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Izquierdo, izquierdo, derecho, otro gancho izquierdo. Jab, jab, golpe corto, gancho derecho, gancho izquierdo.
Izquierdo, derecho, izquierdo.
Derecho.
Final.
Tumbado en el sofá, estaba viendo un documental deportivo; sobre Cassius Clay-Muhammad Alí. Para alguien que tenga cierta idea de lo que ocurre realmente en un ring, contemplar los combates de Muhammad Alí resulta una experiencia apabullante.
Por ejemplo, el movimiento de las piernas. Para poder comprenderlo realmente se tiene que haber subido a un ring. Pocos lo saben, pero la superficie del ring es blanda. No es fácil pegar brincos encima de ella.
Es asombroso ver a aquel hombre que ahora se arrastra bajo los golpes del Parkinson bailar de aquella manera. Ciento diez kilos que bailan con la ligereza de una mariposa. Bailo como una mariposa, pincho como una avispa, decía de sí mismo.
Los puños hacen daño y, por regla general, son feos. Precisamente por eso hay algo de increíble en aquella ligereza sobrehumana. Como una superación de la materia y del miedo, un ascender desde el barro y desde la sangre hacia una especie de ideal de belleza.
El documental terminaba mezclando las imágenes del joven Cassius Clay -bello e invencible- que bailaba ligero, casi inmaterial, durante una sesión de entrenamiento en el gimnasio, con las del viejo Muhammad Alí que encendía la llama de los Juegos Olímpicos de Atlanta. Temblando, con el rostro tremendamente concentrado para no fallar en aquel movimiento tan fácil y la expresión perdida en la distancia.
Pensé en el momento en que yo sería viejo. Me pregunté si me daría cuenta. Pensé que me daba un miedo atroz. Me pregunté si a los setenta años -si es que llegaba- sería capaz de reaccionar en caso de que alguien me agrediera por la calle. Es un pensamiento idiota, lo sé. Pero pensé precisamente en eso y sentí que el miedo me envolvía.
Y entonces me levanté del sofá, mientras pasaban los créditos del documental, me quité los zapatos, la camisa y los pantalones y me quedé en calcetines y calzoncillos. Después tomé los guantes de boxeo que estaban colgados en la pared, me los coloqué y puse el despertador a los tres minutos de un asalto normal de boxeo profesional.
Hice ocho asaltos, con intervalos de un minuto cada uno, pegando como si estuviera en juego un título o la vida. Sin pensar en nada. Ni siquiera en mi vejez, que llegaría más tarde o más temprano.
Después me metí bajo la ducha. Los brazos me dolían y tenía los ojos un poco nublados. Pero lo demás había pasado por aquella noche.
Con Martina y Claudia me reuní en un bar cerca del Palacio de Justicia media hora antes del comienzo de la vista. Para repasar las instrucciones sobre la manera en que Martina debería comportarse.
Unos días antes me había llevado su documentación clínica y la había cotejado con la que había aportado Dellissanti en la vista. Era la misma. Es decir, la de Dellissanti era una fotocopia de la nuestra. Mientras las comparaba, me había fijado en un detalle que yo había anotado en mis apuntes con bolígrafo rojo. Era un detalle importante.
Martina recordaba muy bien todo lo que yo le había dicho un mes atrás. Estaba tensa, se fumó cinco o seis delgados cigarrillos uno tras otro, pero en general parecía que dominaba la situación.
Cuando terminamos el repaso, volvió a preguntarme si Scianatico estaría presente aquella mañana. Le volví a decir que no lo sabía, pero que, si tuviera que hacer un pronóstico, le diría que sí. Yo, si estuviera en el lugar de Dellissanti, lo haría comparecer en la vista.
Vio que llevaba su documentación clínica y me preguntó para qué la necesitaba. Para hacerle aquellas preguntas sobre las cuales ya habíamos hablado, contesté.
También la necesitaba para otra cosa. Que Dellissanti y su cliente no se esperaban, pero esto me lo guardé. Pregunté si tenía más dudas. No las tenía y entonces dije que ya podíamos dirigirnos a la sala.
Scianatico estaba allí. Estudiando el expediente sentado cerca de su abogado. Parecía tranquilo. Un profesional entre otros profesionales. Era elegante y estaba bronceado. Su aspecto no era el de alguien que tiene que defenderse de una acusación ignominiosa. Como suele decirse.
Con él y Dellissanti sólo intercambiamos un gesto de saludo, el mínimo indispensable.
Alessandra Mantovani, en cambio, no estaba en la sala. En su lugar, un fiscal suplente; alguien a quien yo jamás había visto, con unas cejas muy pobladas, unos pelos que le salían por unas grandes ventanas de la nariz y por las orejas, unos ojos rodeados de ojeras, semicerrados e inyectados en sangre. Tenía cara de jabalí verrugoso africano y graves problemas de dominio del italiano básico.
Conteniendo la respiración, le pregunté si le habían encomendado toda la sala. Y, por consiguiente, también nuestro juicio. En cuyo caso ya podíamos irnos todos a casa sin perder ni siquiera un minuto más.
No -contestó Jabalí Africano-, no había sido delegado para toda la sala; había algo que la magistrada Mantovani tenía que hacer personalmente y él la tenía que llamar cuando hubieran terminado todas las demás vistas. Después se desparramó en el banco sobre los expedientes que tenía delante, exhausto a causa del esfuerzo de elocuencia que había tenido que hacer. Observé que llevaba un anillo de casado y se me ocurrió espontáneamente preguntarme cómo debía de ser su mujer y si él la habría conquistado con aquellos preciosos pelos largos y negros que le salían de la nariz y de las orejas. A lo mejor, ella también los tenía.
A lo mejor, yo no andaba bien de la cabeza, pensé, archivando definitivamente el tema.
Llegó Caldarola, se cerraron unos cuantos acuerdos, se retiró alguna que otra demanda, se decretó algún aplazamiento. Después el juez se dirigió a la sala de deliberaciones para redactar los fallos y el fiscal suplente-jabalí africano desapareció.
Unos minutos después llegó Alessandra Mantovani. Scianatico y Dellissanti se levantaron para estrecharle la mano, cosa que no habían hecho conmigo. No me gustó. No es que me apeteciera estrecharles la mano. Pero aquel comportamiento contenía un mensaje. Significaba: ya sabemos que tú, el ministerio público, haces tu trabajo y nosotros no la tenemos tomada contigo. El cabrón es aquél -es decir, yo- y ya le arreglaremos las cuentas cuando termine esta historia. Alessandra les devolvió el apretón de manos, primero a Dellissanti y después a Scianatico, con una gélida sonrisa en los labios. Sólo se movieron los labios, una décima de segundo; los ojos, en cambio, permanecieron inmóviles, helados y clavados en sus rostros.
Aquello también era un mensaje.
Después sonó el timbre que anunciaba el regreso del juez a la sala.
Estábamos a punto de empezar.
– Bueno, pues, ¿quién es el primer testigo del ministerio público?
– Señoría, el ministerio público llama a declarar a la persona ofendida, la señora Martina Fumai.
El ujier abandonó la sala y se oyó su voz llamando a Martina. Un instante después, ambos entraron juntos. Martina vestía vaqueros, jersey grueso de cuello cisne y chaqueta.
Se sentó, facilitó sus datos personales y después el secretario judicial le pasó la cartulina plastificada, sucia de las miles de manos que la habían tocado, con la fórmula que tendría que pronunciar antes de su declaración.
– Consciente de la responsabilidad moral y civil que asumo con mi declaración, me comprometo a decir toda la verdad y a no ocultar nada que obre en mi conocimiento.
La voz era delgada, pero bastante firme. Martina miraba hacia adelante y daba la impresión de estar muy concentrada.
– El ministerio público puede proceder al interrogatorio.
– Buenos días, señora Fumai. ¿Puede decirnos cuándo conoció al acusado, Gianluca Scianatico?
Alessandra Mantovani había nacido para hacer aquel trabajo. Interrogó a Martina por espacio de más de una hora sin fallar ni un tiro. Sus preguntas eran breves, claras, sencillas. El tono era profesional, pero no frío. Martina contó toda su historia y no hubo ni una sola protesta a lo largo de todo el interrogatorio. Cuando me correspondió el turno a mí y tal como ya esperaba, quedaba muy poco que preguntar. Prácticamente sólo la cuestión del ingreso hospitalario y de los problemas psiquiátricos. El juez me dio la palabra y, por su tono de voz, quedó muy claro que no había olvidado lo ocurrido en la vista anterior.
– Señora Fumai, usted ya ha contestado ampliamente a las preguntas del ministerio público. No insistiré en esos temas. Tengo que hacerle tan sólo unas cuantas preguntas acerca de algunos acontecimientos pasados. ¿Le parece bien?
– Me parece bien.
– En años anteriores, ¿ha tenido usted algún problema de naturaleza nerviosa?
– Sí. Tuve agotamiento nervioso.
– ¿Puede decirnos si ello ocurrió antes o después de conocer al acusado?
– Ocurrió antes.
– Díganos, por favor, cuándo y cuéntenos brevemente cuál fue la causa de este agotamiento.
– Creo que dos… no, quizá tres años antes de que nos conociéramos. Tuve problemas relacionados con los estudios.
– ¿Nos puede explicar brevemente el carácter de estos problemas?
– No conseguía licenciarme. Me faltaba sólo un examen, lo había intentado varias veces sin conseguirlo… y, bueno, en determinado momento, me derrumbé.
– Comprendo que para usted resulta más bien desagradable recordar estos hechos, pero, ¿podría decirnos qué ocurrió?
A mi derecha, Dellissanti y Scianatico hablaban un tanto alterados. No se esperaban lo que estaba ocurriendo. Imaginé las preguntas insinuantes que habrían preparado. ¿Ha sufrido enfermedades psiquiátricas? ¿Ha sido sometida a terapias con psicofármacos? ¿Está loca? Etcétera. Pensé con satisfacción en los huevos rotos de sus propias cestas. A tomar por culo.
– Tras haberme presentado… cinco veces a aquel examen, la sexta ya estaba desesperada. Había tenido una vida universitaria difícil y agotadora. Cuando sólo me quedaba un examen, pensé que ya lo había conseguido. Pero, en cambio, me estaba bloqueando precisamente ante el último obstáculo. Para el sexto intento estudié como una loca catorce horas al día y puede que más. No conseguía dormir y me veía obligada a tomar ansiolíticos. La víspera del examen me pasé toda la noche despierta, tratando de repasarlo todo. Cuando a la mañana siguiente me tocó el turno, me había quedado dormida en el banco y no oí la llamada.
– ¿Cuántos años tenía entonces? ¿Y cuántos tiene ahora?
– Tenía veintiocho, casi veintinueve. Ahora tengo treinta y cinco.
– ¿Fue después de este hecho cuando recurrió a un especialista?
– Al cabo de unos diez días me ingresaron.
– ¿Puede decirnos cuáles eran sus síntomas?
Hubo una pausa. Era el momento más difícil. En caso de que consiguiéramos seguir adelante, ya estaría casi todo hecho. Martina hizo una profunda inhalación; afanosa, sincopada, como si hubiera una válvula que le impidiera recuperar el aliento a pleno pulmón.
– No sentía interés por nada, pensaba en la muerte, lloraba. Me despertaba muy temprano por la mañana, cuando todavía estaba oscuro, dominada por la angustia. Físicamente me sentía muy débil, me dolía constantemente la cabeza y también sentía dolores por todo el cuerpo. Pero, sobre todo, tenía graves problemas de alimentación. No conseguía comer. Si intentaba comer algo, inmediatamente lo vomitaba.
Volvió a parar, como si estuviera haciendo acopio de fuerzas.
– Tuvieron que alimentarme artificialmente. Gota a gota y también con una sonda.
Dejé que la crudeza de aquel relato se posara antes de pasar a las siguientes preguntas.
– ¿Tenia trastornos de la percepción, alucinaciones, alguna otra cosa?
Martina apartó por primera vez la mirada del punto indefinido que tenía delante y en el cual se había concentrado disciplinadamente desde el comienzo de la declaración. Se volvió hacia mí y me miró. Asombrada. ¿Qué quería decir? ¿Qué tenían que ver las alucinaciones?
– ¿Tenía alucinaciones, señora Fumai? ¿Veía cosas inexistentes, oía voces?
– No, por supuesto que no. No estaba… no estoy loca. Sufría agotamiento nervioso.
– ¿Cuánto tiempo permaneció ingresada?
– Tres semanas, quizá un poco más.
– ¿Por qué la dieron de alta?
– Porque ya había empezado a tomar alimentos.
– ¿Y después?
– Asistí a sesiones de psicoterapia y tomaba fármacos.
– ¿Cuánto duró la terapia?
– Con los fármacos, unos cuantos meses. Las sesiones de psicoterapia… quizá un año y medio.
– ¿Después consiguió licenciarse?
– Sí.
– Cuando conoció al acusado, ¿ya se había licenciado?
– Sí, ya trabajaba.
– Cuando conoció al acusado, ¿estaba todavía en tratamiento?
– No, la terapia propiamente dicha ya había terminado. Cada tres o cuatro meses me reunía con mi terapeuta. Eran, ¿cómo se llama?… sesiones de control.
– Durante su relación, ¿usted le reveló al acusado los problemas de los que ha hablado ahora?
– Claro.
– ¿Tiene usted una copia de la documentación clínica relacionada con su ingreso hospitalario?
– Sí.
– ¿La tenía también en el transcurso de su convivencia con el acusado?
Otra pausa. Otra mirada de perplejidad. Martina no entendía adonde quería ir a parar. Sin embargo, yo lo sabía muy bien. Dellissanti y Scianatico probablemente ya lo estaban comprendiendo.
– Claro.
– ¿La documentación clínica es ésta? Señoría, ¿puedo acercarme a la testigo y mostrarle estos documentos?
Caldarola hizo una señal de asentimiento con la cabeza y un gesto con la mano. Podía acercarme. Gracias, cabrón.
Martina examinó un instante los papeles. No necesitaba mucho tiempo para identificarlos, puesto que ella misma me los había dado. Levantó la mirada hacia mí. Sí, era su historial clínico; sí, el que guardaba en casa cuando vivía con Scianatico. No, jamás lo había guardado con especial cuidado; en ninguna caja de seguridad y ni siquiera en algún cajón cerrado con llave.
– Gracias, señora Fumai. No tengo más preguntas, por el momento, Señoría. Pero sí deseo solicitar la inclusión en el expediente del juicio de la documentación mostrada a la testigo e identificada por ella.
Dellissanti cayó en la trampa y protestó. Habría tenido que pedir la inclusión en la fase introductoria, dijo sin siquiera levantarse. Y, además, se trataba al parecer de la misma documentación que ellos habían aportado. Y, por consiguiente, la petición era superflua.
– Señoría, podría decir que, si se trata de la misma documentación presentada por la defensa del acusado, no se entiende el porqué de la protesta. O quizá se comprende muy bien, pero en lo que a esto respecta nos detendremos en el momento oportuno. Es cierto, se trata de la misma documentación presentada por la defensa del acusado. La suya es una copia y la nuestra también es una copia, hecha directamente del historial clínico del centro hospitalario. Pero en nuestra copia figuran algunas anotaciones en bolígrafo, hechas por el médico que atendió a la parte ofendida después de su ingreso hospitalario. Estas anotaciones, decía, en nuestra copia están hechas en bolígrafo. Y, por consiguiente, se puede decir que nuestra documentación es simultáneamente copia y original. Basta echar un vistazo a nuestra documentación y a la documentación presentada por la defensa para darse cuenta de que la suya es una copia de la nuestra. Por razones que explicaremos mejor durante el juicio, pero que usted, Señoría, seguramente ya ha intuido, la inclusión de nuestra copia es relevante.
Caldarola no tuvo argumentos para rechazar mi petición, pues los presentados por Dellissanti carecían de la menor consistencia. Por lo tanto, aceptó la inclusión y después dijo que haríamos una pausa de diez minutos antes de pasar al turno de repregunta de la defensa.
Cuando Caldarola le dijo a Dellissanti que podía proceder a la repregunta, el otro contestó sin levantar la cabeza:
– Gracias, Señoría, sólo un momento.
Hurgó entre sus papeles como si estuviera buscando un documento indispensable para iniciar su interrogatorio.
Fingía. Un truco para aumentar la tensión de Martina; para obligarla a volverse hacia él y cruzar su mirada con la suya. Pero ella se portó muy bien. Permaneció inmóvil todo el rato. No se volvió hacia el banco de la defensa y, al final, cuando el silencio estaba empezando a resultar embarazoso, fue Dellissanti quien tuvo que ceder. Cerró su expediente sin haber sacado nada y empezó.
