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PRIMERA PARTE

1

Nadie deja de fumar.

Como mucho, se deja en suspenso. Durante unos días. O unos meses; o unos años. Pero nadie deja de hacerlo. El cigarrillo sigue ahí, al acecho. Algunas veces aparece en mitad de un sueño, puede que incluso después de cinco o diez años de haberlo «dejado».

Entonces notas el tacto de los dedos sobre el papel; notas el ligero, sordo y tranquilizador ruido que produce cuando lo golpeas sobre la superficie del escritorio; notas el contacto de los labios con el filtro ocre; notas el chasquido de la cerilla y ves la llama amarilla de base azul.

Notas hasta el golpe en los pulmones y ves el humo que se disipa entre los papeles, los libros, la tacita de café.

Entonces te despiertas. Y piensas que un cigarrillo, uno solo, no puede hacer daño. Que lo podrías encender porque siempre tienes aquella cajetilla de emergencia guardada en el cajón del escritorio o en algún otro sitio. Pero después te dices, naturalmente, que la cosa no funciona de esta manera; que, si enciendes uno, encenderás otro y después otro, etc., etc. A veces funciona; otras no. Pase lo que pase, en aquellos momentos comprendes que la expresión dejar de fumar es un concepto abstracto. La realidad es distinta.

Y, además, hay ocasiones más concretas que los sueños. Las pesadillas, por ejemplo.

Ya hacía varios meses que no fumaba.

Regresaba de la Fiscalía del Estado, donde me había pasado un buen rato examinando las actas de un proceso en el que tenía que constituirme en parte civil. Y sentía unas ganas terribles de entrar en un estanco, comprarme un paquete de cigarrillos ásperos y fuertes -tal vez unos MS amarillos- y fumármelos hasta reventarme los pulmones.

El encargo me lo habían confiado los padres de una niña que había caído en la trampa de un pedófilo. Éste se había acercado a la puerta de una escuela, había llamado a la niña y ella lo había seguido. Ambos habían entrado juntos en el portal de un viejo edificio. Una bedela que había presenciado la escena también entró en el portal. El cerdo estaba restregando la pata sobre el rostro de la niña, que mantenía los ojos cerrados y no decía nada.

La bedela gritó. El cerdo se largó, levantándose el cuello de la chaqueta. Un recurso habitual pero eficaz, pues la bedela no consiguió verle bien la cara.

Cuando la niña habló, con la ayuda de una experta psicóloga, se descubrió que no había sido la primera vez. Y ni siquiera la segunda o la tercera.

Los agentes de la policía hicieron bien su trabajo, identificaron al maníaco y lo fotografiaron a escondidas. Delante de la oficina municipal donde trabajaba como un funcionario modelo. La niña lo reconoció. Señalando la fotografía con el dedo mientras le castañeteaban los dientes y apartando finalmente la mirada.

Cuando fueron a detenerlo, los agentes encontraron una colección de fotografías. De pesadilla.

Las mismas que yo había visto aquella mañana en el expediente.

Tenía ganas de romperle la cara a alguien. Al cerdo, a ser posible. O a su abogado. Había escrito que «las declaraciones de la niña ofrecen una evidente falta de credibilidad, fruto de las fantasías morbosas típicas de ciertos sujetos en edad preadolescente». Le habría partido la cara. También se la habría partido a los jueces que presidieron el recurso de solicitud de la condicional y que habían dejado al preso bajo arresto domiciliario. En aquella resolución se leía que «para evitar el riesgo de reiteración de conductas innegablemente graves como las contempladas en el expediente era suficiente una restricción de la libertad personal en la forma atenuada del arresto domiciliario».

Tenían razón. Técnicamente, tenían razón. Bien lo sabía yo, que era abogado. Yo mismo me había mostrado favorable a aquella medida en numerosas ocasiones. Para mis clientes. Ladrones, estafadores, atracadores, individuos en quiebra e incluso algún que otro camello.

Pero no violadores de niños.

En cualquier caso, quería romperle la cara a alguien.

O fumar.

O hacer cualquier otra cosa que no fuera regresar a mi despacho y ponerme a trabajar.

2

Pero regresé al despacho y trabajé sin hacer ninguna pausa, ni siquiera para ir a comer algo, hasta bien entrada la tarde. Después le dije a Maria Teresa que tenía algo urgente que hacer y me fui a la librería.

Estuve dando vueltas entre las estanterías hasta la hora del cierre y fui el último en salir, cuando la persiana metálica ya estaba medio bajada y los dependientes permanecían todos en fila junto a la caja, mirándome sin la menor simpatía.

Llamé al timbre de casa de Margherita y esperé a que me abriera.

Tenía las llaves, pero casi nunca las utilizaba. Lo mismo hacía ella con mi apartamento, dos pisos más abajo.

Cada uno conservaba su vivienda, con los libros, los pósters, los discos y todo lo demás; el desorden, concretamente en mi pequeño apartamento. El suyo era un ático grande, bonito y ordenado. No de manera obsesiva. El orden propio de quien controla con serenidad la situación. Entre nosotros dos, el control lo ejercía ella, pero a mí me parecía bien.

El único cambio tuvo lugar en su casa. Compramos una cama enorme. La más grande que había, y la colocamos en su dormitorio. Me apropié del rincón de un armario y dejé allí unas cuantas cosas mías. Después ocupé un estante del cuarto de baño. Y nada más.

A menudo me quedaba a dormir en su casa. Pero no siempre. A veces me apetecía quedarme a ver la televisión hasta muy tarde -cada vez menos- y a veces quería leer hasta muy tarde. A veces era ella la que quería dormir sola, sin nadie a su alrededor. A veces, uno de los dos salía con sus amigos. A veces ella viajaba por asuntos de trabajo y yo me quedaba en mi casa. No entraba nunca en la suya cuando ella no estaba. Y la echaba de menos a las pocas horas de haberse ido.

Volví a pulsar el timbre justo en el momento en que se abría la puerta.

– ¿Nervioso?

– ¿Sorda?

– Si quieres quedarte en ayunas, basta con que lo digas. No es necesario andarse con indirectas ni rodeos.

No quería quedarme en ayunas y desde el interior del apartamento me llegaban los deliciosos efluvios de una comida recién preparada. Levanté las manos a la altura del pecho, le enseñé las palmas en señal de rendición y entré pasando entre su cuerpo y el marco de la puerta.

– ¿Te he dado permiso para entrar?

– Te he comprado un libro.

Ella me miró las manos vacías y yo me saqué del bolsillo de la trenca la bolsita de la librería. Entonces cerró la puerta.

– ¿Qué es?

– Constantinos Kavafis. Es un poeta griego. Escucha esto: Ítaca.

Abrí el librito blanco, me senté en el sofá y leí.

– Tienes que desear que el camino sea largo. / Que sean muchas las mañanas de verano / cuando en los puertos -al final y con cuánta alegría- / tú toques tierra por vez primera: / detente en los emporios fenicios y compra nácares corales y ámbares / valiosas mercancías todas ellas, también perfumes / penetrantes de todas clases, todos los embriagadores / perfumes que puedas, / visita muchas ciudades egipcias / aprende muchas cosas de los sabios. / Que tengas siempre Ítaca en la mente / que llegar a ella sea tu constante pensamiento. / Por encima de todo, no apresures el viaje, / cuida de que dure mucho tiempo, años…

Margherita me quitó el libro de las manos. Marcando la página con un dedo, miró la tapa -ninguna ilustración, sólo una poesía, también allí-, pasó los dedos por la cartulina blanca y lisa; leyó la contraportada. Después regresó al poema que yo le estaba leyendo y vi que movía en silencio los labios.

Al final, me volvió a mirar y me dio un rápido beso.

– De acuerdo. Te puedes quedar a cenar. Lávate las manos. Pon un disco y pon la mesa. En este orden.

Me lavé las manos. Puse a Tracy Chapman. Puse la mesa y me serví un vaso de vino. Todavía me apetecía un cigarrillo, pero por aquel día el peor momento ya había pasado.

3

Después de cenar a ambos nos apetecía salir. Decidimos ir a un local que había abierto unos cuantos meses atrás. Una vieja nave industrial reformada donde se podía comer, se podía beber, se podía coger un libro, o un periódico, o un juego. Sobre todo, había una minúscula sala de cine donde, a partir de medianoche y hasta la madrugada, pasaban viejas películas ininterrumpidamente.

Podías presentarte a cualquier hora de la noche y siempre había gente. Me parecía una especie de avanzadilla contra la trivialidad de los ritmos ordinarios. Día / trabajo / vigilia / gente. Noche / casa / descanso / soledad.

El cine, sobre todo, era precioso. Mi cine ideal.

Había unas cincuenta localidades, no estaba prohibido hablar, la gente se podía mover y se permitía beber. A veces, entre una película y otra, servían espaguetis, o, cerca ya de la madrugada, café con leche en grandes tazas sin asa y croissants rellenos de nocilla.

A la mañana siguiente yo no tenía ninguna vista y, por consiguiente, me lo podía tomar todo con un poco más de calma. Margherita trabajaba las horas que ella quería. Así que nos vestimos y salimos de muy buen humor.

Almacenes de Ultramar, se llamaba el local. Llegamos allí poco después de las once y, como de costumbre, había gente a pesar de que estábamos a media semana. A muchos de los que había sentados alrededor de las mesas los conocía de vista. Más o menos los que se veían en ciertos locales, en ciertos conciertos y en ciertas fiestas. Más o menos como yo.

Yo trataba de darme un aire distante y autoirónico en cuanto a mi presencia en aquellos ambientes -más o menos de izquierdas, más o menos intelectuales, más o menos sin problemas económicos, más o menos por encima de los treinta y por debajo de los cincuenta (bueno, no, también algunos por encima de los cincuenta)-, pero los seguía visitando. Como todos los demás.

Aquella noche la primera película del programa era House of Games. Una de mis diez películas preferidas. Una extraordinaria historia, nocturna y alucinada, de psiquiatras y estafadores.

Faltaban por lo menos tres cuartos de hora para el comienzo de la película. Margherita vio a dos amigas sentadas a una mesa, se acercó a saludarlas y ellas nos invitaron a sentarnos. Las amigas de Margherita eran novias y ambas se llamaban Giovanna. Y hasta se parecían. Ambas llevaban ropa de hombre y ambas se movían con gestos masculinos. Hasta el extremo de que me pregunté cuáles serían sus papeles -si es que los había- en la pareja. Iban al mismo gimnasio de artes marciales que Margherita.

– ¿Os quedáis a ver la película? -preguntó Margherita.

– No, no creo. Mañana Giovanna tiene que madrugar -dijo Giovanna.

– Sí, nos terminamos este ron y nos vamos a dormir -añadió Giovanna.

En cierto modo me ignoraban. Quiero decir que ambas se habían vuelto hacia Margherita, hablaban sólo con ella y habría podido jurar que no la miraban con inocencia.

En determinado momento Giovanna le preguntó a Margherita si había decidido apuntarse con ellas al curso de paracaidismo.

¿Qué curso de paracaidismo?

– Lo estoy pensando. Me encantaría. Es algo que quiero probar desde hace muchos años. Sólo que no estoy segura de que tenga tiempo.

Conseguí meterme en la conversación.

– Perdona, ¿qué es esta historia del curso de paracaidismo?

– Ah, un amigo de las Giovannas es instructor de paracaidismo. Las ha invitado un montón de veces a participar en un curso. Ya sabes, para sacarse el título. Y ellas me han invitado también a mí.

Te han invitado también a ti porque se te quieren tirar. Quieren que te saques el título de lesbiana. Eso es: el título de lesbiana voladora.

No se lo dije así. Claro. Nosotros, los hombres de izquierdas, no decimos estas cosas; como mucho, las pensamos. Y, además, las dos Giovannas parecían muy capaces de arrancarme las pelotas y de jugar con ellas al flipper por mucho menos.

Guardé silencio mientras ellas hablaban del curso de paracaidismo y de lo sensacional que iba a ser, del poco tiempo que exigía en realidad -dos horas semanales entre teoría y preparación física- y del hecho de que con sólo tres saltos te daban el título.

Me vino a la cabeza la idea de hacer algún comentario mordaz acerca del carácter imprescindible del título de paracaidista para una joven profesional urbana a la entrada del nuevo milenio. Y, claro, realmente era una suerte que con sólo tres lanzamientos se pudiera sacar aquel título. Pues sí, chicos, sólo tres lanzamientos.

Me quedé callado, e hice muy bien. Porque tener el valor de lanzarme desde un avión en el cielo, en el vacío, sin miedo, era uno de mis sueños más secretos y prohibidos. Un sueño que jamás había tenido el valor de revelar a nadie y que, lo sabía muy bien pasados los cuarenta, jamás tendría el valor de cumplir.

Un sueño que ahondaba en mis miedos y mis fantasías de niño y que estaba allí para recordarme el paso del tiempo. Y el resto de cosas -pequeñas y grandes- que habría querido hacer y que nunca había tenido el valor de hacer. Que nunca habría tenido el valor de hacer.

Consiguieron convencerla de que encontraría tiempo para seguir aquel curso. Se pusieron de acuerdo para verse dos días después en la sede de la asociación de paracaidismo deportivo, donde las tres se matricularían juntas con un descuento gracias al amigo de las dos Giovannas.

– Yo me voy a ver la película. Empieza dentro de dos o tres minutos. Pero tú no te preocupes, quédate charlando tranquila -dije dignamente.

– No, no. Yo también vengo. Ellas ya se van.

Las dos Giovannas asintieron. Una de las dos, con un gesto de auténtico duro de película, apuró lo que quedaba en su vaso. Nos saludaron -en realidad, saludaron a Margherita- y se fueron.

Nosotros entramos en la pequeña sala de cine cuando las luces ya se habían apagado y la película estaba empezando. Antes de abandonarme a las atmósferas nocturnas y surrealistas de David Mamet, pensé, sólo durante un segundo, en lo mucho que me habría gustado lanzarme al vacío desde un avión o desde cualquier otro lugar bien alto.

Al vacío. Sin temor.

4

– ¿Quiere saber de dónde he sacado este dinero, abogado?

Yo no quería saber de dónde había sacado aquel dinero el señor Filippo Abbrescia, apodado Pupuccio el Negro. Era un viejo cliente mío y su oficio consistía en robar y estafar a las aseguradoras, aunque cuando los jueces le preguntaban, decía ser albañil.

A la mañana siguiente teníamos un juicio en el tribunal de apelación. Por asociación ilícita y estafa, precisamente, y había venido para pagar. Por eso yo no quería conocer el origen del dinero que estaba a punto de entregarme. Pero, aun así, él me lo dijo.

– Abogado, he acertado una combinación de tres aciertos, correspondiente a las extracciones de la sede de la Lotto de Bari. La primera vez en mi vida.

Puso una cara muy rara, Pupuccio el Negro. Me dije que era la cara de alguien que se había pasado la vida robando y ahora no se podía creer que hubiera ganado algo. Me dije que, como muchos otros, se dedicaba a robar y a estafar porque no se le había ofrecido otra opción. Me dije que me estaba volviendo gilipollas por momentos y que me deslizaba sin remedio hacia lo patético.

Así que llamé a Maria Teresa y le confié el dinero que él había dejado encima del escritorio; después Pupuccio y yo repasamos lo que ocurriría al día siguiente.

Teníamos dos posibilidades, le dije. La primera era ir a juicio; en primera instancia lo habían condenado a cuatro años -pocos, pensé yo, para todas las estafas que había cometido- y yo podía intentar conseguir que lo absolvieran. Pero si se confirmaba la sentencia no tardaría en regresar a la cárcel. La segunda era cerrar un acuerdo con el sustituto del fiscal general. Por norma, a los fiscales generales sustitutos -y también a los jueces del tribunal de apelación- les gustan los acuerdos. Todo va muy rápido, la vista termina a media mañana y cada cual puede regresar tranquilamente a su casa o a donde le dé la gana.

En realidad, a los abogados también les gustan los acuerdos en el tribunal de apelación. Todo se hace muy rápido y cada cual puede regresar tranquilamente a su despacho o a donde le dé la gana. Pero eso no se lo dije a Pupuccio.

– Y, si llegamos a un acuerdo, ¿cuánto tendré que cumplir, abogado?

– Pues mira, creo que podríamos intentar acordar dos años y medio. No será fácil porque el ministerio público es muy duro, pero lo podemos intentar.

Estaba mintiendo. Conocía al sustituto del fiscal general que al día siguiente estaría en la Audiencia. Sería capaz de pactar dos meses con tal de irse y no hacer una mierda. No podía decirse que fuera muy trabajador. Pero eso no se lo podía decir a Pupuccio el Negro o a los que eran como él.

La secuencia en casos como éste era la siguiente: decir que el ministerio público era muy duro; decir que se intentaría llegar a un acuerdo, pero que no sería nada fácil y no podía garantizarse; plantear como hipótesis una condena decididamente superior a la que yo tenía previsto conseguir; llegar al acuerdo que ya tenía previsto alcanzar desde un principio, confirmar mi fama de abogado cojonudo y de confianza; embolsarme el resto de los honorarios.

– ¿Dos años y medio? ¿Y vale la pena llegar a un acuerdo, abogado? Ya casi da lo mismo ir a juicio.

– Sí, claro, lo podríamos intentar -dije en tono pausado y ecuánime-. Pero si se confirman los cuatro años, vuelves al trullo. Eso lo tienes que saber.

Pausa profesional. Después añadí:

– Por debajo de tres años, está la libertad bajo custodia prestando servicios sociales a la comunidad. Tú verás.

Pausa del cliente ahora.

– Vale, abogado, pero procure que sean menos de dos años y medio. Cualquiera diría que he matado a alguien. Dos o tres estafas habré cometido.

Yo pensé que, en resumidas cuentas, habría cometido por lo menos doscientas estafas, aunque los carabineros sólo hubieran descubierto unas quince; también había formado parte de aquella asociación para delinquir que precisamente se encargaba de cometer estafas a escala industrial; y tenía unos bonitos antecedentes penales, llenos de eso que se llama antecedentes especiales. No me parecía oportuno entrar en detalles al respecto con el señor Filippo Abbrescia.

– Muy bien, Pupuccio. Tú me firmas ahora el poder y mañana no vayas a la Audiencia.

De esta manera, no me veré obligado a montar numeritos y nos arreglaremos en un momento con el sustituto del fiscal general, pensé.

– Vale, abogado, pero por lo que más quiera, procuremos que sea lo mínimo.

– No te preocupes, Pupuccio. Y después ven a mi despacho y te digo cómo ha acabado. Y, cuando salgas, que mi secretaria te dé la minuta.

Ya se había levantado, pero aún se encontraba delante del escritorio.

– ¿Abogado?

– Dime.

– Abogado, pero, ¿por qué hace la minuta? Después tendrá que pagar impuestos sobre ese dinero. ¿Vale la pena? Recuerdo que cuando venía a verle al principio, usted no hacía minutas.

Yo me quedé mirándolo desde mi asiento, de abajo a arriba. Era cierto. Durante muchos años, buena parte del dinero que había ganado había sido en negro. Después, cuando cambiaron tantas cosas en mi vida, empecé a avergonzarme de semejante conducta. No se trataba de una reflexión lúcida acerca del tema. Simplemente me avergonzaba defraudar a Hacienda y entonces -casi siempre y conforme a una valoración personal de lo justo que era pagar al erario público para cumplir con mi deber- extendía minutas y pagaba un montón de dinero en concepto de impuestos. Era uno de los cuatro o cinco abogados más ricos de Bari. Según la declaración de la renta.

Pero estas cosas no se las podía contar al señor Filippo Abbrescia, llamado Pupuccio el Negro. No lo habría comprendido; es más, habría pensado que estaba un poco mal de la cabeza y habría cambiado de abogado. Cosa que yo no quería. Era un buen cliente y, en resumidas cuentas, un hombre de bien que pagaba con puntualidad. Algunas veces incluso con dinero que no procedía de un delito.

– La Policía Fiscal, Pupuccio, la Policía Fiscal. En estos momentos los abogados la tenemos encima. Tenemos que andarnos con cuidado. Montan guardia cerca de los despachos, ven cuándo baja un cliente y después comprueban si tiene la minuta. Si no la tiene, entran en el despacho y efectúan la comprobación. Y entonces se acaba el trabajo. Yo prefiero no correr el riesgo.

Pupuccio pareció aliviado. Yo era un poco gallina, pero, en el fondo, pagaba los impuestos para evitar males peores. Él no lo habría hecho, pero podía comprenderlo.

Esbozó una especie de saludo militar, acercando la mano a una imaginaria visera. Adiós, abogado; adiós, Pupuccio.

Después dio media vuelta y se fue.

Cuando hubo transcurrido por lo menos un minuto y estuve seguro de que ya había abandonado el despacho, me puse a hablar solo en voz alta.

– Soy un gilipollas. De acuerdo, soy un gilipollas. ¿Hay alguna ley que lo prohíba? ¿No? Pues entonces me comportaré como un gilipollas todo lo que me dé la gana.

Después apoyé la cabeza contra el respaldo del sillón y me quedé contemplando un punto indefinido del techo.

Permanecí de aquella guisa un tiempo indeterminado hasta que sonó el teléfono.

5

Maria Teresa contestó, como siempre, al tercer timbrazo. Al momento oí el zumbido de la línea interna.

– ¿Qué hay?

– El inspector Tancredi, de la Brigada Móvil.

– Pásamelo.

Tancredi era casi un amigo. Sin que jamás nos hubiéramos tratado, yo tenía -y creo que él también la tenía- la sensación de que había algo en común entre nosotros. La clase de policía que desearías encontrar cuando eres la víctima de un delito; la que desearías evitar como la peste si el delito lo has cometido tú. Sobre todo, cierto tipo de delitos. Tancredi se encargaba de maníacos, violadores, pedófilos y similares. Ninguno de ellos se había alegrado de que Tancredi se hubiera encargado de él.

– Carmelo. ¿Cómo estás?

– Hola, Guido. Estoy bien, más o menos. ¿Y tú?

Hablaba en voz baja, con un ligero acento siciliano. Oyéndolo hablar por teléfono sin conocerlo, uno habría podido imaginarse a un hombretón alto, grueso y barrigudo. Tancredi no medía más de metro setenta, era delgado y llevaba el cabello un poco largo y siempre alborotado y tenía un poblado bigote negro. Despachamos rápidamente los cumplidos y después me dijo que tenía que verme. Un asunto de trabajo, especificó. ¿Del mío o el suyo? Del mío y del suyo, en cierta manera. Quería ir a verme al despacho con una persona. No dijo quién era la persona ni yo se lo pregunté. Le dije que nos podíamos ver pasadas las ocho, cuando yo me quedara solo en mi despacho. Le iba bien y quedamos así.

Llegaron sobre las ocho y media. Ya se habían ido todos y fui yo mismo a abrir la puerta.

Tancredi iba acompañado de una treintañera o poco más. Debía de medir por lo menos un metro setenta y cinco y llevaba el cabello recogido en una coleta, vestía unos vaqueros desteñidos y un gastado chaleco de piel negra.

Una compañera de Tancredi, pensé, aunque jamás la había visto. Típico estilo masculino de agente femenina de la brigada antitironeros o de la de lucha contra la droga. Debía de haberla liado y ahora necesitaba un abogado. Al verla -con aquella cara de alguien con quien no desearías pelearte-, pensé que podía haber llegado a maltratar a algún sospechoso o un detenido. Son cosas que ocurren en los cuarteles y las comisarías.

Los hice pasar a mi despacho y allí Tancredi hizo las presentaciones.

– El abogado Guido Guerrieri…

Le tendí la mano, esperando oír algo así como «el agente Fulana o el inspector (en Italia no hay que llamar jamás inspectora a un inspector de policía de sexo femenino: se cabrean como fieras) Zutana». Pero Tancredi no dijo nada de eso.

– …y ella es sor Claudia.

