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Las oficinas principales del Banco Central se encuentran en la avenida del Pireo. Enfilo la avenida Alexandras para coger Patisíon y entrar en Pireo desde la plaza de Omonia. Es el recorrido más lógico, pero ¿desde cuándo en Grecia la lógica da buenos resultados? Un poco más abajo del Hospital de San Savas, me meto en un embotellamiento con toda su parafernalia: gritos, insultos, cortes de manga y cláxones. Los conductores que me preceden buscan desesperadamente una vía de escape, como hacían los carteristas en los viejos tiempos, cuando corrían buscando un callejón por el que escabullirse mientras los nuestros los perseguían a pie. Ahora los carteristas van armados y nosotros en coche, así que se escabullen siempre.
Casi tres cuartos de hora después llego a la altura de la calle Esculapio y allí se resuelve el misterio del embotellamiento cuando diviso a dos coches patrulla que bloquean el tráfico en la avenida Alexandras. A lo lejos se oyen gritos y consignas. La dotación de un coche patrulla está de pie delante del vehículo, cobrando en efectivo las maldiciones de los conductores, que se ven obligados a torcer a la derecha. Los agentes, sin inmutarse, fingen admirar la vista de la montaña que se alza al fondo.
– ¿Qué ocurre? -les pregunto después de identificarme.
– Los sindicatos se están manifestando delante de la sede de la Confederación General de Trabajadores en protesta por las medidas de austeridad -explica el sargento.
– ¿Qué hago, entonces? ¿Tiro por Hipócrates?
– Ni hablar -contesta uno de ellos-. Hipócrates está cerrada hasta el cruce con Bulgaroktonu. Tendrá que ir por la avenida Reina Sofía hasta la plaza Sintagma.
Giro a la derecha y me vuelvo por donde he venido, detrás de los Juzgados. Tardo tres cuartos de hora más en llegar a la calle Panormu. Pienso que Stavridis, el director del Banco Central, estará acordándose de todos mis muertos por haberle dado plantón, pero no tengo más remedio que ir por Reina Sofía. Por suerte, el tráfico no está cortado, aunque mi alegría empieza a decaer a medida que me acerco al Hilton. A partir del hotel, la situación va de mal en peor hasta que el tráfico se colapsa por completo. Las fuerzas antidisturbios han bloqueado las calles y no pasa ni un alma.
Repito mi pregunta tras las identificaciones de rigor:
– ¿Qué ocurre?
– Los jubilados marchan hacia el Parlamento -responde un colega joven.
– ¿Y qué hago para llegar a la plaza de Omonia?
Los policías se miran, llegan a la conclusión de que estoy chalado y se echan a reír.
– Sólo hay una solución -dice el que está al mando-. Deja el coche aquí, que nosotros ya te lo aparcaremos en la comisaría de Ypsilandu, y después sigue a pie o coge el metro en la plaza Sintagma hasta Omonia.
Mi primer impulso es cancelar la cita con Stavridis. Cambio de opinión cuando pienso que, si se entera Stazakos, se burlará de mí por no haber sido capaz de llegar a las oficinas del Banco Central.
– ¿No puede llevarme un coche patrulla? -pregunto al que está al mando.
– Si nos lo destrozan, no podremos reemplazarlo por culpa de los recortes -es su respuesta.
Reconozco que no le falta razón y le doy las llaves, rogándole que se las entregue al oficial de servicio de la comisaría de Ypsilandu.
Echo a andar hacia Sintagma. Camino cómodamente hasta la entrada del Parlamento, dado que el tráfico está interrumpido y los peatones ocupan todo lo ancho de la calzada. La muchedumbre se agolpa entre la entrada del Parlamento y la plaza. Debe de haber venido hasta el último jubilado del país.
Ya estoy bajando las escaleras del metro cuando un jubilado me agarra de la manga y me zarandea.
– ¡Cobro una pensión de cuatrocientos euros al mes! -me grita-. ¿Qué quiere recortar la Unión Europea? ¿Qué alemán, francés o sueco puede vivir con cuatrocientos euros? Cada verano las islas se inundan de una marea de jubilados franceses, suecos y alemanes. ¡Y yo no puedo ver las islas ni con prismáticos, porque cuatrocientos euros al mes no dan ni siquiera para comprar prismáticos!
