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Junto a Stavrópulos, me dirijo a la parte trasera del jardín, que queda al pie de una colina. Nos sigue el equipo de la Científica liderado por Fakidis, su nuevo jefe, que ha considerado imprescindible acudir en persona. A su lado camina Dimitriu, el técnico más experto del departamento. Nos muestran el camino los dos Zetas, [4] que fueron los primeros en llegar a la casa tras la llamada a la policía.
La mansión, de dos plantas, está construida en la pendiente. El jardín de la parte delantera es vastísimo. Desde la verja de entrada hasta la mitad, más o menos, está cubierto de arriates de flores, sobre todo rosales. A continuación, el jardín se convierte en un huerto de tomates y otras hortalizas. Un impresionante sistema de riego se ramifica y proporciona agua al jardín entero. Pequeños senderos serpentean entre los parterres. Nosotros elegimos uno de los dos que recorren los límites del jardín.
Dejamos atrás la casa y llegamos al jardín trasero, donde crece todo tipo de árboles: desde cipreses y plátanos hasta manzanos, cerezos y perales. El suelo está cubierto de hierba.
– Lo encontramos aquí -dice uno de los Zetas, el que encabeza la marcha.
A la izquierda, en un claro, hay una especie de glorieta cubierta de un emparrado. A diferencia del resto del jardín, la glorieta está levantada sobre una base de cemento. Bajo el emparrado hay una mesita que parece de camping y dos sillas plegables muy sencillas. Delante de la glorieta distingo un bulto cubierto con una sábana.
Todos sabemos qué se oculta debajo de la sábana, pero Stavrópulos, por pura deformación profesional, va corriendo y la levanta. Me vienen arcadas y tengo ganas de vomitar, pero trago saliva y me aguanto.
Zisimópulos era un hombre corpulento. Cuando lo mataron, llevaba camisa y pantalón de color caqui y sandalias con calcetines.
Stavrópulos le echa un vistazo.
– A primera vista, no hay otras heridas. Por lo tanto, no le decapitaron post mórtem. Le mataron cortándole la cabeza.
Alguien ha prendido de la camisa de la víctima, con un alfiler, una hoja de papel tamaño Din-A4 con una gran D.
– Usaron impresora. Y no me gusta nada.
– A mí tampoco.
Ambos sabemos qué puede significar esta D. Un mensaje, una firma, una marca personal, cualquier cosa. La D combinada con la decapitación nos dice que habrá más asesinatos y no sabemos quién será la siguiente víctima.
– ¿Habéis encontrado la cabeza? -pregunta Stavrópulos.
El otro Zeta señala, a una decena de pasos de nosotros, al pie de un manzano, un bulto más pequeño y cubierto con una toalla de baño. En esta ocasión, es Dimitriu quien se apresura a destaparlo. Ahora que puedo ver la cabeza, calculo que Zisimópulos tenía entre sesenta y cinco y setenta años, poco pelo en las sienes y perilla. Sus ojos, abiertos, miran con pavor hacia lo alto del manzano. La espeluznante visión del cadáver cortado en dos provoca un silencio general.
– A juzgar por la ropa que lleva, lo mataron mientras cuidaba de su jardín -concluye Fakidis al poco rato.
– Ve a buscar al jardinero que encontró el cadáver -ordeno a Dermitzakis. Luego miro a mi alrededor-. Si hubiera estado trabajando en el jardín, habría herramientas por aquí -comento-. Así, a simple vista, no veo ninguna.
Vlasópulos intenta abrir un cobertizo cercano, pero la puerta está cerrada con llave, lo cual confirma mis sospechas.
– Voy a buscar la llave.
– No te preocupes, la traerá el jardinero -le contesto, porque ya lo veo acercarse con Dermitzakis. Ronda los treinta años y lleva un mono de trabajo y zapatillas deportivas que le dan un aspecto, más que de jardinero, de mensajero-. ¿Zisimópulos estaba así cuando lo encontraste?
Él clava la mirada al cobertizo y responde:
– Sí, tal cual.
– Ojo, no sea que te equivoques -insiste Vlasópulos.
– ¿Cómo quieres que me equivoque, tío? Soñaré con él el resto de mi vida y siempre estará en la misma posición -replica el jardinero.
No insisto, porque la pregunta es de procedimiento. ¿Quién más pudo entrar en el jardín y mover el cadáver?
– ¿Recuerdas a qué hora lo encontraste? -pregunto.
– Vengo a regar todas las mañanas a las siete, cuarto de hora más o menos.
– ¿Guardáis las herramientas en ese cobertizo?
– Sí.
– ¿Tienes la llave?
– Sí, os lo abro. -Sale corriendo, aliviado de librarse del espectáculo, y se acerca al cobertizo.