Me volví hacia Tancredi y después volví a mirar a la cara a la chica. Él esbozaba una leve sonrisa, como si le hiciera gracia comprobar mi asombro; ella no sonreía. Me estrechó la mano sin decir ni una sola palabra, mirándome directamente a la cara con una expresión extrañamente concentrada. Sólo en aquel momento presté atención al minúsculo crucifijo de madera que llevaba colgado alrededor del cuello con un cordoncito de cuero.

– Sor Claudia es la directora de Safe Shelter. ¿Has oído hablar de esto?

No había oído hablar de eso y él me explicó lo que era. Sor Claudia permanecía en silencio, sin quitarme los ojos de encima. Desprendía un levísimo perfume que yo no sabía identificar.

Safe Shelter era una comunidad con sede secreta -que siguió siendo secreta incluso después de nuestra conversación- en la que se acogía a mujeres víctimas de trata de blancas, de verdugos, maltratadas por maridos violentos y obligadas a abandonar el domicilio conyugal, ex prostitutas y colaboradoras de la justicia.

Cuando ellos -la policía o los carabineros- necesitaban colocar a alguna de estas personas, sabían que siempre tenían abierta la puerta de Safe Shelter. Incluso de noche o en días festivos.

Tancredi hablaba, yo asentía con la cabeza y sor Claudia me miraba. Estaba empezando a sentirme un poco incómodo.

– Muy bien pues, ¿en qué puedo servirles? -dije, pero ya mientras terminaba de pronunciar la frase me sentí un perfecto imbécil.

Como cuando se me escapan expresiones del tipo «qué hay», o «buen día» o «¿todo bien?», etc.

Tancredi no prestó atención y fue directamente al grano.

– Hay una chica que colabora como operadora voluntaria en la comunidad de sor Claudia. En realidad, colaboraba. Ahora no se encuentra en las mejores condiciones para hacerlo. Bueno, te voy a contar brevemente la historia. Hace unos años esta chica conoce a un tío. Lo conoce después de un difícil período de su vida que, en realidad, jamás ha sido fácil. Este individuo parece un príncipe azul. Amable, atento, enamorado. Rico. E incluso guapo, dicen las mujeres. Prácticamente perfecto. En resumen, a los pocos meses se van a vivir juntos. Por suerte, sin casarse.

Era una historia que ya me habían contado otras veces y no sólo por motivos de trabajo. Por eso me colé en una pausa del relato de Tancredi.

– Y, al cabo de unos cuantos meses de convivencia, él empieza a cambiar. Al principio, ya no es tan amable; después empieza a mostrarse violento, en un primer momento sólo de palabra, pero más tarde también físicamente. En resumen, la convivencia se convierte en un infierno. ¿Es eso?

– Más o menos. Por lo que respecta a la primera parte de la historia. A lo mejor, el resto te lo quiere contar sor Claudia.

Buena idea, pensé. Así dejará de mirarme de esa manera, que ya me está empezando a poner nervioso.

Sor Claudia tenía una voz suave y femenina, casi hipnótica. En contraste con su aspecto, con su cara, con su mirada. Seguro que sabe cantar, pensé mientras ella daba comienzo a su relato.

– Yo digo que no cambió después del inicio de la convivencia. Ya era así antes. Simplemente dejó de fingir porque ya no lo consideraba necesario. A aquellas alturas, ella le pertenecía. Empezó a ofenderla, después a pegarle y, a continuación, a hacerle cosas que ella misma podrá contar, si quiere. Más adelante, a montar guardia cerca de su lugar de trabajo, convencido de que ella tenía un amante. Para pillarla desprevenida. Como es natural, jamás la pilló, porque no había nada que descubrir. Pero eso no lo tranquilizó. Intensificó su maldad. Cuando una noche ella le dijo que ya no podía más y que, si la situación no terminaba, se iría, él la machacó.

Interrumpió bruscamente su relato. Su rostro decía que habría querido estar presente cuando ocurrieron los hechos. Y no para quedárselos mirando.

– Al día siguiente, ella cogió algunas de sus cosas, sólo las que podía llevar sin ayuda, y se fue a casa de su madre. Antes vivía en su propio apartamento, pero lo había dejado al irse a vivir con él. A partir de aquel momento empezó la persecución. Delante del despacho. Delante de casa de su madre. Por la mañana. Por la noche. La seguía. La llamaba al móvil. La llamaba a casa. A todas horas del día y, sobre todo, de la noche.

– ¿Qué le decía?

– De todo. Dos veces le pegó por la calle. Una mañana se encontró el coche completamente arañado con un destornillador. Como es natural, no hubo pruebas de que hubiera sido él. En cualquier caso y resumiendo, su vida, tal como usted ha dicho, abogado, se convirtió en un infierno. Yo y las chicas de la comunidad estamos tratando de ayudarla. Cuando podemos, la acompañamos y la vamos a recoger al trabajo. Durante unas cuantas semanas, estuvo viviendo en la casa-refugio, que por lo menos es un lugar que él no conoce y en el que no la puede encontrar. Pero eso no son soluciones. Ya no tiene vida, no puede salir de noche, no puede salir a dar un paseo, ir a comprar al supermercado, nada sin el terror de encontrárselo delante. O a su espalda. Y, en efecto, ya no sale. Vive encerrada en casa, como si estuviera en la cárcel. En cambio, él puede andar por ahí tranquilamente.

– Pero ¿ha presentado una denuncia, esta chica?

Contestó Tancredi.

– Ha presentado tres. Una a los carabineros, una a nosotros en la comisaría y la tercera directamente a la Fiscalía del Estado. Por suerte, esta última le fue asignada a la Mantovani, que trabajó en el caso como Dios manda. Hizo las investigaciones que se podían hacer, escuchó a la chica, obtuvo los listados de los teléfonos y los certificados médicos y después solicitó la captura sin pérdida de tiempo del animal.

– ¿Con qué cargos?

– Malos tratos y actos de violencia con agravantes. Pero fue inútil. El juez rechazó la petición señalando que no había motivos para adoptar medidas preventivas. Y ahora llegamos a la parte más interesante del asunto. Porque sor Claudia ha venido para preguntarte si estás dispuesto a asumir la defensa de esta chica y a constituirte en parte civil en su nombre. Después de que otros dos compañeros tuyos se hayan negado a hacerlo. Un malpensado diría: «por la misma razón que ha inducido al juez a no detener a ese caballero».

Le pedí que me lo explicara mejor y él se limitó a pronunciar un nombre. Me lo hice repetir para estar seguro de que había oído bien. Cuando tuve la certeza de que estábamos hablando de la misma persona, solté una especie de silbido. Sin decir nada.

Tancredi me contó el resto. La fiscal sustituta Mantovani, inmediatamente después de haber recibido la negativa a la petición de medidas preventivas, había solicitado el envío a juicio. Él había recibido la citación para la vista y había ido a ver a la chica a la puerta de su casa.

Le dijo que lo denunciara todas las veces que quisiera, total, a él no le iba a pasar nada. Porque nadie tendría el valor de tocarlo. Y añadió que, de paso, la haría picadillo.

Por eso ella necesitaba un abogado. Porque tenía miedo, pero no quería echarse atrás. Tancredi también me reveló quiénes eran mis dos compañeros de profesión a los que había recurrido la muchacha antes que a mí. Uno había dicho que lo sentía, pero que tenía por principio no asumir la defensa de la parte civil. Yo sabía muy bien quién era y me pregunté si conocía siquiera el significado de la palabra principio.

El otro había dicho que estaba desbordado de trabajo y que, por desgracia, no podía aceptar el caso. Por desgracia, claro. En aquel momento, la muchacha estaba desesperada y aterrorizada. No sabía qué hacer. Había hablado con sor Claudia y ésta había hablado con Tancredi. Para pedirle consejo. Éste le había mencionado mi nombre. Y ambos habían ido a verme. Sin la chica. Ni siquiera le habían hablado de la reunión porque, si yo también me negaba, sor Claudia no quería que la chica lo supiera.

Llegados a aquel punto, el relato ya había terminado. No me tenía que sentir obligado a aceptar el caso, terminó diciendo Tancredi. Si me negaba, ellos lo comprenderían. Y estaban seguros de que no alegaría motivos de principios o de exceso de trabajo para negarme.

Silencio.

Miré a sor Claudia. No tenía la pinta de alguien capaz de comprenderlo. Para nada.

Me pasé la mano por la cara a contrapelo de la barba, que ya me había vuelto a crecer desde la mañana. Después me pellizqué cuatro o cinco veces la mejilla entre el índice y el pulgar sin dejar de rascarme la barba.

Al final, hice una mueca de suficiencia y me encogí de hombros. No había ningún problema, dije. Yo era un abogado y un cliente era igual que otro. Mientras lo decía, pensé que era una gilipollez.

Me pareció que los rasgos de sor Claudia se relajaban imperceptiblemente. Algo similar al alivio. Tancredi sonrió sin apenas mover los labios, con cara de no haber tenido jamás la menor duda acerca del resultado de la partida.

Ya no quedaba apenas nada que decir. La chica tendría que acudir a mi despacho para firmarme el poder. Y para conocernos, claro, puesto que yo estaba a punto de convertirme en su abogado. Después yo iría a ver al ministerio público para hacer las copias del expediente. Me lo tendría que estudiar todo rápidamente. El juicio empezaría dentro de dos semanas. Le pedí a sor Claudia que me dejara un número de teléfono y, tras dudar un instante, ella anotó en un papelito el número de un móvil.

– Es mi número. Un teléfono que está siempre encendido.

Cuando se fueron, me apoyé de espaldas contra la puerta, mirando al techo. Hice el gesto de buscar en los bolsillos el paquete de cigarrillos que no estaba allí.

6

Por regla general, yo también me habría tenido que ir. Ya había superado ampliamente mi horario, no había pasado por casa ni siquiera cinco minutos desde que saliera por la mañana y necesitaba darme una ducha y quizá también comer algo.

Pero, en lugar de irme, me quedé en el despacho. Me senté detrás del escritorio de mi secretaria. Para pensar, o algo por el estilo.

Gianluca Scianatico era un célebre imbécil. Un típico y conocido exponente de la Bari pija. Algo mayor que yo, ex matón fascista, jugador de póquer. Y cocainómano, según se decía.

Era médico y trabajaba en un hospital universitario de la Policlínica. Nadie que conociera ciertos ambientes de Bari podía creer que hubiera llegado hasta allí -licenciatura, cursos de especialización, oposición, etc.- por sus propios méritos.

Su padre era Ernesto Scianatico, presidente de una de las salas de lo penal del Tribunal de Alzada. Uno de los hombres más poderosos de la ciudad. Sobre él, sus amistades, sus asuntos extrajudiciales, se había dicho prácticamente todo. Siempre en voz baja, en los pasillos del tribunal o en otro lugar. Se hablaba de declaraciones anónimas acerca de toda una serie de hechos relacionados con él, tanto de manera directa como indirecta. Se decía que algún abogado, y también algún magistrado, había intentado denunciarlo.

Se sabía que todas aquellas declaraciones, tanto anónimas como firmadas, no habían surtido el menor efecto. El presidente Scianatico era de esos que saben cubrirse las espaldas.

Una de las ideas más estúpidas que se le podían ocurrir a alguien que se dedicara a mi oficio -el de abogado penalista en Bari- era enfrentarse con él. Aproximadamente la mitad de los juicios, tras la sentencia de primera instancia, pasaba a su sala para la revisión del juicio. Es decir, aproximadamente la mitad de mis juicios pasaba a aquella sala para la revisión. Se me estaba abriendo un brillante futuro profesional, pensé.

– Enhorabuena, Guerrieri -dije entonces en voz alta, tal como me ocurría desde la infancia cuando mis pensamientos se volvían demasiado ruidosos-, has encontrado una vez más un follón en el que meterte. Has superado el fatídico umbral de los cuarenta, pero tu habilidad para acabar en líos de todo tipo, orden y condición sigue absolutamente intacta. Bravo.

Me quedé un buen rato así, preocupado. Con la mirada vagando por las estanterías y entre los volúmenes que las llenaban.

Después me harté.

Una constante de mi vida es que, al cabo de un rato, siempre me harto de todo.

De las cosas buenas y de las malas.

De casi todo.

En cualquier caso, mientras dejaba de preocuparme, acudieron a mi mente algunas de las cosas que poco antes me había contado Tancredi. De cuando él había ido a verla tras haber recibido la citación. ¿Qué le había dicho? Ah, sí. Que podía denunciarlo todas las veces que quisiera, total, a él no le ocurriría nada. A él nadie tendría el valor de tocarlo.

Y de esta manera, mientras dejaba de preocuparme, empecé a cabrearme. Me hizo falta muy poco para llegar al punto justo.

– A tomar por culo Scianatico, padre e hijo. A tomar por culo los dos. Ahora veremos si no te puede ocurrir lo que se dice nada, cabrón.

Después me dije que aquél sí era el momento de irme a casa.

Eso me lo dije mentalmente. Señal de que el estruendo del cerebro se estaba amortiguando.

7

Martina Fumai se presentó en el despacho sobre las siete de la tarde siguiente en compañía de sor Claudia. Maria Teresa las hizo pasar a mi despacho y yo las invité a sentarse en las dos sillas que había delante de mi escritorio.

Martina era muy agraciada, cabello castaño corto, muy bien maquillada, un no sé qué de huidizo en la mirada y los gestos. Muy delgada. Una delgadez un poco antinatural, como si hubiera seguido una dieta y no se hubiera detenido en el momento adecuado. Llevaba un suave perfume y puede que se hubiera puesto más del necesario.

Hablaba en voz baja y, nada más sentarse, me preguntó si podía fumar. Podía, por supuesto que podía, y entonces ella se encendió un fino cigarrillo sacado de una cajetilla blanca con motivos florales. Una marca desconocida. La clase de cigarrillos que jamás me han gustado. Tenía un encendedor cilíndrico con la cara de Betty Boop. Pensé que debía de significar algo.

Me agradeció que hubiera aceptado el caso. Yo le dije que no había ningún problema -justamente así, con una expresión que detesto: no hay ningún problema- y después le entregué las hojas con los poderes que tenía que firmar.

Me preguntó si hacía bien en constituirse en parte civil. Por supuesto que no. Es una locura. Saldremos con los huesos rotos. Tú y, sobre todo, yo. Y todo porque de niño leía tebeos de Tex Willer y ahora no soy capaz de echarme atrás cuando sería lo más inteligente que se podría hacer. Como en este caso precisamente. Tal como han hecho mis pragmáticos compañeros.

Pero no lo dije. En vez de eso, la tranquilicé. Le dije que no tenía que preocuparse, que efectivamente no era un procedimiento fácil, pero que lo abordaríamos de la mejor manera posible, con decisión pero también con prudencia. Y todo un montón de bobadas por el estilo. Al día siguiente iría a la Fiscalía para hablar con la representante del ministerio público y recoger los papeles. Dije que, por suerte, la magistrada Mantovani, era una persona seria. Y eso era cierto.

Dije que nos volveríamos a ver cuando yo hubiera examinado los papeles, unos cuantos días antes de la vista. Prefería hablar del caso tras haberme hecho una idea de lo que contenía el expediente.

La reunión duró una hora como mucho. Durante todo este tiempo sor Claudia no dijo ni una sola palabra. Se pasó el rato mirándome con aquellos ojos indescifrables.

Cuando se fueron, dirigí casi involuntariamente una mirada a sus ajustados vaqueros. Fue sólo un momento, antes de recordar que era una monja y que aquélla no era manera de mirar a una monja.

8

Llegó una vez más el fin de semana. Nos habían invitado a una fiesta dos amigos de Margherita. Rita y Nicola. Alocados pero simpáticos. Para disponer de más espacio, se habían ido a vivir a un chalet de las afueras de la ciudad, junto a la vieja carretera que conduce al sur y discurre entre el mar y el campo.

Dicho de esta manera, podría parecer romántico. Pero el chalet estaba medio en ruinas, el jardín parecía el de la casa de los Usher, tal como lo describe Poe en su célebre relato y, a pocos metros de la verja, se reunían cada noche unas chicas del Este más o menos vestidas, según la temporada. Los vehículos de sus clientes se detenían prácticamente en casa de Rita y Nicola. Llegaban constantemente hasta bien entrada la noche. De vez en cuando también aparecían la policía o los carabineros, hacían una redada de clientes y de chicas, repatriaban a algunas y, durante unos cuantos días, cesaba el tráfico. Después, en cuestión de una semana, todo volvía a ser como antes. La campiña que se extendía en la parte de atrás del chalet estaba poblada por manadas de perros asilvestrados y salpicada de ruinas que se utilizaban como depósitos de objetos robados. Eso yo podía afirmarlo con conocimiento de causa, puesto que uno de los contrabandistas que usaban aquellas ruinas era cliente mío y una vez había sido detenido mientras descargaba un camión de aparatos de alta fidelidad precisamente en una de aquellas barracas.

Para Rita y Nicola todo aquello no suponía aparentemente ningún problema. Pagaban un alquiler tan bajo que hasta resultaba ridículo por más de trescientos metros cuadrados de superficie que en el centro de la ciudad jamás se habrían podido permitir el lujo de conseguir. El chalet estaba lleno de toda suerte de cosas de lo más extrañas. Y, cuando se celebraba alguna fiesta, de personas de lo más extrañas.

Rita era pintora y daba clases en la Academia de Bellas Artes. Nicola era propietario de una librería especializada en new age, filosofías y prácticas orientales y esoterismo.

Una de las habitaciones del chalet estaba decorada con esteras en el suelo y espejos en las paredes. Allí se hacían seminarios de meditación trascendental, de tai chi chuan, de shiatsu; reuniones de estudio acerca del Libro Tibetano de los Muertos, el horóscopo chino y similares.

Nicola era una especie de Buda del extrarradio, estilo personaje de Hanif Kureishi, para entendernos. Sólo que no actuaba en el Londres de los años setenta, sino en la Bari del dos mil. Más concretamente, entre el barrio de Iapigia y Torre a Mare.

Antes de salir, en el momento de prepararme, mientras me estaba lavando los dientes delante del espejo del cuarto de baño, me pareció ver algo bajo los ojos. Como una ligera sombra o una leve hinchazón. Enjuagué el cepillo, lo dejé en su sitio y miré con más detenimiento. Eran efectivamente dos ligerísimas inflamaciones entre los ojos y los pómulos.

Bolsas debajo de los ojos, pensé textualmente. Me cago en la mar. Mierda.

Con cierto titubeo y sin dejar de mirarme al espejo, acerqué el índice de la mano derecha a una de aquellas… cosas. Allí estaban. Lo decía el tacto además de la vista.

Probé a tirar hacia abajo con el dedo de aquella piel que ya no me parecía la mía. No era elástica; tenía la debilitada resistencia de un tejido un poco desgastado. Eso pensé, por lo menos en aquel momento.

Entonces me empecé a estudiar la cara muy de cerca en el espejo. Me di cuenta de que tenía arrugas en las comisuras de la boca, cerca de los ojos y, sobre todo, en la frente. Largas y profundas como trincheras. ¿Cómo era posible que me hubieran salido sin que me diera cuenta? Me pellizqué la piel en distintos puntos de la cara para ver cuánto tiempo tardaba en volver a su sitio. Mientras hacía el experimento, me vino a la mente cuando de pequeño, sentado en el regazo de la bisabuela, le pellizcaba las mejillas. Tiraba de ellas hacia abajo y después observaba cómo la piel volvía a su sitio. Muy despacio.

Eso me hizo recordar también el cuello, todo lleno de arrugas y pliegues, de la bisabuela. Entonces estudié el mío. Que, naturalmente, era el cuello normal de un señor de cuarenta años, sano y en aceptable buena forma física. Mi bisabuela, cosa en la cual no me había detenido a pensar en un primer momento, tenía por lo menos ochenta y cinco años en la época de mi recuerdo, y puede que algunos más.

Estaba a punto de dar comienzo a una afanosa búsqueda de señales del tiempo -que evidentemente había pasado sin que yo me diera cuenta- cuando sonó el timbre de la puerta. Entonces, consultando el reloj, observé en este orden: a) que Margherita ya estaba lista y llamaba a mi puerta probablemente pensando que yo también lo estaba, puesto que ya era la hora de irnos; b) que no estaba listo en absoluto; c) que, a lo mejor, me estaba agilipollando ligeramente.

Fui a abrir, no señalé el punto c) a Margherita (y para evitar que lo percibiera ella sola por su cuenta, me abstuve también de preguntarle si, a su juicio, yo tenía arrugas o bolsas debajo de los ojos), terminé de prepararme a toda prisa y, un cuarto de hora después, ya estábamos en la calle. Por aquella noche dejé de preocuparme por el paso del tiempo y por los anexos dermatológicos.

Ya desde fuera del chalet se oía la música. Instrumentos de viento y de cuerda, tonalidades remotas y místicas, algunos golpes de gong. Lo mejor de la new wave vietnamita, me explicó alguien poco después. Un género musical que me encanta escuchar. Incluso durante cinco minutos seguidos.

La casa estaba llena de humo de incienso y de personas. Algunas eran casi normales.

Margherita desapareció casi de inmediato en la niebla y entre la gente; poco después la vi charlando con un tipo alto, delgado y barbudo, de unos cincuenta años. El barbudo vestía un impecable traje cruzado príncipe de Gales y, allí en medio, parecía una aparición irreal. Yo no conocía a casi nadie y no me apetecía demasiado conversar con los pocos que conocía. Así que me entregué casi de inmediato a la comida, que estaba abundantemente dispuesta encima de una larga mesa.

Había una cosa que parecía una especie de gulasch, pero que no era húngara, sino indonesia, y se llamaba rendang de buey. Después había algo semejante a una paella, pero que no era española, sino también indonesia y se llamaba nasi goreng. Y después una cosa que parecía una inofensiva ensalada mixta italiana. Pero no era italiana -también era indonesia- y, sobre todo, no era inofensiva. Cuando la probé, tuve la sensación de haberme metido en la boca la llama oxhídrica de un soplete. No recuerdo su nombre indonesio exacto, pero la traducción sonaba más o menos así: ensalada de verduras con salsa muy picante.

Sea como fuere, me lo comí todo, incluso unas crepes de mango con salsa de coco y un pastel de plátanos y canela. Puede que estas dos cosas fueran vietnamitas; en cualquier caso, estaban muy ricas.

Me di una vuelta por la casa y mantuve charlas insulsas con sujetos alelados. De vez en cuando veía a Margherita, que seguía conversando con el barbudo. Empecé a molestarme ligeramente y miré a mi alrededor en busca de alguien que tuviera un cigarrillo que ofrecerme. Pero enseguida recordé que había dejado de fumar y, de todos modos, nadie fumaba. El humo es decididamente old age.

Estaba sentado en un sofá, bebiéndome el cuarto -o puede que el quinto- vaso de vino tinto procedente de viñedos de agricultura ecológica. Se parecía un poco al viejo Folonari toscano, pero, bueno, tampoco quería ser tan tiquismiquis.

Se sentó a mi lado una chica vestida estilo revolución cultural. Pantalones de tela color azul cielo y una chaqueta-camisa del mismo tejido con cuello a la coreana.

Era muy mona, tirando más bien a rolliza, piercing con un brillantito en la nariz, cabello largo negro y ojos azules. Tenía un aire vagamente soñador -o vagamente idiota- en la mirada, pensé. Habló sin previo aviso.

– A mí esta música vietnamita no me gusta mucho.

Entonces no eres tan tonta como pareces, pensé. Me alegro. A mí tampoco me gusta, es más, se me antoja una serenata para uña y pizarra. Estaba a punto de decir algo por el estilo cuando ella añadió:

– A mí me gusta mucho la música tibetana. Creo que es más adecuada para evocar auténticos momentos de meditación.

Ah, ya. La música tibetana. Perfecto.

– ¿Has escuchado alguna vez música tibetana?

No me miraba a la cara. Estaba sentada con aire muy comedido casi en el borde del sofá, con la mirada dirigida hacia delante. Directamente hacia delante, clavada en un punto indefinido, como una loca. Mientras me disponía a contestar, me di cuenta de que estaba adoptando la misma posición.

