172104.fb2 Con el agua al cuello - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 48

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Cuando nos detenemos ante la entrada de su casa, en Politía, Tsolakis está sentado en la terraza. Dejo a Vlasópulos y a Dermitzakis junto a la puerta, porque prefiero que no oigan la conversación. Mientras subo los escalones, sonríe como si me estuviera esperando.

– Bienvenido, comisario -dice en su habitual afabilidad-. Hoy ha venido acompañado.

– Lamentablemente, no tenía alternativa, Jaris. ¿Dónde está su criado?

– ¿Rashid? Se ha vuelto a Sudán.

Me quedo de piedra. Ni se me había pasado por la cabeza. Me maldigo por no haber pensado antes en el sudanés. Encima, me cabrea que Tsolakis se me haya adelantado otra vez.

– ¿Ha despachado al asesino? -pregunto haciendo grandes esfuerzos por contenerme y no arrojarme sobre él.

Me mira con su eterna y amable sonrisa.

– ¿Qué asesino, Kostas? Si has venido para detener al asesino, has de saber que soy yo. Rashid fue mi mano. Es cierto, corté la mano pero tienes delante al resto del culpable.

– Tú eres el responsable intelectual. El sudanés fue el ejecutor.

– Pues tendrás que pedir su extradición al gobierno sudanés.

¡Ya, claro!, y yo me creo que lo extraditaran, igual que el gobierno tailandés extraditó a los que torturaron y asesinaron a toda una familia en Kifisiás.

– Yo soy el incitador y el asesino, Kostas. Todos los demás son inocentes. Sguridu y Varulkos, igual que Okamba y Rashid, todos son inocentes.

– Sólo hasta cierto punto. Les pagaste cincuenta mil euros a cada uno para conseguir información. Los convertiste en tus cómplices.

– Cuando repases las transferencias realizadas por la FOSDAT, verás que hemos ayudado a muchos atletas víctimas del dopaje sin pedir nada a cambio.

– ¿Cómo sabes que hemos descubierto la existencia de la FOSDAT?

– No me subestimes, Kostas. No estarías aquí de no haberla descubierto. Kleon, mi cuñado, no corre ningún peligro. Le pedí que hiciera tres transferencias y él las hizo, como tantas otras veces en el pasado. Sguridu y Varulkos estaban con el agua al cuello. Les ayudamos a ponerse en pie otra vez. En cuanto a Okamba, ¿te imaginas lo que significa ser la estrella de la selección nacional de Sudáfrica y acabar de criado en Grecia?

Recuerdo el momento en que el altivo Bill Okamba perdió la compostura y rompió a llorar.

– Te proporcionaron información sobre tus víctimas.

– Sin saber quién era yo ni cómo pensaba utilizarla. Supongamos que hubieran denunciado los hechos. ¿Qué podían decir?, ¿que la voz de un desconocido les pidió que le hicieran un favor? Les proporcionaré un buen abogado y saldrán limpios.

Lo hará, no lo dudo. Ha pensado en todo. Lo ha planeado todo hasta el último detalle. A mi pesar, admiro la ética de un asesino que protege a sus cómplices y carga con todas las culpas.

– ¿Fue Rashid quien buscó a los inmigrantes que pegaron los carteles?

– Sí, con apenas tres llamadas a unos conocidos suyos. Y encargué lo de las pegatinas a Varulkos, porque podría ser peligroso para Rashid dar la cara dos veces.

– No dejaste nada al azar, ¿eh?

– No, pensé en todo. Cuando vives clavado a una silla y con un ordenador por toda compañía, lo único que te queda es pensar y hacer planes.

– ¿Querrás decirme qué más has planeado?

– ¿Qué tal las vacaciones de Fanis y Katerina? -pregunta en lugar de contestarme.

– ¿A qué viene eso? -replico airado.

Tsolakis se echa a reír.