El primer tiro te ha fallado, gordinflón, pensé.
– Si no he entendido mal, usted se reúne periódicamente con un psiquiatra. ¿Es así, señorita?
Subrayó lo de «señorita» para que quedara bien claro que era un insulto. Quería decir «mujer que se está acercando a la mediana edad y que no ha conseguido encontrar a nadie que se case con ella».
– Nos reunimos cada tres o cuatro meses. Es una especie de asesoría. Y, en cualquier caso, se trata de un psicoterapeuta.
– ¿O sea que es correcto decir que, desde su agotamiento nervioso y su ingreso en un departamento de psiquiatría, usted jamás ha interrumpido el tratamiento de sus trastornos psíquicos?
Me quedé medio levantado, con las manos apoyadas en el banco.
– Protesto, Señoría. Planteada en estos términos, la pregunta es inadmisible. No pretende obtener una respuesta, es decir, un testimonio útil para el veredicto, sino que, de hecho, se formula con el exclusivo propósito de ejercer un efecto ofensivo e intimidatorio.
– No someta a juicio las intenciones, abogado Guerrieri. Veamos qué tiene que decir la testigo al respecto. Responda a la pregunta, señorita. ¿Es cierto que jamás ha interrumpido el tratamiento?
– No, señor juez, no es cierto. El tratamiento propiamente dicho duró, tal como ya he dicho antes, un año y medio, puede que un poco más. En el transcurso de aquel período, mantenía dos reuniones semanales con mi terapeuta. Después lo redujimos a una vez por semana, después a dos veces al mes…
– Voy a formular la pregunta de otra manera, señorita. ¿Es correcto decir que usted jamás ha interrumpido sus sesiones con el psiquiatra, sino que tan sólo ha reducido la frecuencia?
– Planteada en esos términos…
– ¿Puede decirme si ha interrumpido alguna vez las sesiones con su psiquiatra? ¿Sí o no?
Martina cerró la boca y sus labios se convirtieron en dos delgadas líneas. Por un instante, tuve la absurda certeza de que se iba a levantar y se iría sin decir ni una sola palabra más.
– Jamás he interrumpido mis reuniones con el psicoterapeuta. Lo veo tres o cuatro veces al año.
– ¿Cuándo fue la última vez que la visitó su psiquiatra?
Repetía sistemáticamente la palabra «psiquiatra». Era la que acentuaba de manera más intensa, aunque implícita, la idea de enfermedad mental. El juego era elemental y un poco sucio, pero tenía sentido desde su punto de vista.
– No son visitas, son reuniones en las cuales conversamos.
– No ha contestado a mi pregunta.
– La última vez que me reuní con mi…
– Sí.
– … hace una semana.
– Ah, qué casualidad tan interesante. Puesto que usted insiste en especificar que se trata de un psicoterapeuta y sólo para aclarar la confusión terminológica: ¿se trata de un médico especializado en psiquiatría o de un psicólogo?
– Es un médico.
– ¿Especializado en psiquiatría?
– Sí.
– ¿Por qué razón sigue acudiendo a su consulta si está curada, tal como usted dice?
– Él considera oportuno que nos veamos para examinar la situación general…
– Disculpe que la interrumpa, porque eso me interesa. ¿Es el psiquiatra el que considera necesarias estas reuniones periódicas?
– No es que las considere necesarias…
– Disculpe, ¿es el psiquiatra el que dijo en determinado momento, cuando consideró que su situación psíquica había mejorado: «ya no es necesario que nos veamos dos veces por semana, con una es suficiente»?
– Sí.
– ¿Fue el psiquiatra quien dijo en determinado momento y por los mismos motivos: «ya no es necesario que nos veamos una vez a la semana; es suficiente con dos al mes»?
– Sí.
– ¿El psiquiatra dijo que ustedes deberían reunirse a lo largo de toda la vida, aunque sólo fueran cuatro visitas al año?
– ¿Toda la vida? ¿Y eso quién lo ha dicho?
– O sea que no tiene previsto mantenerla toda la vida bajo tratamiento.
– Por supuesto que no.
– Cuando haya superado por completo todos sus problemas, ¿usted podrá dejar de acudir a estas reuniones? ¿Es correcto?
Al final, Martina se volvió hacia él y lo miró con la cara de una niña que se pregunta por qué son tan cabrones los mayores. Y no contestó. Él no insistió. No era necesario. Había conseguido llegar adonde quería. Yo habría deseado partirle la cara, pero reconocía que el otro lo había hecho muy bien.
Dellissanti hizo una larga pausa para que quedara bien claro el resultado alcanzado. Mostraba un rostro aparentemente inexpresivo. Pero, en realidad, estudiando a fondo sus rasgos, se advertía en ellos un matiz indefinidamente brutal y obsceno.
– ¿Obedece a la verdad que una vez, en el transcurso de una discusión, en presencia también de otras personas -amigas de ustedes-, el profesor Scianatico le dijo, textualmente, «eres una mitómana, eres una mitómana y una desequilibrada, no tienes ninguna credibilidad y resultas peligrosa para ti misma y para los demás»?
Dellissanti cambió de tono, acentuó las palabras mitómana, desequilibrada, credibilidad y peligrosa. Cualquiera que lo hubiera escuchado distraídamente habría tenido la impresión de encontrarse en presencia de un abogado que estaba ofendiendo a la testigo. Lo cual, a fin de cuentas, era exactamente lo que Dellissanti estaba haciendo. Un viejo truco barato, una provocación para hacer perder la calma. A veces funciona.
Estaba a punto de protestar, pero, en el último momento, me abstuve. Pensé que el hecho de protestar por aquella pregunta equivalía a mostrar que tenía miedo; que pensaba que Martina no estaba en condiciones de contestar y salir del apuro por su cuenta. Mientras permanecía sentado, en los pocos segundos que transcurrieron entre la pregunta de Dellissanti y la respuesta de Martina, percibí una sensación de tensión en los músculos de las piernas y una aceleración de los latidos del corazón. Las señales de que el cuerpo está a punto de actuar instintivamente, pero después se detiene, obedeciendo a una orden del cerebro. Las mismas que experimentas cuando estás a punto de harte a tortazos con alguien, pero un relámpago de razonamiento te bloquea.
Tuve la certeza de que Alessandra Mantovani también había efectuado el mismo recorrido mental. Cuando me volví hacia ella, observé que se removía imperceptiblemente en su asiento como si un momento antes se hubiera desplazado hacia el borde para levantarse y formular una protesta.
Después Martina contestó.
– Creo que sí. Creo que me dijo más o menos todo eso. Y más de una vez.
– Lo que yo quiero saber es si usted recuerda una ocasión concreta en que se le dijeron estas cosas en presencia de sus amigos. ¿La recuerda?
– No, no recuerdo ninguna ocasión concreta. Seguro que me dijo cosas de este tipo. Por otra parte, también me decía otras cosas. Por ejemplo…
Dellissanti la interrumpió. El suyo era el tono molesto y arrogante de alguien que se dirige a un subalterno que no cumple debidamente las órdenes recibidas.
– Deje esas otras cosas, señorita. Mi pregunta se refería al contenido, al contexto de aquella disputa, ¿recuerda? No al que…
– Señoría, ¿podríamos dejar que la testigo completara sus respuestas? La defensa formula una pregunta para comprender el contexto en el cual se formularon unas expresiones, gravemente ofensivas, por cierto. No puede pretender limitar arbitrariamente este contexto a lo que le interesa oír, censurando el resto del relato de la testigo. Y utilizando entre otras cosas un tono inadmisiblemente intimidatorio.
Alessandra se encontraba todavía de pie cuando Dellissanti se levantó a su vez, hablando casi a gritos.
– Tenga cuidado con lo que dice. Yo no permito que ningún fiscal se dirija a mí en ese tono y con semejantes críticas.
No sé cómo lo hizo Alessandra para introducirse en aquel desbordamiento de furia con una sola frase, breve, rápida y mortal como una puñalada.
– El que debe tener cuidado es usted, señor abogado; tenga cuidado usted.
Lo dijo con un tono que helaba la sangre. Había tal violencia en aquellas palabras, pronunciadas en un sibilante susurro, que dejó aterrorizados a todos los presentes, yo incluido.
En aquel momento, Caldarola recordó que era el juez y que quizá sería oportuno que interviniera.
– Les ruego a todos que se tranquilicen. No comprendo esta animosidad y les invito a serenarse. Que cada cual haga su trabajo, tratando de respetar el ajeno. ¿Usted tiene otras preguntas, abogado Dellissanti?
– No, Señoría. Tomo nota de que la testigo no sabe o no quiere recordar la circunstancia a la cual yo me refiero. Pediremos que nos lo cuente el profesor Scianatico y, sobre todo, los testigos que figuran en nuestra lista. He terminado.
– ¿El ministerio público desea concluir el interrogatorio?
– Sí, pero con un par de preguntas cuya necesidad ha surgido a raíz de la repregunta de la defensa.
Desde un punto de vista técnico, la puntualización no era indispensable. Pero era una manera de subrayar que aquella prolongación de la declaración -seguramente nada favorable al acusado- dependía de un error del abogado de la defensa. O sea que no era un gesto de conciliación.
– Señora Fumai, ¿quiere contarnos las otras cosas que le decía el acusado? Para que nos entendamos, lo que estaba a punto de hacer cuando ha sido interrumpida.
Martina contó también aquellas otras cosas. Se refirió a las demás humillaciones, aparte de los golpes y la violencia psicológica a la que se había referido anteriormente. Scianatico le decía que era una fracasada; que su única suerte era haberlo conocido a él y que él hubiera decidido cuidar de ella; que ella era incapaz de adoptar decisiones acerca de su propia vida y que por eso tenía que obedecer las órdenes y los consejos de comportamiento que él le daba. Tenía que ser obediente y quedarse en su sitio.
Le decía que era una perra y que las perras tienen que obedecer a sus amos.
Lo contó todo con una voz que no era débil y no se resquebrajaba. Aunque puede que eso fuera peor. Era una voz neutra, sin tono y sin color. Como si algo en su interior se hubiera vuelto a romper.
Caldarola decretó un aplazamiento de tres semanas y trazó una especie de calendario de la instrucción del juicio. En la siguiente vista oiríamos a los restantes testigos del ministerio público. A continuación, vendría el interrogatorio al acusado. Y, finalmente, en dos vistas, oiríamos a los testigos y al asesor de la defensa.
Me despedí de Alessandra Mantovani y me volví hacia la salida de la sala para seguir a Martina, que se había levantado del asiento de los testigos y se me había adelantado unos cuantos pasos. Justo en aquel momento vi a Claudia, de pie, apoyada en la balaustrada. Parecía absorta. Después me di cuenta de que estaba mirando a Scianatico y Dellissanti. Los miraba de una manera que jamás podré olvidar y, mientras captaba aquella mirada, pensé, sin poder ejercer un auténtico control sobre mis pensamientos, que aquella mujer era capaz de matar.
Puede parecer increíble, pero en los meses que habían precedido a aquella tarde, había encontrado una especie de absurdo equilibrio. Él me hacía -o me obligaba a hacer- aquellas cosas. Yo sólo quería que todo terminara enseguida. Después abandonaba aquella habitación y ocultaba lo que había ocurrido. Era una niña triste, no tenía amigas, pero tenía a Snoopy; y a mi hermanita; y los libros que tomaba prestados en la escuela y que leía en todos mis momentos libres. No creo que mi madre, hasta aquel día, se hubiera dado realmente cuenta de nada.
Después de aquella tarde de lluvia, no sé cómo, se lo conté. No, no es exacto. Intenté contárselo. No recuerdo qué le dije concretamente. Pero seguro que no fue todo lo que había ocurrido. Creo que traté de averiguar si podía hablar con ella, si ella estaba dispuesta a escucharme; si estaba dispuesta a ayudarme.
No lo estaba.
En cuanto comprendió de qué le estaba hablando, se puso como una furia. Me estaba inventando cosas feas. Era una niña mala. ¿Acaso quería destruir nuestra familia, con todos los sacrificios que hacía ella para mantenerla en pie? Dijo algo así, más o menos, y yo no volví a decir nada.
Unos cuantos días después regresé del colegio y Snoopy ya no estaba. Lo busqué en el patio, lo busqué fuera, por la calle. Pregunté a todas las personas con quienes me crucé si lo habían visto, pero nadie sabía nada. Si existe el dolor en su forma más pura y desesperada, yo lo experimenté aquel día. Si vuelvo a pensar en aquel momento veo una escena muda, lívida y en blanco y negro.
Por la tarde él me llamó desde el dormitorio, y yo no fui. Me volvió a llamar, y no fui. Estaba en la cocina, en una silla, con los brazos alrededor de las rodillas. Con unos ojos enormemente abiertos que no veían nada. Creo que pocos sentimientos, pocas emociones se mezclan entre sí con tanta fuerza como el odio y el miedo. Después uno se comporta de una manera o de otra según lo que prevalezca. El miedo. O el odio.
Fue a buscarme a la cocina y me arrastró al dormitorio. Yo traté de resistir por primera vez. No sé muy bien lo que hice. A lo mejor intenté propinarle puntapiés o puñetazos o quizá no me quedé simplemente paralizada, dejando que hiciera lo que quisiera. Él estaba asombrado y furioso. Me pegó muy fuerte mientras me violaba. Bofetadas y puñetazos en la cara, en la cabeza, en las costillas.
Y, sin embargo -cosa extraña-, cuando terminó no me sentía peor que otras veces. Cierto que me dolía todo, pero también experimentaba una extraña y furiosa sensación de júbilo. Me había rebelado. Las cosas ya jamás volverían a ser como antes. Y él también lo comprendió, en cierto modo.
Cuando mi madre regresó a casa, vio cómo tenía la cara. Yo la miré pensando que me iba a preguntar qué había ocurrido. Pensando que ahora, ante la evidencia, me creería y me ayudaría.
Ella miró para el otro lado, dijo algo a propósito de que había que preparar la cena o hacer no sé qué otras cosas.
Él abrió una botella grande de cerveza y se la bebió toda entera. Al final, soltó un eructo silencioso y obsceno.
Estaba tumbado en el sofá de mi casa. Esperando que regresara Margherita y me llamara para que subiera a cenar. Me gustaba que, a pesar de vivir más o menos juntos, yo fuera por la noche a su casa como respondiendo a una invitación. Aunque sólo se tratara de subir dos pisos a pie. Hacía que las cosas resultaran menos obvias. Que no las diera por sentadas.
Estaba escuchando a Lou Reed: Transformer. El álbum de Walk on the Wild Side.
No un CD, sino un auténtico y original vinilo de treinta y tres revoluciones. Con sus crujidos, arañazos y demás.
Me lo había comprado aquella tarde en la pausa del almuerzo. Cuando tenía mucho que hacer, o quizá tenía alguna cita a primera hora de la tarde, o cualquier otra cosa, no regresaba a casa a la hora de comer. Me iba a algún bar del centro donde comen los empleados de banca y me tomaba un bocadillo y una cerveza en la barra. Después aprovechaba la pausa en alguna librería o alguna tienda de discos de las que no cierran al mediodía.
Aquella tarde había acabado en la tiendecita de un muchacho que tocaba el bajo en un grupo; hacían una especie de rock con tintes de jazz y eran bastante buenos. Los había oído tocar varias veces en los lugares que frecuentaba por la noche. En los que, en los últimos años, ya me empezaba a sentir desagradablemente fuera de lugar.
Tocar rock con tintes de jazz o lo que fuera no le daba en cualquier caso para vivir, entre otras cosas porque él y su grupo se negaban a tocar en las bodas. Por eso vendía discos, siguiendo unos horarios muy personales. Había días que cerraba sin previo aviso, otros que abría sobre las once de la mañana y permanecía abierto ininterrumpidamente hasta la noche, cuando allí dentro se reunían unos extraños e irreales personajes. Gente que te preguntabas dónde se ocultaba de día.
Aparte los CD nuevos, en aquella tiendecita se podían encontrar también montones de viejos elepés en vinilo, rigurosamente de segunda, o de tercera, o de cuarta mano. Aquel día, en el estante de los elepés, encontré una copia, original americana, de Transformer, sellada con el plástico y todo. Un disco que jamás había tenido; había tenido varias casetes con algunos fragmentos de aquel treinta y tres, cintas que, en cualquier caso, había perdido o destruido.
Soy de las pocas personas que todavía conservan un tocadiscos perfectamente operativo y pensé que aquel disco no me lo podía dejar escapar. Cuando llegué a la caja -lo cual significaba: cuando llegué delante de la silla en la cual el bajista estaba leyendo la revista de culto Mucchio selvaggio- y me enteré del precio, pensé que quizá sería mejor que me lo dejara escapar, me comprara una versión remasterizada y, con lo que me sobrara, me fuera a cenar a un restaurante de lujo.