– Echa un vistazo -digo a Vlasópulos.
– Si el jardinero lo encontró sobre las siete, debieron de matarlo anoche -concluye Stavrópulos.
– No necesariamente. Puede que acostumbrara a levantarse temprano y saliera a pasear por el jardín.
– Si es así, quizá tengamos suerte y encontremos a algún testigo que viera acercarse a la casa un coche o una moto -sugiere Dermitzakis.
– Ojalá -digo-, aunque es más probable que viniera de noche y le esperara en el jardín. No parece haber en el jardín ningún tipo de alarmas.
– Según el jardinero, todas las herramientas están en su sitio -nos grita Vlasópulos desde el cobertizo.
– ¿Me necesitáis para algo más? -me pregunta el jardinero, ansioso por poner pus en polvorosa para no ver más el cadáver.
– Espera un momento. ¿Zisimópulos se ocupaba del jardín?
– Casi a diario. Sobre todo de los rosales, que eran su debilidad.
– En fin, ya averiguaremos qué hacía en el jardín cuando lo mataron. Dejemos que Stavrópulos y Fakidis hagan su trabajo -digo a mis ayudantes-. ¿Hay personal de servicio fijo en la casa? -pregunto al jardinero.
– Sí, María, que se ocupaba de la casa y la cocina, y Bill.
– ¿Quién es Bill? -pregunto sorprendido.
– Su mayordomo particular. Creo que es africano. ¿Cómo se dice en inglés…?
– Butler -dice Fakidis, que ha estudiado en Inglaterra.
– Eso -confirma el jardinero.
Mando a mis ayudantes a Koropí en busca de más información y me dirijo a la casa acompañado del jardinero. Subo la escalinata de mármol y entro en un gran vestíbulo.
De repente me doy cuenta de las verdaderas dimensiones de la mansión. Zisimópulos debió de gastarse una fortuna en su construcción. En el vestíbulo, frente a la puerta de entrada, arranca una escalera que conduce a la planta superior. A la derecha de la escalera hay un pequeño hueco, convertido en guardarropa para los abrigos. Junto a él, una puerta de doble hoja lleva al comedor. Una mesa enorme con doce sillas ocupa la mitad del espacio; hay también un sillón en cada esquina y dos aparadores enfrentados, uno lleno de objetos de plata y el otro, de cristalería.
Más allá está el salón, de dimensiones similares, con varios sofás y sillones orejeros, todos de gran tamaño, y mesitas bajas de madera labrada. Una librería ocupa toda la pared del fondo y delante de ella hay un escritorio con un ordenador encima. Parece que Zisimópulos usaba el salón también como despacho.
Al lado hay una pequeña zona de estar con un televisor y un equipo estereofónico, todo muy sofisticado. Por la distribución general del espacio y las habitaciones, que comparten la misma orientación, da la impresión de que Zisimópulos se pasaba el día yendo de una estancia a otra para combatir su soledad.
– ¿Dónde está la cocina? -pregunto al jardinero porque estoy desorientado.
– Venga conmigo.
Detrás de la escalera que conduce a la primera planta, hay otra que lleva al sótano. Aunque tengo curiosidad por ver al tal Bill, prefiero cumplir con la tradición y empezar por la mujer de la limpieza, que es griega.
La encuentro en la cocina, tan grande que podría servir a todo un restaurante. Ronda los sesenta años, lleva un vestido sencillo, tiene el pelo cano y muestra una expresión tranquila y afable. Tiene los ojos hinchados de tanto llorar.
– Ahora no te haré muchas preguntas -la tranquilizo-. Hablaremos de lo fundamental y, si más adelante necesito información adicional, volveré a preguntarte. ¿Vives aquí, en la casa?
– No, vivo en Koropí. Entro a trabajar sobre las ocho y me voy a las cinco de la tarde.
– Cuéntame qué pasó esta mañana.
– Iordanis, el jardinero, me esperaba junto a la verja del jardín. Estaba tan alterado que al principio no podía explicarme lo que había pasado. En cuanto me lo contó, entré en la casa y llamé a la policía.
– ¿Por qué no nos llamó el jardinero?
– Porque no puede entrar en la casa. Tiene las llaves del jardín, pero no sabe el código para abrir la puerta del chalé.
– ¿Hay más personal de servicio?
– Dos chicas búlgaras, que vienen dos veces por semana para hacer la limpieza general.
– ¿Y el africano?
– El señor Bill se ocupa… -hace una pausa y rectifica-, se ocupaba exclusivamente del señor Zisimópulos.
– ¿Y cuáles son tus tareas?
– Vengo por la mañana y ordeno un poco la casa. Después encargo la compra por teléfono, preparo la comida y me quedo hasta las cinco, trabajando sobre todo en la cocina. Preparo la cena, que luego sirve el señor Bill.