– Tranquilo. No voy a pedirte ningún favor ni un trato privilegiado por haberles regalado unas vacaciones a tu hija y a tu yerno. Para empezar, a Fanis le debo mucho. Sigo vivo gracias a él, y unas vacaciones pagadas no saldan esa deuda. En segundo lugar, procuré alejar a Fanis porque quería dejar de tomar mi medicación y necesitaba alejarlo, para que no pudiera controlarme. Interrumpí el tratamiento el mismo día en que se marcharon de vacaciones. Eso significa que no me quedan más de tres meses de vida.

– ¿Por qué lo has hecho?

– Porque ya he terminado lo que tenía que hacer. Ya no hace falta padecer el suplicio, ni en mi casa ni en la cárcel. -Calla y me mira. Es la primera vez que parece sentirse incómodo-. Debo decirte algo más y quiero que trates de entenderlo.

Imagino que va a explicarme por qué lo ha hecho, pero me equivoco.

– Siempre que has venido a pedirme información te he dicho la verdad. Te he dado datos correctos. Nunca te he engañado.

– Lo sé. Pero no sé por qué hiciste lo que hiciste, por qué mataste a cuatro personas que, hasta donde se me alcanza, nunca te perjudicaron. Por qué arremetiste contra los bancos.

– Es verdad que ninguno de los cuatro me había perjudicado personalmente. -Hace una pausa, como si quisiera poner en orden todo lo que quiere decirme-. Te lo explicaré, aunque no sé si lo entenderás.

– A estas alturas, no pierdes nada por intentarlo.

– Verás, Kostas. Todos los que nos dopamos para ganar medallas y distinciones pagamos muy cara nuestra ambición. Yo la pagué con mi salud; Sguridu, Varulkos y Okamba, de los modos que tú ya sabes. Todos pagamos y era justo, lo merecíamos. Pero ¿qué hacen los bancos, sino aplicarnos una especie de dopaje? Desde esas tarjetas de crédito que nos envían por correo sin que las solicitemos, hasta los hedge funds y las apuestas sobre la bancarrota de un país soberano, que no les ha hecho ningún mal, pasando por los préstamos hipotecarios o al consumo, los créditos para irse de vacaciones y para casarse, que antes concedían a mansalva, ¿qué era todo eso, sino dopaje?

– ¿De ahí la D sobre las víctimas?

Tsolakis tarda unos segundos en contestar.

– Tienes una rara virtud, Kostas -dice al final.

– ¿Cuál?

– Das la impresión de ser estúpido y no enterarte de nada, pero bajo esa apariencia, tu mente funciona como un reloj.

– No es cuestión de cerebro, sino de paciencia, de ir reuniendo datos uno tras otro e ir poniéndolos en su lugar.

– Sea como sea, eres inteligente. -Cierra el paréntesis y vuelve a su planteamiento-: La D aludía a la causa de sus muertes. Si nosotros pagamos en las pistas, las víctimas de los bancos pagaron con la ruina. Han perdido sus casas, no pueden devolver sus préstamos. Y los que provocaron el dopaje, los bancos, no sólo no han pagado sino que se les premia. Han cobrado miles de millones de los estados para poder seguir funcionando. ¿Es justo que yo pague por haberme dopado y que aquellos que promovieron este otro tipo de dopaje sean recompensados con tu dinero y con el mío? Muchas víctimas ingenuas aceptaron lo que dijeron los gobiernos: que los bancos son unos lobos reconvertidos en corderitos. Cuando me di cuenta de que yo, castigado por consumir sustancias dopantes, premiaba con mis impuestos a los que crearon el dopaje financiero, monté en cólera. Y decidí castigarles, ya que no los castigaban quienes tenían que hacerlo. Todos pagamos, ellos también tenían que pagar. Podía castigarles y lo hice, ¿comprendes? Eres el suegro de Fanis y, además, te aprecio. Me gustaría que lo entendieras.

– Lo entiendo -le digo con total sinceridad-. Y también por qué estás dispuesto a sufrir las consecuencias. Pero no debiste despachar a Rashid. También él debería pagar por los cuatro asesinatos.

– ¿Nos queda algo de tiempo para que te cuente la historia de Rashid?

– No hay prisa.