Regurgitación adolescente de cuando no tenía dinero. Ahora ganaba mucho más de lo que conseguía gastar. Y, de esta manera -sin que el cajero-bajista se hubiera dado cuenta de todo este monólogo interior-, saqué el dinero, pagué, le pedí una bolsita rigurosamente usada, eché dentro al viejo Lou con su cara de Frankenstein y me fui.
El disco ya había terminado una primera vez y yo estaba a punto de volver a poner en movimiento el plato, colocar de nuevo la puntita de la aguja y escucharlo una vez más cuando Margherita me llamó y me dijo que subiera, que aquella noche también estaba dispuesta a darme de comer.
Había preparado habas con achicorias siguiendo la antigua receta del campo. Puré de habas, achicorias silvestres, cebolla roja de Acquaviva, pan duro y, en un plato aparte, guindillas fritas. Artículo de lujo, habría dicho el campesino al que, cuando yo era pequeño, mis padres le compraban la fruta, la verdura y los huevos frescos.
Para mí también había una botella de tinto aglianico de la región sureña del Vulture.
Sólo para mí. Margherita no bebe vino ni ninguna otra bebida alcohólica. Antes de que yo la conociera, había sido alcohólica muchos años; después había conseguido salir del infierno y ahora no tiene ningún problema si alguien bebe a su lado.
– Dentro de diez días haré el primer salto. Si el tiempo lo permite.
Lo de hacer el cursillo de paracaidismo había ido en serio. Había terminado la teoría y el entrenamiento y ahora se estaba preparando para lanzarse desde cuatrocientos, quinientos metros de altura. Mientras ella hablaba, yo intenté imaginarme la situación y noté una especie de mano que me apretaba la boca del estómago.
Ella seguía hablando, pero su voz se alejó mientras yo rodaba muy rápido hacia atrás hasta llegar a una tarde de primavera de hacía muchos años.
Hay tres chiquillos en la azotea de un edificio de ocho plantas. Alrededor de esta azotea hay una barandilla baja; a los lados, más allá de la barandilla, una cornisa muy ancha de por lo menos un metro; casi una acera. Más allá de esta acera, el vacío. Terrible, en la trivialidad de los gatos y las plantas pelonas del patio de abajo.
Uno de los chiquillos -el que juega mejor a la pelota, y ya ha fumado algún cigarrillo, y sabe explicar a los demás la verdadera función de la picha, aparte de la del pipí- propone un concurso de valentía.
Desafía a los demás a saltar la barandilla y a caminar por la cornisa a lo largo de todo el perímetro. No se limita a decirlo, sino que lo hace. Salta y camina con paso decidido, lo recorre todo y vuelve a saltar regresando a lugar seguro. Entonces lo prueba también el segundo; los primeros pasos los da con titubeos, pero después él también camina rápido y termina enseguida.
Ahora le toca al tercer chiquillo. Tiene miedo, pero no de manera exagerada. No le apetece demasiado caminar sobre el vacío, pero no parece una hazaña imposible. Los otros dos lo han hecho sin problemas y él también lo podrá hacer, piensa. Como mucho, procurará mantenerse muy pegado a la barandilla para más seguridad.
Así que él también salta, con cierta torpeza -no es muy ágil, mucho menos que los demás, por supuesto- y empieza a caminar, mirando a sus dos compañeros. Camina deslizando una mano por la superficie interior de la barandilla, como para sostenerse. El que juega muy bien a la pelota, experto en el uso de la picha, etcétera, dice que así no vale. Tiene que quitar la mano y caminar por el centro de la cornisa, sin apoyarse, tal como está haciendo ahora. Si no, no vale, repite.
Entonces el chiquillo aparta la mano y se desplaza unos centímetros hacia el vacío; y da unos cuantos pasos. Unos pasos cortos, mirándose los pies. Pero, mientras se mira los pies, los ojos se desplazan fuera del control consciente hasta enfocar un punto del patio de allí abajo. Son menos de treinta metros, pero parece un abismo que puede aspirarlo todo. En el que todo puede acabar cayendo.
El chiquillo aparta la mirada e intenta seguir adelante. Pero ahora el abismo ya le ha entrado dentro. Y en aquel preciso instante descubre que tendrá que morir. Tal vez justo en aquel momento; quizá otra vez, pero tendrá que morir.
Comprende lo que significa con una intuición fulgurante y completa.
Entonces se agarra a la barandilla, y se agacha, y casi se ovilla. Como para ofrecer menos superficie al viento -en realidad, es sólo una brisa muy ligera- que pudiera hacerle perder el equilibrio.
Ahora está casi acurrucado, apoyado contra aquella barandilla y con la espalda al abismo; y no tiene el valor de levantarse; ni siquiera el poco valor que le permitiría saltar al otro lado y pasar a lugar seguro.
Los dos amigos están diciendo algo pero él no los oye; o mejor dicho, no entiende lo que dicen. Pero, de repente, le entra otro miedo. El de que se acerquen para gastarle una broma, estilo hacer amago de propinarle un empujón; o saltar ellos también otra vez para entregarse a algún juego espantoso.
Entonces dice socorro, mamá; lo dice en voz baja y le entran ganas de llorar muy fuerte. Después, desde su posición acurrucada, se encarama muy despacio por la barandilla, casi a rastras, arañándose las manos, despellejándose las rodillas y todo. Si se pusiera de pie le sería fácil saltar, pero él no se puede poner de pie; no puede correr el riesgo de mirar otra vez hacia abajo.
Y, al final, se encuentra al otro lado. Los otros dos se burlan de él y él miente, dice que se ha torcido el pie caminando y que por eso no ha podido seguir adelante; y que es por eso por lo que ha saltado la barandilla de aquella manera tan ridícula, como si estuviera lisiado. Y después, cuando se van -y también en los días siguientes- procura cojear para convencerlos de que la historia de la torcedura es auténtica, de ninguna manera una excusa para disimular su miedo. Se pasa una semana entera cojeando y repite la historia -a los dos amigos y a sí mismo- tantas veces que, al final, él mismo confunde lo que se ha inventado con los hechos realmente ocurridos.
Aquel chiquillo, desde entonces y a intervalos regulares, sueña con saltar la barandilla de una terraza y con saltar abajo. Directamente y sin dudar. A veces sueña con subirse a la barandilla y caminar por ella como una especie de equilibrista loco; en la absoluta certeza no ya de conseguir hacerlo, sino de caer en cualquier momento; cosa que ocurre invariablemente. Otras veces sueña que sus amigos le toman el pelo; y entonces él corre hacia la barandilla, apoya en ella una mano, se vuelve, salta y se precipita al vacío mientras ellos miran estupefactos y aturdidos.
Así aprenderán a tomarme el pelo, piensa mientras se despierta presa de una invencible tristeza por su vida de muchacho que se fue; que habría podido ser tantas cosas. Que no serán.
Cuando me despierto pienso siempre precisamente en eso. Podría haber sido muchas cosas que no serán por no haber tenido el valor de intentarlo.
Entonces abro -¿o cierro?- los ojos, me levanto y voy al encuentro de mi jornada.
– Guido, ¿me escuchas?
– Sí, sí, perdóname, mientras hablabas me ha venido a la mente una cosa y me he distraído.
– ¿Qué cosa?
– No, nada, una cosa del trabajo. Que he dejado colgada.
– ¿Una cosa importante?
– No, nada, una tontería.
Una sola vista no fue suficiente para escuchar a los demás testigos del ministerio público. El inspector de la policía encargado de las investigaciones, que entre otras cosas había obtenido los listados de los teléfonos de Martina y de Scianatico. Los médicos del servicio de urgencias, que se limitaron a confirmar lo que habían escrito en sus informes de asistencia y de los cuales no recordaban, lógicamente, ni una sola palabra. Un par de chicas de la comunidad que habían actuado como escoltas de Martina en algunas ocasiones y que habían sido depositarías de sus confidencias.
La madre de Martina.
Era una mujer gruesa, triste e insulsa. Ella y la hija no se parecían en nada. Refirió con voz monótona y carente de vida el regreso a casa de Martina, las llamadas nocturnas, las llamadas a través del portero automático. Puso especial empeño en puntualizar que no sabía nada más; que jamás había sido testigo de las peleas entre su hija y el novio. Que su hija no tenía la costumbre de sincerarse con ella.
Estaba claro que no le gustaba haberse visto obligada a ir allí y quería largarse cuanto antes.
A lo largo de toda su declaración no miró ni una sola vez en dirección a su hija. Cuando el juez la invitó a retirarse, se fue a toda prisa. Sin despedirse de Martina; sin mirarla tan siquiera.
Fueron necesarias dos vistas para escuchar a estos testigos. Dos vistas tranquilas, sin enfrentamientos, porque todos -Mantovani, Dellissanti, yo- sabíamos muy bien que el juicio no se iba a decidir sobre la base de aquellas declaraciones. Éstas proporcionarían el contorno, el marco. El juicio, reducido a lo esencial, era la palabra de Martina contra la de Scianatico. Nadie había presenciado los golpes. Nadie había sido testigo de las humillaciones domésticas. Nadie que hubiera sido posible identificar había presenciado las agresiones por la calle.
Y nadie había presenciado otras cosas. De las cuales Martina sólo me habló unos cuantos días antes de la vista en la que estaba previsto el interrogatorio de Scianatico. Cuando nos reunimos en mi despacho y yo le hice todo tipo de preguntas. Incluidas las más embarazosas, pues necesitaba cualquier clase de información que me fuera útil para preparar la repregunta.
Aquellas otras cosas que salieron a relucir en nuestra reunión en mi despacho nos podían ser muy útiles. Si yo encontrara la manera de conseguir que Scianatico las reconociera en la vista en presencia del juez.
Aquella vista se fijó para el veinte de abril. Probablemente en ella se decidiría el proceso.
Siempre y cuando no se hubiera decidido en otro sitio, fuera de la sala. En estancias que a mí me estaban vedadas.
La llamada sonó en el despacho por la mañana, sobre las ocho y media, poco antes de que yo saliera para dirigirme al tribunal. Maria Teresa me dijo que era de la Fiscalía, del despacho de la magistrada Mantovani.
– ¿Dígame?
– ¿Abogado Guerrieri?
– ¿Sí?
– Despacho de la fiscal sustituía Mantovani. No se retire, por favor, le paso a la fiscal.
Experimenté una sensación de inquietud. Malas noticias. Ansiedad.
– Guido, soy Alessandra Mantovani. Perdóname que te haya tenido que llamar mi secretaria, pero no es la mejor de las mañanas. Estoy de guardia y está ocurriendo de todo.
– No te preocupes, ¿qué ha ocurrido?
– Quería hablar contigo cinco minutos y, puesto que hoy tienes que venir al tribunal, quizá podrías pasar a verme un momento.
– Podría llegar incluso dentro de un cuarto de hora.
– Te espero.
Mientras abandonaba mi despacho, me dirigía al tribunal, cruzaba los pasillos aspirando el denso olor de papeles y de humanidad, noté que la ansiedad se intensificaba. Una ansiedad de cosas que escapan a tu control. Una desagradable sensación de flaqueza situada, no sé por qué, en la parte derecha del vientre.
Tuve que esperar unos cuantos minutos fuera del despacho de Alessandra. Estaba ocupada con los carabineros, me dijo la secretaria en la antesala. Cuando éstos salieron -a algunos los conocía muy bien-, llevaban consigo unos papeles y sus rostros estaban tensos y preparados para la acción. Estuve seguro de que se disponían a detener a alguien.
Entré en el despacho justo en el momento en que Alessandra se estaba encendiendo un cigarrillo. Sobre el escritorio había un paquete de Camel recién abierto.
– No sabía que fumaras.
– Lo he dejado… lo había dejado hace seis años -dijo, dando una ávida calada.
Noté que casi me daba vueltas la cabeza a causa del deseo de coger uno yo también y del esfuerzo por resistir. Si ella me hubiera ofrecido uno, lo habría aceptado, pero no lo hizo.
– Hace dos meses se recibió una solicitud del Consejo General del Poder Judicial. Una solicitud de disponibilidad para un puesto en la Fiscalía de Palermo. -Otra calada, casi violenta-. Éste no es un buen período para mí. Ni en el despacho ni, sobre todo, fuera. Si tendiera a dramatizar las cosas, diría que ya no puedo más. Pero no quiero angustiarte con mis problemas. Como máximo, si quiero desahogarme, escribo una carta, con nombre falso, naturalmente, a una revista del corazón. Una bonita historia tipo mujer cuarentona con eso que se llama una carrera, desierto afectivo, puentes cortados a su espalda, conciencia incipiente de que ya jamás será madre, etc., etc.
Qué sensación tan extraña. Alessandra Mantovani siempre me había transmitido una idea de invulnerabilidad. Y ahora, de repente, la tenía delante como una mujer normal que contemplaba con desconcierto los años que pasaban y los que llegaban, en pleno esfuerzo desesperado por no romperse en pedazos.
– Perdona. No te había llamado para llorar sobre tu hombro.
Hice un gesto como para decirle que no se preocupara, que si quería llorar sobre mi hombro, etcétera. Pero ella el gesto ni siquiera lo vio.
– Me he ofrecido para ese destino. Casi sin pensarlo. Porque no sé qué hacer en este período. No sé lo que quiero… en resumen, me parece bien. Notifiqué mi disponibilidad ayer por la mañana y he recibido esto.
Me alargó un fax. El encabezamiento estaba en caracteres cursivos un poco anticuados. Consejo Superior del Poder Judicial. El texto decía que la señora Mantovani, magistrada del Tribunal de Apelación con cargo de fiscal sustituto del Estado en el Tribunal de Bari había sido destinada, tras haber notificado su disponibilidad, por un período de seis meses prorrogables a ulteriores períodos, siempre de seis meses, a la Fiscalía del Estado del Tribunal de Palermo. La magistrada Mantovani debería presentarse en la Fiscalía de Palermo en un plazo de siete días a partir de la comunicación de la resolución.
Seguían algunos detalles técnicos. Pura jerga. Dejé de leer y levanté la mirada.
– Te vas a Palermo.
No era que digamos la frase más inteligente de mi vida, pensé inmediatamente después.
– Tengo que estar allí antes del lunes que viene. Si quería un cambio, pues bueno, no puedo quejarme.
Como no sabía qué decirle, permanecí en silencio. A la espera. Ella aplastó el filtro en un cenicero de cristal. Lo aplastó mucho más de lo que era necesario para apagar el cigarrillo.
– Hay algunos juicios y algunas investigaciones que lamento tener que abandonar. Aparte de lo demás. Uno es el nuestro, el de Scianatico. En lo que se refiere a éste y a algunos otros tengo la desagradable sensación de estar huyendo.
Estaba a punto de decir algo, pero ella me lo impidió con un gesto de la mano. No le apetecía escuchar frases de circunstancia.
– En realidad, ni siquiera estoy segura de saber por qué te he llamado. A lo mejor, me siento cobarde y quería decirte directamente y en persona que de alguna manera te dejo solo con este enredo. A la vista irá vete a saber quién. A lo mejor va alguien muy bueno. O muy buena. Ojalá no…
– ¿Crees que te vas a quedar en Palermo?
– ¿Quién sabe? El puesto, tal como has leído, es para seis meses prorrogables. De hecho, siempre es para por lo menos un año, y a veces más. Dentro de un año pensaré en lo que quiero hacer. La verdad es que no tengo demasiadas cosas que me aten a Bari. Y, si he de ser sincera, tampoco las hay que me aten a otros lugares.
Me sentí triste y viejo. Me sentí como alguien que se dedica a ver pasar el tiempo; como alguien que contempla cómo cambian los demás, bien o mal, se hacen mayores, se van. Toman decisiones. Mientras ese alguien se queda siempre en el mismo sitio, haciendo las mismas cosas, dejando que el azar decida por él. Alguien que contempla pasar la vida.
Coño, cuánto me apetecía aquel Camel.
La conversación no se alargó demasiado. Le dije a Alessandra que volvería a pasar por su despacho para despedirme, pero ella me contestó que era mejor que nos despidiéramos en aquel momento. No sabía cuánto iba a estar en su despacho aquellos días, con los preparativos y todo lo demás.
Rodeó el escritorio mientras yo me levantaba. La miré a la cara inmediatamente antes de abrazarnos.
Tenía una manchitas rojas; y unas arrugas que jamás había observado antes.
Al volver a cerrar la puerta la vi encender otro cigarrillo. Miraba hacia la ventana, a algún lugar del exterior.
Alessandra se fue sin que hubiéramos tenido ocasión de volver a vernos. Tal como ella tenía previsto hacer.
