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El rótulo de la inmobiliaria reza «PARCELAS EN KOROPÍ – REAL ESTATE» y en el escaparate hay tantos carteles con ofertas de terrenos que actúan como una cortina, hasta el punto de que es imposible ver el interior del local.
Desde luego, los curiosos no se pierden nada importante, porque la inmobiliaria consiste en un gran escritorio detrás del cual está sentado el empresario, Yannis Mértikas, y en un escritorio más pequeño, colocado frente al anterior, que ocupa la hija de Mértikas.
– Ya veo que tienen muchas ofertas -digo a Mértikas para entablar conversación.
– Ha salido al mercado el último modelo de Jeep Cherokee. Cada vez que sacan un modelo nuevo, especialmente de Jeep o Land Rover, aumenta la oferta de parcelas -responde él con una sonrisa.
– ¿Por qué?
– Porque uno de cada dos propietarios pone en venta su parcela para comprarse el último modelo de todoterreno.
– ¿Fue así como Zisimópulos compró su parcela?, ¿de alguien que quería un Jeep Cherokee?
– La propiedad de Zisimópulos se compone de dos terrenos rústicos. Uno se lo compró a alguien que tenía prisa por adquirir un piso en Atenas. El otro pertenecía «pro indiviso» a dos hermanos. La hermana quería vender porque la oferta era suculenta. El hermano, en cambio, quería conservar el terreno rústico de sus antepasados como si fuera una reliquia. Su hermana le presionaba pero él no daba su consentimiento. Al final, la hermana sopló a Zisimópulos que su hermano había pedido un préstamo bancario para construir una casa en la isla de Syros. Zisimópulos movió todos los hilos que pudo para obstaculizar la concesión del préstamo. El hermano se quedó sin dinero y se vio obligado a vender la parcela para no tener que abandonar la construcción.
– ¿Qué tipo de persona era ese Zisimópulos?
Mértikas se encoge de hombros.
– El típico banquero. Te exprimía al máximo pero, cuando llegaba a un acuerdo, cumplía. Si no cumplías tú, te llevaba a los tribunales.
– Por lo que me cuenta usted, no debía de resultar muy simpático.
– Su chalé lo construyeron obreros venidos de Atenas, con excepción de los cimientos. No contrató a nadie de la zona. -Hace una pausa y añade, titubeante-: Cuando llegas al extremo de traer a un criado de Inglaterra, no puedes esperar que los lugareños te tengan simpatía.
– Es de África.
– Sí, pero se lo enviaron sus hijos desde Londres. Como si no hubiera podido encontrar aquí a alguien que lo cuidara. ¡Si puedes escoger entre griegas, rusas, búlgaras y ucranianas! Pero no, él prefirió a un negro que se comporta como un lord. Nosotros le llamamos «el zulú». Pero no por desprecio, sino porque dicen que él mismo le contó a María que pertenecía a la etnia zulú. Y, que yo sepa, para ellos las matanzas son el pan nuestro de cada día. -Lo dice mirándome de reojo.
No le contesto, pero estamos más o menos en la misma onda. Puede que Bill y Zisimópulos no se levantaran nunca la voz, como me dijo María, pero eso no quiere decir nada. Los negros sudafricanos, como Bill, han aprendido a agachar la cabeza después de tantos años de represión, pero golpean cuando menos te lo esperas. A traición y sin hacer ruido. Claro que quizá sean prejuicios de los blancos. Por otra parte, la decapitación apunta a una relación y un contacto personales. Porque no puedes decapitar a nadie a tres metros de distancia. Para cortarle a alguien la cabeza, has de estar tan cerca como para sentir su aliento. La relación de Bill con Zisimópulos le ofrecía una oportunidad única. Esas tribus, además, seguro que son muy hábiles con armas blancas. Desde luego, la D que encontramos prendida de la camisa de Zisimópulos tira por tierra mi teoría, aunque también podría carecer de importancia. El asesino pudo dejarla allí con el único propósito de confundirnos.
Todos estos pensamientos bailan en mi cabeza mientras regreso a Atenas con Dermitzakis. Vlasópulos se ha quedado para seguir llamando a otras puertas con la esperanza de averiguar algo más. Apenas he tenido tiempo de sentarme en mi despacho y pegar un bocado al cruasán que lleva esperándome desde primera hora de la mañana cuando suena el teléfono. Es Kula.
– ¿Ya está de vuelta, comisario? El director le está esperando.
Envuelvo otra vez el cruasán en el celofán y subo a la quinta planta. Kula me recibe con una sonrisa irónica.
– También ha venido Stazakos -dice en tono conspirador, porque sabe que comparto su antipatía por el jefe de la Antiterrorista.
Por suerte, no me enfrento a él desprevenido, pero eso no quita para que entre de mal humor en el despacho de Guikas.
Stazakos está arrellanado en el que suele ser miasiento. Está hablando con Guikas pero, siguiendo su táctica predilecta, se calla en el momento en que aparezco, para dar la impresión de que está intercambiando altos secretos con el director, secretos que no pueden ser oídos por terceros.
– ¿Qué has averiguado? -pregunta Guikas con impaciencia-. Sé breve, porque el ministro quiere que le informemos cuanto antes.
– ¿Está seguro de que nadie ha avisado a la prensa y la televisión? -pregunto a modo de aperitivo.
Tras unos segundos de silencio, afirma categóricamente:
– Por supuesto que estoy seguro. Ni nosotros ni la comisaría de Koropí hemos avisado a los periodistas. Me lo ha asegurado el jefe de la policía local.