– ¿Tibetana? No estoy muy seguro. A lo mejor…

– Pues deberías. Es la mejor para desbloquear los chakras, para dejar libre el paso de la energía. Estando a tu lado, percibo que tienes un aura intensa, un gran potencial energético, pero que no eres capaz de liberarlo.

Me bebí otro buen trago de Folonari ecológico y decidí liberar mi potencial energético. Allí y en aquel momento. Pensé que se lo había buscado.

– Qué raro. Me dijeron algo muy parecido, con otras palabras, claro está, cuando me empecé a interesar por la astrología druídica.

La otra se volvió a mirarme, mostrando ahora en sus ojos algo muy similar a una atención primordial.

– ¿Astrología druídica?

– Pues sí. Es un sistema astrológico de fundamentos esotéricos, elaborada por los sumos sacerdotes de Stonehenge.

– Ah, Stonehenge. Aquella ciudad antigua de Escocia, con aquellas extrañas construcciones de piedra.

Analfabeta. Stonehenge no está en Escocia, sino en Inglaterra, y, como todo el mundo sabe, no es una ciudad.

No lo dije de esta manera. La felicité por el hecho de que conociera Stonehenge, nos presentamos -Silvana se llamaba- y después la ilustré en los principios de la astrología druídica. Disciplina inventada por mí aquella noche en su honor. Le hablé de los ritos astrológicos en las noches del solsticio de verano, de las intersecciones astrales y de las afinidades siderales. Fuese lo que fuera lo que todo eso significaba.

Ahora Silvana se mostraba verdaderamente interesada. Era difícil encontrar a un hombre con aquella pasión y aquellos conocimientos tan profundos, dijo. Y con aquella sensibilidad.

Dijo «sensibilidad» lanzándome una mirada preñada de significados e insinuaciones. Me fui a aprovisionarme de vino ecológico.

– ¿Bebes vino? -preguntó con una leve nota de reproche.

Las chicas new age beben zumos de zanahoria y tisanas de ortiga. Yo ya estaba decididamente alegre.

– Pues claro. El vino tinto es una bebida druídica. Es un medio ritual, útil para inducir estados dionisíacos.

No mentía. Estaba diciendo que beber vino es útil para emborracharse. Y, efectivamente, estaba bebiendo vino y me estaba emborrachando. Y de esta manera, se me ocurrió hablar de un extraordinario método adivinatorio. También inventado por mí. Se trataba de la lectura del codo, practicada por el antiguo y místico pueblo caldeo. De vez en cuando, era también un experto en aquel método, aparte del horóscopo de Stonehenge.

Así que le expliqué el modo en que, sobre la base de la antigua sabiduría caldea, se pueden leer en el codo izquierdo de una persona la estrategia de sus destinos cruzados. La cosa me pareció espléndidamente falta de sentido, pero ella no se dio cuenta.

En lugar de ello, me preguntó si se le podía hacer inmediatamente una prueba de lectura del codo. Le dije que sí, que muy bien. Me eché al coleto el último trago de vino del vaso semivacío y le dije que dejara al descubierto el brazo izquierdo.

Mientras le pellizcaba la piel del codo -sistema indispensable para descubrir las estrategias de los destinos cruzados- reparé en Margherita. De pie delante del sofá. Muy cerca.

– Estás aquí.

– Sí, estoy aquí. Desde hace unos cuantos minutos, en realidad. Pero tú estabas, ¿cómo diría?, más bien ocupado. ¿No me presentas a tu amiga?

Hice las presentaciones mientras pensaba que, de repente, ya no me lo estaba pasando tan bien. Margherita dijo «encantada» -jamás dice «encantada»- con la amistosa expresión de un tiburón martillo. Silvana dijo «hola» con la intensa expresión de un mero.

Entonces dije que quizá ya iba siendo hora de que nos fuéramos. Margherita dijo que sí, que quizá ya lo iba siendo, en efecto.

Así que me despedí de mi nueva amiga Silvana, que parecía un pelín desorientada.

Nos despedimos de otras pocas personas y diez minutos después ya estábamos en el coche, con el mar a la derecha y los perfiles de los edificios del paseo marítimo unos cuantos kilómetros por delante. Si he de ser sincero, diré que el mar, los edificios y todo lo demás no estaban perfectamente enfocados, pero bueno, yo conseguía sujetar el volante.

– ¿Te has divertido con aquella chica?

Traté de mirarla a la cara sin perder de vista la carretera. Tarea nada fácil.

– Venga, mujer, estaba jugando un poco. Le he hablado del horóscopo druídico.

– Y de la lectura del codo.

– Ah, sí, lo has oído.

– Sí, lo he oído. Y lo he visto.

– Bueno, era sólo para pasar el rato, no he hecho nada malo. En cualquier caso, yo he visto que tú no te has aburrido con aquel Rasputín en traje príncipe de Gales cruzado. ¿Quién era, el secretario administrativo del Círculo Recreativo Asistencial de los filósofos?

Pausa.

– Qué gracioso eres.

– ¿Verdad?

– Muy gracioso. Más o menos como una tortícolis -se detuvo un instante-. Mejor dicho, como un dolor de muelas.

– ¿Te parece más apropiado un dolor de muelas?

– Sí -le estaban entrando ganas de reír, aunque hacía un esfuerzo por contenerse-. Pero cómo se te ocurren esas cosas. La lectura del codo. Estás loco.

– A mí se me ocurren muchas cosas. Ahora, por ejemplo, se me ocurren algunas. A propósito de ti.

– Ah, ¿sí? ¿Cosas interesantes para una chica?

– Pues sí. Creo que sí.

Hizo una pausa momentánea. Yo intentaba mantener los ojos clavados en la carretera, que cada vez me resultaba más escurridiza entre los vapores del vino ecológico. Pero sabía exactamente qué expresión tenía Margherita en aquel momento.

– Bueno, pues a ver si haces caminar este coche, astrólogo druídico, lector del codo. Vamos a casa.

9

El lunes por la mañana fui a la Fiscalía.

Entré en el edificio de los despachos judiciales por la puerta reservada a los magistrados, al personal y a los abogados. Un joven carabinero al que jamás había visto me pidió la documentación. Le dije que era abogado y él me volvió a pedir la documentación. Como es natural, no llevaba el carnet y entonces el joven carabinero me dijo que saliera y volviera a entrar a través de la puerta destinada al público. La que disponía de detector de metales, por si acaso tenía un fusil ametrallador bajo la trenca.

O un hacha. Los detectores de metales se habían instalado después de que un loco hubiera entrado en una sala de justicia con un hacha oculta en los pantalones. Nadie había efectuado ningún control y, una vez dentro, había empezado a destrozarlo todo. Cuando los carabineros consiguieron finalmente inmovilizarlo y desarmarlo, dijo que había acudido allí para hablar con el juez que no le había dado la razón en un juicio por herencia. Debía de ser la idea que él tenía de un recurso.

Estaba a punto de dar media vuelta y hacer lo que me había dicho el carabinero cuando me vio un comandante que prestaba diariamente servicio en los tribunales y me conocía. Le dijo al muchacho que yo era efectivamente un abogado y que me podía dejar pasar.

El vestíbulo estaba lleno de gente; mujeres, muchachos, carabineros, agentes de la policía penitenciaria y abogados, sobre todo de provincias. Se iba a celebrar la primera vista del juicio contra una banda de camellos de Altamura. El ruido de fondo era el que se oye en un teatro antes del comienzo del espectáculo. El olor de fondo era el de ciertas estaciones de tren o de ciertos autobuses abarrotados de gente. O de muchos vestíbulos de tribunales.

Me abrí paso entre la muchedumbre, el ruido y el olor, alcancé el ascensor y subí a la Fiscalía.

El despacho de Alessandra Mantovani, fiscal sustituta del Estado, se encontraba sumido en el consabido desorden. Montones de expedientes encima del escritorio, las sillas, el sofá e incluso en el suelo.

Cada vez que entraba en el despacho de un fiscal, me alegraba de no serlo y haberme dedicado en vez de ello al ejercicio de la abogacía.

– Abogado Guerrieri.

– Señora fiscal.

Cerré la puerta mientras Alessandra se levantaba, rodeaba el escritorio, esquivaba una columna de expedientes y me salía al encuentro. Nos saludamos con un beso en la mejilla.

Alessandra era amiga mía, una señora muy guapa y probablemente el mejor miembro de la Fiscalía.

Era de Verona, pero unos años atrás había pedido el traslado a Bari. Había viajado con un billete sólo de ida, dejando a su espalda un marido rico y una vida sin problemas. Para irse a vivir con un sujeto que ella creía el gran amor de su vida. Hasta las mujeres muy inteligentes hacen tonterías. El sujeto no era el amor de su vida, sino un hombrecillo vulgar como tantos. Y, como tantos, al cabo de unos cuantos meses la abandonó de un modo vulgar. Y, de esta manera, ella se había quedado sola en una ciudad desconocida, sin amigos y sin ningún sitio adonde ir. Y sin quejarse.

– ¿Es una visita de cortesía o es que te has puesto a defender a algún maníaco?

Alessandra trabajaba en la sección de la Fiscalía que se encargaba de los delitos sexuales. Por regla general, yo no defendía a aquella clase de clientes, en aquel sector no era frecuente que alguien se constituyera en parte civil, por lo cual Alessandra y yo no teníamos muchas ocasiones de coincidir por motivos de trabajo.

– Sí, tu compañero del despacho de al lado ha sido detenido mientras paseaba por el parque municipal en gabardina. Y sin nada debajo. Lo pilló una cuadrilla especial del servicio municipal de limpieza y me ha encargado su defensa.

El compañero del despacho de al lado no tenía lo que se dice una reputación intachable. Se contaban a cuenta suya unas historias de lo más divertidas. Como también se contaban sobre las numerosas secretarias, funcionarias judiciales, mecanógrafas -generalmente entradas en años- que pasaban por su despacho fuera del horario oficial.

Bromeamos un rato y después le expliqué el motivo de mi visita.

Me había metido en un buen lío, fue lo primero que dijo. Gracias, ya me había dado cuenta.

Sabía, evidentemente, quién era el encausado y quién era su padre. Pues sí, evidentemente, y gracias una vez más por el tono tranquilizador. Cuando tenga algún problema y necesite apoyo moral, ahora ya sé adonde tengo que dirigirme.

¿Qué tal iba el juicio? Apestaba, ¿qué otra cosa esperaba? Apestaba desde todos los puntos de vista. Esencialmente, era la palabra de ella contra la de él, de entrada, en los hechos más graves. El acoso telefónico quedaba probado por los listados, pero eso era un delito menor. Había un par de certificados médicos emitidos por los servicios de urgencias que documentaban lesiones leves, pero, cuando se produjeron los hechos más graves, durante la convivencia, ella no había solicitado atención médica. Se avergonzaba de contar lo que había ocurrido. Es lo que siempre sucede. Las machacan y después ellas se avergüenzan de ir a contar que sus maridos o sus compañeros son unas bestias.

– Si quieres mi opinión, creo que Fumai fue violada durante la convivencia. Ocurre muy a menudo, pero casi nunca se presenta denuncia. Les da vergüenza. Es increíble, pero les da vergüenza.

– ¿Quién es el juez?

– Caldarola.

– Estupendo.

El juez Cosimo Caldarola era un burócrata triste e incoloro. Lo conocía desde hacía más de quince años, es decir, desde que empecé a ejercer en los tribunales, y jamás lo había visto sonreír. Su lema era: «no quiero líos». Lo ideal para aquel juicio.

– Dame alguna otra buena noticia. ¿Quién es el abogado de nuestro amigo?

– ¿Quién crees tú?

– ¿Dellissanti?

– ¡Bravo! Ya verás cómo no nos vamos a aburrir en este juicio.

Dellissanti era un cabrón. Pero bueno, peligrosamente bueno. Una especie de pit bull de ciento diez kilos. Nadie deseaba tenerlo por adversario. Yo lo había visto repreguntar a testigos del fiscal, conseguir hacerles decir una cosa e, inmediatamente después, justo todo lo contrario. Sin que se dieran cuenta. Por un breve instante tuve la inquietante visión de mi frágil cliente bregando con Dellissanti y pensé que estábamos bien arreglados. Pedí ver las actas y Alessandra Mantovani me dijo que estaban en la secretaría. Podía pasarme por allí, echar un vistazo al expediente y mandar que me fotocopiaran lo que me interesara.

Después de todas aquellas buenas noticias, me levanté para no seguir molestando.

– Espera -me dijo, y empezó a rebuscar en los cajones de su escritorio.

Poco después, reunió un pequeño montón de fotocopias que sacó de distintos cajones. Las introdujo en un sobre amarillo y me las entregó.

– Para las fotocopias de las actas, pásate por secretaría y paga los derechos. Pero éstas te las regalo yo. Creo que constituyen una lectura interesante. Para que te hagas una idea de la clase de sujeto que es nuestro amigo.

Cogí el sobre y me lo guardé en la cartera. Nos despedimos y me dirigí a secretaría para hacer fotocopias del expediente. Pensaba que todo estaba saliendo de maravilla.

10

Fui a secretaría y empecé a seleccionar las actas que me podían ser útiles y, al poco rato, me di cuenta de que estaba perdiendo el tiempo sólo para ahorrarme un dinerillo en fotocopias y derechos de material de escritorio. Así que le dije al funcionario que quería una copia íntegra del expediente y que la necesitaba para aquella misma mañana. Pagué los derechos con sobretasa de urgencia y eso me hizo recordar que no les había pedido ni siquiera un anticipo a la señorita Fumai y a su amiga la monja.

Regresé al despacho a la hora de la comida con todo un cartapacio de fotocopias.

Le dije a Maria Teresa que me pidiera un par de bocatas y una cerveza en el bar de abajo y, cuando llegó mi almuerzo, me puse a trabajar y a comer.

El expediente no contenía datos de especial interés. En síntesis, ya lo sabía todo.

Tal como había dicho Alessandra, los cargos contra Scianatico consistían esencialmente en las declaraciones de mi cliente. Había un par de pruebas: dos certificados médicos, los listados telefónicos. En un juicio normal, puede que eso hubiera sido suficiente. Pero el nuestro no era un juicio normal.

En cuestión de una hora terminé de estudiar el expediente. Después abrí la cartera, saqué aquel sobre amarillo y examiné su contenido.

Eran fotocopias de un libro de criminología de un psiquiatra americano. Hablaba de un tipo de criminal con el que yo jamás había tratado desde que era abogado. O puede que sí, pero sin saberlo. El stalker, el acosador.

En las primeras páginas, el autor citaba la legislación de los Estados Unidos, numerosos estudios y el manual de clasificación criminal del FBI, para terminar describiendo la figura del acosador como «un depredador que sigue furtiva y obstinadamente a una víctima sobre la base de un criterio específico y adopta una conducta encaminada a suscitar angustia emocional y también el razonable temor a ser víctima de asesinato o a sufrir lesiones físicas; o que adopta una conducta continuada, voluntaria y premeditada consistente en seguir y acosar a otra persona».

En esencia, explicaba el autor, la persecución es una forma de terrorismo dirigida contra un sujeto determinado con el propósito de entrar en contacto con éste y dominarlo. A menudo es un delito invisible hasta que estalla la violencia, a veces homicida. Entonces suele intervenir la policía; pero entonces suele ser demasiado tarde.

El libro seguía explicando que muchos hombres pertenecientes a la categoría de acosadores ocultan su propia sensación de dependencia detrás de una imagen hipermasculina estereotipada y son crónicamente agresivos en sus tratos con las mujeres.

Muchos acosadores de este tipo han sufrido traumas en su infancia. La muerte de un progenitor, abusos sexuales, malos tratos físicos o psicológicos u otros problemas. En resumen, los stalkers presentan generalmente un desequilibrio emocional que es un reflejo de situaciones infantiles que trastocaron su vida afectiva. Son incapaces de vivir el dolor de manera normal, de dejar correr las cosas y de buscar otra relación. A menudo, la rabia generada por el abandono es una defensa contra el despertar del dolor y de la humillación intolerables provocados por los rechazos experimentados en la infancia, dolor y humillación que, al parecer, se añaden a la pérdida más reciente.

El autor explicaba que es difícil comprender la intensidad del temor y del desasosiego que experimentan las víctimas. El horror es tan intenso y constante que a menudo escapa a la comprensión de quien no participa de él.

Había un párrafo señalado con un marcador anaranjado: «a medida que el acoso se intensifica, la vida del/de la perseguido/a se convierte en una cárcel. La víctima pasa con rapidez de la cobertura protectora de la casa a la del lugar de trabajo y de nuevo a la de la casa, tal como ocurre con un detenido que pasa de una celda a otra. Pero a menudo ni siquiera el lugar de trabajo es un refugio. Algunas víctimas están demasiado aterrorizadas como para salir de casa. Viven confinadas y solas, contemplando el mundo a hurtadillas, ocultas detrás de las persianas cerradas».

Dejé escapar un rápido silbido; casi un soplo de aire apenas modulado. Justo lo que me había dicho sor Claudia. Vive encerrada en casa, como si estuviera en la cárcel. Eso había dicho, pero, en un primer momento, yo no había prestado demasiada atención a la frase.

Ahora me daba cuenta de que era algo más que una ocurrencia.

Cogí de nuevo el expediente y volví a leer los cargos, que antes había mirado sólo por encima. El más interesante era el correspondiente a la violencia privada, es decir, al acoso. Scianatico, aparte de malos tratos, lesiones y acoso telefónico, estaba acusado:

«…del delito contemplado en los artículos 81, 610, 61 n.1 y 5 del Código Penal, porque, con varios actos de un mismo propósito criminal, actuando por causas viles o en cualquier caso insignificantes y aprovechando circunstancias de tiempo, lugar y persona susceptibles de obstaculizar la defensa privada, obligaba a Martina Fumai (tras el cesamiento de la relación de convivencia more uxorio en cuyo ámbito tuvo lugar el delito de malos tratos familiares descrito en la susodicha acusación), utilizando la violencia y las amenazas explícitas, implícitas y en cualquier caso descritas con más detalle en los cargos que siguen, 1) a tolerar su continuada, insistente y persecutoria presencia en las cercanías del domicilio, en el lugar de trabajo y en cualquier caso en los lugares normalmente frecuentados por la víctima; 2) a abandonar progresivamente las habituales ocupaciones y relaciones sociales; 3) a vivir en su domicilio en situación de esencial privación de la libertad personal, imposibilitada de salir libremente de él sin verse sometida a las vejaciones arriba señaladas y asimismo mejor descritas en los cargos que siguen; 4) a trasladarse a/y abandonar su lugar de trabajo con una sustancial limitación de su libertad personal y necesariamente en compañía (encaminada a prevenir o impedir las agresiones de Scianatico) de terceras personas…

Pensé que jamás había reflexionado seriamente acerca de una situación semejante. Claro que me había encargado otras veces de casos de matrimonios o convivencias que terminaban mal y por supuesto que me había enfrentado en otras ocasiones a la violencia y las vejaciones que a menudo se producen como consecuencia de estos epílogos. Pero siempre los había considerado hechos secundarios. Consecuencias de las relaciones que acaban mal. Pequeñas violencias, insultos, acosos reiterados.

Hechos secundarios.

Jamás me había parado a pensar en el extremo hasta el que estos hechos secundarios podían llegar a destrozar la vida de las víctimas.

Volví a las fotocopias que me había facilitado Alessandra Mantovani.

El acosador es un depredador que adopta un comportamiento encaminado a suscitar en la víctima angustia emocional y también el razonable temor a ser víctima de asesinato o sufrir lesiones físicas. Es difícil darse cuenta de la intensidad del temor y del desasosiego que experimentan las víctimas. El horror es tan intenso y constante que a menudo escapa a la comprensión de quien no participa de él. Etc.

Empecé a experimentar una sana sensación de rabia.

Entonces cerré el expediente, aparté a un lado las fotocopias y empecé a redactar el texto de la constitución en parte civil.

11

Margherita se había ido dos días. A Milán, por motivos de trabajo.

Yo regresé directamente a mi apartamento con la intención de entrenarme una media hora. Desde que me había semitrasladado a casa de Margherita, había organizado en mi apartamento un rincón de gimnasia con unas pesas y un saco de boxeo.

Algunas veces conseguía ir al gimnasio de verdad, saltar a la cuerda, golpear el saco y combatir unos cuantos asaltos. Y recibir unos cuantos puñetazos en la cara por parte de unos chicos ya demasiado rápidos para mí. Otras veces, en cambio, cuando era demasiado tarde, cuando no tenía tiempo o no me apetecía preparar la bolsa de deportes e irme al gimnasio, me entrenaba por mi cuenta en casa.

Estaba a punto de cambiarme, pero pensé que aquel día ya era demasiado tarde hasta para entrenarme en casa. Además, estaba casi satisfecho de mi trabajo -lo cual me ocurría muy raras veces- y, por consiguiente, ni siquiera experimentaba la sensación de culpa que por regla general me impulsaba a emprenderla a golpes con el saco.

Así que decidí prepararme la cena. Desde que se iniciara mi relación con Margherita, en cuyo apartamento solía pasar bastante tiempo, mi frigorífico y mi despensa siempre estaban bien abastecidos. Antes no, pero, a partir de entonces, siempre.

Me doy cuenta de que puede parecer una situación absurda, pero es así. Puede que fuera mi manera de asegurarme de que mi independencia estaba en cualquier caso a salvo. Puede simplemente que el hecho de convivir con Margherita me hubiera llevado a estar más atento a los detalles, es decir, a las cosas más importantes.

En resumen, sea como fuere, siempre tenía el frigorífico y la despensa llenos. Además, incluso había aprendido a cocinar. Y creo que eso también estaba relacionado con Margherita. No sabría explicar exactamente de qué manera, pero estaba relacionado con ella.

Me quité la chaqueta y los zapatos y me dirigí a la cocina para ver si tenía los ingredientes necesarios para lo que había pensado preparar. Judías blancas, romero, un par de cebollones, huevas prensadas de atún. Y espaguetis. Había de todo.

Antes de empezar, fui a elegir la música. Tras pasarme un rato indeciso delante de la estantería, escogí las poesías de Yeats con música de Branduardi. Regresé a la cocina cuando ya estaba empezando a sonar la música.

Puse a hervir el agua para la pasta y le eché sal de inmediato. Una costumbre personal mía, porque, si no lo hago enseguida, se me olvida y la pasta me sale sosa.

Limpié los cebollones, los corté en rodajas finas y los puse a freír en la sartén con el aceite y el romero. Al cabo de cuatro o cinco minutos añadí las judías y una pizca de guindilla. Los dejé cocer mientras echaba en el agua doscientos gramos de espaguetis. Los escurrí cinco minutos después, porque a mí la pasta me gusta muy entera, y los salteé en la sartén con el condimento. Tras haberlo puesto todo en el plato, lo espolvoreé abundantemente (más de lo que exigía la receta) con los huevas de atún.

Me puse a cenar casi a las doce de la noche y me bebí media botella de un vino blanco siciliano de catorce grados que había probado unos meses atrás en una enoteca y del que al día siguiente me había comprado dos cajas.

Al terminar, cogí uno de los libros del montón de las últimas adquisiciones, todavía sin leer, que había dejado en el suelo al lado del sofá. Elegí una edición de bolsillo de Penguin Books.

My family and other animals, de Gerald Durrell, el hermano del más famoso -y mucho más aburrido- Lawrence Durrell. Era un libro que yo había leído en traducción italiana muchos años atrás. Bien escrito, inteligente y, sobre todo, hilarante. Como pocos.

Últimamente había decidido retomar el inglés -de muchacho lo hablaba casi bien- y por eso había empezado a comprarme libros de autores norteamericanos e ingleses en su idioma original.

Me tumbé en el sofá, me puse a leer y, casi simultáneamente, a reírme solo sin recato.

Pasé sin darme cuenta de las carcajadas al sueño.

Un sueño bueno, fluido, sereno, lleno de ensoñaciones juveniles.