Se acercaba la primavera. La vida discurría con normalidad. Cualquier cosa que signifique la palabra normal. Salíamos con Margherita y a veces con sus amigos. Con los míos nunca. Admitiendo que todavía existieran amigos míos.
Después del funeral de Emilio, en algún momento se me había ocurrido la idea de llamar a alguien. Salimos una noche a tomarnos dos cervezas y a charlar un rato acerca de la vida. Y después, por suerte, lo dejé correr.
Dos o tres veces Margherita me preguntó si había algo que no marchaba y si me apetecía hablar. Le dije que gracias, no, de momento. No quedó muy claro qué momento. Ella no insistió. Es una experta en aikido y sabe muy bien que no puedes empujar -o ayudar- a otra persona a hacer algo que no haya empezado por su cuenta.
Cada vez con más frecuencia me quedaba a dormir en mi apartamento.
Una vez que me quedé en su casa, mientras permanecía tumbado en la cama, me asaltó una sensación extraña. Entorné los ojos y, de repente, me vi observando la escena desde una posición distinta de aquella en la cual me encontraba situado físicamente. En la escena, conseguía verme también a mí mismo. Era un espectador.
Margherita se desnudaba, había muy poca luz, reinaba el silencio, yo estaba tumbado en la cama y mantenía los ojos entornados, pero no estaba durmiendo. Era una escena muy triste, como ciertos silenciosos interiores de Hopper.
Entonces me levanté y, volviéndome a vestir, dije que necesitaba tomar un poco el aire y que iba a dar un paseo. Margherita me miró y por primera vez tuve la impresión de que estaba verdaderamente preocupada por mí.
Por nosotros.
Se quedó así unos cuantos segundos y en su mirada había una especie de conciencia triste, una fragilidad que no era habitual en ella. Parecía a punto de decir algo, pero al final no lo hizo. Buenas noches, me dijo tan sólo, y yo me escapé.
Por la calle me encontré finalmente un poco mejor. Soplaba un aire fresco, casi frío, y seco. Las calles estaban desiertas. Como es normal sobre la medianoche de un miércoles en aquella zona de la ciudad.
Sin pensarlo ni apenas darme cuenta de lo que hacía, llamé a sor Claudia. Mientras marcaba el número, me dije que, si estaba durmiendo, seguramente tendría el móvil apagado. Si no estaba durmiendo…
Contestó al segundo timbrazo. Apenas una nota perpleja en la voz, pero no me preguntó qué había ocurrido ni por qué razón llamaba a aquella hora. Estuvo bien que no me hiciera aquella pregunta, porque no habría sabido qué contestarle.
Estaba dando un paseo a solas por la ciudad. No tenía sueño. ¿A lo mejor me apetecía dar un par de vueltas y charlar un ratito? Sí me apetecía. No, no hacía falta que fuera a recogerla, podíamos reunimos en algún sitio. ¿Me iba bien al final de Corso Vittorio Emanuele, delante de las ruinas del Teatro Margherita? Me iba bien. Dentro de media hora. Media hora. Ciao. Clic.
Para pasar aquella media hora me fui a un bar que permanece abierto toda la noche. Una especie de mancha luminosa en la oscuridad un poco escuálida e irreal de la zona que marca la frontera entre el centro mandado construir por Murat, cuñado de Napoleón, con sus típicas calles rectas y paralelas, y el barrio de la Liberta. Aquel bar siempre ha estado abierto toda la noche, desde mucho antes de que la ciudad se llenara de toda suerte de locales y de que el único problema consistiera en elegir el sitio donde quedarse hasta tarde. Cuando era un muchacho, aquel bar siempre estaba lleno, porque era uno de los poquísimos lugares donde ir a tomar un café o a comprar los cigarrillos que vendían ilegalmente en mitad de una noche de hacer el gilipollas. Ahora está casi siempre desierto, porque para los cigarrillos hay máquinas automáticas.
Cuando entré, sólo había una pareja de mediana edad, es decir, de sólo unos cuantos años más que yo. Estaban en un extremo de la barra en forma de L, en el lado más corto. Yo me senté en un taburete del otro lado, de espaldas a la gran luna de cristal y a la calle. El hombre, vestido con chaqueta y corbata, fumaba conversando con el rubio y delgado barman con chaqueta y sombrerito blancos; la mujer, una pelirroja de aire triste, muy mal maquillada y con profundas ojeras, tenía la mirada perdida en el vacío y parecía preguntarse qué había hecho para quedarse en semejante estado. Pedí un café que no me hacía ninguna falta, porque de todos modos aquella noche no iba a dormir. Durante los diez minutos que permanecí en aquel bar no entró ningún otro cliente y yo no conseguí librarme de la inquietante sensación de haber vivido -o de haber visto hat’s me in the spotlight- previamente aquella escena.
Claudia bajó de la furgoneta con su habitual soltura. Vestía como siempre -vaqueros, camiseta blanca, chaleco de piel-, pero llevaba el cabello suelto, y no recogido en una coleta, como todas las demás veces que la había visto.
Me saludó con un gesto de la cabeza y yo correspondí de la misma manera. Sin decir nada más echamos a andar por el paseo marítimo, iluminado por las farolas de hierro antiguo.
– No sé por qué te he llamado.
– Estabas solo, quizá.
– ¿Es un motivo válido?
– Uno de los pocos.
– ¿Por qué te hiciste monja?
– ¿Por qué te convertiste en abogado?
– No sabía qué hacer. Y si lo sabía, tuve miedo de intentarlo.
Pareció sorprenderse de que hubiera contestado; y pareció tomar en consideración mi respuesta. Después meneó la cabeza y no dijo nada. Durante varios minutos caminamos en silencio.
– ¿Vives solo?
Experimenté el impulso de contestar que sí, pero enseguida me avergoncé.
– No. O sea, yo tengo mi casa, pero vivo con una persona.
– Quieres decir una mujer.
– Sí, sí, una mujer.
– ¿Y ella no tiene nada que decir acerca del hecho de que salgas solo en mitad de la noche?
Mientras Claudia me hacía aquella pregunta, se superpusieron en mi cabeza los rostros de Margherita y de Sara, mi ex mujer. Lo cual me provocó vértigo, es decir, la sensación de estar allá arriba sin ninguna barandilla, sin nada a lo que agarrarme; la sensación de estar a punto de caer al vacío y de saber que todo se iba a romper irremediablemente.
Después los dos rostros se separaron y volvieron a sus correspondientes lugares en mi cabeza. Cualesquiera que fueran aquellos lugares. No había contestado a las preguntas de Claudia y ella no insistió.
A partir de aquel momento caminamos rápido, como si tuviéramos una meta o algo concreto que hacer. Nos detuvimos al final del paseo marítimo, en el límite sur de la ciudad, y nos sentamos muy juntos en el parapeto de piedra calcárea, a menos de dos metros del agua.
No tendría que estar aquí, pensé mientras percibía el contacto de su pierna musculosa contra la mía y aspiraba su olor suave y un poco amargo. Demasiado cercano.
Todo está fuera de lugar y una vez más no comprendo lo que ocurre, pensé mientras nuestras manos -mi derecha y su izquierda- se rozaban de manera inofensiva y totalmente prohibida. Ambos estábamos mirando fijamente hacia delante. Como si hubiera algo que mirar entre los feos edificios que se difuminan en la oscuridad hacia las tristes afueras de mala nota del barrio de Iapigia.
Nos quedamos así un buen rato, sin mirarnos en ningún momento a la cara. Pensé, sin que ella hubiera dicho u hecho nada, que de su mano parecía brotar una corriente pura de dolor.
– Hay un disco -dijo ella, volviéndose hacia mí sin previo aviso- que escucho a menudo desde hace años. No estoy segura de que me sea beneficioso escucharlo. Pero lo hago a pesar de todo.
Yo también me volví.
– ¿Qué disco?
– Out of time, de los R.E.M. ¿Lo conoces?
Pues claro que lo conozco. ¿Con quién te crees que hablas, monja?
No lo dije así. Me limité a hacer un gesto con la cabeza para decir que sí, lo conozco.
– Hay una canción…
– Losing my religion.
Entornó los párpados y después dijo que sí.
– ¿Sabes qué significa Losing my religion?
– Al pie de la letra, «perdiendo mi religión». ¿Significa alguna otra cosa? -pregunté.
– Losing my religion es una expresión coloquial. Significa algo así como ya no poder más.
La miré sorprendido. Me lo habría esperado todo de ella menos algo como aquello. Aún la estaba mirando sin saber qué decir cuando su rostro se acercó más y más hasta que ya no conseguí distinguir los rasgos.
Sólo tuve tiempo de pensar que su boca era dura y suave al mismo tiempo, que su lengua me recordaba los besos con las niñas de mi edad a los catorce años; sólo tuve tiempo de apoyar la mano en su espalda y de notar unos músculos con la consistencia de cables metálicos.
Después se echó de golpe hacia atrás y se quedó unos segundos con los ojos abiertos sobre mi rostro. Hasta que se levantó sin decir nada y echó a andar por donde habíamos venido. Yo la seguí y un cuarto de hora después estábamos de nuevo en su furgoneta.
– Hablar no se me da muy bien.
– No es indispensable.
– Pero a veces ocurre que te apetece.
Asentí con la cabeza. Ocurre a menudo. Lo malo es encontrar quien te escuche.
– Otra vez que nos veamos quiero hablar contigo. Quiero decir, sin escaramuzas y todo lo demás. No sé por qué, pero tengo ganas de contarte una historia.
Hice un gesto que significaba, más o menos: «si quieres, podría ser ahora mismo».
– No, ahora no. Esta noche no.
Tras una breve vacilación, me dio un rápido beso. En la mejilla, muy cerca de la boca. Antes de que yo pudiera decir algo más, ya estaba en la furgoneta, alejándose en la noche.
Regresé a casa caminando despacio y eligiendo las calles más desiertas y oscuras, con la cabeza absurdamente ligera.
Antes de irme a la cama busqué entre mis discos. Out of time estaba y lo puse en el lector, pulsé skip y dejé sonar la canción número dos. Losing my religion, precisamente.
La escuché sosteniendo en la mano el librito con las letras porque quería tratar de comprender.
That’s me in the corner
hat’s me in the spotlight
Losing my religion
Trying to keep up with you
And I don’t know if I can do it
O no, I’ve said too much
I haven’t said enough. <strong>[‡]</strong>
He dicho demasiado. No he dicho suficiente.
Los fiscales suplentes no son magistrados de carrera. Son abogados -por regla general, jóvenes abogados- que ocupan un puesto temporal. Se les paga por sesión. Si en la sala hay dos o veinte expedientes, da lo mismo. Si la sesión de vistas dura veinte minutos o cinco horas, su retribución es la misma. No es difícil imaginar que, por regla general, tratan de darse la mayor prisa posible para regresar cuanto antes a sus despachos.
Como era de esperar, Alessandra Mantovani fue sustituida por un fiscal suplente. Era una chica recién nombrada a la que yo jamás había visto.
En cambio, estaba claro que ella me conocía, porque, cuando entré en la sala, se me acercó de inmediato con expresión extremadamente preocupada.
– Ayer examiné los expedientes de la sesión.
Brillante idea, pensé. A lo mejor, si los hubieras examinado unos cuantos días antes, hasta habrías podido estudiarlos. Pero puede que eso hubiera sido pedir demasiado.
Le dediqué una especie de sonrisa de goma sin decir nada. Ella sacó de la carpeta nuestro expediente, lo apoyó en el banco y, tocando la tapa con el dedo índice, me preguntó si había comprendido bien quién era el acusado.
– ¿Este Scianatico es el hijo del presidente Scianatico?
– Pues sí.
Me miró consternada.
– ¿Pero cómo es posible que me envíen a mí a un juicio como éste? Virgen santa, pero si ésta es mi cuarta vista desde que me han nombrado. Y, además, ¿de qué se trata exactamente?
¿Pero no acabas de decir que has examinado todos los expedientes, coño? Ser idiota no es precisamente obligatorio para ejercer de abogado. Todavía no, por lo menos. Y, en cualquier caso, una vez dicho esto, tienes razón. ¿Cómo es posible que te envíen a ti a un juicio semejante?
No se lo dije así. Muy al contrario. Estuve incluso amable, le expliqué de qué se trataba, le dije que la acusación pública había sido asignada a la magistrada Alessandra Mantovani, pero que ésta había sido destinada a Palermo. Estaba claro que la persona que había elaborado el calendario de las vistas no se había dado cuenta de que aquélla no era una vista normal.
¿No se había dado cuenta?
Mientras le facilitaba estas amables explicaciones, pensé que estaba metido en la mierda. Hasta el cuello. Estábamos a punto de jugar un partido estilo Villagarcía de Arriba-Manchester United. Y mi equipo no era el Manchester.
– ¿Y hoy qué hay que hacer exactamente?
– Lo que hay que hacer, exactamente, es interrogar al acusado.
– Virgen santa. Mira, yo no haré nada. Total, tú conoces muy bien el juicio y lo puedes hacer todo tú. Yo sólo podría causar daños.
Pues mira, en eso tienes toda la razón. Por desgracia, la tienes lo que se dice toda.
– O quizá también podríamos solicitar un aplazamiento. Digamos que se precisa un fiscal para intervenir en este juicio y pidamos al juez que lo envíe a otra sala. ¿Qué te parece?
– ¿Cómo te llamas?
Me miró perpleja antes de contestar. Después me lo dijo. Se llamaba Marinella. Marinella Nosequé, porque hablaba muy rápido, comiéndose las palabras.
– Pues escúchame, Marinella. Escúchame bien. Tú quédate tranquila en tu sitio. Tal como has dicho antes, no hagas nada. Y ahora yo te digo lo que va a ocurrir. La defensa interrogará al acusado. Cuando te toque el turno, el juez te preguntará si tienes alguna pregunta y tú contestarás que no, gracias, no tienes ninguna pregunta. Ninguna. A continuación, el juez me preguntará a mí si tengo alguna pregunta y yo contestaré que sí, gracias, tengo unas cuantas preguntas. En cuestión de una horita o poco más, todo habrá terminado sin que tú te hayas dado cuenta siquiera. Pero que no se te ocurra la idea de pedir aplazamientos o cosas por el estilo.
Marinella me miró todavía más atemorizada. Mi rostro, el tono de voz con el que me había dirigido a ella, no habían sido amables. Asintió con la cabeza, como si estuviera hablando con un desequilibrado mental peligroso, con cara de querer estar en otro lugar y de desear con toda su alma que todo terminara cuanto antes.
Caldarola se quitó sus gafas de vista cansada y miró hacia Dellissanti y Scianatico.
– Bueno, pues; para la vista de hoy estaba previsto el interrogatorio al acusado. Si éste confirma su intención de someterse al mismo.
– Sí, Señoría, el acusado confirma su disposición para responder al interrogatorio.
Scianatico se levantó con aire decidido y cubrió en un segundo el espacio que mediaba entre la mesa de la defensa y el asiento de los testigos. Caldarola leyó las advertencias de rigor. Scianatico tenía derecho a no contestar, pero el juicio seguiría adelante de todos modos; si aceptaba responder, sus declaraciones siempre se podrían utilizar en contra suya etc., etc.
– O sea que usted confirma su disposición para responder.
– Sí, señor juez.
– En tal caso, la defensa puede proceder al interrogatorio.
El interrogatorio empezó de manera muy aburrida. Dellissanti pidió a Scianatico que contara cuándo había conocido a Martina, en qué circunstancias; cómo se había iniciado la relación y todo lo demás. Scianatico contestaba en tono casi afable, como para dar la impresión de que no se la tenía jurada a Martina, a pesar de todo el mal que ella, injustamente, le había causado. Un papel que habían ensayado y vuelto a ensayar en el despacho de Dellissanti. Seguro.
En determinado momento, se interrumpió en mitad de una respuesta. Fue un instante en el transcurso del cual yo vi que su mirada se desviaba hacia la entrada de la sala; vi un ligero sobresalto; vi que su cabrona expresión rebosante de serenidad se resquebrajaba levemente.
Acababan de llegar Martina y Claudia y se sentaron justo detrás de mí. Me volví, nos saludamos y Martina, siguiendo las instrucciones que yo le había dado la víspera cuando había pasado por mi despacho, me entregó un paquete de manera que a nadie en la sala le pudiera pasar inadvertido el gesto. Y de manera, sobre todo, que no le pudiera pasar inadvertido a Scianatico.
Por su forma y dimensiones estaba claro que el paquete contenía una cinta de vídeo.
Dellissanti se vio obligado a repetir su última pregunta.
– Le repito, profesor Scianatico, ¿nos puede decir cuándo y por qué motivos sus relaciones con la señorita Fumai empezaron a resquebrajarse?
