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El día siguiente a la boda empieza bajo el signo del reparto a domicilio. Llego al despacho cargado con dos bolsas de confites y me dedico a subir y bajar en el ascensor para repartirlas entre todos los colegas.
Los agradecimientos y las felicitaciones son sinceros aunque un poco apresurados, estilo «mantengamos las formas y acabemos de una vez, porque ahora nos preocupan otras cosas». Lo que les preocupa son los ejercicios intensivos que llevamos a cabo para apretarnos el cinturón a la vista de los recortes de sueldo, que se comen la decimocuarta paga y parte de la decimotercera.
Doy gracias a Dios por haber podido pagar los estudios y el doctorado de Katerina mientras yo cobraba catorce mensualidades al año. De ahora en adelante, confío en las aptitudes de Adrianí para apañarse con lo que caiga en su monedero. Además, que no se queje: si tengo que pagar los plazos del Seat Ibiza en plena crisis económica, ha sido por culpa de su insistencia.
En Jefatura, la situación recuerda un poco el ambiente que reinaba en el 74, cuando los turcos invadieron Chipre y la Junta decretó la movilización general. Cada uno dice lo que Dios le da a entender y los rumores corren que vuelan. Uno afirma que nos quitarán la decimotercera paga entera; otro, que sólo nos quitarán la mitad de la paga extra de Navidad; un tercero expresa su desacuerdo y anuncia que sólo nos quitarán el veinticinco por ciento de las pagas de Navidad, Semana Santa y vacaciones de verano…
Y, en medio de todo esto, yo pretendo repartir confites cuando sería más realista distribuir mendrugos de pan duro: estoy pagando a plazos una boda con música en directo mientras los mandamases de arriba están a punto de dejar mi sueldo pelado.
– Son artimañas de los alemanes -sentencia Kallópulos, de la Brigada Antiterrorista-. Ellos mueven los hilos de la Unión Europea y presionan para tenernos con el agua al cuello.
– Dejaos de gilipolleces -atruena a mis espaldas la voz de Stazakos, el jefe de la Antiterrorista. De pie en la puerta, fulmina a sus subordinados con la mirada-. Ahora resulta que la culpa la tienen los alemanes. Si nosotros la cagamos, ¿vamos a esperar que ellos paguen los platos rotos?
Tiende la mano para coger las peladillas que le ofrezco, masculla un «enhorabuena» con una mueca, más que nada para corresponder a la cara de circunstancias que he puesto cuando le he ofrecido mis peladillas, y corre a encerrarse en su despacho.
– Aunque la mona se vista de seda, mona se queda -murmura Sgurós, su segundo de a bordo.
– ¿Qué quieres decir?
– Que es germanófilo desde la cuna. Su abuelo era ayuda de cámara de Tsolákoglu, el Primer Ministro griego durante la ocupación nazi.
– No entiendo por qué los alemanes no aprovechan nuestros logros en lugar de querer machacarnos -se extraña Kallópulos-. ¿Por qué no reivindican también trece pagas en vez de quitarnos la decimocuarta?
Me pierdo el resto de su análisis sobre la inferioridad de la inteligencia alemana, que no sabe sacar partido de nuestra chulería, porque suena mi móvil.
– Señor comisario -me dice Dermitzakis-, Guikas quiere verle con urgencia.
Subo a la quinta planta cargado con dos bolsas de plástico medio vacías, como si acabara de salir del mercado.
– Ya puede pasar. Está que trina -me advierte su secretaria.
– Kula, ¿me harías el favor de repartir el resto? -le pido.
– Por supuesto. Déjemelas a mí y no se preocupe.
Guikas da zancadas arriba y abajo de su despacho, lo cual no es buena señal.
– Tenemos problemas -dice y se para en seco-. Menos mal que la boda ya se ha celebrado, porque si no, a lo mejor te pedía que la aplazaras.
– ¿Qué ocurre?
– Han matado a Zisimópulos. -Ha debido de leer la ignorancia en mi rostro, porque pregunta-: ¿No te suena el nombre?
– No.