Ininterrumpido hasta la mañana del día siguiente.

12

Cuando me dirigí a la secretaría para depositar la constitución en parte civil, tuve la sensación de que el funcionario encargado de la recepción de las actas me miraba de una manera un poco rara.

Mientras me retiraba, me pregunté si se habría fijado en el proceso del que yo me había constituido en parte civil y si era por eso por lo que me había mirado de aquella manera. Me pregunté si aquel secretario mantendría algún tipo de relación con Scianatico padre, o quizá con Dellissanti. Después me dije que tal vez me estaba empezando a volver un poco paranoico y lo dejé correr.

Por la tarde recibí en mi despacho una llamada de Dellissanti y, de esta manera, por lo menos supe que no me estaba volviendo paranoico. El secretario no debía de haber tardado más de un minuto en llamarlo para comunicarle la noticia después de haber recibido mi saludo de despedida.

Parte de la afortunada situación profesional de Dellissanti se basaba en la cuidadosa gestión de sus relaciones con secretarios, asistentes y ujieres. Regalos para todos por Navidad y por Pascua. Regalos especiales -e incluso muy especiales, se decía por los pasillos- para alguno en concreto, en caso necesario.

No perdió tiempo con preámbulos ni circunloquios.

– Me he enterado de que te has constituido en parte civil en representación de esa Fumai.

– Es evidente que las noticias vuelan. Menudo espía que tienes en la secretaría, supongo.

Aquel secretario era un tipo bajito y delgado. Pero Dellissanti no captó el doble sentido. O, si lo captó, no le pareció gracioso.

– Está claro que has comprendido quién es el encausado, ¿verdad?

– Vamos a ver… pues sí, el señor, es decir, el doctor Gianluca Scianatico, natural de Bari…

Me estaba cabreando por aquella llamada y quería ponerlo nervioso. Lo conseguí.

– Guerrieri, no seamos niños. ¿Sabes que es hijo del presidente Scianatico?

– Sí. No me habrás llamado sólo para facilitarme esta información, supongo.

– No. Te he llamado para decirte que te estás metiendo en una historia acerca de la cual no has comprendido nada y que sólo te reportará problemas.

Silencio a mi lado de la línea. Quería ver hasta dónde podía llegar.

Transcurrieron unos cuantos segundos hasta que él recuperó el control. Y probablemente pensó que no era oportuno decir cosas demasiado comprometedoras.

– Escúchame, Guerrieri. No quiero que haya malentendidos entre nosotros. Por eso ahora voy a intentar explicarte bien cuál es el objeto de mi llamada.

Vale, pues explícamelo bien. Gordinflón.

– Tú sabes que esa Fumai es una desequilibrada, una psicolábil, ¿verdad?

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir exactamente lo que he dicho. Es una mujer que ha tenido que ingresar en centros psiquiátricos por problemas graves. Está siempre en tratamiento, bajo observación psiquiátrica. Eso es lo que quiero decir.

Ahora era él quien disfrutaba de una pausa impuesta por el silencio. Mi silencio suspendido. Cuando pensó que ya era suficiente, reanudó el diálogo. Ya con el tono propio de alguien que controla la situación.

– En resumen, nosotros querríamos evitar, en la medida de lo posible, situaciones enojosas. Esa chica no está bien. Ha tenido serios problemas y los sigue teniendo. Scianatico hijo fue lo suficientemente estúpido como para metérsela en casa, después la historia terminó y la chica se inventó un cuento. Y la otra, que es una fanática feminista de la vieja escuela -se refería a la Mantovani- se lo ha tragado como si fuera verídico. Fui a hablar con ella, naturalmente, pero no sirvió de nada. Conociéndola como la conozco, tendría que haberlo previsto.

Contuve el impulso de preguntarle cuáles eran los problemas psiquiátricos de Martina. No quería darle esa satisfacción.

– No existen pruebas contra mi cliente. Sólo la palabra de esa mujer, y ya sabes lo que eso vale en un juicio. Éste es un proceso que jamás debería haber llegado a juicio. Debería haber terminado mucho antes archivando bien archivada la causa. Evitemos ahora, por lo menos, desencadenar una polvareda inútil y perjudicial. Mira, Guerrieri, no te quiero decir nada. Haz tú mismo las pesquisas que consideres oportunas, recaba información y comprueba si te estoy diciendo alguna tontería. Y después hablamos. Al final me darás las gracias.

Se interrumpió, pero casi inmediatamente reanudó el diálogo, como si hubiera olvidado algo.

– Y, como es natural, no te preocupes por tus honorarios. Tú busca la manera de librarte de esta historia y de lo que te corresponda por el trabajo que ya has hecho nos encargamos nosotros. Eres un buen abogado y, sobre todo, un tío muy listo. No hagas gilipolleces inútiles. Se trata sólo de una pequeña disputa entre un tontorrón y una desequilibrada. No vale la pena.

Se despidió y después colgó el teléfono sin esperar mi respuesta.

La primera vez ocurrió cuando yo tenía nueve años, una mañana de verano.

Mi madre se había ido a trabajar. Él se había quedado en casa conmigo y con mi hermana. Tres años menor que yo. Estaba en casa porque lo habían despedido. Nosotros estábamos en casa porque habían empezado las vacaciones de verano pero no teníamos ningún sitio adonde ir. Aparte del patio de la comunidad de propietarios.

Recuerdo que hacía mucho calor. Pero ahora no sé si de verdad hacía tanto calor.

Estábamos en el patio mi hermana, yo y los demás niños. Qué extraño. Recuerdo que jugábamos al fútbol y yo acababa de marcar un gol. Él se asomó al balcón y me llamó. Iba en calzoncillos cortos de color beige y camiseta blanca.

Me dijo que subiera, que necesitaba una cosa.

Yo le pregunté si podía terminar de jugar y él me dijo que subiera, que en cuestión de cinco minutos podría volver a bajar. Les dije a los otros niños que volvía enseguida y subí corriendo los dos pisos que llevaban a nuestra vivienda barata. En aquellos edificios no había ascensor.

Llegué al rellano y encontré la puerta entornada. Cuando entré, lo oí llamarme desde la habitación que ellos ocupaban al fondo del pasillo. La puerta de aquella habitación también estaba entornada.

Dentro, la cama estaba deshecha y olía a cigarrillos. Él estaba tumbado con las piernas separadas y me dijo que me acercara.

Porque me tenía que explicar una cosa, dijo.

Tenía nueve años.

13

Al término de la conversación telefónica con Dellissanti le dije a Maria Teresa que no quería que me molestaran por espacio de diez minutos. Siempre me sentía un poco idiota cuando le decía a mi secretaria que no quería que me molestaran por ningún motivo, pero a veces era necesario. Apoyé los pies en el escritorio, entrelacé las manos detrás de la nuca y cerré los ojos.

Un antiguo método para cuando noto que me invade la ansiedad y no sé qué hacer.

Abrí de nuevo los ojos diez minutos después, encontré entre los papeles la hojita con aquel número de teléfono móvil y llamé a sor Claudia. El teléfono sonó diez veces sin que hubiera respuesta y, al final, pulsé la tecla roja de fin de llamada.

Me estaba preguntando qué hacer en aquel momento. Cuando llamo a un móvil y no me contestan, siempre experimento la desagradable sensación de que lo hacen a propósito. Quiero decir que han visto el número, se han dado cuenta de que soy yo y se han abstenido deliberadamente de contestar. Porque no les apetece hablar conmigo. Un legado de mis inseguridades infantiles, supongo.

Sonó mi móvil. Era sor Claudia que, evidentemente, no se había abstenido de contestar, puesto que me estaba llamando pocos segundos después de que yo lo hiciera.

– ¿Sí?

– Acabo de recibir una llamada de este número. ¿Con quién hablo?

– Soy el abogado Guerrieri.

Pausa con silencio interrogativo.

Dije que necesitaba hablar con ella. Sin que estuviera presente Martina y con cierta urgencia. ¿Podía acudir a mi despacho, a ser posible aquella misma tarde?

No, aquella misma tarde no podía ir; tenía que quedarse en la casa-refugio. No estaba ninguna de sus colaboradoras y no se podía dejar la casa sin vigilancia. Entre otras cosas, también se ocupaban de muchachas bajo arresto domiciliario y siempre tenía que haber alguien en la casa para los controles de los carabineros y la policía y todo lo demás. ¿Y a la mañana siguiente? A la mañana siguiente también iría bien. ¿Pero cuál era el problema? No había ninguno. O, mejor dicho, algún problema sí había, pero quería hablar con ella personalmente, no por teléfono.

No sé cómo se me ocurrió, pero le dije que, en tal caso, yo mismo podía acercarme a la casa-refugio a la mañana siguiente, puesto que no tenía ningún juicio.

Hubo una larga y silenciosa pausa y entonces me di cuenta de haber metido la pata hasta el fondo. La casa-refugio se encontraba en un lugar secreto, me había dicho Tancredi. Con mi extemporánea y muy poco profesional propuesta había dejado a sor Claudia en un apuro. O me decía que no era posible que nos viéramos en la casa-refugio, porque yo no podía ir a la casa-refugio, y ella se veía obligada, a pesar de que la culpa hubiera sido mía, a decirme una cosa desagradable, o me decía a regañadientes que fuera para no mostrarse ofensiva.

O me soltaba una buena excusa, cosa que probablemente habría sido la mejor solución.

– Muy bien, pues nos vemos aquí, en nuestra casa.

Lo dijo en el tono tranquilo de alguien que ha evaluado la situación y ha llegado a la conclusión de que se puede fiar. Después me explicó lo que tenía que hacer para ir a «su casa». Estaba fuera de la ciudad y las indicaciones parecían elaboradas por un paranoico en fase terminal.

Me puse en marcha a las diez de la mañana del día siguiente y después, entre el tráfico urbano y los errores de trayecto ya en el campo, tardé casi una hora. En el momento de salir me había puesto en el lector de CD The Ghost of Tom Joad; cuando llegué, el compact había terminado y estaba empezando a escucharlo por segunda vez. Ante mis ojos, la carretera de tierra, por la que yo circulaba muy despacio, se confundía con las imágenes nocturnas de las carreteras norteamericanas, llenas de seres desesperados.

Shelter line stretchin’ round the corner

Welcome to the new world order

Families sleepin’ in their cars in the Southwest

No home no job no peace no rest. <sup><sup>[*]</sup></sup>

Al final llegué a una verja oxidada, cerrada con una cadena oxidada y un enorme candado. No había portero automático y, por consiguiente, llamé a sor Claudia por el móvil para que me fueran a abrir. Poco después la vi aparecer, doblando una curva del camino particular, entre unos pinos de aspecto un tanto maltrecho. Abrió la verja y con un gesto de la mano me indicó dónde aparcar, señalando detrás de la curva y los árboles por entre los cuales ella había salido; después cerró cuidadosamente la verja y el candado mientras yo avanzaba por el camino de tierra sin perderla de vista a través del espejo retrovisor.

Acababa de aparcar en una explanada que había detrás de la casa -que, en realidad, era una alquería- y estaba bajando del vehículo cuando vi regresar a sor Claudia.

Entramos en la alquería. Olía a limpio, a jabón neutro y a otra cosa que debía de ser una especie de hierba, pero que yo no conseguía identificar con exactitud. Nos encontrábamos en una espaciosa estancia, con una chimenea de piedra de cara a la entrada, una mesa en el centro y puertas a los lados. Sor Claudia abrió una de ellas y me precedió. Recorrimos un pasillo, al fondo del cual había una especie de distribuidor cuadrado con tres puertas a cada lado. Detrás de una de aquellas puertas estaba el despacho de sor Claudia. Era una estancia muy amplia, con un viejo escritorio de madera clara, ordenador, teléfono y fax. Una vieja y voluminosa instalación de alta fidelidad con tocadiscos. Dos silloncitos de piel negra con grietas por todas partes. Una guitarra clásica apoyada en un rincón. Un levísimo aroma de incienso con esencia de sándalo.

Y estanterías. Y libros, y discos. Las estanterías estaban llenas, pero ordenadas. Sólo conseguí echar un vistazo. Apenas suficiente para leer al vuelo unos cuantos títulos en inglés. Why they kill era uno de ellos; Patterns of criminal homicide, otro. Me pregunté de qué se trataría y por qué una monja hacía semejante tipo de lecturas. Nada de crucifijos por las paredes o, por lo menos, yo no los vi. Desde luego, no había ninguno detrás del escritorio. Lo que había allí era un cartel con una frase impresa en cursiva, imitando la escritura infantil.

Dejad que los niños se acerquen a mí y no se lo impidáis, porque de ellos es el Reino de Dios.

Evangelio según Lucas, 18, 16.

En una esquina del cartel había un dibujo. Un niño de espaldas, cubriéndose la cabeza con las manos, como para protegerse de los golpes de alguien desde fuera de la escena; en el suelo, en primer plano, un osito de peluche abandonado. Era un dibujo muy triste y debajo tenía una leyenda que parecía una especie de logotipo, pero no conseguí leerla.

Sor Claudia me hizo señas de que me sentara en uno de aquellos silloncitos y ella se acomodó en el otro con un gesto fluido.

Aquella mañana, en la casa-refugio, sólo había, aparte de ella, tres chicas bajo arresto domiciliario. Y estaban muy bien escondidas, pensé, pues el lugar parecía completamente desierto.

¿Y bien?, me preguntó con la mirada.

Era lógico. Pero, en aquel momento, no sabía por dónde empezar. En mi despacho habría sido más fácil. Y, además, no estaba seguro de saber por qué motivo había querido ir a parar allí. Lo cual constituía un problema añadido.

– Necesito… necesito saber algo más acerca de Martina. De cara al juicio que empieza, como usted sabe, dentro de unos días.

– Algo más, ¿en qué sentido?

Ahí está, precisamente. ¿Y si Martina es una psicolábil, una loca, una mitómana y estamos a punto de meternos en un lío todavía más gordo del que pensábamos al principio?

– Lo que quiero decir… ¿le consta de alguna manera que Martina haya tenido problemas psiquiátricos?

– ¿Y eso qué significa?

Tono muy poco colaborador.

– ¿Ha estado sometida alguna vez a tratamiento, ha sufrido depresión, agotamiento nervioso o alguna otra cosa? ¿Está loca?

– ¿Por qué me pregunta eso? ¿Qué tiene que ver con el juicio?

El mismo tono de antes. Mejor dicho, un poco peor.

Muy bien, no quieres colaborar. Total, en la vista seré yo el que se cubra de mierda y después, cuando todo termine, me dedicaré a llevar asuntos relacionados con accidentes de tráfico. Eso, si todo va bien.

Larga pausa por mi parte. Respiración profunda. Por la nariz. La mía. Del tipo «yo tengo mucha paciencia, pero, coño, me tienes que dejar hacer mi trabajo». Ella, callada. A la espera. Me estaba poniendo nervioso.

– Présteme atención, sor Claudia. Los juicios son una cosa bastante delicada y, sobre todo, bastante complicada. El hecho de que uno, o una, tenga razón casi nunca es suficiente. Cuando se celebra un juicio, se hacen preguntas y repreguntas; el defensor de un acusado, cuando interroga a un testigo de cargo, trata de desacreditarlo por todos los medios lícitos posibles. Y a veces incluso ilícitos. Si nos constituimos en parte civil, yo tengo que saber qué es lo que sacará a relucir el abogado de Scianatico. Tengo que saber si tratarán de afirmar que Martina es una persona psicolábil, carente de credibilidad, o cualquier otra cosa; tengo que estar preparado para rebatir sus afirmaciones.

– No le sigo. Si se demuestra que él ha hecho determinadas cosas, ¿eso no es suficiente? ¿Qué tienen que ver los problemas de salud de Martina?

– Quisiera hablar claro, pero es evidente que no lo consigo. De eso se trata, precisamente: hay que demostrar que él ha hecho determinadas cosas. Y nuestra prueba son precisamente las declaraciones de la señorita Fumai, porque para el juicio no hay mucho más. Todo gira alrededor de su credibilidad. O a la ausencia de ella. A un acusado que se defiende en un juicio como éste, aunque tenga un buen abogado -en este caso, es un abogado muy bueno y peligroso- le interesa mucho revelar por sorpresa que la presunta víctima…

– ¿Presunta víctima?

– Hasta que en un juicio no se demuestra que alguien ha cometido un determinado delito, este alguien es un presunto inocente. Y, si hay un presunto inocente, lo más que podemos tener es una presunta víctima. Tanto si le gusta como si no, aquí las cosas funcionan así.

No había levantado la voz, pero el tono era decididamente tenso.

– Martina ha tenido problemas psiquiátricos -dijo finalmente sor Claudia.

– ¿Qué clase de problemas?

– No sé si estoy autorizada a hablar de ellos. No sé si Martina quiere que se sepan estas cosas.

– Ya se saben. Quiero decir, ya las sabe Scianatico y las sabe su abogado. Fue él quien me llamó ayer por la tarde. Más o menos me ha amenazado y me ha venido a decir que mi cliente es una loca. Yo no puedo ignorar eso. Podría haber hablado directamente con ella, claro. Es más, tendré que hacerlo con toda seguridad. Aunque sólo sea para explicarle lo que podría ocurrir en el juicio. Pero, cuando le hable, es mejor que sepa de qué hablo. ¿Me sigue?

Apoyó el codo en el brazo del silloncito y la cabeza en la mano abierta. Permaneció en dicha posición puede que un minuto, sin mirarme. Sin mirar nada de la estancia.

– Martina tuvo problemas en su infancia. Descarto que ellos puedan saber algo acerca de esos problemas. De mayor y en los últimos años ha padecido una forma de depresión combinada con anorexia nerviosa. Probablemente, ésta es la información de que disponen.

– ¿Cuándo ocurrió?

– Quizá hace unos cinco años, puede que un poco más. Por lo que respecta a la anorexia, se manifestó de una forma, tal como dicen los médicos, especialmente grave. Estuvo ingresada varios días y tuvieron que alimentarla de manera artificial. Incluso con sonda.

– ¿Ya había conocido a Scianatico?

– No. Al salir del hospital, estuvo sometida a terapia durante mucho tiempo. Cuando conoció a aquel… a aquel sujeto, ya se había curado. Dentro de los límites en que una persona se cura de este tipo de problema.

– ¿Quiere decir que tuvo recaídas?

– No. Por lo menos, no en el sentido de haber tenido que ingresar en un centro. En los momentos de crisis tiene problemas con la comida, pero son problemas que consigue controlar. Lo consiguió incluso en los momentos más difíciles de su historia con ese tío. En cualquier caso, tiene un médico que la sigue.

– ¿Un psiquiatra?

– Un psiquiatra.

Hice una pausa. Por una cuestión personal. Un retazo repentino de mi pasado; unos recuerdos que aparté de mi mente sin conseguir librarme del todo de la cacofonía de su acompañamiento.

– Y Scianatico lo sabe todo acerca de esta historia.

No era una pregunta.

– En este momento creo sinceramente que sí.

No había mucho más que añadir. Me había temido lo peor. Quiero decir, Martina no estaba loca, no era una esquizofrénica, una maníaco-depresiva ni nada de todo eso. Había tenido problemas de depresión y trastornos de alimentación, pero los había superado. Más o menos. Era una cosa que se podía manejar en el transcurso del juicio. Una situación ideal, no, por supuesto -y eso ya se sabía-, pero me había temido cosas peores.

– Ahora sólo necesito que sea la propia Martina la que me hable de todo esto. En primer lugar, porque necesito más detalles, papeles, documentación médica. Todo. Y después, porque es justo que así sea. Ella me dirá cuáles son, cuáles han sido, sus problemas y yo le diré a qué nos enfrentamos en el juicio. Al final, tendrá que ser ella quien decida.

Sor Claudia dijo que muy bien, que en cuestión de unos días acompañaría a Martina a mi despacho. Antes le explicaría lo que yo necesitaba y también le explicaría por qué lo necesitaba.

Hubo unos cuantos minutos de silencio en suspenso. Después ambos nos levantamos casi simultáneamente. Hora de irme.

– ¿Le puedo hacer una pregunta?

Me miró a los ojos un instante; después me hizo señas de que sí, de que podía.

– ¿Por qué me ha permitido venir aquí?

Tras mirarme otro instante en silencio, se encogió de hombros y no me contestó.

Salimos de la alquería y recorrimos en sentido contrario el camino de la ida. No se veía ni rastro de las chicas que vivían en aquel lugar. No había nadie. A nuestro alrededor el viento agitaba las ramas de los olivos, dando la vuelta a las hojas que, de esta manera, cambiaban de color, desde el verde del haz al misterioso y plateado gris del envés.

Caminando muy despacio llegamos a mi automóvil.

– A veces soy agresiva. Sin motivo.

La miré sin contestar porque estaba claro que no había terminado.

– Es que me cuesta fiarme de las personas. Incluso de las que están en el lado apropiado. Es un problema mío.

– Yo intento descargar la agresividad liándome a puñetazos.

Se me ocurrió decirlo así e inmediatamente me di cuenta de que la expresión podía resultar equívoca.

– Quiero decir que practico un poco el boxeo. Creo que ayuda. Como las artes marciales orientales.

Sor Claudia levantó la mirada hacia mí, ligeramente sorprendida.

– Qué extraño.

– ¿Por qué?

– Porque yo soy instructora de boxeo oriental.

Bueno, ahora la cosa ya era un poco fuerte.

– ¿Boxeo chino? ¿Quiere decir kung fu?

– La expresión kung fu no significa nada. O, mejor dicho, lo significa todo, pero no se refiere a ningún arte marcial en particular. Kung fu significa aproximadamente «trabajo duro».

La conversación era ligeramente irreal. Habíamos pasado de los problemas psiquiátricos de Martina a las artes marciales y a la filosofía china, con algún apunte de filología.

Le pregunté a sor Claudia qué era exactamente aquel boxeo chino del cual ella era instructora. Me explicó que, según la leyenda, se trataba de una disciplina creada en China por una joven monja en el siglo XVI. El nombre de aquella disciplina era wing tsun y sor Claudia impartía sus clases dos veces a la semana en un gimnasio donde se practicaba la danza y el yoga.

Dije que me gustaría asistir a un entrenamiento y ella, tras haberme mirado a la cara unos momentos -como para asegurarse de que hablaba en serio y no había dicho algo sólo por hablar-, contestó que me invitaría alguna vez.

Ahora sí que ya habíamos terminado. Así que hice un gesto de despedida un poco torpe con la mano, subí al automóvil y lo puse en marcha mientras ella se dirigía a abrir la verja para dejarme salir.

Mientras me alejaba muy despacio por la carretera de tierra, miré a través del espejo retrovisor. Sor Claudia no había vuelto a entrar. Permanecía de pie junto a una columna y parecía contemplar cómo mi coche se alejaba.

O, a lo mejor, miraba otra cosa, hacia algún punto que yo no conocía y ni siquiera podía imaginar. Había algo en el hecho de que estuviera allí sola, sobre el trasfondo de aquella campiña solitaria e irreal, que me provocó una repentina punzada de tristeza.

Al cabo de diez minutos, transcurridos en una especie de suspensión de la conciencia, me encontré otra vez en una carretera asfaltada, de nuevo en el mundo exterior.

14

A la mañana siguiente tenía un juicio en Lecce. De modo que me levanté temprano y, después de la ducha y el afeitado, me puse uno de aquellos trajes serios que me ponía cuando viajaba por motivos de trabajo. Eso del traje serio, generalmente de color gris oscuro, era una costumbre adquirida cuando era un jovencísimo procurador. Había aprobado los exámenes a los veinticinco años y a aquella edad mi aspecto era el de un novato estudiante universitario. Para parecer un auténtico abogado, tenía que envejecer un poco, pensaba; y el traje gris oscuro me parecía ideal.

Con el paso de los años, en Bari, donde me conocían, el uniforme gris dejó de ser indispensable. Entre otras cosas porque, con el paso de los años, mi rostro de novato estudiante universitario ya mostraba alguna señal de evolución. Por así decirlo.