– ¿Por qué te metes con los alemanes y los suecos? -interviene otro que está a su lado-. Pregunta mejor qué pensión cobran los diputados después de ocho años en el Parlamento. ¡Estamos hablando de ocho años!
– ¿Tú cuánto cobras? -me pregunta el primero.
– Yo no me he jubilado todavía.
El otro me mira con recelo.
– Déjale -dice a su amigo-. ¿No ves que lleva traje y corbata? Será un funcionario del Parlamento, de los que cobran dieciséis pagas y se jubilan a los cincuenta.
Entre el suplicio de llegar hasta allí y mis nervios por hacer esperar a Stavridis, me pongo hecho una fiera.
– ¡Ya os he dicho que no estoy jubilado! Soy policía y a mí también me quitan una paga extra y las dietas.
– ¿Un madero, tú? ¡Estás de guasa! Pero no importa: nos has recordado que todos vamos en el mismo barco -dice el primero y me despacha con una palmadita en la espalda.
El andén del metro rebosa de jubilados. Unos bajan de los vagones y otros suben; seguramente se marchan porque no aguantan tanto rato de pie. Cuando me meto a presión en uno de los dos últimos vagones, dos abuelitas delgadas como palillos se me caen encima.
El escenario cambia por completo en la plaza de Omonia. Aquí predominan los jóvenes, que llevan pancartas y corean consignas del tipo «No más recortes a los obreros» y «No más largas para los pobres».
Salgo del metro en Omonia como un perro apaleado y enfilo la avenida del Pireo. Las oficinas centrales del banco se encuentran en un edificio moderno de cristal y cemento. El portero me informa de que el despacho del director está en la última planta. Me recibe una secretaria cincuentona, vestida impecablemente pero fría y manifiestamente irritada.
– Llega tarde, señor comisario.
– Lo sé, y le pido disculpas, pero la ciudad entera está paralizada por las protestas y las manifestaciones.
– Ah, ¿es que hay manifestaciones? No me había enterado -dice la mujer y me doy cuenta de que acabo de entrar en otro mundo.
La secretaria abre una puerta a su derecha y me hace pasar a un despacho grande como un apartamento de tres habitaciones. En la pared del fondo hay una gran cristalera que da a una terraza llena de plantas con vistas a la Acrópolis.
Stavridis está sentado tras su escritorio, de espaldas a la cristalera. Frente a él, en una esquina del despacho, hay un mini salón con dos sillones, una mesita y un jarrón de flores. En la otra esquina está la inevitable mesa de reuniones.
Stavridis debe tener algo más de cincuenta años y es bajito, un poco regordete y de mejillas rosadas. Tiene más pinta de pequeño empresario que ha prosperado que de director de un gran banco. Se levanta, me da la mano y me invita a sentarme en una butaca frente a su escritorio.
– Le pido disculpas por mi retraso, pero Atenas hoy está colapsada con las marchas y las manifestaciones.
– Si las manifestaciones crearan riqueza, estaríamos todos protestando en la calle -responde.
– Se hacen justamente porque hay menos riqueza -comento y me acuerdo de los dos jubilados.
– Entonces, el primero en manifestarse debería ser el gobierno, porque cada día que pasa tiene menos fondos.
Me digo que hemos empezado con mal pie. Por suerte, él también se da cuenta.
– Pero usted no ha venido para hablar de la crisis económica sino de Zisimópulos, ¿verdad? -dice con una sonrisa.
– Así es. He venido para pedirle que me ilumine.
Stavridis me mira durante unos segundos con atención. No sé si está sopesando las cosas que sabe o aquellas que está dispuesto a contarme.
– No conocía bien a Zisimópulos, aunque debo explicarle por qué lo digo. Nadie alcanza el puesto de director de un banco escalando posiciones. Siempre le nombra alguien. Fue así como Zisimópulos llegó a ser director, y fue así como yo le sucedí. Es decir, nunca coincidimos como colegas y no tuvimos la oportunidad de conocernos mejor.
– ¿Le conocía profesionalmente? -pregunto.