– Nikitas Zisimópulos era el director del Banco Central. Fue él quien sacó la entidad a Bolsa y la abrió a Europa. Bajo su dirección, el banco obtuvo beneficios astronómicos. Se retiró hace cinco años, pero los cimientos que él puso aguantaron incluso la última crisis.
– ¿Dónde ha ocurrido?
– En el jardín de su chalé, en Koropí.
– ¿Quién le ha encontrado?
– El jardinero. Su mujer murió hace dos años. Sus dos hijos viven en Londres. El jardinero va todas las mañanas a primera hora para regar las plantas; él llamó a la comisaría de Koropí. Por suerte, el comisario es listo y se puso en contacto conmigo. Así hemos podido mantener a los medios de comunicación al margen.
– ¿Le han disparado?
Guikas guardó silencio por un momento.
– No. Decapitado.
– ¿Qué?
– Lo que oyes. Por eso te digo que es una suerte haber mantenido a los medios de comunicación al margen.
¿Es que no tenían una pistola, una escopeta, un cuchillo, un poquito de veneno?, me pregunto. La decapitación es un método que raras veces se utiliza, y no digamos en Grecia: aquí no hemos visto ninguna desde la época de Alí Pashá o del bandolero Davelis.
En otros tiempos, habría ido a Koropí con el Mirafiori. Pero todavía no me atrevo con el Seat, de modo que opto por ir en un coche patrulla con mis dos ayudantes. Antes de la construcción de la autopista del Ática se tardaba una hora larga en llegar a Koropí, con sirena o sin ella. ¿De qué sirve la sirena cuando sólo hay un carril? Para adelantar, habrías tenido que echar una decena de coches a la cuneta.
Por la autopista del Ática alcanzamos la salida de Koropí en diez minutos, cosa que me hace recordar la gloria de los Juegos Olímpicos y olvidar las deudas que éstos nos han cargado a las espaldas.
A la salida de la autopista nos espera un coche patrulla de la policía local.
La finca de Zisimópulos se encuentra en un lugar llamado Prari, en las afueras de Koropí, y se llega siguiendo un desvío de la calle Spiru Dávari. Hay pocas casas en los alrededores, pero todas tienen dos plantas y un vasto jardín.
La construcción, que se alza en el centro de la parcela, está rodeada de un jardín extenso. Al acercarnos, delante de la verja, veo reporteros equipados con micrófonos, unidades de televisión y fotógrafos que bloquean la entrada.
– De modo que no se enterarían, ¿eh? -dice Vlasópulos y se echa a reír.
– Diles que paren -ordeno a Dermitzakis refiriéndome al coche patrulla que nos precede.
Me acerco cabreado al conductor.
– ¿Quién ha avisado a los medios de comunicación? -pregunto-. El jefe de Seguridad, el señor Guikas, me aseguró que vuestro comisario sólo le había informado a él.
El copiloto contempla el paisaje por la ventanilla, como si la cosa no fuera con él. El conductor, que no puede hacer lo mismo, se encoge de hombros, azorado.
– Yo… no sé qué decirle, señor comisario.
– A mí no tienes que decirme nada. Ya hablará tu jefe con el mío. -Y le hago una señal para que siga adelante.
– Y se supone que averiguaremos quién se ha ido de la lengua -comenta Dermitzakis con ironía.
– Lo sabrás en un par de meses, cuando veas quién aparece con un coche nuevo -contesto.
– No exageremos, señor comisario. Ningún canal de televisión pagaría tanto dinero por esta información.
– No lo pillas. Se lo reparten: un canal paga la entrada para el coche y otro se hace cargo de las letras.
Colocamos los coches patrulla de manera estratégica para impedir el paso a la horda de periodistas, pero ellos nos atacan en cuanto ponemos el pie en el suelo.
– ¿Alguna declaración, señor comisario?
– ¿Es verdad que le han cortado la cabeza?
– ¿Algún indicio sobre la identidad del asesino?
– Tened paciencia, todavía no he visto ni el cadáver -respondo y entro en el jardín.
Veo a lo lejos la furgoneta de la Científica y el coche de Stavrópulos, el forense.