A los cuarenta años conservaba la costumbre de ponerme un traje gris cuando viajaba por motivos de trabajo. Para que quedara claro allí donde no me conocían que era efectivamente un abogado. Concepto acerca del cual yo mismo albergaba en mi fuero interno alguna duda secreta.

En resumen y sea como fuere, me puse un traje gris, una camisa azul, una corbata estilo uniforme, cogí la cartera que me había llevado a casa del despacho la víspera y salí tras haber dejado un café en la mesilla de Margherita. Seguía durmiendo, con su firme y serena respiración.

Había llegado al garaje y estaba a punto de subir al coche cuando sonó el móvil.

Era el compañero de Lecce que me había incorporado a su defensa. Me comunicaba que el presidente del tribunal al que se había asignado nuestra causa se había puesto enfermo y, por consiguiente, el juicio se aplazaría. O sea que era inútil que me desplazara a Lecce sólo para escuchar un decreto de aplazamiento. Era inútil, en efecto, convine. Pero ¿cómo se las había arreglado para saber a las siete y media de la mañana que el presidente se había puesto enfermo? Bueno, ya lo sabía desde la víspera, pero había tenido un día muy ajetreado y se había olvidado. Muy bien, hombre. En cualquier caso, ya me comunicaría la fecha del aplazamiento. Ah, gracias, demasiado amable. Entonces, adiós. Pues sí, adiós. Y a tomar por culo.

A mí, por regla general, no me gusta levantarme temprano por la mañana, a menos que sea estrictamente indispensable. Si me apetece ver un amanecer -a veces ocurre-, prefiero quedarme despierto toda la noche y después irme a dormir por la mañana. Un procedimiento de cierta dificultad los días laborables. Levantarme temprano -tener que levantarme temprano- me pone más bien de los nervios.

Y aquella mañana había ocurrido, por culpa de mi compañero de Lecce. O sea que estaba por ahí poco antes de las ocho en una bonita mañana de noviembre. Sin nada que hacer, puesto que aquel día, según el programa, lo iba a dedicar al juicio que se había aplazado en otra ciudad.

Estaba claro que no tardaría en sentirme dominado por el ansia y acabaría en mi despacho, tramitando asuntos que no eran urgentes y haciendo llamadas que no servían para nada. Conozco el ansia. A veces consigo comprender sus trucos y derrotarla.

Pero a menudo gana ella y me obliga a cometer estupideces, aunque yo sepa muy bien que son estupideces. Como ir al despacho un día en que podría irme a otro sitio a leer un libro, escuchar un disco o ver una película en uno de aquellos cines de sesiones matinales.

O sea que me iría al despacho, pero aún no eran las ocho; demasiado pronto para dejarse aspirar por el torbellino del ansia de producción. Así que pensé que podía acercarme al paseo marítimo y desayunar en uno de aquellos bares de la zona del puerto que tanto me gustaban.

También me podía fumar un buen pitillo.

No, eso no.

Menuda idea tan cabrona esa de dejar de fumar, pensé mientras me dirigía hacia Corso Vittorio Emanuele.

Ya casi había llegado a las ruinas del Teatro Margherita y a sus obras de restauración definitiva cuando vi acercarse a mi encuentro un rostro que me resultaba vagamente familiar. Entorné los ojos -las gafas sólo me las ponía en el cine y para conducir- y observé que el otro esbozaba una especie de sonrisa y después levantaba un brazo a modo de saludo.

– ¡Guido!

– ¡Emilio!

Emilio Ranieri. Quince años sin vernos, quizá. Puede que más. Cuando nos acercamos el uno al otro, tras un breve titubeo, me abrazó. Después de otro instante de titubeo, yo correspondí al abrazo. Emilio Ranieri había sido compañero mío de estudios en el instituto y después, durante dos o tres años, habíamos ido juntos a la universidad. Él lo había dejado antes de licenciarse para dedicarse al periodismo. Había empezado en una radio de Toscana y más adelante lo había contratado el periódico comunista L’Unità, donde había permanecido hasta su cierre.

De vez en cuando me habían hablado de él algunos amigos comunes, pero cada vez menos con el paso de los años. En el período mítico de mi vida, a caballo entre finales de los años setenta y principios de los ochenta, Emilio había sido uno de mis poquísimos amigos de verdad. Después había desaparecido; y yo también había desaparecido de alguna manera.

– Guido. Cuánto me alegro. Coño, pero si estás igual, aparte de un poco menos de pelo.

Él no estaba igual. Conservaba todo el pelo, pero lo tenía casi enteramente blanco. En los ángulos de los ojos tenía unas arrugas que parecían excavadas en cuero; violentas y dolorosas, me parecieron. Y hasta la sonrisa era distinta, como asustada y derrotada.

Pero yo también me alegraba. Es más, me encantaba haberlo encontrado. Mi amigo Emilio.

– Yo también me alegro. Pero ¿qué haces en Bari?

– Ahora trabajo aquí.

– ¿Qué significa eso de que trabajas aquí?

– Estaba en el paro desde que cerró L’Unità. Después me enteré de que aquí en Bari buscaban gente para completar la redacción de la ANSA [†], me ofrecí y me contrataron. Con los tiempos que corren, se puede decir que me ha ido bien.

– ¿Quieres decir que ahora vives aquí permanentemente?

– Si no me echan. Cosa no imposible, pero bueno, procuraré portarme bien.

Mientras Emilio me hablaba, experimenté una extrañísima y dolorosa mezcla de alegría, rabia y tristeza. Había reparado de repente en una verdad que me había ocultado cuidadosamente a mí mismo: desde hacía tiempo, ya no tenía ni un solo amigo.

Puede que eso sea normal cuando llegas a los cuarenta. Todos tienen sus ocupaciones, familias, niños, separaciones, carreras, amantes, y la amistad es un lujo que no se pueden permitir. Quizá la verdadera amistad es el lujo de los veinte años.

O, a lo mejor, es que sólo digo chorradas. El caso es que en aquel momento me di cuenta, dolorosamente, de que ya no tenía amigos.

Por eso me alegraba tanto de que Emilio estuviera allí conmigo; me alegraba de que aquel juicio se hubiera aplazado y me alegraba de haber decidido tomarme una hora libre.

– Venga, vamos a tomarnos un café.

– Vamos -dijo él, esbozando una vez más aquella sonrisa como asustada.

Tan incongruente en aquel rostro suyo de jefe del servicio de orden de la Federación Juvenil Comunista Italiana, en la época de las palizas con los fascistas por una parte y las brigadas autónomas socialistas por otra.

Nos sentamos en un pequeño bar en los confines de la ciudad vieja. Yo tomé un capuchino y un croissant; Emilio solo café. Tras habérselo bebido, se fumó uno de los MS que fumaba desde la época del instituto. Éste no era el cigarrillo ultraslim y ultralight de Martina, a los que era tan fácil renunciar. Era un pedazo de historia, un prisma de emociones, una especie de máquina del tiempo.

Cuando dije no, gracias, con un trivial gesto de la mano, casi rechazando el paquete que Emilio me había ofrecido, observé una especie de decepción en el rostro de mi amigo.

Fumar juntos, lo sabía muy bien, siempre había tenido un significado especial. Como un ritual de amistad.

Intercambiamos unas cuantas palabras sin la menor consistencia, de esas que se dicen para reanudar el contacto cuando ha transcurrido mucho tiempo; de esas que se dicen para volver a crear las coordenadas de un territorio que se ha convertido en desconocido.

Y también sin la menor consistencia le pregunté por su mujer -no la conocía, solo sabía que Emilio se había casado seis o siete años atrás en Roma con una compañera-, formulando la habitual y trivial pregunta que la gente se suele intercambiar hacia los cuarenta.

– ¿Tú estás separado o has resistido?

Mientras hacía la pregunta, oí caer un hielo metálico. Antes de que Emilio contestara; antes incluso de que terminara de pronunciar aquellas palabras que ya estaban fuera y no podía retirar.

– Lucia murió.

La escena pasó a blanco y negro. Muda y ensordecedora. Y repentinamente sin sentido.

Me vino a la mente una frase de Fitzgerald, pero no la recordaba muy bien. En la noche oscura del alma siempre son las tres de la madrugada.

Se mezcló con los fragmentos de una conversación inexistente en el interior de mi cabeza, que giraba en vacío como el motor de un automóvil. ¿Cuándo murió? ¿Por qué? Ah, se llamaba Lucia. Encantado. Es un bonito nombre, Lucia. Lo siento. ¿Cuántos años tenía? ¿Era guapa? ¿Cómo estás, Emilio? Mi más sentido pésame. Hay que seguir adelante. ¿Por qué nunca nadie me dijo nada? ¿Y quién me lo habría tenido que decir? ¿Quién?

Oh, mierda, mierda, mierda.

– Se puso enferma y murió en tres meses.

La voz de Emilio era serena, casi átona. Delante de mi rostro mudo y disperso contó su historia y la de Lucia. Muchacha de treinta y cuatro años que un día de abril fue al médico a recoger unos análisis y se enteró de que su tiempo ya estaba casi a punto de caducar. A pesar de las muchas cosas que todavía le quedaban por hacer. Cosas importantes, como un niño, por ejemplo.

– Sabes, Guido, en estos momentos piensas un montón de cosas. Y, sobre todo, piensas en el tiempo malgastado. Piensas en los paseos que no has dado, en las veces que no has hecho el amor, en la vez que mentiste. Y en las veces que hiciste de contable con la moneda de los afectos. Sé que es una tontería, pero piensas que desearías volver atrás y decirle lo mucho que la quieres todas las veces que no lo hiciste y deberías haberlo hecho. Es decir, siempre. Y no es sólo el hecho de que no quieres que se muera. Es el hecho de que quisieras no haber malgastado el tiempo de aquella manera.

Hablaba en presente. Porque su tiempo se había roto.

Me lo contó todo con calma. Como si quisiera agotar el tema. Me contó cómo ella se había transformado en el transcurso de aquellas pocas semanas; cómo se le había empequeñecido el rostro, se le habían adelgazado los brazos y se le habían quedado las manos sin fuerza.

Yo permanecía en silencio, pensando que jamás en mi vida había contemplado el dolor de una manera tan tersa, nítida y pura.

Desesperada.

Después llegó el momento de despedirnos.

Nos levantamos de la mesita y dimos unos cuantos pasos juntos. Emilio parecía tranquilo. Yo no. Sacó el billetero, rebuscó un poco en su interior y sacó un resguardo. De una lavandería que funcionaba con fichas, de esas que estaban empezando a proliferar por toda la ciudad, con rótulos amarillos y un nombre americano. Escribió encima su número de teléfono y me lo entregó mientras yo le daba una de mis estúpidas tarjetas de visita. Me dijo que lo llamara, aunque él me llamaría de todos modos.

Parecía tranquilo. Sus ojos miraban hacia otro lugar.

Lo dejé sonar tres, cuatro, cinco, seis veces. A cada timbrazo aumentaba la urgencia y la angustia. Estaba a punto de colgar y probar con el móvil cuando oí en el otro extremo de la línea la voz de Margherita que contestaba.

– ¿Sí?

Tono apremiante de alguien que está a punto de salir de casa para irse al trabajo. Yo permanecí en silencio un instante porque, de repente, no sabía qué decir y me sentía la garganta obstruida.

– ¿Quién habla?

– Soy yo.

– Uy. Estaba a punto de salir, me has pillado en la puerta. ¿Ya estás en Lecce?

– Te quería decir…

– ¿…?

– Te quería decir…

– Guido, ¿qué pasa? ¿Te encuentras bien? ¿Ha ocurrido algo?

Ahora una ligera nota de alarma en la voz.

– No, no. No ha ocurrido nada. No he ido a Lecce, el juicio se ha aplazado.

Interrumpí mis palabras, pero esta vez ella no preguntó nada. Permaneció en silencio, esperando.

– Margherita -mientras hablaba, me di cuenta de que jamás la llamaba por su nombre-, ¿recuerdas la vez que me enviaste un mensaje a través del móvil…?

– La recuerdo. Te escribí que haberte encontrado era una de las cosas más bonitas que me habían ocurrido en la vida. No era verdad. Es la más bonita.

– Pues bueno, yo quería decirte lo mismo… pero quería decir que ahora no te puedo explicar…

Tartamudeaba.

– Guido, yo te quiero. Como jamás he querido a nadie en toda mi vida.

Entonces dejé de tartamudear.

– Gracias.

– ¿Gracias? Eres un tío muy raro, Guerrieri.

– Es verdad. ¿Cenamos fuera esta noche?

– ¿Invitas tú?

– Sí. Hasta luego.

– Hasta luego. Nos vemos esta noche.

Se cortó la comunicación. Yo estaba parado en la esquina entre Corso Vittorio Emanuele y Via Sparano. Las tiendas estaban abriendo, los camiones descargaban sus mercancías, la gente caminaba con la cabeza gacha.

Gracias, repetí antes de reanudar mi camino.

15

A la mañana siguiente fui al Tribunal directamente desde casa. Tenía un juicio por proxenetismo.

Mi clienta era una ex modelo y actriz de películas porno, acusada de haber organizado un negocio con otras chicas. Junto con otras dos, actuaba de intermediaria entre las chicas y los clientes; trabajaba con el teléfono e Internet y cobraba una comisión sobre las transacciones que llegaban a feliz término. Ella misma se prostituía con algunos clientes muy selectos y muy acaudalados. No gestionaba una casa de citas ni nada por el estilo. Simplemente ponía en contacto la demanda con la oferta. Las chicas trabajaban en casa, ninguna de ellas era explotada; nadie sufría daños.

Con un empeño digno sin duda de mejor causa, la Fiscalía y la policía se habían pasado meses indagando acerca de esta peligrosa organización. Habían efectuado labores de vigilancia, habían detenido a los clientes a la salida de los domicilios de las chicas y, sobre todo, habían pinchado teléfonos y ordenadores.

Al término de la investigación, se había dictado el ingreso en prisión para las tres organizadoras del tinglado. La disposición decía que «el alto grado de peligrosidad social manifestado por las tres investigadas, su capacidad de servirse con soltura, para la puesta en práctica de sus proyectos delictivos, de los medios más sofisticados de la moderna tecnología (teléfonos móviles, Internet, etc.), su habilidad para reiterar conductas antisociales, conduce a considerar indispensable la custodia cautelar en su forma más severa, es decir, la prisión preventiva».

Nadia había permanecido dos meses en la cárcel y otros dos bajo arresto domiciliario, tras los cuales había sido puesta en libertad. En la primera fase del juicio la había representado otro compañero; después había recurrido a mí sin explicarme por qué motivo había querido cambiar de abogado.

Era una mujer elegante e inteligente. Aquella mañana yo tenía que defender su causa en un proceso abreviado, es decir, delante del juez de la audiencia preliminar.

Casi el total de las pruebas en su contra lo proporcionaban los teléfonos y ordenadores pinchados. Sobre la base de los resultados de las grabaciones quedaba claro que Nadia, junto con sus dos amigas, había -tal como se leía en los cargos- «organizado, coordinado, dirigido a un número indeterminado pero en cualquier caso considerable de mujeres dedicadas a la prostitución, sirviendo de intermediaria entre las citadas mujeres y sus clientes y percibiendo por el mencionado servicio y, en general, por el apoyo logístico proporcionado al ilícito tráfico, porcentajes sobre los emolumentos de las meretrices, que oscilaban entre el diez y el veinte por ciento…», etc, etc.

Mientras leía atentamente las actas, me había dado cuenta de que había un vicio de forma en las disposiciones mediante las cuales se habían autorizado los pinchazos. Sobre aquel vicio de forma tenía previsto jugarme el juicio. Si el juez me daba la razón, los pinchazos no se podrían utilizar y quedaría verdaderamente muy poco en contra de mi cliente. Y, por supuesto, no lo suficiente para una condena.

Cuando el secretario judicial pasó lista y Nadia contestó que estaba presente, el juez la miró sin conseguir ocultar una sombra de estupor. Con su traje sastre gris antracita, la blusita blanca, el sobrio e impecable maquillaje, parecía todo menos una puta. Cualquiera que hubiera entrado en la sala y la hubiera visto allí, sentada a mi lado entre las copias del expediente, habría pensado que era una abogada. Sólo que mucho, pero que mucho, más agraciada que la media.

Una vez despachadas las formalidades, el juez dio la palabra a la acusación pública. Era un joven fiscal de aspecto descuidado y aburrido. Sustituía al que había llevado a cabo las investigaciones y no se esforzaba lo más mínimo en disimular su tedio. No me caía demasiado simpático.

Dijo que la responsabilidad penal de la acusada resultaba evidente en las actas del juicio, que el decreto de aplicación de la custodia cautelar ya contenía una reconstrucción completa de los hechos y las responsabilidades y que la pena a cumplir indicada en este caso, indudablemente grave, era la de tres años de reclusión y multa de dos mil quinientos euros. Fin de las conclusiones.

Nadia entornó los ojos un segundo mientras escuchaba aquellas peticiones y meneó la cabeza como si quisiera apartar un pensamiento desagradable. El juez me dio la palabra.

– Señoría. Podríamos defendernos fácilmente de estas acusaciones examinando punto por punto los resultados de las investigaciones y demostrando de qué manera no se deduce de ellos, por parte de mi defendida, una conducta de explotación o tan siquiera de encubrimiento de la prostitución ajena.

Era falso. Examinando punto por punto los resultados de las investigaciones, se deducía con toda claridad que Nadia había organizado, coordinado y dirigido un grupo indeterminado pero en cualquier caso considerable de mujeres dedicadas a la prostitución. Justo eso.

Pero nosotros los abogados funcionamos por reflejo condicionado. Cualquiera que sea la situación, nuestro cliente es inocente, y lo que haga falta. No conseguimos evitarlo.

– Sin embargo, el deber de un defensor -añadí-, es también el de detectar y señalar al juez cualquier cuestión preliminar que permita llegar a una decisión rápida y económica.

Y le expliqué cuál era la decisión rápida y económica. Expliqué que las grabaciones no se podían utilizar porque algunas de las órdenes emitidas carecían por completo de motivo. La ausencia de motivo es un defecto irreparable en cualquier orden de autorización para una intervención telefónica. Dije que, si aquellas intervenciones no se podían utilizar -y, efectivamente, no se podían utilizar-, ni siquiera era posible considerarlas y contra mi cliente no quedaba más que un castillo de arena de conjeturas, etc etc. Mientras me dirigía al juez, hojeaba el expediente.

Cuando terminé, el juez se retiró a la sala de deliberaciones y allí se quedó durante casi una hora. Después salió y leyó una sentencia absolutoria con la fórmula: por falta de pruebas.

Bravo, Guerrieri, me dije mientras el juez leía. Después saludé con gran cordialidad -nosotros los abogados saludamos siempre con cordialidad a los jueces cuando absuelven a nuestros clientes- y abandoné la sala en compañía de Nadia.

Tenía las mejillas arreboladas, como cuando te has pasado mucho rato en un ambiente muy caldeado o estás muy alterado. Sacó un paquete de Marlboro y se encendió un cigarrillo utilizando un zippo.

– Gracias -dijo, tras haber dado un par de ansiosas caladas.

Hice un movimiento de modestia con la cabeza. Pero me sentía muy orgulloso.

Me dijo que pasaría por la tarde por mi despacho. Para saldar las cuentas. Después, tras haberme mirado unos segundos a la cara, me preguntó si podía decirme una cosa. Por supuesto que sí, contesté.

– Usted es un abogado muy bueno, por lo que yo he podido ver. Pero es también algo más. Yo hago un trabajo en el que he aprendido a conocer a los hombres y a reconocer a los que valen la pena. Las pocas, poquísimas veces que los encuentro. Tuve dos abogados antes de usted. Los dos me pidieron, ¿cómo diría?, un complemento de la minuta directamente en sus despachos y cerrando con llave la puerta. Supongo que para ellos debía de ser normal, en el fondo soy una puta y, por consiguiente…

Dio una profunda calada al cigarrillo; yo no supe qué decir.

– Y bueno, usted, aparte de conseguirme la absolución, me ha tratado con respeto. Y eso yo jamás lo olvidaré. Cuando vaya a su despacho le llevaré un libro. Aparte del dinero, claro.

Después me estrechó la mano y se fue.

Decidí irme a tomar un café o cualquier otra cosa. Me sentía tan liviano como después de un examen en la universidad. O de haber ganado un juicio, precisamente.

En el pasillo que conducía al bar, vi delante de mí a Dellissanti en medio de un grupo de pasantes, jóvenes abogados y secretarias. Después de su llamada a mi despacho, no nos habíamos vuelto a hablar.

Mi primer impulso fue dar media vuelta, abandonar el Palacio de Justicia e irme a tomar el café en un bar de la calle. Para evitar el encuentro. Incluso aminoré el ritmo de mis pasos y casi me había detenido cuando oí un vozarrón diciéndome en mi cabeza: «¿pero es que te has agilipollado del todo? ¿Tienes miedo de este fanfarrón y de su banda de esbirros? El café te lo tomas donde te da la gana y ellos que se jodan». Textualmente. A veces me ocurre.

Volví a acelerar el paso, adelanté a Dellissanti y a su séquito fingiendo no verlos y entré en el bar.

Me alcanzaron en la barra mientras estaba pidiendo un zumo de naranja.

– Hola, Guerrieri.

Amable como una pitón.

Me volví como si sólo en aquel momento me hubiera percatado de su presencia.

– Ah, hola, Dellissanti.

– Bueno, pues, ¿qué me dices?

– ¿Sobre qué?

– ¿Has comprobado lo que te dije? Sobre esa señorita, quiero decir.

No sabía qué contestar. Me fastidiaba darle cualquier tipo de respuesta y aquel hombre sabía cómo poner nervioso a su interlocutor. Vaya si sabía.

En realidad, habría tenido que decirle que se cuidara de atender a su cliente. Acusado de graves delitos. Yo me cuidaría de defender a mi cliente. Víctima de aquellos mismos graves delitos.

Habría tenido que decirle que no volviera a intentar hacerme llamadas como la de unos cuantos días atrás, porque yo le quitaría las ganas de hacerlo.

En resumen, respuestas de hombre.

En lugar de eso, me las arreglé para decirle que las cosas no eran lo que parecían y que, en todo caso, eran distintas a como se las habían contado. Y, además, que no sabía cómo salir de aquel lío apenas unos días después de haber aceptado el encargo. Sin un pretexto válido, no había nada que hacer. Quizá en cuestión de unas cuantas semanas o unos cuantos meses, según la marcha del juicio, podríamos volver a hablar.

En resumen, respuestas de cobarde.

– De acuerdo, Guerrieri. Yo lo que te tenía que decir ya te lo he dicho. Haz lo que te parezca, después cada cual asume sus responsabilidades y paga las consecuencias de sus actos.

Dio media vuelta y se fue. Y con él todos los demás, alineados como los miembros de un equipo. Perfectamente entrenados.

Al cabo de unos segundos, meneé la cabeza, tal como hacen los perros cuando están mojados y quieren sacudirse el agua de encima, y después me acerqué a la caja del bar para pagar.

– Ya ha pagado el abogado Dellissanti -me dijo el cajero.

Estuve a punto de contestar que el zumo me lo pagaba yo o algo por el estilo. Después pensé que era mejor evitar hacer el ridículo.

Siempre es mejor, dentro de los límites de lo posible.

Así que asentí con la cabeza, hice un gesto de saludo y me fui.

El buen humor que me había proporcionado el resultado del juicio de aquella mañana había desaparecido.

16

Martina y sor Claudia acudieron a mi despacho la víspera de la vista.

No fui directamente al grano. Me pasé un rato dando unas cuantas vueltas alrededor, tal como suelo hacer casi siempre. Lo primero que hice fue decirle a Martina que no era necesario que se presentara a la mañana siguiente. En aquella vista sólo se abordarían cuestiones preliminares, sugerencias de la acusación y peticiones de pruebas. Para eso era suficiente mi presencia.

No era necesario que perdiera un día de trabajo, dije.

No era necesario que se asustara antes de lo necesario. Pensé.