– Pues yo encontré una manada de reporteros, cámaras y equipos de televisión delante de la verja de la propiedad de Zisimópulos. No me extrañaría que ahora mismo estuvieran en la antesala del despacho del ministro del Interior, esperando sus declaraciones.
Presa del pánico, Guikas se abalanza sobre el teléfono.
– Kula, llama enseguida al despacho del ministro y pregunta si ya están ahí los medios de comunicación para el caso Zisimópulos. Si no han llegado, que avisen al portero de inmediato.
Stazakos intenta cruzar su mirada conmigo, pero mis ojos pasean por la pared y por el plano de Atenas. Cuando Guikas corta la llamada interna a Kula, me mira aliviado.
– Deben de estar todavía en el escenario del crimen.
Stazakos se levanta y enciende el televisor, situado enfrente del escritorio de Guikas. En la parte superior de la pantalla aparece el titular: «Noticia de última hora» y, debajo, se ve a la presentadora con tres ventanas abiertas. En una de las ventanas está informando la reportera de la cadena. En las otras dos, aparecen los lugares donde fueron encontrados el cuerpo y la cabeza de Zisimópulos. Ambos están precintados con cinta roja y, en el lugar de los restos, quedan sólo unos dibujos con tiza.
– ¡Apágalo, me pone de los nervios! -vocifera Guikas, y Stazakos apaga el televisor-. Cuéntame ya -prosigue cuando se calma un poco.
Le hago un informe verbal, sucinto pero sin omitir ningún detalle. Guikas me escucha sin interrumpir. Stazakos, por el contrario, pone cara de aburrimiento infinito, como si el informe fuera una pérdida de tiempo.
– ¿Y tú qué opinas? -me pregunta Guikas cuando termino.
– De momento, nada. Tengo que leer el informe de Stavrópulos, repasar las pruebas de la Científica y hablar con los amigos y compañeros de la víctima. También quiero interrogar a sus hijos cuando lleguen a Atenas. Entonces me formaré una opinión.
– Hazlo -responde Stazakos en lugar de Guikas-, aunque ya te puedo decir que se trata de un atentado terrorista.
– Tú ves terroristas por todas partes -le contesto. A punto estoy de añadir: «Bueno, los ves, pero no los pillas», pero me lo trago.
– Es un atentado, ya lo verás -insiste Stazakos.
– Estamos hablando de un banquero jubilado. Un hombre importante, no cabe duda, pero jubilado al fin y al cabo. No era político, ni empresario, ni dirigente de ningún partido, ni alto cargo en algún ministerio. ¿Qué ganan matándole? A los terroristas les conviene hacer ruido, y este hombre ya no le sonaba a nadie.
– ¿Por qué no esperamos unos días? -propone Guikas-. Si alguien lo reivindica, sabremos que ha sido un atentado. De lo contrario, se trata de un simple asesinato.
– No habrá más reivindicaciones. Ya dejaron una -declara Stazakos con convicción.
Lo miro sorprendido.
– ¿Ah, sí? -pregunto. Tal vez la hayan hecho mientras yo regresaba a Atenas.
– La has tenido delante de tus narices, pero no la has visto -contesta Stazakos.
Empiezo a preocuparme. Lo último que quiero es que Stazakos me pille sin haber hecho los deberes.
– La D latina encima de su pecho, ¿qué es, sino una reivindicación?
– Cualquier otra cosa -respondo-. Una maniobra de distracción, la firma de un psicópata asesino, lo que sea. Los de la Científica están examinándola en estos momentos. -Me vuelvo hacia Guikas-: Sabía que hasta ahora una reivindicación era una sarta de teorías incomprensibles. Pero ahora Stazakos me dice que una letra latina puede representar una reivindicación.
– ¿Y el negro? -pregunta Stazakos.
– ¿Desde cuándo los terroristas griegos utilizan negros de Sudáfrica? Si fuera albanés, búlgaro o rumano, aún. Pero ¿un sudafricano?… ¿Crees que hemos importado una organización terrorista de Sudáfrica?
– Si queréis estar tranquilos, tenéis que asignarnos el caso a la Antiterrorista -le aconseja a Guikas-. Sólo nosotros tenemos el know how para hacerle frente. -Se levanta y sale del despacho, convencido de que la expresión inglesa combinada con su partida le aseguran el éxito.
– No irá a tomarse en serio la teoría del atentado terrorista, ¿verdad?
Guikas me mira sin chistar, y yo sigo:
– Escuche, Zisimópulos era muy conocido en los círculos bancarios y empresariales. Si metemos la pata en este asunto, nadie nos librará de los medios de comunicación.
La única manera de convencer a Guikas es amenazándole con que caerá en las garras de los periodistas.
– Tú sigue con tu trabajo -responde secamente.
Lo que da mayor inseguridad son los sentimientos encontrados, pienso mientras por fin doy cuenta del cruasán. Guikas me ha ordenado que continúe con la investigación, pero, por otra parte, no ha descartado la teoría de Stazakos. Eso, traducido al lenguaje de Guikas, significa que decidirá sobre la marcha, es decir, que en cualquier momento podría quitarme el caso para asignárselo a Stazakos.
Además, reconozco que la historia de Bill también me preocupa, aunque sea por razones distintas de las de Stazakos.
Decido interrumpir aquí mis cavilaciones acerca del futuro ignoto y hacer una visita a las oficinas del Banco Central, a ver si puedo sacarles algo a los antiguos colegas de Zisimópulos.