no sabemos quién es el autor material. Tsolakis lo conoce, por supuesto, pero, mientras no podamos arrinconarle, no nos lo dirá.
– ¿Y cuál fue el móvil? ¿Por qué lo hizo?
– Por desgracia, tampoco lo sabemos. Está claro que a dos de las víctimas, Robinson y De Moor, ni siquiera las conocía. Y suponiendo que conociera a Zisimópulos y a Fanariotis, no entiendo por qué querría matarles. Sólo se me ocurre que quisiera vengarse.
– Vengarse, ¿de qué? -se extraña el director general.
– Lo mismo nos preguntamos nosotros -contesta Guikas.
– ¿Qué datos podemos hacer públicos? -pregunta el ministro.
Guikas interviene de nuevo:
– En mi opinión, todavía ninguno. No deberíamos hacer declaraciones hasta que estemos en condiciones de detener a Tsolakis o a quien ordenó las transferencias.
– En cualquier caso, estamos en el buen camino y hemos avanzado mucho -constata el ministro con satisfacción.
Las palabras del ministro se confirman en cuanto regreso a mi despacho.
– Ha llamado el señor Mavromatis. Dice que le llame enseguida. Es urgente -me informa Kula.
– Hemos encontrado la cuenta bancada -anuncia el fiscal, exultante, en cuanto oye mi voz.
– ¿Quién es el titular? -Estoy sobre ascuas e íntimamente rezo para que no sea Tsolakis.
– Una fundación con sede en Licchtenstein, la FOSDAT, Foundation for Supporting Doped Athletes.
Una fundación en apoyo de los atletas víctimas del dopaje ha pagado cincuenta mil euros a cada uno de nuestros ex atletas. Todo es legal y, a primera vista, está bastante claro.
Mavromatis me saca de mis cavilaciones.
– Ha de saber que Licchtenstein es el paraíso de las fundaciones.
– ¿Y eso?
– Porque las fundaciones son una buena tapadera para evadir impuestos.
– Quizá lo sean, pero lo que me interesa es el nombre del administrador de la fundación, el que dio la orden de transferir los fondos.
– Un tal Kleon Rokanás.
– Es la primera vez que oigo este nombre.
– No me extraña. Kleon Rokanás es el marido de Aristea Tsolakis y cuñado de Jaris Tsolakis. Su colaboradora, comisario, nos abrió los ojos. Si no nos hubiera facilitado el nombre de Aristea Tsolakis, tanto nosotros como la Europol todavía estaríamos dando palos de ciego.
– Muchas gracias, han hecho un gran trabajo.
– Sólo hemos cumplido con nuestro deber -dice él, muy alegre, y cuelga.
Ya lo tenemos, pienso yo, sin ninguna alegría. No puedo sino quitarme el sombrero ante Tsolakis. ¿Quién iba a sospechar de una fundación como ésa por ayudar a atletas expulsados de las competiciones y que están al borde del precipicio? Y más cuando el nombre del administrador no puede relacionarse con el nombre del que organizó la trama. Resolver un caso así es como pasar un camello por el ojo de una aguja, y Tsolakis hizo lo que pudo para que fuera un agujero muy pequeño.
A veces, cuando empiezas a desenredar la madeja y los hallazgos te caen encima como una losa, te ciegas y no ves lo evidente. Me ha ocurrido en este caso, y también en otros que he resuelto a lo largo de mi carrera. Mi atención estaba centrada en los ex atletas y no me fijé en el inválido. Muy posiblemente porque me cae bien. Los inválidos, sin embargo, dependen continuamente de la ayuda de otras personas. Sin ellas están perdidos. Entre la gente que rodea a Tsolakis está Fanis, su hermana y su cuñado, y también su sirviente negro. Tsolakis confía en ellos, y gracias a ellos sigue vivo. Me daría de bofetadas por no haber pensado antes en el sirviente.
Llamo al móvil de Katerina.
– ¿Qué tal las vacaciones, hija mía?
– Maravillosas, papá. Esto es el paraíso.
– Te sentirás aún mejor si te digo que Leonidis me habló muy bien de ti.
– ¿Leonidis? -repite, incrédula-. ¡Pero si no me conoce! -Seimenis le elogió tu trabajo.
– ¡Papá, es fantástico! Me daré un chapuzón para celebrarlo.
– Claro que sí, Katerina. Por cierto, ¿está Fanis por ahí?
– Sí, te lo paso.
Primero hay que dar las buenas noticias y, después, las malas.
– ¿Cómo están los esclavos que resuelven crímenes bajo un sol de justicia?
– Podrían estar mejor.
– Me lo imagino.
Se imagina otra cosa, pero en fin.
– Dime, Fanis, ¿no sabrás tú, por casualidad, de dónde es el sirviente de Tsolakis?
– ¿Rashid? De Sudán, creo.
¿Quién me había hablado de Sudán y de los janjanosequé que dominan la espada? Fue un negro, uno de los que interrogue en Jefatura o alguno de los vendedores de la calle Menandro, cuando buscaba el arma del crimen. No lo recuerdo con exactitud.
Fanis interrumpe el hilo de mis pensamientos:
– ¿Por qué me preguntas por el sirviente de Tsolakis? ¿Qué ha pasado?
– No te preocupes, no es ningún problema médico.
– ¿Entonces?
– Deja, ya hablaremos cuando vuelvas.
– No, prefiero saberlo ya. ¡Tsolakis es paciente mío! -replica.
Se lo cuento todo sin ocultarle nada. Fanis calla mientras trata de digerirlo. Luego me hace la pregunta que todos hacemos cuando no queremos creer algo obvio:
– ¿Estás seguro?
– Si tuviera la menor duda, no te diría nada.
Sigue un silencio.
– ¿Por qué ha hecho todo esto?
– Sinceramente, no lo sé. Espero que él me lo diga.
Fanis reflexiona unos segundos.
– Tal vez se deba a que se está muriendo -dice al final-. Nunca se sabe de lo que son capaces las personas a las que les quedan pocos días de vida.
– Es posible, pronto lo sabré.
– Llámame en cuanto lo sepas.
– Sí, cuando termine.
– Y procura que un médico lo examine.
– ¿Por qué?
– Porque no sobrevivirá al encarcelamiento. Se te morirá en el calabozo. Quizá debáis custodiarlo en un hospital.
– Veré lo que puedo hacer.
Cuelgo e inmediatamente llamo a Guikas.
– Hemos encontrado la cuenta bancada. El cuñado de Tsolakis ordenó las transferencias.
– ¡Magnífico! -grita entusiasmado-. Ve a detenerle.
– A él, sí, y también al asesino.
– ¿Ya sabes quién es? -pregunta asombrado.
– Sí, su criado. Y necesito que, desde el primer momento, haya un médico a disposición de Tsolakis.
– ¿Encima tenemos que ofrecerle asistencia médica? -ironiza.
– Sí, está muy delicado de salud y podría morir bajo nuestra custodia. Después tendremos que correr todos, el ministro incluido, para pedir disculpas.
– De acuerdo, me ocuparé de ello.
Llamo a Vlasópulos y a Dermitzakis y les ordeno que preparen dos coches patrulla.