Sólo tendría que estar presente en la vista en la que la tendríamos que interrogar, probablemente en cuestión de unas cuantas semanas.

Me preguntó qué ocurriría exactamente en aquella vista. He ahí la cuestión.

Le dije lo que ocurriría con todo el tacto del que fui capaz.

Primero la interrogaría la Fiscalía y después yo también le haría algunas preguntas. Al final, vendría el turno de la defensa.

– Ésta es la parte más… complicada. La acusación se basa esencialmente en su palabra y, por consiguiente, el propósito del abogado de Scianatico es muy sencillo: desacreditarla. Intentará conseguirlo por todos los medios. Intentará hacerla incurrir en contradicciones; intentará provocarla para que pierda la calma. No es probable que se comporte amablemente y, si lo hace, será tan sólo para hacerle bajar la guardia. Hice una pausa antes de revelarle la peor parte. La miré a la cara. Parecía tranquila. Un poco aturdida, pero tranquila.

– Sacará a relucir sus problemas de salud, Martina. Sacará a relucir la historia de su ingreso hospitalario y el hecho de que haya tenido problemas… el tratamiento psiquiátrico.

Martina no cambió de expresión. Tal vez sólo hubo un aumento del desconcierto de su mirada.

Tal vez. Pero percibí casi de inmediato el olor. Intenso y ligeramente ácido.

Siempre he podido percibir el olor de las personas, reconocerlo y darme cuenta cuando cambia.

De niño, cuando entraba en el ascensor, siempre sabía decir cuál de los vecinos había pasado antes por allí. Y hasta asignaba nombres a los olores. Por ejemplo, había una señora que vivía en nuestro edificio que olía a sopa de judías. Una chica triste, gafotas y pálida olía, en cambio, a papel viejo y polvo. El propietario de una charcutería dejaba en el ascensor un olor cálido y compacto que ocupaba el espacio y provocaba una sensación de incomodidad. Muchos años después aspiré otro igual en una tienda de Estambul. Era tan parecido que, por un instante, pensé que el señor Curci iba a salir de repente de algún sitio, con su grueso cuello, su pequeña cabeza y sus cortos y macizos brazos. Transcurrieron unos cuantos segundos antes de que consiguiera escapar de aquel cortocircuito olfativo y recordar que aquel señor había muerto diez años atrás, cuando yo aún vivía en casa de mis padres. Y, por consiguiente, no era posible que estuviera recorriendo las tiendas de Estambul.

A menudo me doy cuenta de si una mujer está indispuesta por el olor. Es una cosa que no suelo decir por ahí, porque no es exactamente la clase de noticia que hace que las señoras se sientan cómodas.

Soy capaz de percibir y reconocer el olor del miedo, que es muy desagradable, rancio y ancestral. Lo he advertido muchas veces en las comisarías, en los cuarteles de los carabineros, en las cárceles, asistiendo a los interrogatorios de mis clientes. De los más desesperados, los más débiles o sólo los más cobardes, cuando comprenden que están metidos de verdad en un buen lío y no tienen ninguna escapatoria.

La primera vez fue cuando, recién convertido en letrado, tuve que atender de oficio a un hombrecillo acusado de homicidio. Me llamaron de noche desde la comisaría -estaba de guardia- porque tenían que someterlo urgentemente a interrogatorio. Decían que había apuñalado a un energúmeno que poco antes le había propinado una tanda de bofetadas y puñetazos en un bar. Decían que había un testigo que lo había visto. El hombrecillo -hombros estrechos y un poco encorvados, cara extraviada de pequeño depredador- se defendía, negándolo todo. No es verdad, no es verdad, no es verdad, repetía meneando la cabeza con una voz casi monótona y fuera de lugar, dada la situación. Pedía un careo con el testigo, que se equivocaba y seguramente se daría cuenta del error cuando lo viera. Era convincente en la gris y escueta esencia de su defensa, y a mí me asaltó la duda de que los agentes hubieran metido la pata. Y creo que esa duda también asaltó al fiscal sustituto que lo estaba interrogando.

Después se produjo un golpe de escena. En la sala donde tenía lugar el interrogatorio entraron dos agentes; uno de ellos llevaba una bolsita de plástico transparente a través del cual se veía un cuchillo de gran tamaño, de esos tipo «rambo», con la hoja manchada de sangre. La cara de ambos agentes era la de un gato con un ratón en la boca. El de la bolsita la balanceó delante de la cara del hombrecillo.

– Ahora sí que estás bien jodido, cabroncete. Habría sido mejor que tú mismo nos ayudaras a encontrarlo. Ahora ya no sabemos qué hacer con tu confesión. Hay más huellas aquí que en todos los archivos de la comisaría. Y son todas tuyas.

Estaba muy claro que el agente habría deseado subrayar sus palabras con un par de guantazos bien propinados. Pero, por desgracia -debió de pensar-, no podía hacerlo en presencia del juez y el abogado.

No recuerdo exactamente lo que ocurrió después. El hombre empezó a negarlo, pero poco después confesó, hay que reconocerlo. Aunque no recuerdo muy bien la secuencia, ni lo que dijo, ni lo que preguntaba el fiscal y tampoco lo que dije yo para otorgar un significado a mi inútil presencia. En aquel momento no era importante. Lo que, en cambio, recuerdo muy bien es el olor que poco después invadió la pequeña estancia de la comisaría. Anulando el pestazo a humo -el pestazo frío de muchos años y el pestazo aún caliente de una noche de interrogatorios-, los olores de las personas, del papel, del polvo, de los posos de café en los vasitos de plástico.

Era un olor agrio, invasor y un poco obsceno. Inconfundible para mí después de aquella noche.

Inmediatamente después de haberle dicho a Martina que el abogado de Scianatico escarbaría en sus problemas más íntimos y personales, percibí aquel olor. No muy fuerte, pero inconfundible. Y no fue agradable. Traté de ignorarlo mientras empezaba a facilitarle instrucciones acerca de la manera en que debería comportarse.

– Tal como ya hemos dicho, intentará provocarla. Y, por consiguiente, la primera norma es no responder a las provocaciones. Es lo que él quiere, pero nosotros no se lo tenemos que dar.

– ¿Cómo… cómo puede intentar provocarme?

– Con el tono de voz; con insinuaciones; preguntas agresivas.

Antes de seguir adelante, hice una breve pausa. Para respirar y echar un vistazo a sor Claudia. Su rostro mostraba la animada expresión de una escultura de la isla de Pascua.

– Alusiones a sus problemas personales… tal como ya le he dicho.

– ¿Pero qué tienen que ver mis problemas con el juicio?

Claro, ¿qué tenían que ver? Buena pregunta. Si has tenido necesidad de acudir a un psiquiatra, ¿no puedes actuar como testigo? ¿Puedes ejercer como abogado?, me pregunté antes de contestar, recordando algunos angustiosos fragmentos de mi pasado.

– En abstracto, y quiero subrayarlo, en abstracto, el hecho de que un testigo haya tenido algún tipo de problema de incomodidad o malestar con algo puede ser significativo. Para valorar la credibilidad de lo que dice, para reconstruir mejor la historia de sus declaraciones, etcétera. En concreto, nosotros -me refiero tanto a mí como a la Fiscalía- prestaremos mucha atención para impedir que se produzcan abusos. Pero tampoco sería una buena idea oponerse a cualquier pregunta acerca de sus problemas de salud…

Dificultad emocional. Problemas de salud. Me detuve a pensar que estaba haciendo auténticas acrobacias verbales para no llamar a las cosas por su verdadero nombre.

– … acerca de sus problemas de salud, porque podría parecer que tenemos algo que ocultar. Por tanto, mi idea es la siguiente, si ustedes… si usted está de acuerdo. Vamos a tratar de adelantarnos. Cuando me corresponda a mí interrogarla, yo seré el primero en hacerle preguntas acerca de estos temas. Ingreso hospitalario, tratamientos psiquiátricos, etcétera. De esta manera, sacamos a relucir esta cuestión con toda naturalidad, mostramos que no tenemos nada que esconder, le arrebatamos al abogado de la defensa el efecto sorpresa y la ocasión de influir en el juez, reducimos el riesgo de pasar por momentos de tensión. ¿Qué le parece?

Martina se volvió a mirar a sor Claudia; después me miró de nuevo a mí e hizo una señal mecánica de asentimiento con la cabeza. El olor era más intenso y me pregunté si sor Claudia podía percibirlo. En caso afirmativo, no se podía deducir de la expresión de su rostro. De la expresión de su rostro no se podía deducir nada. Reanudé mi exposición.

– Como es lógico, para poder hacerlo, es necesario que usted me lo cuente todo con calma.

Encendió un cigarrillo. Miró a su alrededor como si buscara algo entre los estantes, en el escritorio o al otro lado de la ventana. Después me lo contó todo. Una historia vulgar, como muchas otras.

Problemas con la alimentación desde la adolescencia. Problemas con los estudios en la universidad. Agotamiento nervioso causado por un examen que no conseguía aprobar. La depresión, la anorexia y el ingreso hospitalario. Y después el comienzo de la recuperación. Los medicamentos, la psicoterapia. Conocer a una enfermera que también trabajaba como voluntaria en Safe Shelter. Conocer a sor Claudia, su compromiso con las chicas en la casa-refugio. Al final, la licenciatura. El trabajo.

Conocer a Scianatico.

Y todo lo demás, que yo sabía en parte. Me dijo también otras cosas que yo no sabía acerca de su convivencia con Scianatico y de ciertas aficiones de éste. Cosas muy desagradables, pero que quizá podríamos exponer en el juicio si yo conseguía encontrar la manera de hacerlo.

Dijo también algo acerca de su familia. Algo de su madre. Y de su hermana menor, que estaba casada y ahora tenía un hijo. Del padre, en cambio, no me habló, y lógicamente se me ocurrió pensar que había muerto, pero no le hice ninguna pregunta al respecto.

El relato de Martina duró como mínimo tres cuartos de hora. Parecía un poco más tranquila, como si se hubiera quitado finalmente un peso de encima, y me repitió que ya no tomaba medicamentos desde hacía por lo menos cuatro años.

Esperemos que no vuelva a tomarlos después de este juicio, pensé.

– ¿Le puedo preguntar una cosa? -dijo tras haber encendido otro de sus cigarrillos.

– Dígame.

– ¿Él estará presente en la sala cuando me interroguen?

– No lo sé. Es libre de ir o no ir; sólo lo sabremos aquella misma mañana. Pero a usted le tiene que ser indiferente el hecho de que esté o no esté.

– ¿Pero él también me podrá hacer preguntas?

– No. Las preguntas sólo se las puede hacer su abogado. Y a este respecto, recuerde una cosa: cuando el abogado la interrogue y cuando usted responda, no lo mire a él. Mire al juez, mire hacia delante; no lo mire a él. Recuerde que no tiene que entrar en conflicto con él, y eso es más fácil si evita enfrentarse a él con la mirada. Y después, si no ha entendido bien una pregunta, no trate de contestar. Amablemente y sin mirarlo, dígale al abogado que no ha comprendido y pídale que se la repita. Y, si yo o la Fiscalía protestamos por alguna pregunta que le hagan, deténgase, no conteste y espere la decisión del juez. Todas estas cosas se las repetiré la víspera de la primera vista en la que será interrogada, pero trate de recordarlas ya desde ahora.

Pregunté si había alguna otra cosa que quisieran saber. Martina meneó la cabeza. Sor Claudia me miró unos instantes. Después debió de pensar que no era el momento para aquella pregunta, cualquiera que ésta fuera. Ella también negó con la cabeza.

– Pues entonces, todo arreglado. Nos llamamos mañana por la tarde y les digo qué ha ocurrido.

Es lo que dije mientras las acompañaba a la puerta.

Pero no estaba nada convencido de que todo estuviera arreglado.

Cuando se fueron, abrí las ventanas, a pesar de que fuera hacía frío. Para ventilar.

No quería que el ácido olor del miedo permaneciera mucho rato allí dentro.

17

Cerré el despacho, regresé a casa, cené con Margherita y, a la hora de ir a dormir, dije que bajaría a mi apartamento. Tenía que trabajar, examinar unos documentos para el juicio del día siguiente y tardaría un buen rato en irme a la cama. No quería molestarla y prefería dormir en mi casa.

Sólo era cierto que no quería molestarla. Hay noches en que ya sabes que te la vas a pasar en blanco. No es que haya una señal especial, llamativa e inconfundible. Simplemente lo sabes. Y aquella noche lo sabía. Sabía que me metería en la cama y allí me quedaría, completamente despierto, por espacio de una hora o algo más. Después me tendría que levantar, porque no puedes estar en la cama las noches de insomnio. Daría vueltas por la casa, me pondría a leer algo con la esperanza de que me entrara el sueño, encendería el televisor y cumpliría todo el resto del ritual. No quería que todo eso ocurriera en casa de Margherita. No quería que me viera enfermo, aunque sólo fuera de insomnio ocasional. Me daba vergüenza.

Cuando le dije que me iba a mi casa para trabajar, ella me miró directamente a los ojos.

– ¿Ahora vas a trabajar?

– Pues sí, ya te lo he dicho. Tengo ese juicio que empieza mañana. Habrá un montón de cuestiones preliminares, es un juicio muy pesado y tengo que volver a organizado todo.

– Eres uno de los peores embusteros que jamás he conocido.

– Conque soy muy malo, ¿eh?

– De los peores.

Me encogí de hombros, pensando que antes se me daba bastante bien decir mentiras. Aunque con ella jamás me había ejercitado.

– ¿Qué es lo que te ocurre? Si te apetece estar solo, basta con decirlo.

Claro, basta con decirlo.

– Creo que esta noche no voy a dormir y, por consiguiente, no quiero que tú también te quedes despierta.

– ¿No vas a dormir? ¿Y eso por qué?

– No voy a dormir. No sé exactamente por qué. A veces me ocurre. Lo de saberlo por adelantado, quiero decir.

Me miró de nuevo a los ojos, pero ahora con una expresión distinta. Se preguntaba cuál debía de ser el problema, puesto que yo no se lo había dicho y puede que ni siquiera lo supiera. Se preguntaba si podía hacer algo. Al final, llegó a la conclusión de que aquella noche no podía hacer nada. Entonces me apoyó la mano en un hombro, me lo apretó un segundo y después me dio un rápido beso.

– Muy bien, pues buenas noches, nos vemos mañana. Y, si te entra sueño, no te quedes despierto sólo por coherencia.

Me retiré con una especie de sensación de culpa indefinida y desagradable.

Después todo se desarrolló según el guión. Una hora dando vueltas en la cama con la estúpida esperanza de haberme equivocado en la interpretación de los signos premonitorios. Más de una hora delante de la pantalla del televisor viendo hasta el final El lobo de la Sila, con Amedeo Nazzari, Silvana Mangano y Vittorio Gassman.

Interminables minutos leyendo Minima Moralia, el duro texto de Adorno. Con la esperanza, que trataba de ocultarme a mí mismo, de aburrirme hasta el extremo de experimentar una sensación de sueño invencible. Me aburrí, pero el sueño no llegó.

Me quedé un poco traspuesto -una especie de ansioso duermevela- sólo cuando una luz enfermiza y un ligero, metódico e inexorable rumor de lluvia empezaron a filtrarse a través de las persianas, anunciando el día que se avecinaba.

Crucé la ciudad bajo aquella misma lluvia, tratando de protegerme con un paraguas de bolsillo adquirido unas cuantas semanas atrás a un vendedor ambulante chino. Tal como suele ocurrir la segunda vez que se utiliza algo comprado a un chino -es decir, aquella mañana-, el paraguas se rompió y yo me mojé. Cuando, a punto de sonar las nueve y media, llegué a la sala del tribunal, no estaba de buen humor.

18

La sala donde se celebraban las vistas de Caldarola se encontraba hacia la mitad de un pasillo. Como todos los días en que se celebraban juicios, la confusión era tremenda. Se mezclaban entre sí los acusados, sus abogados, los agentes de la policía y los carabineros que tenían que declarar, amén de unos cuantos jubilados que pasaban las interminables mañanas asistiendo a juicios en lugar de jugar a cartas en los bancos de los parques. A aquellas alturas, todo el mundo los conocía y ellos conocían y saludaban a todo el mundo.

A unos cuantos metros de distancia de aquel numeroso grupo había otras personas con unas hojitas de papel en la mano y una expresión desorientada; la expresión de alguien que no habría deseado estar allí. Eran los testigos de los juicios, por regla general, las víctimas de los delitos. En las hojitas decía que estaban obligados a presentarse ante el juez y que «en caso de incomparecencia no causada por legítimo impedimento, podrían ser obligatoriamente acompañados por la policía judicial y condenados al pago de una suma…», etcétera, etcétera.

Estaban a punto de vivir una experiencia irreal en el mejor de los casos. Una experiencia que no serviría para aumentar su confianza en la justicia.

Entre los dos grupos se filtraba la muchedumbre de paso con un movimiento ininterrumpido. Funcionarios con carritos y montones de expedientes; acusados que buscaban la sala en que se iba a celebrar su juicio o bien a sus abogados; agentes de la policía penitenciaria que acompañaban a detenidos esposados; rostros sombríos y extraviados; delincuentes con aire de habituales de los tribunales y las comisarías; otros delincuentes que al poco rato identificabas como agentes de la brigada antitironeros; jóvenes abogados con bronceados fuera de temporada, grandes cuellos de camisa y grandes nudos de corbata; personas normales desperdigadas por los tribunales por los más variados motivos. Casi nunca buenos.

Todos habrían querido irse de allí cuanto antes. Yo también.

Sentada en un banco, con la mirada fija en una sucia pared, estaba sor Claudia. Con su habitual chaleco de piel negra y pantalones militares con grandes bolsillos. Nadie se había sentado a su lado. Ninguna de las personas que permanecían de pie se encontraba situada demasiado cerca de ella. Distancia de seguridad, vi escrito en mi cabeza durante un par de segundos.

No sé cómo se las arregló para verme, porque su mirada estaba aparentemente clavada en la pared que tenía delante y yo me encontraba situado hacia un lado entre la gente. Pero lo cierto es que cuando ya estuve a cinco o seis metros de ella, volvió la cabeza como obedeciendo a una orden silenciosa e inmediatamente se levantó con aquel movimiento suyo tan fluido y peligroso de animal depredador.

Me detuve a unos diez centímetros de ella, rozando aquella burbuja en la que los demás no se atrevían a entrar. La saludé con un movimiento de cabeza y ella correspondió de la misma manera.

– ¿Cómo así ha venido?

Por una décima de segundo, me pareció captar en su rostro algo similar a la turbación y una sombra de rubor. Una décima de segundo, pero puede que sólo fueran figuraciones mías. Cuando habló, su voz era la de siempre, gris como el acero de ciertos cuchillos.

– Martina no viene. Se lo dijo usted. Y entonces he venido yo para ver qué ocurre y contárselo a ella después.

Asentí con la cabeza y dije que ya podíamos entrar en la sala. La sesión no tardaría en empezar y era mejor estar allí para averiguar a qué hora empezaría nuestro juicio. Mientras lo decía, me di cuenta de que aún no había visto a Scianatico y tampoco a Dellissanti.

19

Sor Claudia se sentó detrás de la balaustrada que separa el espacio destinado al público del correspondiente a los abogados, los acusados, el ministerio público y el secretario. El juez. En resumen, el lugar en el que se celebra el juicio.

Tras haberle explicado brevemente lo que iba a ocurrir en cuestión de un momento, me dirigí al secretario judicial, que ya estaba sentado en su sitio. Tenía delante dos columnas de expedientes: los juicios que teóricamente se tenían que celebrar en aquella sesión. Teóricamente. En la práctica, habría suspensiones, nulidades, aplazamientos a petición de la defensa o bien «a causa de la excesiva acumulación de casos del día de hoy». Es decir, al término de la sesión, el juez sólo habría dictado sentencia en tres o cuatro causas como máximo.

Caldarola no pensaba que el exceso de trabajo fuera algo muy digno de un magistrado.

Le pedí al secretario que me dejara ver el expediente. Quería comprobar la lista de los testigos del ministerio público y de la defensa. Yo no había entregado ninguna lista, porque daba por descontado que Alessandra Mantovani ya habría solicitado todos los testigos relevantes.

El secretario me entregó el expediente y yo fui a sentarme en uno de los bancos reservados a los abogados. Todos todavía desiertos, a pesar de la muchedumbre que había fuera.

Como era de prever, Mantovani había solicitado todos los testigos necesarios: Martina, obviamente, el inspector de la policía que había llevado a cabo las investigaciones, un par de chicas de Safe Shelter, la madre de Martina, los médicos. No había ninguna sorpresa.

Las sorpresas desagradables estaban en la lista de la defensa. Había una decena de testigos que tendrían que declarar:

1) acerca de las relaciones entre el profesor Scianatico y la presunta parte ofendida, Martina Fumai, en convivencia comprobada;

2) en particular, acerca de las apreciaciones extraídas del trato con el profesor Scianatico y la presunta parte ofendida;

3) acerca de sus conocimientos sobre las patologías físicas y psíquicas de la presunta persona ofendida y sobre los aspectos menos evidentes de los comportamientos derivados de dichas patologías;

4) acerca de los motivos del cese de la convivencia de los que ellos tengan conocimiento.

Pero el verdadero problema no eran aquellos testigos. Ésos sólo servían para el relleno. El problema era el nombre que cerraba la lista. El profesor Genchi, catedrático de medicina legal y psiquiatría forense. Se le requería como asesor para que declarara: «… acerca de las condiciones de salud mental de la presunta persona ofendida, evaluadas a través del contenido de las declaraciones testimoniales y de las pruebas documentales que se exigirán con el fin de establecer la idoneidad mental de la presunta persona ofendida para declarar como testigo y, en cualquier caso, de evaluar la credibilidad de los contenidos de dicha declaración».

Conocía a aquel profesor; había coincidido con él en muchos juicios. Era una persona seria, muy distinto de algunos de sus colegas, que se dedican a preparar informes complacientes y muy bien pagados sobre delincuentes detenidos. Para sostener que éstos padecen graves trastornos mentales que desaconsejan totalmente su ingreso en la cárcel y que, en consecuencia, deberían quedar de inmediato bajo arresto domiciliario. Huelga decir que esos señores, en el noventa y nueve por ciento de los casos, están más sanos que una manzana. Y huelga decir también que estos asesores lo saben muy bien, pero, ante según qué honorarios, no hilan demasiado delgado.

Genchi era una persona seria de quien los jueces se fiaban. Y era lógico que así fuera. Jamás se habría prestado a declarar en un juicio para decir bobadas o para presentar un informe amañado. Dellissanti había elegido a un experto que jamás habría permitido que alguien ejerciera su influencia para conseguir que exagerara sus valoraciones. Lo cual significaba que se sentía muy seguro.

Mientras leía con preocupación percibí una presencia a mi espalda. Me volví, levantando los ojos. Alessandra Mantovani, con la toga ya sobre los hombros. Me saludó de manera muy profesional -buenos días, abogado- y yo contesté de la misma manera. Buenos días, fiscal.

Después fue a sentarse en su sitio. Su rostro estaba imperceptiblemente tenso. Unas arruguitas en las comisuras de la boca; los ojos levemente entornados. Tuve la certeza de que ya había leído la lista de Dellissanti. El funcionario que la seguía depositó en su banco dos polvorientas carpetas de tapas descoloridas, llenas de expedientes. Trascurrieron unos minutos y finalmente entró Dellissanti con su consabido séquito de secretarias, ayudantes y pasantes. Casi inmediatamente sonó el timbre eléctrico que señalaba el comienzo de la vista.

Habían llegado prácticamente juntos. El abogado del acusado y el juez.

Una casualidad, seguro.

20

Los preliminares concluyeron enseguida.

El juez declaró abierto el juicio oral y ordenó leer las acusaciones al secretario judicial; íntegramente, según las disposiciones legales. Algo que no suele hacerse en la práctica. El juez pregunta a las partes: «¿damos por leídas las acusaciones?». Y, por regla general, ni siquiera escucha la respuesta y sigue adelante. Da por descontado que a nadie le interesa escuchar la lectura de las acusaciones, porque todo el mundo ya las conoce perfectamente por adelantado.