– Rashid era un atleta famoso. Corría los diez mil metros y todos le admirábamos. Jamás se dopó. Sus dones naturales eran tales que no le hacía falta. La federación de su país lo mimaba y le prometía el oro y el moro. Y él, un campesino sencillo y confiado, se lo creía. A la hora de la verdad, sólo recibió unas migajas. No se quejó, abandonó el atletismo, volvió a su pueblo y se dedicó a cultivar la tierra. Un día aparecieron unos expertos extranjeros y le recomendaron que dejara de cultivar maíz y se pasara al cultivo del etanol biológico, el biodiésel, como lo llaman, que le aportaría mayores beneficios. El etanol biológico resultó ser catastrófico y Rashid perdió su tierra. Tenía cuatro bocas que alimentar: su mujer y tres niños pequeños. ¿No es dopaje engañar a alguien para que cultive un sustituto de la gasolina y se arruine? Un día me envió una carta preguntándome si tenía algún trabajo para él, porque su familia pasaba hambre. Entonces lo traje a Atenas para que cuidara de mí. Cuando le conté mi plan, me dijo sencillamente: «Yo seré tu mano». Y así fue. Ahora te pregunto: ¿no ha pagado él ya lo suficiente? Nosotros nos vendimos, a él le vendieron. ¿Aún ha de pagar más? Aunque logren su extradición, su familia tiene el futuro asegurado, señor comisario.

Poco tengo que añadir al respecto. Y tampoco importa si estoy de acuerdo o no. Lo que importa es que él cree haber actuado bien y está dispuesto a morir por ello, bien en la cárcel o por haber dejado su medicación. Tampoco eso importa.

– ¿Dónde está la espada? -pregunto.

– No lo sé.

– ¿Cómo que no lo sabes? ¿Ahora me harás quedar mal?

– Rashid me dijo que se desharía de ella antes de marcharse. No sé qué hizo con ella. Puedes registrar la casa o donde quieras.

Lo dejo para más adelante. En cualquier caso, las probabilidades de encontrarla son mínimas. Para recapitular, hemos pillado al cerebro de la trama y a sus dos cómplices. Y hemos perdido al asesino y el arma homicida.

– Si no queda ningún tema pendiente, podemos irnos -dice Tsolakis. Se saca del bolsillo un manojo de llaves y me lo entrega.

– ¿Qué es esto?

– Las llaves de mi casa. Querrás registrarla, ¿no? Cuando termines, dáselas a mi hermana.

Me coloco detrás de la silla de ruedas y empiezo a empujarla. Bajamos por una rampa de madera y llegamos a la puerta de entrada. Vlasópulos y Dermitzakis ayudan a Tsolakis a subir al primer coche patrulla. Después pliegan la silla de ruedas y la meten en el maletero.

– No lo esposéis -les digo-, no es necesario.

Dermitzakis se sienta en el asiento trasero, junto al detenido, y yo ocupo el asiento del copiloto. Iniciamos el descenso desde Kifisiás hasta nuestro destino final, la avenida Alexandras. Por el retrovisor veo que Tsolakis contempla las calles y las casas que vamos dejando atrás con la sirena a todo volumen. A partir de cierto punto del trayecto, aumentan la actividad y los transeúntes.

– Tiempo atrás, cuando corría, la gente me paraba por la calle para felicitarme por mis éxitos. Ahora ya nadie se fija en mí -dice Tsolakis.

– ¿Lo echas de menos?

– Al principio sí, ahora ya no. Tampoco echaré de menos las calles ni la ciudad. -Veo que sonríe-. Cuando alguien, en el futuro, quiera felicitarme por haberme metido con los bancos, no me encontrará, porque, como bien sabes, nunca volveré a pasear por las calles.

No es un reproche amargo, sino una simple constatación. Cuando llegamos a Jefatura indico a Vlasópulos que entre por el aparcamiento subterráneo, por si alguien se ha chivado a la prensa y hay periodistas al acecho.

Dermitzakis y Vlasópulos le ayudan a bajar del coche patrulla y a acomodarse en su silla de ruedas.

– Ya hablaremos -le digo en el momento de despedirnos.