– No… no puedo señalar un momento concreto. Poco a poco, Martina, es decir, la señorita Fumai, comenzó a comportarse de otro modo.
– ¿Nos puede explicar de qué otro modo?
– Cambios de humor. Cada vez más bruscos y cada vez más frecuentes. Agresiones verbales alternadas con crisis de llanto y de abatimiento. En un par de ocasiones trató incluso de agredirme físicamente. Estaba fuera de sí. Yo tenía la impresión…
– Protesto, Señoría. El acusado está a punto de expresar su opinión personal, lo cual, como todos sabemos, está prohibido.
Caldarola le dijo a Scianatico que se abstuviera de expresar sus opiniones personales y se limitara a los hechos.
– Díganos qué ocurría en el transcurso de estas crisis de la señorita Fumai.
– Sobre todo gritaba. Decía que yo no comprendía sus problemas y que el hecho de estar conmigo la haría volver a enfermar.
– Disculpe que lo interrumpa. ¿Decía exactamente que volvería a enfermar? ¿A qué enfermedad se refería?
– Se refería a sus problemas psiquiátricos.
– Siga adelante. Siga contándonos qué ocurría en el transcurso de estas crisis.
– Lo que ya he dicho. Gritos, llantos histéricos, tentativas de agresión y… ah, sí, y después me acusaba de tener amantes. No era verdad, naturalmente. Pero es que ella era muy celosa. Patológicamente celosa.
– No es verdad. Cabrón de mierda, no es verdad -le oí susurrar a Martina a mi espalda.
– … me decía cada vez más a menudo que me las haría pagar. Más tarde o más temprano y de la manera que fuera.
– ¿Fue en ocasión de una de estas peleas cuando usted le dijo, en presencia de unos amigos comunes, esta frase: «eres una mitómana, eres una mitómana y una desequilibrada, no tienes credibilidad y resultas peligrosa para ti misma y para los demás»?
– Sí, por desgracia, sí. Yo también perdí los estribos. No tendría que haber dicho ciertas cosas en presencia de terceros. Pero, por desgracia, era la verdad.
– Tratemos de analizar esta frase que usted no habría deseado pronunciar en presencia de terceros pero que no consiguió reprimir. ¿Por qué le dijo que no era de fiar y resultaba peligrosa?
– Experimentaba violentos estallidos de furia. En dos ocasiones me había atacado. En otras se había entregado a gestos de autolesión.
– ¿Por qué le dijo que era una mitómana?
– Se inventa cosas. Lamento decirlo, a pesar de todo lo que me ha hecho. Pero se inventaba unas historias increíbles. Aquella vez en particular me dijo que estaba segura de que yo mantenía una relación con una señora que aquella noche estaba con nosotros en casa de unos amigos. No era verdad, pero no hubo manera de hacerla entrar en razón. Me dijo que se quería ir, yo le contesté diciéndole que no se comportara como una niña y no armara escenas, pero la situación degeneró enseguida.
Tuve que resistir el impulso de volverme a mirar a Martina.
– ¿Usted amenazó alguna vez a la señorita Fumai?
– Rotundamente jamás.
– ¿Utilizó alguna vez la violencia física durante y después de la convivencia?
– Jamás por propia iniciativa. Claro que en las dos ocasiones en que ella me agredió tuve que defenderme para bloquearla y tratar de neutralizarla. Fueron las dos veces en las que ella tuvo que acudir a que la atendieran en el servicio de urgencias. Adonde tengo empeño en puntualizar que yo mismo la acompañé. Y la volví a acompañar otra vez. Una de las veces en que se había autolesionado de manera especialmente violenta. Tal como ya le he dicho, tenía esta costumbre.
– ¿Puede decirnos exactamente de qué autolesiones se trató?
– No lo recuerdo con exactitud. Desde luego, cuando perdía la calma en el transcurso de las peleas, se abofeteaba e incluso se pegaba puñetazos en la cara.
– Después del cese de la convivencia, ¿usted siguió manteniendo contacto con la señorita Fumai?
– Sí, la llamé muchas veces por teléfono. Un par de veces traté incluso de hablarle en persona.
– En estas ocasiones, por teléfono o en persona, ¿usted amenazó alguna vez a la señorita Fumai?
– Rotundamente no. Yo estaba… me avergüenza decirlo, pero, bueno, seguía enamorado de ella. Trataba de convencerla de que volviera conmigo. Entre otras cosas me preocupaba mucho que su estado de salud psíquica pudiera agravarse más y ella pudiera cometer algún acto inesperado. Quiero decir de autolesión, o cosas peores. Yo pensaba que, si volvíamos a estar juntos, quizá podría ayudarla a resolver sus problemas.
Conmovedor. Una historia verdaderamente lacrimógena. Aquel hijo de puta habría tenido que dedicarse a la interpretación.
– En resumen, profesor Scianatico, usted conoce las acusaciones que pesan contra usted. ¿Hay alguno de los actos que le atribuye la acusación que usted realmente haya cometido?
Antes de contestar, Scianatico esbozó una especie de amarga sonrisa. Significaba más o menos que las personas y el mundo eran malvados e ingratos. Por este motivo él estaba allí, injustamente procesado por cargos que no había cometido. Pero él era de natural bondadoso y, por consiguiente, no guardaba rencor hacia la responsable de todo aquello. Que, entre otras cosas, era una pobre desequilibrada.
– Tal como ya le he dicho, tuvimos dos pequeñas peleas con agresiones durante la convivencia. Y, además, sí, tal como ya he dicho, la llamé muchas veces por teléfono, algunas incluso de noche para tratar de convencerla de que volviéramos a vivir juntos. En cuanto a lo demás, nada es cierto, naturalmente.
Naturalmente. Las llamadas no las podía negar, dada la existencia de los listados. En cuanto a lo demás, la loca se lo había inventado todo en su delirio de destrucción.
Así terminó el interrogatorio directo. El juez le dijo al ministerio público que ya podía proceder a la repregunta. Marinella Nosecómo, obedientemente, contestó que no, gracias, no tenía preguntas. Por el tono de su voz y por la cara que puso al contestar, parecía que el juez le hubiera preguntado: «perdone, ¿usted padece el sida?»
– ¿Usted tiene alguna pregunta, abogado Guerrieri?
– Sí, Señoría, muchas gracias. ¿Puedo empezar?
El juez asintió con la cabeza. Él también sabía que era allí donde empezaban los problemas. Y a él los problemas no le gustaban. Peor para ti, pensé.
Las maniobras de aproximación eran inútiles en este caso. Así que empecé directamente y sin preámbulos.
– ¿Usted fotocopió la documentación clínica de la señora Fumai durante el período de su convivencia con ella?
– Sí, es cierto. La fotocopié porque…
– ¿Nos puede decir exactamente cuándo la fotocopió, si lo recuerda?
– ¿Quiere decir el día, el mes?
– Quiero decir a ojo, el período en que lo hizo. Si, además, recuerda el día…
– No le podría contestar con exactitud. Por supuesto que no fue en el transcurso del primer período de nuestra convivencia.
– ¿Pidió la autorización de la señora Fumai para sacar aquellas fotocopias?
– Verá, mi intención…
– ¿Pidió su autorización?
– Yo quería…
– ¿Pidió su autorización?
– No.
– ¿Informó posteriormente a la señora Fumai de que había sacado fotocopia de documentación privada a espaldas suyas?
– No la informé porque estaba preocupado y quería mostrar aquella documentación a algún psiquiatra amigo mío. Para comprender juntos cuáles eran exactamente los problemas que tenía Martina y, de esta manera, poder ayudarla.
– Por tanto y resumiendo: usted hizo aquellas fotocopias sin pedir permiso a la señora Fumai y, por tanto, a escondidas. Y posteriormente no le comunicó los hechos. ¿Es correcto?
– Era por su bien.
– Por consiguiente, podemos decir que usted, por el bien de la señora Fumai, estaba dispuesto a hacer cosas, invadiendo su esfera privada, sin autorización.
– Protesto, Señoría -dijo Dellissanti-, eso no es una pregunta, es una conclusión. Inadmisible.
– Abogado Guerrieri, reserve sus conclusiones para el momento del alegato -dijo Caldarola.
– Con el debido respeto, Señoría, yo considero que se trata de una pregunta lícita acerca de lo que el acusado estaba dispuesto a hacer, siguiendo su idea totalmente subjetiva de cuál era el bien de la señora Fumai. Pero puedo renunciar tranquilamente a ella y pasar a otra pregunta. ¿Fue la señora Fumai quien le dijo dónde guardaba su documentación médica?
– No he comprendido la pregunta.
– ¿La señora Fumai le dijo: «mira, los papeles de mi ingreso hospitalario, la copia de mi historial clínico, están en tal sitio o en tal otro?»
– No. Mejor dicho, no lo recuerdo.
– O sea que usted tuvo que buscar esa documentación para poderla fotocopiar. Se vio obligado a hurgar entre las propiedades privadas de la señora Fumai. ¿Es así?
– No hurgué. Estaba preocupado por ella y por eso busqué aquellos papeles para mostrarlos a un médico.
Scianatico ya no parecía sentirse muy cómodo. Estaba perdiendo la calma y aquella imagen suya de viril y serena paciencia. Precisamente lo que yo quería.
– Sí, eso ya nos lo ha dicho. ¿Puede indicarnos el nombre del psiquiatra a quien mostró aquellos papeles tras haberlos mandado fotocopiar clandestinamente?
– Protesto, protesto. El defensor de la parte civil tiene que evitar los comentarios, pues incluso un adverbio como clandestinamente ya es un comentario.
Una vez más, había hablado Dellissanti. Sabía muy bien que las cosas no estaban yendo por el camino adecuado. Para ellos. Yo hablé antes de que Caldarola pudiera intervenir.
– Señoría, mi opinión es que el adverbio «clandestinamente» define de manera muy precisa el modo en que obtuvo aquella documentación el acusado. Pese a ello, no tengo ningún inconveniente en volver a formular la pregunta, porque no me interesan las polémicas.
Y porque, en cualquier caso, ya he conseguido lo que quería, pensé.
– Bien, pues, ¿nos puede facilitar el nombre del psiquiatra?
– … Al final, no hice ningún uso de aquella documentación. Nuestras relaciones se deterioraron rápidamente y después ella se fue de casa. Y, en resumen, ya no la utilicé para ningún propósito.
– Pero conservó aquella documentación fotocopiada.
– La dejé donde estaba. Me olvidé de ella hasta que empezó… toda esta historia.
Siguió una pausa bastante larga. Yo retiré la envoltura de papel del paquete que me había entregado Martina, saqué de ella la cinta de vídeo y un par de hojas de papel. Me pasé casi un minuto simulando leer lo que figuraba escrito en las hojas. Que, en realidad, eran sólo un accesorio de la puesta en escena y no tenían nada que ver con el juicio. Eran las fotocopias de dos viejas notas de gastos, pero Scianatico no lo sabía. Cuando me pareció que la tensión ya era suficiente, volví a levantar la vista de los papeles y reanudé la repregunta.
– ¿Impuso alguna vez a la señora Fumai la grabación en vídeo de relaciones sexuales?
Ocurrió exactamente lo que yo esperaba. Dellissanti se levantó gritando. Era inadmisible, ultrajante, inaudito, que se plantearan semejantes preguntas. Qué tenía que ver lo que ocurría en la intimidad de un dormitorio entre adultos consintientes con el objeto del juicio. Etcétera, etcétera.
– Señoría, ¿me permite aclarar la pregunta y su relevancia?
Caldarola asintió con la cabeza. Por primera vez desde el comienzo del juicio me pareció molesto con Dellissanti. Había hurgado entre las cosas privadas más íntimas y dolorosas de Martina. Para establecer la credibilidad de la presunta persona ofendida, había dicho. Y ahora recordaba de repente el carácter inviolable de la vida privada de una pareja.
Fue más o menos lo que dije. Expliqué que, si era necesario evaluar la personalidad de la persona ofendida, la misma exigencia se daba con respecto al acusado desde el momento en que había aceptado someterse al interrogatorio y había hecho, entre otras cosas, toda una serie de declaraciones deshonrosas y ofensivas acerca de mi cliente.
Caldarola no admitió la protesta y le dijo a Scianatico que respondiera a la pregunta. Él miró a su abogado en busca de ayuda. No la encontró. Se desplazó un poco más en la silla, que parecía haberse vuelto muy incómoda. Se estaba preguntando desesperadamente cómo había conseguido yo entrar en posesión de aquella cinta. Que, estaba convencido, contenía un embarazoso testimonio acerca de unas costumbres suyas extremadamente privadas.
– ¿Quién… quién le ha dado esa cinta?
– ¿Sería tan amable de responder a mi pregunta? Si no está clara o no la ha oído bien, se la puedo repetir.
– Era un juego, una cosa privada. ¿Qué tiene que ver con el juicio?
– ¿Es una respuesta afirmativa? ¿Grabó en vídeo las relaciones sexuales que mantuvo…?
– Sí.
– ¿En una sola ocasión? ¿En varias ocasiones?
– Era un juego. Los dos estábamos de acuerdo.
– ¿En una sola ocasión o en más ocasiones?
– Algunas veces.
Cogí la cinta de vídeo y la examiné por espacio de unos segundos, como si estuviera leyendo algo en la etiqueta.
– ¿Grabó alguna vez en vídeo actividades sexuales de tipo sadomasoquista?
En la sala se hizo el silencio. Transcurrieron varios segundos antes de que Scianatico contestara.
– No… no recuerdo.
– Vuelvo a formular la pregunta. ¿Exigió o en cualquier caso llevó a cabo prácticas sexuales de tipo sadomasoquista?
– Yo… nosotros practicábamos unos juegos. Sólo juegos.
– ¿Pretendió alguna vez que la señora Fumai se sometiera a ataduras y a otras prácticas sexuales con ligaduras?
– No exigí nada. Estábamos de acuerdo.
– En este caso, es correcto decir que se registraron las prácticas sexuales a que me he referido anteriormente y que usted no recuerda si las grabó o no en vídeo.
– Sí.
– Señoría, he terminado la repregunta al acusado. Pero tengo que presentar una petición…
Dellissanti se levantó de un salto, dentro de los límites que su volumen le permitía.
– Me opongo firmemente a la inclusión de cintas relacionadas con las prácticas sexuales del acusado y de la persona ofendida. Mantengo toda suerte de reservas acerca de la relevancia de las preguntas formuladas al respecto por el representante de la parte civil, pero, en cualquier caso, cabe señalar que la existencia de ciertas prácticas ya está consignada. Por consiguiente, ya no hay ninguna necesidad de incluir documentación pornográfica en las actas del juicio.
Justo lo que yo quería oírle decir. Se admitía la existencia de ciertas prácticas. Precisamente. Ambos habían picado totalmente el anzuelo.
– Señoría, se trata de una excepción superflua. No tenía la menor intención de pedir la inclusión de esta cinta o de otras. Tal como ha dicho el defensor del acusado, el hecho de que se hubieran registrado ciertas prácticas ya es un dato admitido. Mi petición es otra. En la fase introductoria del juicio la defensa solicitó -y Su Señoría admitió- una asesoría técnica de carácter psiquiátrico acerca de la persona ofendida. Todo ello con el fin de evaluar su credibilidad en relación con el cuadro general de su estado psíquico. Lo que ha emergido de la repregunta impone, en aplicación del mismo principio, la necesidad de una análoga exigencia acerca de la persona del acusado. El psiquiatra que usted nombre para examinar al acusado tendrá ocasión de decirnos si la necesidad compulsiva de prácticas sexuales de tipo sadomasoquista y, en particular, las que suponen ataduras, está habitualmente relacionada con impulsos y comportamientos de carácter persecutorio, de invasión de la vida privada ajena. En otras palabras, si uno y otro fenómeno son -o pueden ser- la expresión de una necesidad compulsiva de control. Y quede claro que prescindo en este momento de cualquier evaluación o hipótesis acerca del posible carácter psicopatológico de estas inclinaciones.
El rostro de Scianatico se había vuelto de color gris. El bronceado había perdido cualquier señal de vida, como si debajo la sangre hubiera dejado de circular. Marinella Nosecómo se había quedado paralizada.
Dellissanti tardó unos cuantos segundos en recuperarse y oponerse a mi petición. Más o menos con los mismos argumentos que yo había utilizado para oponerme a la suya. Digamos que no se planteó problemas de coherencia.
Caldarola parecía indeciso con respecto a lo que tenía que hacer. Fuera de la sala, en las conversaciones privadas que seguramente habían tenido lugar, le habían contado una historia distinta. El juicio estaba basado simplemente en las acusaciones de una loca desequilibrada contra un respetado profesional perteneciente a una excelente familia. Se trataba de cerrar sin demasiado escándalo aquel lamentable incidente.