Aquel día Caldarola no dio por leídas las acusaciones y las tuvimos que escuchar íntegras en la nasal y opresiva voz del secretario judicial Filannino Barletta. Un hombre delgado, de piel grisácea, poco pelo y una mueca de tristeza perversa en las comisuras de la boca.

Eso no me gustó. Caldarola era un sujeto que intentaba por encima de todo despachar rápidamente los asuntos. Olía a chamusquina que perdiera tanto tiempo con las formalidades, debía de significar algo, pero yo no entendía muy bien qué.

Tras la lectura de las acusaciones, Caldarola invitó al ministerio público a presentar sus peticiones de pruebas. Alessandra se levantó y la toga se deslizó impecablemente a lo largo del cuerpo sin que fuera necesario arreglarla sobre los hombros. Tal como le ocurría a casi todo el mundo y, por ejemplo, a mí.

Habló muy poco. Prácticamente se limitó a decir que demostraría todos los hechos señalados en las acusaciones a través de los testigos de su lista y la exhibición de documentos. Por su manera de mirar al juez, me di cuenta de que ella también experimentaba una sensación similar a la mía. La de que algo estaba ocurriendo a nuestras espaldas.

Después me tocó a mí, y yo hablé todavía menos. Me remitía a las peticiones del ministerio público, solicitaba interrogar al acusado, si él accedía a responder, y me reservaba hacer mis propias observaciones acerca de las peticiones de la defensa cuando las hubiera oído.

– Se concede la palabra a la defensa del acusado.

Dellissanti se levantó.

– Gracias, Señoría. Estamos todos aquí, pero no deberíamos estarlo. En efecto, hay juicios que ni siquiera tendrían que empezar. Y éste es uno de ellos.

Primera pausa. La cabeza se volvió hacia el banco donde estábamos sentados nosotros. Alessandra y yo. Buscaba provocarnos. Alessandra mostraba un rostro inexpresivo y miraba al vacío, hacia algún lugar por detrás del estrado del juez. Yo no era tan hábil y, en lugar de ignorarlo, tenía los ojos clavados sobre él, que era exactamente lo que él quería.

– Un profesional, un académico íntegro a carta cabal, miembro de una de las familias más importantes y respetadas de nuestra ciudad, ha sido arrastrado al barro por unas acusaciones falsas que sólo tienen su origen en el resentimiento de una mujer desequilibrada y…

Me levanté casi de golpe. Había mordido el anzuelo.

– Señor juez, la defensa no puede hacer estas afirmaciones ofensivas. Y menos aún en esta fase en la que se tiene que limitar a la petición de pruebas. Le ruego que invite al abogado Dellissanti a atenerse escrupulosamente a las disposiciones legales: exponer los hechos que pretende demostrar y solicitar la admisión de las pruebas. Sin comentarios.

Caldarola me dijo que no era necesario que me alterara. Aunque, de todos modos, en caso de que no me tranquilizara, daría exactamente lo mismo. El juego no estaba en mis manos.

– Abogado Guerrieri, no se lo tome de esta manera. La defensa tiene derecho a aclarar el contexto y las razones de su petición de pruebas. De otro modo, ¿cómo puedo yo comprender si dicha petición está justificada? Usted siga adelante, abogado Dellissanti. Y usted, abogado Guerrieri, procuremos evitar ulteriores interrupciones.

Hijo de puta. Lo pensé, pero habría deseado decirlo. Grandísimo hijo de puta. ¿Qué te han prometido?

Dellissanti tomó de nuevo la palabra, totalmente a sus anchas.

– Gracias, Señoría, usted ha captado perfectamente el sentido, como siempre. Es, en efecto, evidente que, para presentar nuestras pruebas, tengo que exponer algunas consideraciones que constituyen la premisa de dichas pruebas. Queremos presentar, en esencia, tal como efectivamente haremos, una petición de comparecencia de un asesor psiquiátrico. Debemos decir, y debemos poder decir, que lo haremos porque consideramos que la presunta persona ofendida está aquejada de graves trastornos psíquicos que ponen en entredicho su credibilidad e igualmente su capacidad para prestar declaración como testigo. En estas circunstancias, sobre todo cuando está en juego la honorabilidad, la libertad y la propia vida de un hombre como el profesor Scianatico, queda muy poco espacio para eufemismos o circunloquios. Les guste o no les guste al ministerio público y a la parte civil.

Otra pausa. Su cabeza se volvió de nuevo hacia nuestro banco. Alessandra era una especie de esfinge. Si bien, mirándola con atención, se podía percibir en ella una minúscula y rítmica contracción de la mandíbula un poco por debajo del pómulo. Pero eso sólo mirándola con mucha atención.

– Así que solicitamos, en primer lugar, probar que la presunta -dijo presunta con un bisbiseo que casi pareció un escupitajo- persona ofendida está aquejada de patologías psiquiátricas que sabrá exponer mejor nuestro asesor, debidamente consignado en la lista, el profesor Genchi. Un nombre que no necesita presentación. Pedimos, además, demostrar la existencia de dichas patologías, las razones de la separación que tuvo lugar a su debido tiempo y, con carácter más general, las de una situación de grave inadaptación social e inadecuación personal de la presunta parte ofendida a través de los testigos incluidos en nuestra lista. Solicitamos también que preste declaración el profesor Scianatico, quien, lo comunico ya desde ahora, accede ciertamente a ser interrogado y a responder a cualquier pregunta para, de esta manera, poder facilitar ulteriores elementos que demuestren su inocencia. No tenemos ninguna consideración que hacer acerca de las peticiones de prueba presentadas por el ministerio público. Y tampoco acerca de las presentadas por la parte civil, la cual, a decir verdad, no parece haber hecho ninguna que sea especialmente significativa. Gracias, Señoría, he terminado.

Cuando Dellissanti terminó de hablar, Caldarola ya estaba empezando a dictar su decreto.

– El juez, oídas las peticiones de las partes, considerando…

– Pido perdón, Señoría, pero tengo algunas observaciones que hacer sobre la petición de pruebas formulada por la defensa. Si me concede usted la palabra.

Alessandra había hablado con una voz baja y cortante, apenas modulada por su leve acento de la región del Véneto. Caldarola adoptó una expresión un tanto turbada e incluso me pareció observar un atisbo de rubor en su rostro, habitualmente amarillento. Como si lo hubieran sorprendido haciendo algo vagamente vergonzoso.

– Faltaría más, señora fiscal.

– No tengo ninguna observación acerca de la petición de admisión de los numerosos testigos señalados en la lista. Me parecen excesivos, pero no es la cuestión que pretendo plantear. No ahora, por lo menos. Quisiera decir algo, en cambio, acerca de la petición de comparecencia del profesor Genchi, señalado en la lista de la defensa como asesor especializado en psiquiatría. Deseo plantear un par de cuestiones acerca de esta petición. Una se refiere específicamente al caso que desde hoy nos ocupa. La otra es de carácter más general y se refiere a si puede admitirse semejante petición. ¿El profesor Genchi ha visitado alguna vez a la señora Martina Fumai? ¿El profesor ha visto por lo menos alguna vez a la señora Martina Fumai? La defensa no nos lo ha dicho, mientras que sí nos ha dicho, en cambio, con gran, apodíctica y, sobre todo, ofensiva seguridad que la señora Martina Fumai es una desequilibrada. Si, tal como yo creo, el profesor Genchi jamás ha visitado a la persona ofendida en este juicio, me pregunto sobre qué debería versar su declaración como asesor. Porque la defensa, violando la esencia de su deber de revelar la información obtenida para sus alegatos, no nos lo ha dicho. ¿Es posible solicitar la realización de pruebas psiquiátricas a un testigo, o incluso a un acusado, sin que de las actas se pueda deducir la necesidad de llevarlas a cabo? Hay que responder a esta pregunta de carácter general antes de adoptar una decisión acerca de la petición de la defensa. Porque, señor juez, acceder a semejante petición sin que ésta se fundamente en algo significa crear un peligroso precedente. Cada vez que un testigo no sea de nuestro agrado, por las más variadas razones, buenas o menos buenas, podremos solicitar que venga un psiquiatra a hablarnos de los problemas privados y personales de este testigo. ¿Y quién no tiene problemas personales, emocionales o dependencias? Incluso problemas de alcoholismo. Unos problemas que sólo son asunto de cada uno y que el testigo desearía, con toda justicia, que siguieran siendo sólo asunto suyo.

Silabeó las últimas palabras volviéndose a mirar a Dellissanti, sentado en su banco. Entre los distintos rumores que corrían acerca de él, se incluía su afición por las bebidas de alta graduación. Incluso en horarios no convencionales como, por ejemplo, a primera hora de la mañana en bares de la zona donde tenía el despacho. El otro no devolvió la mirada. Mostraba un rostro ceñudo, con las mandíbulas fuertemente apretadas. La atmósfera estaba empezando a resultar un poco opresiva.

– Y, por consiguiente, señor juez, me opongo rotundamente a la admisión de la declaración del asesor señalado por la defensa. Por lo menos hasta que no se nos aclare en términos concretos a qué datos tendría que referirse dicha declaración y de qué manera los mencionados datos guardan relación con el objeto de este proceso.

Yo me adherí a la oposición del ministerio público. Después Dellissanti pidió nuevamente la palabra. Su tono ya no era tan relajado como al principio.

– Yo, la verdad, Señoría, no entiendo de qué tienen miedo el ministerio público y la parte civil. O quizá sí lo entiendo, si he de ser sincero, pero prefiero evitar los pretextos polémicos. Y, de todos modos, las situaciones que se plantean son dos. O la señorita Martina Fumai no tiene problemas de carácter psiquiátrico, en cuyo caso no hay nada de qué preocuparse, tratándose de la declaración de un especialista como el profesor Genchi. O la señorita Fumai sí tiene problemas de naturaleza psiquiátrica. En cuyo caso estos problemas, así los llamo en términos deliberadamente genéricos, conviene que emerjan a la superficie para que se pueda establecer su incidencia en la capacidad de prestar declaración y, más en general, para evaluar la credibilidad de dicha declaración. Y, en cualquier caso, Señoría, para evitar la prolongación de una polémica y de unas protestas claramente instrumentales, yo puedo ya de entrada presentar fotocopia de la documentación médico-psiquiátrica referente a la presunta persona ofendida.

Dellissanti tomó una carpeta de color azul cielo y la alargó con un vago gesto de la mano hacia el juez. Uno de sus bien adiestrados ayudantes se levantó de golpe, recogió la carpeta y la depositó en el estrado del juez.

En aquel momento, me levanté y pedí la palabra.

– Muy brevemente -me advirtió Caldarola, que ahora ya estaba empezando a perder la paciencia.

– Sólo dos palabras, Señoría -me estaba escuchando hablar a mí mismo y mi voz sonaba tensa-. En primer lugar, nos gustaría saber de qué manera la defensa ha entrado en posesión de esas fotocopias. Es más, si he de ser sincero, nos gustaría, en primer lugar, examinar dichas fotocopias, siendo así que el abogado Dellissanti no ha tenido la amabilidad de ponerlas a disposición del ministerio público y de la parte civil. Tal como, antes que las normas procesales, hubieran exigido las de la educación.

Dellissanti, que acababa de sentarse en una silla que a duras penas podía contener su enorme trasero, se volvió a levantar con una agilidad insospechada. Se puso muy colorado, no sólo la cara, sino también el cuello. El rubor formaba un extraño contraste con el cuello blanco de su camisa. Que apretaba un cuello brutal, casi el doble del mío. Gritó que él no aceptaba lecciones de procedimiento, y tanto menos de buena educación, de nadie. Gritó otras cosas, supongo que ofensivas; pero yo no las oí porque también levanté la voz y, en cuestión de un momento, la vista se convirtió en lo que se dice una indigna trifulca.

A veces ocurre. Las llamadas salas de justicia raras veces son lugares de reunión de caballeros. No las que yo he visto y frecuentado. No la de Caldarola aquella mañana.

Terminó de la peor manera. Por lo menos para mí. El juez dijo que me retiraba la palabra. Yo dije que me hubiera gustado igualdad de trato entre mi persona y la del abogado del acusado. Él me exigió que me abstuviera de hacer insinuaciones ofensivas y repitió -«por última vez»- que me retiraba la palabra. Yo no dejé de hablar y el tono y el volumen de mi voz no eran bajos ni tranquilos. Sabía que estaba haciendo una gilipollez. Pero no conseguía contenerme. Exactamente igual que cuando era pequeño, durante los partidos de fútbol de los campeonatos escolares, cuando respondía a las provocaciones más estúpidas, me entregaba a las peleas y regularmente me expulsaban.

Acabó más o menos como aquellos partidos de fútbol. El juez suspendió la sesión durante cinco minutos. Cuando regresó, su rostro ya no era cordial. Para salvar las formas, permitió que Alessandra y yo examináramos el expediente de Dellissanti. Contenía la copia de una historia clínica de un centro privado del Norte en el que Martina había permanecido ingresada unas cuantas semanas.

Tanto Alessandra como yo nos opusimos una vez más a admitir aquella prueba y a la comparecencia de Genchi. Caldarola ordenó hacer constar en acta su decisión con su habitual voz monocorde, en la que ahora se advertían, sin embargo, unos matices de irritación y de amenaza.

El juez, oídas las peticiones de las partes a propósito de las pruebas; considerando que todas las pruebas solicitadas son admisibles y guardan relación con el objeto del proceso;

considerando, en particular, que es pertinente la obtención de documentación médico-psiquiátrica acerca de la parte ofendida e igualmente la comparecencia de un especialista en psiquiatría, ambas solicitadas por la defensa del acusado con el fin de valorar las declaraciones de la susodicha parte ofendida y establecer (tal como expresamente contempla el artículo 196 del código penal) su idoneidad física y mental para prestar declaración;

considerando igualmente que el comportamiento del defensor de la parte civil, el abogado Guerrieri, en la presente vista no parece exento de que se tomen medidas disciplinarias y debe ser sometido por tanto a la evaluación de las Autoridades competentes; por estas razones:

admite todas las pruebas solicitadas por las partes; aplaza el comienzo de la vista oral al día 15 de enero de 2002; dispone el envío de la copia de la presente vista al señor Fiscal del Estado en esta sede y al Consejo del Colegio de Abogados de Bari para que establezcan, dentro de sus respectivas competencias, la existencia de indicios de responsabilidad en la actuación del abogado Guido Guerrieri, del Foro de Bari.

– Has hecho una gilipollez -me susurró Alessandra mientras abandonábamos la sala.

– Ya lo sé.

Busqué algo que añadir, pero no encontré nada. A nuestra espalda se encontraba Dellissanti con los suyos. Hablaban entre sí. Hacían comentarios y, a pesar de que yo no captaba las palabras, no cabía la menor duda acerca del tono. Satisfecho.

Me despedí de Alessandra y apuré el paso porque no quería oírlos. Cualquiera que hubiera contemplado la escena y hubiera visto lo que había ocurrido antes habría pensado que huía.

Sor Claudia, que había permanecido todo el rato en la sala, se deslizó a mi lado sin que yo me diera cuenta del lugar de donde había salido.

Se fue conmigo sin hacer preguntas.

No me hizo daño aquella vez. Cuando terminó, me dijo que aquello era un secreto entre él y yo. No tenía que decirle nada a nadie. Si le decía algo a alguien, ocurrirían cosas muy feas.

Había un cachorro en el patio. Era un bastardito blanco y yo le había puesto el nombre de Snoopy. Dormía en una caja muy grande y yo le llevaba de comer todas nuestras sobras y algunas veces un poco de leche alargada con agua. Decía que era mi perro, aunque sabía muy bien que jamás me habrían permitido subírmelo a casa.

Él me dijo que si le comentaba a alguien nuestro secreto, el cachorro moriría. Yo regresé al patio, les dije a los otros niños que ya no tenía ganas de jugar y me fui a abrazar a Snoopy. Sólo entonces me puse a llorar.

De las veces que hubo después ya no conservo un recuerdo tan claro. Son confusas, se mezclan la una con la otra. Siempre en aquella habitación, con la cama deshecha, el pestazo de los cigarrillos. Los otros olores. Botellas de cerveza en la mesilla o tiradas por el suelo. Los ruidos que él hacía cuando estaba… terminando. El temor de que mi hermanita, que a menudo estaba en la habitación de al lado, pudiera entrar y vernos.

Había transcurrido más de un año -lo recuerdo muy bien porque estudiaba primero de bachillerato inferior- cuando él dijo que me estaba haciendo mayor y que había ciertas cosas -otras cosas- que yo tenía que saber y que él me tenía que enseñar. Era una tarde de lluvia y mi madre no estaba. Trabajaba también por la tarde, cuando podía, porque él siempre estaba en el paro y no podíamos salir adelante.

Aquella vez me hizo daño. Mucho daño. Y el dolor me duró varios días.

Al terminar, me dijo que ahora ya era una mujer. Mientras me lo decía, me dio un pellizco en la mejilla; con el índice y el pulgar. Como un gesto de ternura.

En aquel momento, por primera vez, pensé que habría deseado que muriera.

21

Ir al supermercado me relaja. Siempre ha sido así, desde que era pequeño. Entonces mi madre y yo íbamos al de los almacenes Standa de Corso Vittorio Emanuele, bajábamos al sótano, cogíamos un carrito y hacíamos la compra. Recuerdo la agradable sensación de frío que se notaba al bajar el último tramo de la escalera, pasando entre los estantes refrigerados y la mezcla de olores de los alimentos crudos. La carne -en los estantes refrigerados, claro-, las verduras, la charcutería, el plástico; todo mezclado en un solo y singular olor complicado y un poco aséptico que para mí era «el olor de la Standa». Por aquel entonces, aún no había tantos supermercados y el hecho de ir a la Standa era algo así como ir al parque de atracciones de la Feria de Levante, que se celebraba en septiembre poco antes de que empezaran las clases en la escuela.

En el supermercado Standa había ciertos productos que no se encontraban en ningún otro sitio. Por ejemplo, unos quesitos envasados de aspecto vagamente exótico cuyo nombre no recuerdo. Pero el sabor sí lo recuerdo muy bien; sabían a jamón, una especie de sabor rústico mucho más intenso que el de aquellos triangulitos que yo estaba acostumbrado a comer y que no sabían a nada. Había unos biscotes franceses que parecían pastas. Eran un artículo de lujo y no se podían comer como los biscotes normales, con leche, por ejemplo. Y había muchas otras cosas con las que llenábamos el carrito, que siempre quería conducir yo; cosas que ahora llenan mi recuerdo con los colores deslucidos y nostálgicos de ciertas películas en superocho.

Creo que a todos los niños de mi edad les gustaba ir al supermercado.

A mí me sigue gustando ahora. Hay tardes que ya no aguanto a los clientes, los papeles, el despacho, las llamadas de los compañeros. Entonces me entran ganas de salir para ir a la librería o al supermercado. Por regla general, consigo que se me pasen las ganas de salir porque hay otros clientes, otros papeles, otros compañeros coñazos con quienes hablar por teléfono. Algunas veces, sin embargo, cuando he llegado verdaderamente al límite, salgo. Y algunas veces hasta cojo el coche y me ausento durante una e incluso dos horas para irme a uno de esos gigantescos hipermercados del extrarradio.

Me produce una sensación de libertad eso de dar vueltas por la tarde entre los estantes con un carrito y comprarme las cosas más inútiles, la comida más imposible, los libros con descuento del veinte por ciento, los artículos electrónicos -que después no utilizo jamás- en oferta. Cuando vuelvo al despacho, me siento mejor; no exactamente impaciente por reanudar el trabajo, pero bueno, un poco mejor.

Aquella tarde estaba precisamente en mi supermercado preferido. Una nave industrial inmensa justo en medio de uno de los suburbios más degradados de la ciudad. Un lugar casi irreal.

Me encontraba delante de las estanterías de los alimentos étnicos y estaba haciendo acopio de tacos mexicanos, arroz basmati, botes de fideos tailandeses, cuando oí salir del bolsillo de mi trenca, en crescendo, las notas de «Oh, Susana». La última e imposible melodía con la que había personalizado mi móvil. No identifiqué el número.

– ¿Sí?

– ¿Guido Guerrieri?

Voz de mujer.

– ¿Con quien hablo?

– Claudia.

Estaba a punto de preguntar.

¿Qué Claudia?

Pero enseguida la reconocí.

– Ah, hola.

Inmediatamente después recordé que nos tratábamos de usted. No sé por qué se me había ocurrido decir «hola». Hubo un instante de silencio.

– …hola.

En aquel momento me sentí incómodo. No sabía si hablarle de tú o de usted, puesto que diciéndole «hola» en cierto modo ya la había tuteado. A veces pienso que soy un inadaptado social. Elegí la forma impersonal. Típica precisamente de los inadaptados sociales. De aquellos que cuando se tropiezan con alguien por la calle a quien no saben cómo dirigirse dicen «qué tal».

– ¿Todo bien? ¿Alguna novedad?

– He llamado a tu despacho y me han dicho que no estabas. Entonces he recordado que me habías llamado al móvil y que yo había memorizado tu número. ¿Te molesto?

Bueno, verás, es que estoy aquí tratando una delicada cuestión de tráfico internacional de rollitos de primavera, pero intentaré encontrar de alguna manera un minuto para ti, monja.

No era ninguna molestia, naturalmente.

Me dijo que al día siguiente haría una exhibición de su arte marcial. Estaba abierto al público y, si todavía me apetecía ver cómo era, podía ir a aquel gimnasio de la zona de la cárcel. Ella y sus alumnos estarían allí desde las seis de la tarde hasta las nueve de la noche.

Me sorprendí, pero dije que iría; ella dijo que muy bien y colgó. Sin despedirse.

La tarde siguiente salí del despacho a las seis y media, aplazando una cita con un cliente que me tenía que pagar y que, por consiguiente, no puso ningún reparo. Decidí ir a pie, a pesar de que me quedaba un poco lejos, y a las siete y cuarto ya estaba en la dirección que Claudia me había facilitado. Era un gimnasio en el que hacían danza, yoga, cosas por el estilo. Se llamaba Cuerpopsique y, al entrar, pensé que estaba a punto de asistir a algo vagamente esotérico de tipo zen, meditación, movimientos lánguidos y espiritualidad oriental. Cosas que más bien no me entusiasman.

Entonces me sentí de repente un poco incómodo ante la idea de perder una tarde de trabajo de aquella manera y me dije que me quedaría una media hora por educación. Después me despediría y regresaría al despacho tomando quizá un taxi para llegar antes.

El gimnasio tenía suelo de parquet, un gran espejo que cubría toda una pared, una barra para los ejercicios de ballet. Exactamente lo que yo me había imaginado al ver el rótulo. Había unos cuantos bancos ocupados por una decena de espectadores. Me senté en uno de los pocos espacios libres.

Si el gimnasio correspondía a lo que yo había imaginado, las cosas que ocurrían encima del parquet -la lección de Claudia- eran de lo más variadas. Había unos veinte alumnos, casi todos chicos. Vestían unos pantalones negros, camisetas blancas de media manga y zapatillas negras. Sor Claudia iba vestida de la misma manera, pero su camiseta era negra en lugar de blanca. Debía de ser la señal distintiva del maestro, como un cinturón negro de yudo o algo por el estilo.

Lo que hacían no se parecía para nada a la danza, al yoga o a cualquier chorrada new age. Se pegaban entre ellos con puñetazos, puntapiés, rodillazos y codazos muy rápidos. No controlaban los golpes, tal como se hace en muchas artes marciales. No eran movimientos elegantes, pero se comprendía enseguida lo que habría ocurrido si aquellas técnicas se hubieran aplicado en una situación real, en medio de la calle, en una pelea.