Él va camino del calabozo, y yo, de mi despacho.

Enseguida llamo a Guikas para informarle. La noticia de la huida del asesino no le hace ninguna gracia.

– Solicitaremos su extradición, pero no nos la concederán. ¿Cuándo tendré tu informe? -pregunta.

– Mañana -respondo secamente. En estos momentos no me veo con ánimos de redactar nada.

Guikas lo acepta sin comentarios.

– De acuerdo, informaré al ministro verbalmente.

– ¿Qué hay del médico?

– Ahora te lo mando.

Debía de estar esperando en el pasillo, porque enseguida entra en mi despacho un joven alto con tejanos, camiseta de manga corta y zapatillas deportivas.

– Soy el doctor Kalentsidis, patólogo -se presenta.

Hubiera preferido un cardiólogo, pero no se me ocurrió solicitarlo y Fanis tampoco lo mencionó.

– ¿Está aquí el detenido? ¿Puedo examinarle?

– Puede, pero, si no me equivoco, está bastante grave. Le aconsejo que hable antes con su médico de cabecera, para evitar sorpresas desagradables.

– ¿Quién es su médico?

– El cardiólogo Fanis Usunidis.

– ¿Fanis? -se sorprende-. El mundo es un pañuelo. ¿Cómo está?

– ¿Lo conoce?

– Estudiamos juntos en la facultad. Nos separamos al empezar las prácticas.

Estamos de suerte: mira por dónde, hemos dado con un conocido. Llamo a Vlasópulos y le pido que acompañe a Kalentsidis junto a Tsolakis. Ya no me queda nada que hacer. Doy carpetazo al asunto y me voy a casa.

Mientras yo regreso a casa, los periodistas se han enterado de que se han producido varias detenciones y desarrollan sus propias teorías ante las cámaras, para terminar diciendo que todavía no disponen de información oficial.

– ¿Qué ha pasado? ¿Ya lo habéis atrapado? -pregunta Adrianí, que monta guardia delante del televisor.

– Sí, ahora te cuento.

Fanis tiene prioridad.

– Ya he hablado con Kalentsidis -dice en cuanto oye mi voz-. Pedirá que trasladen a Tsolakis al General Estatal, allí tienen el historial completo.

– Ha dejado la medicación. Os mandó de vacaciones para que no estuvieras cerca cuando interrumpió el tratamiento.

Se produce un silencio tan prolongado que pienso que se ha cortado la línea.

– Me vuelvo a Atenas -dice al final.

– Si quieres saber mi opinión, será mejor que te quedes donde estás.

– Kostas, ¿te he dicho yo alguna vez que mires a otro lado y no detengas a algún sospechoso? -me suelta.

– No, ¿por qué?

– Entonces, tú tampoco puedes pedirme que sea cómplice de la eutanasia voluntaria de uno de mis pacientes.

– No te estoy pidiendo eso. Sólo te sugiero que le des un poco de tiempo para que se adapte a la nueva situación. Tú entiendes de pacientes y yo de detenidos. Deja que tus colegas se ocupen de él y vuelve dentro de unos días, cuando esté más calmado. Entonces le serás más útil.

– Vale, me lo pensaré -dice sin comprometerse a nada.

Adrianí espera su turno para ser informada. Le cuento el desenlace con todo detalle, porque lo sabe todo acerca de Tsolakis, aunque sólo coincidió con él en la boda de nuestra hija.

– Tsolakis es un afortunado -dice cuando termino-. Si Fanis no fuera su médico, ni a ti ni al médico de la policía os importaría un pimiento su suerte, y quizá, un buen día, el celador se lo hubiera encontrado muerto en su celda.

– Venga, no exageres. Ahora no es como en los tiempos de la dictadura, cuando los detenidos morían en sus celdas.

– Déjate de dictaduras. Hasta en los hospitales hay que tener enchufe para que no te dejen tirado en el pasillo hasta que a algún novato disponible le dé la gana de ocuparse de ti. Que diga lo que quiera la troika: en Grecia, los enchufes todavía salvan vidas.

Y, con eso, pone el punto final.