Siempre dice «señor Bill», lo que indica que lo considera su superior.
– ¿Se llevaba bien el señor Zisimópulos con Bill?
La mujer indica con un gesto su ignorancia.
– No sabría decirle. Entre ellos siempre hablaban en inglés. No sé inglés, no entendía ni una palabra, de modo que no sé si eran corteses o se llamaban de todo. -Tras una pequeña pausa, dice con amargura-: En todo caso, el señor Zisimópulos nunca le levantó la voz al señor Bill.
Es lógico, me digo. Cuando un patán griego contrata a un butler, el que se acompleja es el patán griego, no el butler. En vista de que la mujer no puede decirme nada más, decido buscar al africano. María me informa de que está en el primer piso.
Lo encuentro en una habitación pequeña y modesta, amueblada con una cama, un armario y una mesilla de noche. Bill, el africano, está sentado al borde de la cama con la cabeza agachada. Al verme, se pone de pie, muy rígido y serio. Lleva pantalones negros, camisa blanca y chaleco negro. Es un negrata corpulento de cabeza rapada.
– Jaritos, fromthe pólice -me presento.
– Sí, señor -responde en griego con acento extranjero.
– ¿Sabes griego? ¿Cuántos años llevas en el país?
– Antes venir Grecia, trabajar para familia griega en Johannesburgo. Allí aprender griego.
– Deduzco, pues, que eres sudafricano. ¿Cuándo viniste a Grecia?
– Hace tres años.
– ¿Y en qué trabajas?
– Servant -responde-. Sirviente.
– Butler. -Ya que he aprendido la palabra, es una pena no utilizarla.
– No, no. Butler no. Sirviente.
– ¿Qué hacías, entonces?
– Preparar desayuno. Limpiar ropa señor. Took core of his medication.
– ¿Medication? ¿Se medicaba?
– Yes. Su corazón.
– Vamos, enséñame su dormitorio.
Es la habitación contigua. Un dormitorio espacioso con una cama de matrimonio y un armario empotrado. Junto a la puerta, una pequeña librería y, a su lado, un sillón orejero. La cama está deshecha, lo que indica que durmió aquí y lo han matado por la mañana.
– ¿No has entrado en el dormitorio de Zisimópulos esta mañana?
– No, I always waited for his call. Siempre espero que me llame.
– ¿A qué hora solía salir al jardín?
– Mañana y tarde, estaba en el jardín todo el día. Cuando llovía, se enfadaba.
Eso confirma la declaración del jardinero, que ha dicho que Zisimópulos se ocupaba del jardín a todas horas. Dejo el registro de los cajones a los de la Científica y voy a echar un vistazo a las demás habitaciones del primer piso. Hay otros dos dormitorios, que parecen no haberse utilizado desde hace tiempo. Seguramente, aquí dormían sus hijos cuando venían a visitarle.
Regreso a la planta baja y salgo al jardín. Stavrópulos está todavía con el cadáver y los hombres de la Científica están peinando el recinto. Me dirijo al cobertizo para examinar las herramientas cuando Vlasópulos me llama al móvil.
– Señor comisario, parece que Zisimópulos no iba mucho por el centro. Pero hemos localizado la inmobiliaria que le vendió el terreno. El dueño sabe algunas cosas. ¿Quiere hablar con él?
– Voy para allá.
El cobertizo está atestado de herramientas de jardinería, todas colocadas en perfecto orden. No encuentro nada que me llame la atención y voy a reunirme con Stavrópulos.
– A primera vista, debieron de asesinarlo a última hora de la noche o muy temprano esta mañana. Lo sabré con más precisión después de practicarle la autopsia.
– No importa. Su cama está deshecha, así que lo han matado por la mañana.
– Estupendo, me libras de una faena. Como te he dicho, le han inalado cortándole la cabeza. No se aprecian otras heridas en el cuerpo. Seguramente le golpearon desde atrás, pero también esto lo confirmaré después de la autopsia. El asesino debe de ser un experto, porque lo mató de un solo tajo. Con toda probabilidad, el arma es una espada. No se puede cortar una cabeza de un tajo con un cuchillo.
– ¿Un griego hábil en el uso de la espada? ¿Es que han resucitado los jefes de la Revolución? [5]
– No sabría decirte. Quizá mañana tenga más detalles.
Me obsesiona esta cuestión, igual que la letra D. Y las dos me dan mala espina.
<a l:href="#_ftnref4">[4]</a> El Grupo Zeta es una unidad policial motorizada de respuesta inmediata. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref5">[5]</a> Se refiere a la Revolución griega contra el Imperio otomano, que estalló en 1821. (N. de la T.)