Pero ahora las cosas ya no parecían tan claras y él no sabía qué hacer.
Pasó un minuto de extraño silencio en suspenso y después Caldarola dictó su decreto:
– El juez, oída la petición formulada por el representante de la parte civil; establecido que la documentación admitida en la fase introductoria no se ha agotado, verificado que la documentación de la parte civil es conceptualmente atribuible a la categoría a la que se refiere el artículo 507 del Código de Procedimiento Penal, establecido que para dichas pruebas todas las decisiones sólo se pueden adoptar al término de la instrucción; por los mencionados motivos, reserva cualquier decisión acerca de la solicitada prueba pericial psiquiátrica al resultado de la instrucción procesal y dispone que el juicio siga adelante.
Era una decisión técnicamente correcta. Las decisiones acerca de todas las peticiones de nuevas pruebas se adoptan al término de la instrucción. Yo lo sabía muy bien, pero había presentado aquella petición en aquel momento para que se comprendiera exactamente adonde quería llegar. Para hacerle comprender al juez el verdadero significado de aquellas peticiones acerca de las prácticas sexuales y todo lo demás.
Para que todo el mundo comprendiera que no teníamos la menor intención de quedarnos allí sentados, dejándonos machacar.
A Dellissanti no le gustó aquella decisión interlocutoria, o dicho de otra forma provisional. Dejaba una puerta peligrosamente abierta a unas comprobaciones intolerables y a un escándalo peor, si cabía, que el del propio juicio. Por eso lo intentó.
– Le pido disculpas, Señoría, pero nosotros desearíamos que usted desestimara ya de entrada esta petición. No es posible dejar en suspenso sobre la cabeza del acusado esta nueva e ignominiosa espada de Damocles…
Caldarola no lo dejó terminar.
– Señor abogado, le agradecería que no discutiera mis disposiciones. Adoptaré una decisión acerca de la petición al término de la instrucción, es decir, tras haber oído a sus testigos y también a su asesor. Al psiquiatra, precisamente. Con esto creo que por hoy ya hemos terminado, si por parte de usted ya no hay más peticiones en favor del acusado.
Dellissanti permaneció unos instantes en silencio, como si estuviera buscando algo que decir y no consiguiera encontrarlo, Una situación insólita en él. Al final, se dio por vencido y dijo que no, que no había más peticiones en favor del acusado. Scianatico presentaba un rostro irreconocible cuando se levantó del estrado de los testigos para regresar a su sitio al lado de su abogado.
Caldarola estableció la celebración de una vista para decidir si procedía un aplazamiento, «oír a los testigos de la defensa y para las eventuales y ulteriores peticiones de pruebas complementarias de conformidad con el artículo 507 del Código de Procedimiento Penal».
Sólo cuando me volví hacia Martina y Claudia mientras me quitaba la toga de los hombros me di cuenta de la cantidad de público que había en la sala. Y, en medio de todo aquel público, por lo menos tres o cuatro periodistas.
Scianatico, Dellissanti y el séquito de pasantes y auxiliares se retiraron a toda prisa y en silencio. Sólo por unos instantes Scianatico se volvió en dirección a Martina. Su mirada era extraña, tan extraña que no conseguí descifrarla, aunque me hizo pensar en ciertas muñecas rotas con los ojos abiertos y enloquecidos.
A los periodistas que me pedían declaraciones les dije que no tenía ningún comentario que hacer. Me vi obligado a repetirlo tres o cuatro veces, pero al final se resignaron. Por otra parte, material para escribir no les faltaba, después de todo lo que habían visto y oído.
Doblé las dos hojas de papel con las copias de las notas de gastos y las guardé en la bolsa junto con la cinta de vídeo. No quería correr el riesgo de dejármela olvidada. La había grabado una noche de insomnio años atrás y me gustaba volver a verla de vez en cuando. Contenía una vieja película de Pietro Germi con un espléndido Massimo Girotti. Una película muy difícil de encontrar y épica.
In nome della legge.
Después de aquella tarde tuve que ir muy pocas veces al dormitorio.
Era como si él hubiera perdido el interés. No sé si porque ahora yo siempre oponía resistencia o porque había crecido y ya no era una niña. O más probablemente por ambos motivos.
Sea como fuere, en determinado momento dejó de hacerlo.
Y entonces me di cuenta de cómo miraba a mi hermana.
Fui presa de la angustia. No sabía qué hacer, con quién hablar. Estaba segura de que pronto, muy pronto, él la llamaría al dormitorio.
Para cinco minutos y después puedes volver a jugar.
Empecé a no salir al patio si Anna no bajaba conmigo. Si ella decía que quería quedarse en casa leyendo un tebeo o viendo la televisión, yo me quedaba a su lado. Permanecía muy cerca de ella. Con los nervios a flor de piel, a la espera de oír aquella voz pastosa por los cigarrillos y la cerveza, llamando. Sin saber qué haría en aquel momento.
No tuve que esperar mucho. Ocurrió una mañana, el primer día de las vacaciones de Pascua. Jueves Santo. Nuestra madre estaba fuera, trabajando.
– Anna.
– ¿Qué quieres, papá?
– Ven aquí un minuto, que te tengo que decir una cosa.
Anna se levantó de la silla de la cocina donde estábamos las dos. Dejó encima de la mesa las dos muñecas con las que estaba jugando. Se dirigió hacia el pequeño pasillo estrecho y oscuro al fondo del cual se encontraba la habitación.
– Espera un momento -dije yo.
He pensado a menudo en aquella vista y en lo que ocurrió después. Me he preguntado a menudo si las cosas habrían podido ir de otra manera y hasta qué extremo dependieron de mí, de mi comportamiento en el juicio, de mi forma de interrogar a Scianatico.
Jamás he encontrado una verdadera respuesta, y probablemente sea mejor así.
Hubo varios testigos y todos contaron los hechos de una manera casi idéntica. Lo cual ocurre muy raras veces. Con algunos de aquellos testigos hablé personalmente; de otros leí las declaraciones prestadas en la comisaría en las horas inmediatamente posteriores al hecho.
Martina regresaba del trabajo -eran las cinco y media o un poco más tarde- y había aparcado a unas decenas de metros del portal de la casa de su madre.
Él la estaba esperando allí desde hacía por lo menos una hora, tal como dijo el propietario de un establecimiento de artículos de vestir del otro lado de la calle. Se había fijado porque «había algo raro en su comportamiento y en su manera de moverse».
Cuando ella lo vio, se detuvo un instante; quizá tenía intención de cruzar a la otra acera, de huir. Después, en cambio, reanudó su camino, yéndole al encuentro. Con decisión, dijo el propietario de la tienda.
Había decidido enfrentarse a él. No quería huir. Ya no.
Hablaron brevemente, en un tono cada vez más alterado. Después levantaron la voz, sobre todo ella, que le gritaba que se fuera y la dejara en paz de una vez por todas. Inmediatamente después se produjo una especie de altercado. Scianatico la golpeó dos veces, con bofetadas y puñetazos; ella cayó, tal vez perdió el sentido y él la arrastró al interior de la portería.
La llamada de Tancredi se produjo mientras yo estaba hablando con un cliente importante. Un gran empresario investigado por la policía fiscal por una serie de fraudes, muerto de miedo ante la idea de que lo pudieran detener. Uno de aquellos clientes que pagaban enseguida y bien porque tenían mucho que perder.
Le dije que se había producido un acontecimiento de urgencia absoluta y le pedí que me disculpara; nos veríamos mañana, no, mejor pasado mañana, que me perdonara una vez más, tenía que salir pitando, adiós. Cuando abandoné mi despacho, él todavía estaba allí dentro, de pie, delante del escritorio. Con la expresión propia de alguien que no entiende nada, supongo. Y que se pregunta si no convendría cambiar de abogado.
Mientras corría a casa de Martina, que se encontraba a un cuarto de hora de camino de mi despacho, llamé a Claudia. No recuerdo exactamente qué le dije en medio de la afanosa carrera. Pero recuerdo muy bien que ella cortó la comunicación mientras yo todavía estaba hablando; en cuanto comprendió de qué estaba hablando.
En el lugar de los hechos reinaba un desconcierto de locos. Al otro lado de las vallas, la multitud de curiosos. Dentro, muchos policías uniformados y unos cuantos carabineros. Hombres y mujeres de paisano, con las placas doradas de la policía judicial en los cinturones o las chaquetas o bien colgadas del cuello como medallones. Algunos de ellos llevaban las pistolas remetidas en la parte anterior del cinturón; otros las sostenían en la mano apuntando hacia el suelo, como si de un momento a otro fueran a tener que utilizarlas; un par llevaba en la mano, colgando como si fueran bolsas semivacías, unos chalecos antibalas en actitud de estar a punto de ponérselos de un momento a otro.
Le pregunté a Tancredi quién dirigía las operaciones, admitiendo que se pudiera hablar de operaciones y de dirección en medio de aquel follón. Me señaló a un sujeto anónimo vestido con chaqueta y corbata que sostenía en la mano un megáfono, pero parecía que no supiera exactamente qué hacer con él.
– Es el subcomisario de la Brigada Móvil. Habría sido mejor que se quedara en casa, pero, como el gran jefe está en el extranjero, en la práctica nos las tenemos que arreglar solos. Hasta hemos llamado al fiscal sustituto de turno y nos ha dicho que él es un letrado y no es asunto suyo tratar con aquel señor, y tanto menos decidir si hay que efectuar una intervención. Pero ha dicho que lo mantengamos informado. Nos es de gran ayuda el muy cabrón, ¿verdad?
– ¿Habéis conseguido hablar con Scianatico?
– A través del teléfono fijo de la casa. He hablado yo con él. Ha dicho que va armado y que nadie intente acercarse. Dudo mucho que sea cierto, quiero decir, que vaya armado. Pero no me atrevería a apostarlo.
Tancredi vaciló un instante.
– Su voz no me ha gustado, para nada. Sobre todo, cuando le he pedido que me permitiera hablar con ella. Le he preguntado si me dejaba simplemente saludarla, pero él ha contestado que no, que ahora no podía. Era una voz desagradable e inmediatamente después ha cortado la comunicación.
– ¿Desagradable en qué sentido?
– Es difícil de explicar. Resquebrajada, como si estuviera a punto de romperse de un momento a otro.
– ¿Y la madre de Martina?
– No lo sabemos. Quiero decir, no debía de estar en casa. Le he preguntado si estaba también la madre y él me ha contestado que no. Pero no sabemos dónde está. Probablemente ha salido a hacer la compra o cualquier otra cosa, regresará de un momento a otro y se encontrará con esta sorpresa. Hemos tratado también de localizar al padre de él, el presidente, para pedirle que venga a hablar con este jodido loco de su hijo. Hemos conseguido establecer contacto con él, pero está asistiendo a una reunión en Roma. Un vehículo de la Brigada Móvil de Roma ha ido a recogerlo y lo lleva al aeropuerto para que tome el primer vuelo. Pero en el mejor de los casos sólo podrá estar aquí dentro de cinco horas. Esperemos que para entonces ya no lo necesitemos.
– ¿Qué te parece? ¿Qué es lo que habría que hacer?
Tancredi inclinó la cabeza y apretó los labios. Como si buscara una respuesta. No, como si tuviera una respuesta preparada pero no le gustara y estuviera buscando una alternativa.
– No lo sé -dijo levantando finalmente los ojos-, estas situaciones son imprevisibles. Para tratar de decidir una estrategia hay que comprender qué es lo que quiere este hijo de puta; es decir, cuál es su verdadera motivación.
– ¿Y en este caso?
– No lo sé. La única cosa que se me ocurre no me gusta en absoluto.
Estaba a punto de preguntarle qué era aquella cosa que no le gustaba en absoluto cuando vi llegar la furgoneta de Claudia. Más bien la oí llegar. En secuencia: chirrido de neumáticos en una curva, rugido de cambio violento de marcha, ruedas anteriores sobre la acera, golpe de parachoques contra un contenedor de basura. Se abrió paso entre la gente en dirección a nosotros. Un policía uniformado le dijo que no podía ir más allá de la valla que marcaba la zona de las operaciones. Ella lo empujó sin decir ni una sola palabra y, justo en el momento en que el otro estaba intentando bloquearle el paso, llegó Tancredi corriendo y dijo que la dejaran pasar.
– ¿Dónde están?
Contestó Tancredi:
– Se ha parapetado en casa de Martina. Probablemente va armado o, por lo menos, eso dice él.
– ¿Y ella cómo está?
– No lo sabemos. Con ella no hemos conseguido hablar. La esperaba delante de su casa. Cuando ella llegó, conversaron durante unos cuantos segundos, después ella gritó algo en el sentido de que se fuera enseguida, de lo contrario, llamaría a la policía, a su abogado o a los dos. Fue entonces cuando él le pegó varias veces. Ella debió de perder el conocimiento o, por lo menos, debía de estar aturdida, porque vieron cómo él la arrastraba dentro, sosteniéndola por debajo de las axilas. Alguien llamó al 113, llegó inmediatamente una patrulla móvil y unos minutos después llegamos nosotros.
– ¿Y ahora?
– Ahora no sé. Dentro de un par de horas tendrían que llegar desde Roma los del núcleo operativo de los cuerpos especiales y después alguien tendrá que asumir la responsabilidad de autorizar una intervención. En estos casos no se aclaran. Quiero decir, si tiene que ser el juez, el jefe de la Móvil, el comisario u otra persona. La alternativa sería intentar una negociación. Decirlo es fácil. ¿Pero quién habla con ese loco?
– Hablo yo -dijo Claudia-. Llámalo, Carmelo, y déjame hablar con él. Hablo con él y le pregunto si me deja entrar y me deja ver cómo está Martina. Soy una mujer, una monja. No digo que se fíe, pero podría ser algo menos sospechosa que uno de vosotros.
Su tono de voz era muy extraño. Extrañamente sereno, en contraste con el rostro desencajado.
Tancredi me miró como si me pidiera mi opinión, pero sin preguntarme nada. Yo me encogí de hombros.
– Tengo que preguntárselo a ése -dijo al final, señalando con la cabeza al funcionario de la Móvil que seguía dando vueltas por allí con el inútil megáfono en la mano. Se acercó a él y se pasaron unos minutos hablando. Después se dirigieron juntos al lugar donde nosotros nos encontrábamos y fue el funcionario quien habló.
– ¿Es usted la monja? -preguntó, mirando a Claudia.
No, soy yo. ¿No ves el velo que llevo, capullo?
Claudia asintió con la cabeza.
– ¿Quiere intentar hablar con él?
– Sí, quiero hablar con él y preguntarle si me deja entrar. Podría funcionar, creo. Él me conoce. Se podría fiar y, si entro, creo que lo podría convencer. Me conoce bien.
¿Pero qué estaba diciendo? No se conocían para nada. Jamás habían hablado el uno con el otro. Me volví a mirarla con un punto interrogativo dibujado en la cara. Ella me devolvió la mirada, pero no durante más de dos segundos. Sus ojos decían: «no intentes abrir la boca; ni se te ocurra». Entre tanto, el funcionario estaba diciendo que se podía intentar. Por lo menos, llamar no costaba nada.
Tancredi sacó su móvil, pulsó la tecla de repetición de llamada y esperó con el teléfono pegado a la oreja. Al final, Scianatico contestó.
– Soy otra vez el inspector Tancredi. Hay una persona que quiere hablar con usted. ¿Se la puedo pasar? No, no es un policía, es una monja. Sí, claro. Ni se nos ocurre acercarnos. Bueno, pues ahora se la paso.
Sí, era sor Claudia, la amiga de Martina. Hacía mucho tiempo que deseaba hablar con él, tenía muchas cosas importantes que decirle. ¿Podía, antes de seguir adelante, saludar a Martina? Ah, no se encontraba muy bien. En el rostro de Claudia se abrió una especie de grieta, pero su voz no se alteró, siguió sonando firme y tranquila. De acuerdo, no importa, hablaré con ella después, si tú quieres, claro. Yo creo que Martina quiere volver contigo; me lo ha dicho muchas veces, aunque no sabía qué hacer para salir de esta situación tan extraña que se ha creado. No te oigo bien. Sí, no te oigo bien, debe de ser este móvil. ¿Qué te parece si subo y hablamos un poco en persona? Claro, yo sola. Soy una mujer, una monja, puedes estar tranquilo. Y, además, a mí tampoco me gustan los policías. Bueno, ¿subo o qué? Claro, claro, tú miras por la mirilla para asegurarte de que no haya nadie más junto a mí. Pero, de todas maneras, tienes mi palabra, te puedes fiar. ¿Crees que una monja puede llevar armas? Muy bien, pues ahora subo. Sola, claro, estamos de acuerdo. Hasta ahora.