– A eso iba. En lo profesional, Zisimópulos era un gran banquero. Se hizo cargo de un banco semipúblico y enmohecido y lo abrió al mundo, incrementó las transacciones internacionales, aumentó los beneficios y su prestigio. Le aseguro que es cierto. Fui afortunado al heredar la dirección del banco de Zisimópulos.
– ¿Sabe si tenía mucha vida social? Stavridis sonríe.
– Si por vida social se refiere a las comidas de trabajo y los cócteles que ofrecen los bancos por causas diversas, pues sí, la tenía, como todos nosotros. Pero no sé nada de su vida personal.
– Entonces no sabe si tenía amigos o enemigos. Ahora Stavridis ríe abiertamente.
– No hay hombre que maneje dinero y que no tenga enemigos, señor comisario. Y menos aún en Grecia. En este país, los que tienen dinero siempre son sospechosos de haberlo robado. Es lo que cree la mitad de los griegos.
Me pongo de pie pensando que había sorteado manifestaciones y marchas y sufrido disgustos para acabar perdiendo el tiempo. Parece que Stavridis capta mi desencanto porque dice:
– Averiguaría más cosas si hablara con la señora Kalaitzí, mi secretaria, que fue también secretaria de Zisimópulos. -Me acompaña hasta la puerta y le dice a su secretaria-: Señora Kalaitzí, el comisario desearía un poco más de información sobre el señor Zisimópulos. Quizás usted pueda ayudarle.
La mujer nos mira inexpresiva. Stavridis se despide de mí mientras Kalaitzí señala un sillón de dimensiones reducidas.
– ¿Qué es exactamente lo que quiere saber, señor comisario?
– Verá, no tengo preguntas concretas que hacerle. Más bien intento formarme una idea de cómo era Zisimópulos.
– Era un hombre muy complicado -dice ella sin vacilación-. Un gran banquero, pero un hombre muy difícil.
– ¿Qué quiere decir con «difícil»?
– Era frío, formal, taciturno. Jamás tenía buenas palabras para nadie, pero, en cambio, te ridiculizaba si cometías la menor equivocación. Si un día llegaba al despacho y encontraba las plantas sin regar, era capaz de enviarme a un cursillo de jardinería.
No me sorprende, conociendo el amor de Zisimópulos por su jardín.
– ¿Tan intratable era?
– No sé si se comportaba así por hosco o por altivo. Para él, éramos todos profesionales de pacotilla, sin ambición y con unos horizontes demasiado limitados para poder satisfacer sus proyectos grandiosos. -Calla un momento antes de añadir-: Quizá tuviera razón, porque él estaba a años luz de cualquiera de nosotros.
– En pocas palabras, no inspiraba simpatía.
– ¿Simpatía? -La mujer casi se cae de la silla-. ¿Simpatía? Todos le odiaban, y yo la primera, que lo aguantaba todos los días. Evidentemente, si pregunta a los altos cargos del banco que tenían contacto con él, todos le cantarán sus alabanzas. Y con razón, porque bajo su administración los beneficios del banco se triplicaron, y también los sueldos de los directivos. Pero le ocultarán hasta qué punto lo detestaban. -Tras reflexionar unos instantes, continúa-: Es posible que esa altivez se encuentre en los genes de la familia.
– ¿Por qué lo dice?
– ¿Ha conocido a sus hijos?
– Todavía no. Les hemos informado de lo ocurrido, pero aún no han llegado a Grecia.
– Los dos hijos, igual que el padre, se comportan como si hubiesen nacido para dirigir la City londinense, y si aún no la dirigen es porque les han estafado.
Si lo del cursillo de jardinería casa con la personalidad del padre, el butler encaja con la de los hijos, me digo. Veo que mis primeras impresiones se confirman. Y pienso que, si le mató alguno de sus subordinados, tendremos que averiguar quién había tomado clases de esgrima.
– Gracias por su ayuda -digo.
– Y yo le agradezco haberme ofrecido la oportunidad de desahogarme. En adelante, si alguien me dice que la policía también sirve de confesor, le daré la razón. -Me sonríe amablemente por primera vez y me tiende la mano.
Al llegar a la plaza de Omonia miro hacia la avenida Stadiu y descubro que se ha restablecido la paz. Decido proseguir a pie, para así poder poner un poco de orden en mis pensamientos.