Estaba asombrado por más que, en cierto sentido, lo que estaba viendo fuera coherente con las sensaciones que me había transmitido sor Claudia cuando nos habíamos conocido. Mientras seguía el entrenamiento, me vinieron a la mente en secuencia las palabras que se utilizan para denominar aquellas sensaciones. Directa, rápida, brusca, agresiva.

Mala.

La palabra «mala», como las otras, se me materializó espontáneamente en la cabeza. En libre asociación, en secuencia precisamente. En cuanto oí que mi voz interior la pronunciaba, me sentí tan incómodo como si la hubiera dicho en voz alta. O como si hubiera descubierto y nombrado una cosa que habría sido mejor mantener en secreto.

Claudia, la monja mala.

En determinado momento, sor Claudia sacó de una bolsa un largo pañuelo negro, se cubrió los ojos con él y se lo anudó detrás de la nuca. Después adoptó una especie de posición de combate mientras el que parecía el alumno más experto se situaba delante y muy cerca de ella. Era un muchacho de por lo menos metro noventa de estatura, el cabello rapado y aspecto peligroso.

Obedeciendo a una señal silenciosa e invisible, el estudiante empezó a soltar golpes contra el rostro de Claudia y ella empezó a pararlos. Todos, con los ojos vendados.

Yo he practicado boxeo muchos años. He visto, propinado, parado, esquivado y, sobre todo, recibido un montón de puñetazos. En los gimnasios, en los rings de aficionados y también en la calle. Antes de aquella tarde jamás había visto nada semejante.

Se movían con un ritmo preciso y regular que me hizo recordar un documental sobre el circo que había visto hacía muchos años La televisión era todavía en blanco y negro y había un señor más bien mayor y de aspecto simpático que, en la pista de un circo con las gradas desiertas, enseñaba prestidigitación a un grupo de chavales. Él también se vendaba los ojos y volteaba en el aire tres o cuatro o cinco pelotas sin que jamás se cayeran y siempre con el mismo ritmo. Preciso y regular. Parecía que tuviera imanes en las manos y que las pelotas se sintieran inevitable y fatalmente atraídas hacia ellas. Claudia hacía más o menos lo mismo con las hostias que le lanzaban a la cara. Tenía unas manos magnéticas y con aquellas manos magnéticas atraía y desviaba los puños cual si fueran pelotas de trapo.

En boxeo siempre nos habían dicho que no cerráramos jamás los ojos. Cuando atacabas y, sobre todo, cuando te defendías. Jamás se tenía que perder el control de la situación. Ver lo que hacía el adversario, percibir con los ojos su movimiento nada más empezar y estar preparados para reaccionar; parar o esquivar y contraatacar. Siempre me había sentido a gusto con esa idea. Los ojos siempre abiertos. Asociaba los ojos cerrados con el miedo y, de una manera trivial, los ojos abiertos con la valentía. Mirar directamente a la cara el problema, o al adversario, o lo que sea. Una de mis pocas certezas.

En determinado momento, el ritmo regular pareció alterarse. Imperceptiblemente, los puños o las paradas adquirieron más velocidad y, en un instante, todo terminó. El alumno estaba en el suelo y sor Claudia encima de él. Le retorcía un brazo y mantenía una rodilla sobre su rostro. Yo no había logrado seguir muy bien el movimiento que había conducido a aquella conclusión.

Ella se quitó la venda y todos juntos hicieron unos ejercicios de relajación. Después los alumnos se colocaron en fila delante de la maestra. Se saludaron con una levísima reverencia manteniendo el puño derecho sobre la palma de la mano izquierda y los brazos cruzados sobre el pecho.

Sólo entonces ella pareció percatarse de mi presencia y se acercó a mí mientras la clase abandonaba el parquet para dirigirse a los vestuarios.

Me levanté, ella me saludó con un movimiento de cabeza y yo contesté de la misma manera. Ahora sentía curiosidad, me apetecía hacer preguntas y me había olvidado por completo del proyecto de tomar un taxi y regresar al despacho.

– En mi vida había visto nada igual -le dije sin hacer el más mínimo esfuerzo por ser original.

Los inicios y las partidas jamás han sido mi fuerte. Ella no contestó nada porque no tenía nada que contestar.

– No recuerdo exactamente cómo se llama esta disciplina -dije, intentándolo de nuevo.

– Se llama wing tsun.

– No es precisamente una cosa de jovencitas.

– La mayor parte de las cosas de jovencitas, como las de jovencitos, no son interesantes. Dice la leyenda que el wing tsun lo inventó una monja para permitir a personas físicamente débiles derrotar a adversarios muy fuertes y corpulentos. Por otra parte, leyendas de esta clase las hay para todas las artes marciales. La más bonita es la de los orígenes del jiu-jitsu. La del médico japonés y el sauce llorón. ¿La conoces?

– No.

– Había en el antiguo Japón un médico que se había pasado muchos años estudiando los métodos de combate. Quería descubrir el secreto de la victoria, pero no estaba satisfecho porque, al final, en todos los sistemas lo que prevalecía era la fuerza o la calidad de las armas o los recursos poco nobles. Eso significaba que, por mucho que uno se entrenara y estudiara las artes marciales, por muy fuerte que fuera o muy preparado que estuviera, siempre encontraría a alguien más fuerte, o mejor armado o más astuto que lo derrotaría. -Se interrumpió como si se le acabara de ocurrir un pensamiento desagradable-. ¿Te interesa de verdad o estás intentando simplemente ser amable?

¿Qué se puede contestar a semejante pregunta? Formulada por una señorita -una monja- que acaba de pisotear a un energúmeno de metro noventa como si estuviera realizando un juego de prestidigitación No se puede contestar nada. Está claro.

Me limité a mirarla a la cara con una expresión ligeramente divertida estilo a ver si terminamos de una vez con estas escaramuzas. O también yo no soy de ésos que sólo dicen las cosas para ser amables.

Por increíble que parezca, funcionó. Sus rasgos se relajaron un poco y, por primera vez, su rostro perdió parcialmente su dureza. Transformándose. Bonita, se me escapó pensar, pero enseguida reprimí el pensamiento, avergonzándome de él. Por más que fuera muy, pero que muy extraña, Claudia era una monja, y yo había estudiado toda la escuela primaria con las monjas. Ciertos esquemas, ciertos modelos, ciertas asociaciones son muy difíciles de abandonar si has estudiado primaria con las monjas. No se dice, y ni siquiera se piensa, que una monja es bonita.

Claudia reanudó su relato sin añadir más comentarios. Yo dejé de pensar en las monjas en general y en particular; y en mis triviales tabúes.

– En resumen, el médico estaba abatido porque no conseguía hacer progresos en su investigación. Un día de invierno estaba sentado junto a una ventana mientras fuera hacía horas que nevaba. Él miraba a través de la ventana mientras seguía con sus pensamientos. Todo el paisaje estaba cubierto de blanco, con mucha, muchísima nieve. Los prados, las rocas, las casas estaban cubiertos de nieve. Y también los árboles. Las ramas de los árboles estaban cargadas de nieve y, en determinado momento, el médico vio la rama de un cerezo que cedía bajo el peso de la nieve y se rompía. Después ocurrió lo mismo con una gigantesca encina. Era una nevada jamás vista.

Está claro que tengo una mentalidad infantil. Me gusta que me cuenten historias si quien las cuenta lo sabe hacer. Claudia lo sabía hacer muy bien y yo estaba deseando saber cómo terminaba la historia. -En el jardín, a cierta distancia de la ventana, había un estanque y, a su alrededor, unos sauces llorones. La nieve también caía sobre las ramas de los sauces, pero en cuanto empezaba a acumularse en ellas, las ramas se doblaban y la nieve caía al suelo. Las ramas de los sauces no se rompían. Contemplando aquella escena, el médico experimentó un repentino sentimiento de júbilo y se dio cuenta de que había llegado al final de su investigación. El que es dúctil supera las pruebas; el que es duro y rígido antes o después encontrará a alguien más fuerte. Jiu-jitsu significa arte de la ductilidad. El secreto está en la ductilidad. En el wing tsun ocurre más o menos lo mismo.

Yo pensé que, si el secreto estaba en la ductilidad, no parecía que ella lo dominara del todo. Hablando claro: Claudia no daba la sensación de ser una persona dúctil.

Ella me leyó el pensamiento. O más probablemente, se limitó a seguir con lo que tenía en la cabeza.

– Es evidente que hay que aclarar el significado de la palabra ductilidad. Significa resistir hasta un punto determinado, saber exactamente en qué momento hacerlo y desviar la fuerza del adversario que, al final, se revuelve contra él. El secreto tendría que estribar en saber encontrar el punto de equilibrio entre la resistencia y la ductilidad; la debilidad y la fuerza. El principio de la victoria tendría que estar ahí. Hacer exactamente lo contrario de lo que espera el adversario y lo que a ti te resulta natural o espontáneo. Cualquier cosa que signifiquen estas dos palabras.

Sí, claro, pensé. Sirve también para otra cosa. Hacer exactamente lo contrario de lo que espera el adversario y lo que a ti te resulta natural o espontáneo. Cualquier cosa que signifiquen estas dos palabras.

Me vino a la mente un libro que había leído unos cuantos meses atrás.

– Es una bonita historia. Me recuerda lo que dice Sun Tzu en aquel libro de estrategia militar china.

Una sombra de estupor cruzó su rostro. ¿Qué sabía yo de Sun Tzu, de la estrategia militar china y de todo lo demás?

– El arte de la guerra.

– Exactamente. Dice que la estrategia es el arte de la paradoja.

– Ahí está. ¿Has leído el libro?

No, tengo un manual con todas las citas útiles para cada circunstancia. Ésta la saqué del capítulo Cómo impresionar a las monjas maestras de artes marciales.

– Sí.

– ¿Por qué?

Qué coño de pregunta. ¿Por qué? ¿Por qué se lee un libro? ¡Y yo qué sé! Porque me apetece. Porque me lo encontré delante cuando no tenía nada que leer o que hacer. Porque me ha llamado la atención la tapa; o el título. O dos palabras puestas la una al lado de la otra en una página abierta al azar.

¿Por qué se lee un libro?

– No lo sé. Quiero decir, no hay un porqué. Lo vi en la librería, lo compré y lo leí. La historia de la paradoja era la que más me había llamado la atención, a pesar de no estar muy seguro de haberla comprendido cuando la leí. Ahora me parece más clara.

Claudia me miró todavía un instante a la cara. Ya no estaba tan segura de la clasificación que me había asignado, cualquiera que ésta fuera.

Después frunció los labios durante una décima de segundo. Su idea de una sonrisa. La primera. Levantó la mano para saludar; un gesto un poco torpe éste, y simpático. Después, sin decir nada más, dio media vuelta y se encaminó hacia los vestuarios. Sin esperar mi respuesta.

Así que abandoné el gimnasio y consulté mi reloj. No iba a coger ningún taxi y, por otra parte, ni siquiera regresaría al despacho.

Ya eran casi las diez, y era hora de ir a casa.

Me puse en marcha con la cabeza gacha. Mientras caminaba rápidamente hacia el centro, entre tiendas cerradas, círculos recreativos y pubs, mezclaba en mi cabeza todo lo que había visto y oído.

22

En la ciudad vieja de Bari, justo delante del foso del castillo Suabo, había hace muchos años una pizzería muy pequeña, sólo con el mostrador del pizzero, el horno y la caja.

Da Nino, se llamaba. No había mesas, ¿dónde las habrían colocado? Sólo preparaban pizza Margarita y romana con anchoas. El pizzero era un hombre de unos cincuenta años, bajito y delgado, con una cara hundida y unos ojos febriles que no miraban a nadie. Depositaba las pizzas ardientes con la pala sobre un minúsculo plano de mármol donde un muchacho grueso de rostro hostil picado de viruelas las envolvía una a una en papel y nos las entregaba con gestos bruscos. Como si quisiera que nos quitáramos de en medio cuanto antes porque estaba claro que no le caíamos bien. Nadie le caía bien.

Nosotros éramos cuatro amigos y nos íbamos a comer las pizzas con las manos, sentados en un murete del foso. La mejor pizza de Bari, decíamos quemándonos la lengua y el paladar y procurando evitar que la mozzarella incandescente acabara en la ropa que llevábamos puesta.

No sé si era de veras la mejor pizza de Bari. Quizá era simplemente una pizza normal, como muchas otras, pero nosotros nos sentíamos muy bohemios por el hecho de irnos de noche a la ciudad vieja, que por aquel entonces era un lugar prohibido y peligroso. Quizá era simplemente una pizza normal, pero nosotros teníamos veinte años y nos la comíamos, y bebíamos cerveza Peroni en botellas grandes y después nos encendíamos nuestros cigarrillos, sentados en aquel murete. Allí nos quedábamos hablando, fumando y bebiendo cerveza hasta muy tarde, tolerados por los habitantes de la zona, hasta que los habitantes de la zona se iban a dormir y cerraba la pizzería.

No recuerdo de qué hablábamos. Las cosas de siempre de los chicos de veinte años, creo. Chicas, política, deportes, los libros que estábamos leyendo -o que habríamos deseado escribir-, cómo cambiaríamos el mundo y la huella que dejaríamos, siempre y cuando no nos venciera el cansancio. Tal como les había ocurrido a los demás.

Cuando era muy tarde, algunas noches, ya bien entrada la primavera, volvíamos a casa atravesando la ciudad vieja completamente desierta. Llena de penetrantes olores, sucia, inquietante y hermosa.

En aquellas noches de primavera, vibraban en el aire nuestras infinitas posibilidades. Vibraban en nuestros ojos, un poco desenfocados por la cerveza, en nuestra piel tersa y bronceada, en nuestros músculos jóvenes.

En nuestro ardiente deseo de todo.

Emilio Ranieri se había suicidado un martes. El día más tonto.

Se había ido de noche a la carretera de circunvalación del aeropuerto, donde muchos años atrás íbamos a ver el aterrizaje nocturno del último vuelo procedente de Roma. Acopló un tubo de goma al tubo de escape de su automóvil e introdujo el otro extremo en el habitáculo. Después cerró todas las ventanillas, encendió el motor y esperó.

Lo encontraron a la mañana siguiente los de la policía del aeropuerto. Ninguna nota en el coche, ninguna nota en casa. Nada.

Me enteré de la noticia por la tarde, cuando estaba en el despacho. Seguí trabajando como si nada hubiera ocurrido hasta la hora de marcharnos. Cuando me quedé solo, llamé a Margherita.

No fue necesario decirle que aquella noche no regresaría a casa. Me fui a dar una vuelta por la ciudad, en busca de recuerdos, de una sensación o de otra cosa. Que naturalmente no existía.

Me fui a recorrer nuestros lugares habituales. De cara al mar, cerca de la monumental entrada de la Feria de Levante; di un paseo alrededor del Teatro Petruzzelli, que ya no era un teatro, sino tan sólo un envoltorio de color rojo en el centro de la ciudad; me senté encima de un automóvil delante del lugar donde antes estaba el Jolly, el minúsculo y mítico cine de tercer reestreno. Y donde ahora sólo hay una persiana metálica sucia y cerrada. De vez en cuando prestaba atención a ciertos tristes adornos navideños, a las angustiosas luces intermitentes de los balcones y las tiendas. Faltaban menos de dos semanas para Navidad.

En determinado momento, se me ocurrió la idea de coger el coche e irme a la carretera de circunvalación del aeropuerto.

No lo hice. Por temor a los fantasmas quizá. O quizá sólo por temor a que me encontrara la policía y quizá me llevara a la comisaría y me preguntara qué hacía allí, si tenía algo que ver con el suicidio de Emilio Ranieri y todo lo demás. No fui para evitar problemas. Por cobardía.

Al final, me encontré ya muy tarde delante del castillo, sentado en el murete del foso frente al lugar donde antaño estuviera la pizzería Da Nino.

Se trata de una zona que jamás ha sido invadida por el movimiento nocturno de los últimos años. A pocos centenares de metros hay una frontera invisible: al otro lado, los pubs, los establecimientos de venta de bebidas alcohólicas, las pizzerías, los bares con piano, los restaurantes vegetarianos, las falsas bodegas tradicionales y una riada de gente a lo largo de toda la noche. A este lado, precisamente alrededor del castillo, los de la Bari vieja. Sólo un par de viejos establecimientos de venta de cerveza; una señora que en verano asa carne en un hornillo ilegal en la misma calle; otra que fríe tortitas de polenta. Chiquillos que juegan al balón en la calle, individuos con antecedentes penales o especiales en situación de libertad vigilada formando pequeños grupos cerca del puente levadizo. Es decir, lo que había sido un puente levadizo, pero que ahora sólo es un puente de piedra y nada más. La policía que de vez en cuando aparece por allí y se lleva a los sometidos a libertad vigilada para «levantar acta», tal como dicen ellos. Los sometidos a libertad vigilada tienen prohibido reunirse entre sí y, en general, mantener tratos con los que tienen antecedentes penales. Si lo hacen, cometen un delito. Pero ellos lo hacen a pesar de todo. Los que tienen antecedentes penales son sus amigos. ¿Con quién podrían reunirse a charlar un ratito? Su lugar preferido es el puente del castillo. Todo el mundo lo sabe y, como es natural, también lo sabe la policía -la jefatura superior se encuentra a pocos centenares de metros- que se da una vuelta por allí cuando necesita hacer un poco de estadística con las denuncias.

Los amantes de la vida nocturna no van por la zona del castillo y ni siquiera se acercan a él. Por lo cual, bien entrada la noche, cuando la gente del barrio ya se ha ido a dormir, todo aquello está desierto. Tal como estaba muchos años antes.

Me senté en el murete sin saber por qué había llegado hasta allí. Sin saber por qué me había ido a dar una vuelta. Sin saber nada. Mirando al vacío, sin conseguir enfocar un recuerdo concreto. Unas palabras, una voz, algo percibido por los sentidos en cualquier momento del lejano pasado. En el que habíamos vivido antes de irnos hacia la nada.

– ¿Ocurre algo, abogado? ¿Hay algún problema?

Experimenté un sobresalto, como cuando te sacuden cuando estás a punto de quedarte dormido.

Era un camello al que había defendido unos cuantos años atrás; no recordaba su nombre. Su rostro se parecía al hocico de una tortuga, con un cierto aspecto bonachón y ausente al mismo tiempo.

– Un viejo amigo mío se acaba de suicidar y estoy triste. Muy triste.

El otro no dijo nada -sólo una leve inclinación de cabeza- y, tras haberlo pensado unos segundos, se sentó en el murete cerca de mí. Ambos permanecimos en silencio mientras en las callejuelas del barrio antiguo se apagaban los últimos ruidos y yo experimentaba una extraña sensación de sosiego.

A los pocos minutos, cara de tortuga se levantó y, en silencio como siempre, me dio la mano. Sentí el impulso de levantarme en señal de respeto.

Tenía una mano pequeña y un apretón delicado, pero no flojo.

Se fue en dirección a la catedral. Yo me encaminé hacia el otro lado, prestando atención al rumor de mis pisadas sobre los viejos y lustrosos adoquines desiertos.

23

Después de aquella noche ya no volví a pensar en Emilio. Los días pasaron, fluidos y silenciosos. Sin ritmo, sin color. Sin nada.

Unos cuantos días antes de Navidad me llamó Claudia. Una llamada extraña. Me felicitó, yo correspondí y después ambos permanecimos en silencio. Un silencio cargado de turbación. Me pareció que había llamado por un motivo determinado, para decirme una cosa determinada, aparte de la felicitación de Navidad; y, mientras sonaba el teléfono, había cambiado de idea.

Permanecimos en silencio y yo tuve la extraña sensación de estar como en equilibrio en algún sitio o por encima de algo. Después terminamos sin que yo hubiera comprendido.

Y probablemente sin que ella tampoco hubiera comprendido.

El veintitrés de diciembre llegó una postal del Senegal. Sólo decía: «para Navidad y para el Año Nuevo». Sin firma.

Era Abdou Thiam, mi cliente senegalés -vendedor ambulante en Italia, maestro de escuela elemental en Senegal- que el año anterior había sido juzgado bajo la acusación de secuestro y asesinato de un niño de nueve años. Tras haber sido absuelto, había regresado a su país y de vez en cuando me mandaba postales con pocas palabras o a veces ninguna. Siempre sin firma y sin su dirección. Abdou había estado a punto de ser condenado a cadena perpetua y aquellas postales eran su manera de hacerme saber que no había olvidado lo que yo había hecho por él. Recordé durante unos minutos aquel juicio y todos los acontecimientos que habían ocurrido inmediatamente antes e inmediatamente después. Me pareció que había pasado toda una vida y no menos de dos años, y entonces me dije que no me apetecía en absoluto afrontar una reflexión acerca del tiempo y la naturaleza de los recuerdos. Así que guardé la postal en un cajón junto con las demás y llamé a la secretaria. Para despachar los últimos papeles, irme de allí y dejarme aspirar y aturdir por el frenesí de las calles abarrotadas de gente.

Para Nochebuena nos habían invitado a casa de unos amigos. Margherita dijo que nosotros dos nos intercambiaríamos los regalos antes de salir y, de esta manera, a las nueve de la noche, vestidos de punta en blanco, ambos nos reunimos en su casa junto al árbol de Navidad, adornado con gigantescas piñas y gajos de frutas cítricas secas. Eran casi transparentes y emitían reflejos de colores. La casa estaba llena de aromas agradables. De agujas de abeto, de limpieza, de velas perfumadas, del dulce de chocolate y canela que Margherita había preparado para aquella noche de fiesta. Los altavoces del equipo difundían las alegres notas de Bright side of the road.

– ¿Vienes con las manos peligrosamente vacías, Guerrieri? Como saques de debajo de la chaqueta otro libro, o un disco o cualquier otra cosa que no sea lo que se dice un verdadero regalo, te juro que esta misma noche te abandono y me hago novia -es un decir- de un maestro de bailes sudamericanos.

– Me había equivocado con respecto a ti. Creía que eras una chica sensible, poco materialista, aficionada a las artes, a las letras, a la música. Y, en cualquier caso, no me parece ver montones de regalos para mí debajo de este árbol.

– Siéntate y espera aquí -dijo ella, desapareciendo en dirección a la cocina.

Regresó al cabo de un minuto, empujando un enorme paquete de forma irregular, envuelto en papel de color azul eléctrico y con un lazo rojo.

– Éste es tu regalo, pero si no veo el mío, ni se te ocurra acercarte.

– ¿Es que tú no conoces el puro placer de dar por la felicidad del otro sin más contrapartida que su gratitud y su sonrisa? ¿No conoces…?

– No. Yo conozco el trueque. Saca mi regalo.

Meneé la cabeza.

– Bueno, ya que no conoces la poesía de la dádiva, voy para allá.

Me encaminé hacia la puerta, salí al rellano y entré de nuevo sujetando por el manillar una bicicleta eléctrica de color rojo, reluciente y bellísima.

– ¿Como bofetada moral te parece suficiente?

Margherita acarició un buen rato la bicicleta, como si el hecho de verla no le bastara. Como si fuera una persona que sólo conociera las cosas tocándolas y no simplemente mirándolas. Después me dio un beso y dijo que ahora ya podía abrir mi paquete.

Era una mecedora de mimbre y madera. Siempre había deseado tenerla, ya desde pequeño, pero no recordaba haberlo dicho jamás. Me senté en ella y probé a balancearme con los ojos cerrados.

– Feliz Navidad -dije al cabo de uno o dos minutos.

En voz baja y sin abrir los ojos, como si estuviera hablando solo en una especie de duermevela.

– Feliz Navidad -me contestó ella -también en voz baja- mientras con los dedos me rozaba el cabello, el rostro, los ojos.


  1. <a l:href="#_ftnref1">[*]</a> «La hilera de las chabolas se extiende más allá de la vuelta de la esquina / Bienvenidos al nuevo orden mundial / Familias durmiendo en el coche en el Sudoeste / Ni casa ni trabajo ni paz ni descanso».

  2. <a l:href="#_ftnref2">[†]</a> Agenzia Nazionale Stampa, la agencia de noticias italiana. (Nota de la T.)