Aparte de las cosas que dijo, lo que lo dejó casi hipnotizado fue el tono de su voz. Sereno, tranquilizador, hipnótico, precisamente.
– ¿Te quieres poner un chaleco antibalas? -le preguntó Tancredi.
Ella lo miró sin tomarse la molestia de contestar.
– Pues entonces, antes de subir te llamo al móvil, tú me contestas «ahora» y después lo dejas encendido. De esta manera por lo menos podremos oír lo que decís y lo que ocurre.
Después Tancredi se volvió hacia dos sujetos que rondaban la treintena, con aspecto de distribuidores de droga en los centros de distribución legal. Dos agentes de su brigada.
– Cassano, Loiacono, vosotros dos venid conmigo. Subimos juntos y nos quedamos en la escalera sin llegar al rellano.
Oí mi voz, alzándose al margen de mi voluntad.
– Voy con vosotros.
– No digas chorradas, Guido. Tú trabajas como abogado y nosotros como policías.
– Espera, espera. Si Claudia consiguiera iniciar una negociación, quizá yo podría intervenir para ayudarla. Él me conoce, soy el abogado de Martina. Le puedo decir cualquier bobada, por ejemplo, que anulamos el juicio, que retiramos los cargos, o lo que sea. Puedo ser útil si la negociación sigue adelante. Si, en cambio, tenéis que intervenir vosotros, yo me quito de en medio, naturalmente.
El funcionario dijo que, por él, de acuerdo. Lo importante era que fuéramos prudentes. Acertadísimo consejo. No aludió a la posibilidad de subir él también. Para evitar una inútil aglomeración, supongo. Su ideal de policía no era el inspector Callaghan.
Lo que ocurrió después constituye en mi recuerdo una película en blanco y negro rodada a cámara sucia y montada por un loco. Y, sin embargo, está presente, tan presente que no consigo contármelo a mí mismo en tiempo pasado.
Los tres policías están delante de mí, en el último tramo de escalera antes de llegar al rellano. Hasta donde se puede llegar sin riesgo de que nos vean. Estamos muy apretujados, casi el uno encima del otro; percibo el sudor del más grueso; Loiacono quizá, o tal vez Cassano. El timbre tiene un sonido extraño, fuera del tiempo. Una especie de din don dan con ecos antiguos e inquietantes. Claudia dice algo en respuesta a la voz que procede del apartamento. Después un silencio, largo. Él está mirando por la mirilla, pienso. Después ruido de engranajes, de cerraduras, de llaves que giran. A continuación, otra vez silencio, aparte del rumor de nuestra respiración contenida.
Tancredi lleva el móvil pegado a la oreja izquierda; en la otra mano empuña la pistola, como los otros dos. A lo largo de la pierna, con la caña apuntando al suelo. Me vuelve a la mente el gesto que han hecho los tres antes de entrar. Seguro hacia atrás, bala a punto, percutor apoyado suavemente para evitar disparos accidentales.
Miro el rostro de Tancredi para adivinar lo que percibe que está ocurriendo. En determinado momento, sus rasgos se deforman y, antes de que yo tenga que hacer el esfuerzo de interpretarlos, él grita.
– Mierda, hay follón. Derribemos la puerta, coño, derribémosla ya de una vez.
El más grueso de los dos -Cassano, o tal vez Loiacono- llega primero a la puerta, levanta una rodilla casi a la altura del pecho y extiende la pierna golpeando la puerta con la planta del pie a la altura de la cerradura. Ruido de madera que se rompe, pero la puerta no cede. El otro agente hace un movimiento idéntico. Más ruido de madera que se rompe, pero la puerta sigue sin ceder.
Se abre después de otras dos, tres, cuatro violentísimas patadas. Entramos todos juntos. Tancredi primero, nosotros detrás. Nadie me dice que me quede fuera y me dedique a hacer de abogado, que ellos ya harán de policías.
Cruzamos varias estancias guiados por los gritos de Scianatico.
Cuando llegamos a la cocina, la escena parece la de un espantoso ritual.
Claudia está a horcajadas por encima del rostro de Scianatico; lo mantiene inmovilizado con las piernas apretadas y con una mano le sujeta la garganta. Los dedos penetran en el cuello como puñales y con el puño de la otra mano le golpea repetidamente el rostro. Con un método salvaje; y mientras yo la miro, sé que lo está matando. El encuadre se amplía hasta incluir a Martina. Está en el suelo, cerca del fregadero. No se mueve. Parece una muñeca rota.
Cassano y Loiacono agarran a Claudia por debajo de las axilas y la apartan, levantándola. Cuando ella vuelve a apoyar los pies en el suelo los agentes esperan cualquier cosa menos ser golpeados los dos de manera tan rápida que los puñetazos y los puntapiés no se ven; sólo se pueden intuir. Tancredi da un paso atrás y apunta con la pistola hacia las piernas de Claudia.
– No hagas gilipolleces, Claudia. No hagamos gilipolleces.
Ella está sorda y avanza dos pasos hacia él. Es como si ni siquiera me hubiera visto, a pesar de que estoy muy cerca, a su izquierda.
No es que yo decida hacer lo que hago. Ocurre y se acabó. Ella no me ve y tampoco ve mi derechazo, que sale disparado y le golpea la barbilla de refilón. El más clásico de los golpes de K.-O. Puedes ser el hombre más fuerte del mundo, pero si recibes un buen directo propinado de la manera adecuada en la punta de la barbilla, no hay nada que hacer. Se apaga la luz y se acabó. Es como una anestesia.
Claudia cae al suelo. Los dos policías se le echan encima, le retuercen los brazos detrás de la espalda y la esposan con los movimientos automáticos y eficientes propios de alguien que lo ha hecho muchas veces. Después hacen lo mismo con Scianatico, pero las prisas no son necesarias con él. Presenta un rostro irreconocible a causa de todos los golpes recibidos, emite monosílabos y no consigue moverse.
Tancredi se acerca a Martina y le apoya los dedos índice y medio en el cuello. Para comprobar si todavía le circula la sangre. Pero es un gesto mecánico e inútil. Los ojos están desorbitados, la boca entreabierta deja entrever los dientes y un riachuelo de sangre ya seca le brota de la nariz. El rostro de la muerte; de la muerte violenta. Un rostro que Tancredi ya ha visto muchas veces; y que yo también he visto, pero sólo en los expedientes de casos de homicidio. Jamás tan concreto, presente y espantosamente trivial.
Tancredi le pasa una mano por los ojos para cerrarlos. Después mira a su alrededor, localiza un trapo de color, lo coge y le cubre la cara.
Cassano -o Loiacono- hace ademán de salir para ir a llamar a los demás, pero Tancredi se lo impide, le dice que espere. Se acerca a Claudia, sentada en el suelo con las manos esposadas a la espalda. Se arrodilla y le habla en voz baja durante unos cuantos segundos; al final, ella hace un gesto afirmativo con la cabeza.
– Quitadle las esposas.
Cassano y Loiacono lo miran a la cara. La mirada que él les devuelve no precisa de interpretación; significa que no tiene ganas de repetir la orden y basta. Cuando Claudia vuelve a estar libre, Tancredi nos dice a todos que salgamos de la cocina y él nos acompaña.
– Bueno, escuchadme bien, porque dentro de unos segundos aquí ya nadie entenderá nada.
Lo miramos.
– Os digo lo que ha ocurrido. Claudia entró. Él la agredió y se inició una pelea. Lo hemos oído todo a través del teléfono y hemos echado abajo la puerta. Al llegar a la cocina, ellos se estaban peleando. Los dos. Nosotros intervinimos, él opuso resistencia y, como es natural, tuvimos que golpearlo. Al final, lo inmovilizamos y esposamos. Y basta. No ha ocurrido nada más.
Hace una pausa para mirarnos uno a uno.
– ¿Está claro?
Nadie dice nada. ¿Qué tenemos que decir? Él nos mira todavía un instante y después se dirige a Cassano, o tal vez a Loiacono.
– Llama a los demás sin armar demasiado alboroto. No salgas gritando, total, ya no sirve de nada. Y manda entrar también a los de la ambulancia. Para este pedazo de mierda.
El otro da media vuelta para retirarse y Tancredi lo vuelve a llamar.
– Oye.
– ¿Sí?
– No quiero ver periodistas aquí dentro. ¿Está claro?
Salimos cuando la casa ya se estaba llenando de policías, carabineros, médicos y enfermeros. El subcomisario de la Móvil recuperó, por así decirlo, el mando de las operaciones.
Tancredi me dijo que me llevara a Claudia, que procurara calmarla y lo volviera a llamar una hora después. Teníamos que ir a comisaría para la declaración de Claudia y quería ser él, lógicamente, quien la interrogara.
Mientras hablaba no la miró. Ella, en cambio, sí lo miraba a él y parecía querer decir algo. No lo consiguió, pero probablemente no era necesario.
Nos dirigimos a su furgoneta, que estaba allí, abollada contra el contenedor de basura.
– ¿Puedes conducir tú, por favor?
– ¿Quieres que veamos a un médico?
– No -contestó mientras se acercaba inconscientemente la mano a la barbilla y la sujetaba entre el pulgar y los demás dedos, quizá para comprobar que todo estuviera en su sitio después del puñetazo-. No. Es sólo que no me siento con ánimos para conducir.
Aún quedaba un poco de luz y el aire era fresco y suave. Es lo que pensé mientras subía a aquel viejo cacharro por el lado del conductor.
Pensé que estábamos en abril.
El más cruel de los meses.
Recorrimos con la furgoneta de Claudia todos los paseos marítimos de la ciudad dos y tres veces sin decir ni una sola palabra. Cuando vi que ya había pasado una hora, le pregunté si podíamos ir a comisaría. Dijo que sí. Sin ningún tono especial, sin ningún color en la voz.
Fuimos a comisaría y le tomaron declaración. Estaba Tancredi y estaba una agente de aspecto y modales amables. Redactaron la historia que ya había contado Tancredi cuando aún estábamos en casa de Martina.
No fue necesario mucho y Claudia firmó sin leer.
Cuando pregunté si mis declaraciones también tenían que constar en acta, Tancredi me miró unos instantes directamente a los ojos.
– ¿Qué declaraciones? Tú entraste allí dentro cuando ya todo había terminado. Entonces, ¿qué declaraciones quieres hacer?
Pausa. Yo miré instintivamente a la chica policía, pero estaba haciendo una fotocopia y no nos prestaba atención.
– Ahora vosotros ya os podéis ir, que a nosotros nos toca trabajar de noche para completar todas las actas que mañana enviaremos a la Fiscalía.
Exacto. ¿Qué declaraciones quería hacer?
No había nada más que añadir y, por consiguiente, Claudia y yo nos fuimos.
Margherita estaba fuera por motivos de trabajo. Me alegré de que no estuviera, porque no me apetecía contar lo ocurrido. No aquella noche, por lo menos. Así que no volví a encender el móvil, que había apagado al entrar en comisaría.
Regresamos a la furgoneta sin decir una sola palabra. Sólo tras habernos sentado Claudia rompió el silencio. Hablaba mirando hacia delante con rostro inexpresivo.
– No tengo ganas de regresar. Me apetece dar una vuelta.
Yo tampoco tenía ganas de regresar. A ningún sitio. Puse en marcha el vehículo sin decir nada. Enfilé la autopista por el peaje Bari-Norte y quinientos metros más allá me detuve en el bar-restaurante de la primera área de servicio. Aunque fuera absurdo, me apetecía comer. De aquella manera provisional, bellísima y sin normas de los largos viajes por carretera. A lo mejor, había entrado en la autopista precisamente por aquel motivo. Tomamos dos capuchinos y dos trozos de tarta. Porque Claudia, absurdamente, también tenía apetito.
En el momento de pagar, le pedí al cajero un encendedor y una cajetilla de MS. Una cajetilla suave que sostuve en la mano unos segundos antes de metérmela en el bolsillo.
Nos pusimos de nuevo en marcha hacia la oscuridad sosegada y acogedora de aquella noche de abril.
– ¿Recuerdas que te quería contar una historia?
– Sí.
– Vamos a detenernos en algún sitio donde podamos estar tranquilos.
Unos veinte kilómetros más allá me introduje en una área de descanso; entre los árboles desiertos, oscuros y silenciosos y la débil luz de unas cuantas farolas. El ruido de los escasos automóviles que pasaban como una exhalación llegaba amortiguado y tenía algo de extraño y tranquilizador. Bajamos de la furgoneta y nos sentamos en un banco.
Noches blancas, me vino a la mente. Quiero decir, vi las palabras concretas escritas en la cabeza con caracteres tipográficos. Y las imágenes de la película y las palabras del libro. Un banco y dos personas que no duermen y se pasan la noche hablando. Suspendidas en un universo en suspenso.
Abrí el paquete con calma. Primero el hilo de plata, después el plástico de la parte superior y, a continuación, el papel plateado. Un golpe con el índice y el medio sobre la parte cerrada para hacer salir el cigarrillo.
Cerré los ojos al sentir llegar el humo a los pulmones y el aire fresco a la cara.
Pensé que no me importaba nada de nada mientras fumaba con los ojos cerrados aquel cigarrillo áspero y fuerte. Perdí el contacto; fluctuaba en algún lugar que estaba allí, en aquella área de descanso, y simultáneamente en otro sitio. Muchos años atrás, en una oscuridad y un desconocimiento olvidados y cordiales.
– Yo no soy monja.
Abrí los ojos y me volví hacia ella. Tenía un codo apoyado en la pierna y la cabeza apoyada en la mano. Miraba -o parecía mirar- hacia la negra sombra de un eucalipto.
Me contó aquella historia.
Abrí la puerta y me detuve con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo tras haber dado uno o dos pasos en el interior de la estancia. Él levantó la cabeza y me miró. Había una sombra de estupor en aquellos ojos empañados.
– ¿Dónde está Anna?
Mientras contestaba, me di cuenta de que temblaba de pies a cabeza. Piernas, brazos, hombros, mentón.
– Déjala en paz.
Alargó la cabeza hacia mí entornando los ojos en un gesto instintivo. Como si no creyera lo que acababa de oír. Como si no creyera que yo pudiera desafiarlo de aquella manera.
– Dile a Anna que venga inmediatamente aquí.
– Deja en paz a la niña.
Se levantó de la cama.
– Ya te enseñaré yo, pequeña zorra.
Yo temblaba toda, pero me mantuve firme, dos pasos dentro de la estancia. Sólo levanté el brazo derecho cuando él ya estaba muy cerca.
Fue entonces cuando él vio el cuchillo. Era un cuchillo largo, puntiagudo y afilado. De esos que se utilizan para cortar carne. El estaba tan cerca que yo podía ver los pelos que le salían de la nariz y de las orejas. Podía percibir el olor de su cuerpo y de su aliento.
– ¿Qué coño crees que vas a hacer con ese cuchillo, zorra?
Fueron sus últimas palabras. Apoyé la mano izquierda en la derecha y empujé con toda la fuerza que tenía. De abajo a arriba y hasta el fondo. El sólo experimentó una sacudida y después, lentamente, apoyó las manos en las mías en un gesto de defensa que entonces ya era inútil. Permanecimos así unidos por un instante interminable, manos en las manos, ojos en los ojos.
En los suyos sólo había un estupor infinito. En los míos no había nada.
Después aparté las manos, retrocedí unos cuantos pasos sin volverme. Y cerré la puerta.
Anna no había oído nada -él no había soltado ni siquiera un gemido- y no se dio cuenta de nada. La cogí de la mano y le dije que teníamos que ir al patio. Ella recogió sus muñecas y me siguió. En determinado momento, mientras bajábamos por la escalera, se detuvo. Y señaló con el dedo.
– Te has hecho daño, Angela. Te sale sangre de la mano.
– No es nada. Me lavo en el grifo del patio.
– Pero te tienes que desinfectar.
– No hace falta. Basta con agua.
Después, los recuerdos son confusos. En secuencias. Algunas cosas nítidas y otras tan oscuras que no se ve nada.
Al cabo de un rato regresó mi madre, pasó por delante de nosotras y subió a casa. No recuerdo si nos saludó o si sólo nos vio. Unos minutos después oímos sus gritos, espantosos. Después, gente que se asomaba a los balcones, o bajaba al patio, o subía a nuestro edificio. Después, silbidos de sirenas y luces intermitentes azules. Uniformes oscuros, una muchedumbre que se apretujaba delante de nuestro portal, las horas que pasaban, la oscuridad que empezaba a caer, la gente que hablaba en voz baja mientras dos hombres con camisa blanca se llevaban una litera con el cuerpo, cubierto por una sábana.
Me quedé allí dentro sujetando la mano de mi hermana hasta que una señora muy amable se acercó y nos dijo que teníamos que ir con ella.
Nos llevaron a un despacho donde también había un hombre y aquella señora nos preguntó si nos apetecía comer algo. Mi hermana dijo que sí; yo contesté que no, gracias, no tenía apetito. Le llevaron un panecillo con jamón y una Coca-cola y cuando terminó de comer nos hicieron unas preguntas. Querían saber si había ido alguien a ver a papá, si habíamos visto a algún desconocido entrar en nuestro edificio, y otras cosas. Yo les pregunté si podían hacer salir a la niña, porque tenía que decirles algo. Se miraron a los ojos y después la señora cogió de la mano a mi hermana y la sacó de aquella estancia.
Cuando volvió a entrar yo ya estaba contando mi historia. Con calma lo conté todo, desde aquella mañana de verano hasta aquel Jueves Santo.
Con calma, sin sentir nada.
Encendí el tercer o quizá el cuarto MS y aspiré con gratitud el humo que me desgarraba los pulmones.
Claudia me contó el resto. Lo que ocurrió después. Los años en el reformatorio. La escuela. Sor Caterina, que trabajaba como voluntaria en el Instituto. Iba casi todos los días a ver a los chicos y las chicas que permanecían encerrados allí. Era una monja rara, distinta de las demás. Se vestía de manera normal, era joven, era simpática, no quería hablar de religión a toda costa, y se hizo amiga de la pequeña Angela. Que era la única que estaba encerrada allí dentro por un homicidio cometido antes de cumplir los catorce años. Sometida a las medidas de seguridad del reformatorio judicial por ser menor de catorce años y, por consiguiente, no imputable. Y peligrosa.
Sor Caterina le enseñó un montón de cosas a aquella niña extraña y silenciosa que se ocupaba de sus asuntos y no hacía amistad con nadie. Le llevaba libros y la niña los devoraba y le pedía más. Le enseñó a tocar la guitarra, le enseñó a preparar unos dulces muy ricos. Le enseñó los primeros auxilios, porque ella era enfermera.
Un día, mientras ambas conversaban en el patio del Instituto, la niña, que a aquellas alturas ya se había convertido en una muchacha, le dijo a la monja que ya no quería que la llamaran Angela. Pronto saldría del reformatorio y quería que sor Caterina le diera un nuevo nombre. Para el exterior. Para su nueva vida.
La monja se desconcertó ante aquella petición y le dijo a la chica que lo tendría que pensar. Cuando regresó la vez siguiente, lo primero que le preguntó la chica fue si ya tenía su nuevo nombre. Sor Caterina le dijo que su madre se llamaba Claudia. La chica dijo que era un bonito nombre y que, a partir de aquel momento, se llamaría Claudia. Sor Caterina estaba a punto de decir algo, pero después se calló. Se quitó el pequeño crucifijo que siempre llevaba -la única señal visible de su condición de monja- y se lo puso alrededor del cuello a la chica.
Cuando salió del Instituto, Claudia fue encomendada a una familia del Norte, porque a casa de su madre había dicho que no quería volver. Se sacó un título en una escuela profesional, se puso a trabajar como obrera y empezó a practicar las artes marciales. Primero el kárate y después aquella disciplina asesina inventada unos siglos atrás por una monja.
Un día se enteró de que en una comunidad que acogía a prostitutas y muchachas sometidas a abusos sexuales estaban buscando voluntarias para que echaran una mano. Se presentó y en la entrevista dijo que era monja. Sor Claudia, de la orden de las Franciscanas Menores. La orden de sor Caterina.
– No sé cómo se me ocurrió decir que era monja. No lo sabría explicar ni siquiera ahora. Quizá, de manera inconsciente, pensaba que siendo monja estaría a salvo. No quiero decir físicamente. Estaría a salvo de las relaciones con las personas. Estaría a salvo… de los hombres, quizá. Pensé que todo sería más fácil, que no tendría que explicar un montón de cosas.
Se volvió a mirarme, después se pasó la mano por el rostro y reanudó sus palabras.
– Creo que ya sé lo que estás pensando. ¿No tenía miedo de que me descubrieran? No lo sé. Desde luego, nadie ha dudado jamás de que yo fuera una verdadera monja. Puede parecer extraño, pero es así. Tiene gracia. Dices que eres monja y a nadie se le ocurre comprobar si lo eres de verdad. Nadie te pide ninguna documentación. ¿Por qué tendría una que inventarse que es monja? La gente lo acepta y basta. Como mucho, alguien te pregunta por qué no llevas hábito, tú explicas que en tu orden no es obligatorio, y listo. Y de esta manera, en poco tiempo te conviertes en una monja para todos.
Otra pausa. De nuevo aquella mano pasada por el rostro en la sombra.
– Era tranquilizador. Era mi manera de esconderme estando en medio de la gente. Era mi manera de protegerme. Era mi manera de escapar quedándome allí.
Ya no había mucho más que contar. Había empezado a trabajar en aquella comunidad. Formaba parte de una asociación que tenía otras en toda Italia. Cuando se enteró de que querían abrir una nueva casa-refugio cerca de Bari y buscaban a alguien con experiencia que pudiera trabajar allí a tiempo completo, con un pequeño sueldo, para poner en marcha la comunidad, ella se ofreció.
Cuando terminó su historia, me pidió un cigarrillo. Me alegré extrañamente de que lo hiciera y de podérselo ofrecer mientras yo, por mi parte, sacaba otro, y de poder fumar juntos en silencio mientras de vez en cuando se oía el rumor de los automóviles que se acercaban, pasaban por delante de nuestra área de descanso y se alejaban como flechas.
– Hay un sueño que se repite una o dos veces al año. Él llama desde el dormitorio a la niña Angela aquella mañana estival. La niña Angela acude, él le dice que cierre la puerta, la hace sentar en la cama y, en aquel momento, se abre la puerta y aparece sor Claudia. Para salvar a la niña. Pero nunca lo consigue, porque siempre, en aquel momento, yo me despierto.
Hizo girar entre los dedos el cigarrillo, ya casi consumido. Contempló las ascuas como si ocultaran algún secreto o una respuesta.
– Una noche llegué a soñar que alguien me devolvía a la casa-refugio el perro Snoopy. Que no había muerto, sino que sólo se había escapado. Esbozó una especie de sonrisa, entornando los ojos como si tratara de distinguir un objeto lejano.
Yo me notaba la garganta como obstruida y tenía que hacer un esfuerzo para tragar saliva.
– ¿Sabes?, sor Caterina, en el Instituto, me hizo leer una poesía de una poetisa cuyo nombre no recuerdo. Era inglesa, o quizá americana. Estaba dedicada a un perro bastardo como Snoopy. Empezaba así: «si no hay un Dios para ti, tampoco hay un Dios para mí».
– Es preciosa.
Mientras lo decía, me di cuenta de que eran las primeras palabras que pronunciaba desde que nos habíamos sentado en aquel banco de aquella área de descanso de aquella autopista. Experimenté una extraña sensación de paz mientras lo decía. Mientras ella me tomaba la mano y me la estrechaba sin mirarme.
Yo, en cambio, sí la miré.
Lloraba en silencio.
Antes de volver a subir a la furgoneta encontré un contenedor de basura y arrojé los cigarrillos junto con el encendedor.
Claudia dijo que conduciría ella y me llevó a casa en algo menos de una hora.
Me volvió a sujetar la mano poco antes de despedirse. Fuera, la oscuridad de la noche ya empezaba a diluirse.
Cuando entré en casa lo primero que hice fue cepillarme los dientes para quitarme el sabor del humo.
Después abrí todas las ventanas, cogí un viejo y raro disco de vinilo y lo puse en el plato.
El fresco viento del amanecer atravesó la casa y yo me apoyé en el respaldo de la mecedora justo cuando empezaban a escucharse los crujidos de las primeras notas, Albinoni, el célebre adagio. Sobre aquellas notas, como si procediera de otra dimensión, el recitado de la voz misteriosa de Jim Morrison.
Scianatico fue detenido por secuestro y homicidio. Y resistencia a la autoridad, naturalmente, puesto que, según lo que constaba en las actas, había tratado de oponer resistencia a los agentes que habían irrumpido en el apartamento para detenerlo.
La autopsia estableció que Martina había muerto a causa de unos fortísimos golpes -puñetazos, probablemente- en la cabeza y de un impacto contra una superficie rígida. Pared o suelo. El forense dijo que, cuando Martina fue arrastrada al interior del edificio y después al apartamento, probablemente aún estaba viva.
En el juicio que se celebró a continuación con una insólita rapidez Scianatico también fue defendido por Dellissanti, el cual trató por todos los medios de conseguir que lo declararan mentalmente incapacitado. Su asesor habló de descompensación psicológica como origen de la agresión y del homicidio; de ausencia de proceso de duelo al término de la relación, de grave síndrome depresivo en el momento de concienciación con respecto del acto cometido y de toda una serie de chorradas por el estilo. Scianatico trató de confirmar el diagnóstico con dos extremadamente dudosos intentos de suicidio en la cárcel.
Pero el psiquiatra nombrado por la Audiencia no tragó, dijo que los dos intentos de suicidio eran actos simulados y concluyó su informe señalando que el acusado era un sujeto con «…una necesidad compulsiva de control, bajísima tolerancia a las frustraciones, estructura de personalidad borderline y trastorno narcisista… pero en pleno uso de sus facultades mentales y, desde un punto de vista médico, capacitado para comprender perfectamente el significado de sus acciones y para actuar libremente eligiendo sus propias pautas de comportamiento».
Y de esta manera el tribunal, después de tres meses de un juicio seguido incansablemente por la prensa y las televisiones, consideró a Scianatico en pleno uso de sus facultades mentales y lo condenó a dieciséis años de cárcel, modificando la acusación de homicidio voluntario para convertirla en homicidio preterintencional. El concepto significa, en lenguaje vulgar, que fue allí para machacarla a golpes, pero no tenía intención de matarla.
Técnicamente una decisión correcta, pero, en cuestión de siete, ocho años, aquel animal saldría en libertad condicional, fue lo primero que pensé cuando leí la noticia en el periódico. Eso siempre y cuando en el tribunal de segunda instancia no le hagan algún otro descuento.
Pero en el tribunal de segunda instancia no le hicieron ningún otro descuento. En un caso tan llamativo y seguido tan de cerca por los medios, nadie quería correr el riesgo de ser acusado de haber favorecido al hijo del presidente Scianatico.
En realidad, del ex presidente Scianatico. El viejo, inmediatamente después de los hechos, solicitó la excedencia y después, sin haberse reincorporado jamás, se jubiló.
Caldarola nunca terminó el juicio en el cual nos habíamos constituido en parte civil. Unos cuantos meses después de los últimos acontecimientos fue trasladado al tribunal de segunda instancia, de modo que, el juicio tuvo que volver a empezar con otro juez. Esta vez Dellissanti eligió una línea defensiva más blanda, se podría decir. Con el juicio por homicidio en marcha, no tenían el menor interés en que se llevara a cabo otra recapitulación, tal vez con gran repercusión mediática, de lo que Scianatico había hecho antes. No tenían interés en hablar de palizas, de sexo violento, de atropellos, de persecuciones. De cómo había sido la vida de la víctima del homicidio en los meses y en los años que precedieron al hecho de convertirse en víctima del homicidio. Así que en la primera vista pidieron y obtuvieron un tranquilo acuerdo de seis meses de reclusión.
Mi expediente disciplinario fue archivado. Entre otras cosas porque ahí tampoco nadie tenía interés en volver a discutir los porqués y los cómos de un juicio que había tenido semejante epílogo. Yo tampoco. La resolución decía en dos líneas que yo no había cometido ninguna infracción disciplinaria, sino que me había «limitado a interpretar con dureza, pero dentro de los límites de la corrección deontológica, el cometido de representante de la parte civil».
Alessandra Mantovani se ha quedado en Palermo. Cuando el destino estaba a punto de finalizar, pidió y obtuvo el traslado definitivo. Ahora trabaja en la dirección antimafia y de vez en cuando leo su nombre y veo su fotografía -con un rostro cansado y endurecido- en algún periódico. Cada vez experimento una extraña punzada de tristeza. La misma que sentí cuando me dijo que se iba.
En cambio, Claudia se ha quedado en Bari. Sigue dirigiendo la casa-refugio, pero ha dejado de hacerse llamar monja. No es que en determinado momento haya ofrecido una rueda de prensa o haya puesto carteles anunciando a todo el mundo que no es monja.
Simplemente, cuando llega una nueva chica a la comunidad, se presenta con su nombre y nada más. Cuando alguien que la conocía de antes la llama «sor», ella dice que es suficiente con su nombre. Es decir, Claudia.
Que tampoco es el que figura en su documentación, pero eso tiene poca o ninguna importancia. Su verdadero nombre es Claudia. El nombre de sus documentos se lo pusieron sus padres naturales. (Cualquier cosa que signifique la palabra «natural» para un padre que le hace eso a su hija de niña. Y para una madre que se lo deja hacer, fingiendo no ver, no sentir.
Su verdadera madre, su familia, había sido aquella monja del Instituto.
Cuando le dije a Margherita que quería probar a lanzarme en paracaídas, ella me miró un buen rato sin decir nada. ¿Quería demostrar que era capaz de sorprenderla? Pues lo había conseguido, dijo cuando encontró las palabras.
Unos cuantos días después empecé el cursillo.
En el transcurso de aquellas semanas experimenté una sensación extrañísima y desconocida, que era una mezcla de nítido temor y de inquietante serenidad. Un sentido de lo inevitable y una misteriosa dignidad.
La víspera del primer salto no dormí ni un minuto. Lógicamente.
Pero me pasé todo el rato en la cama, absolutamente despierto, pensando y recordando muchas cosas. La más viva de todas, aquel juego terrible de niños en la cornisa muchos años atrás.
De vez en cuando me llegaba una oleada de purísimo miedo. La dejaba que fluyera y me atravesara todo el cuerpo cual si fuera una corriente física de energía. Y de esta manera se me pasaba. Algunas veces era más fuerte y más prolongada. Alguna vez pensaba que al día siguiente ya estaría muerto. Otras veces pensaba que en el último momento me echaría atrás. Pero también se me pasaba.
Si Margherita se dio cuenta de que me había pasado la noche en vela, no me lo dijo a la mañana siguiente.
Y yo, curiosamente, no me sentía cansado. Al contrario, tenía los brazos y las piernas sueltos y la mente limpia y despejada. No pensaba en nada.
El rugido ensordecedor del aparato se redujo hasta convertirse en una especie de borboteo de fondo. Fuerte pero ordenado en la penumbra de la carlinga. El piloto había reducido la velocidad al mínimo y casi parecía que el avión estuviera detenido en suspenso entre el cielo y la tierra.
Los que teníamos que lanzarnos éramos seis. Para mí y otros tres era nuestro primer salto. Después se lanzarían el instructor y Margherita, que había pedido estar presente, pero sólo me lo había dicho aquella mañana.
Cuando se abrió la portezuela, entró viento y una luz inquietante.
Me sentía muy cerca del misterio de la vida y la muerte.
El instructor me dijo que me situara en el umbral, al través, tal como me habían enseñado. Hice lo que me había dicho. Transcurrieron unos segundos y después él me hizo la señal para saltar. Miré abajo y me quedé quieto. Quieto durante el tiempo infinito de una escena en cámara lenta, desgranada fotograma a fotograma. Él me repitió la orden de saltar, pero yo no me moví. Todo estaba absurdamente inmóvil.
En aquel momento Margherita se me acercó y me dijo algo al oído al tiempo que me apretaba el brazo. Sobre el trasfondo del rugido del aparato no entendí las palabras, pero no hizo falta.
Así que cerré los ojos y me solté.
Unos segundos y un siglo después oí el fsss del paracaídas principal que se abría. Y el increíble silencio del vacío, con el avión ya lejos.
Aún mantenía los ojos cerrados cuando me percaté de un ruido extraño y, sin embargo, familiar. Tardé poco en comprender que era mi propia respiración, que emergía de las profundidades del silencio, del vuelo, del miedo.
Seguía con los ojos cerrados cuando me oí llamar por mi nombre. Sólo entonces los abrí y vi dónde estaba. Vi el mundo debajo de mí, vi que estaba volando sin miedo. Y vi a Margherita treinta o cuarenta metros más allá, saludándome con la mano.
Experimenté una emoción que no se puede explicar mientras yo también levantaba la mano.
Mientras levantaba ambas manos, saludando como cuando era un niño pequeño y me sentía inmensamente feliz.
<a l:href="#_ftnref3">[‡]</a> «Estoy en la esquina / Estoy bajo los reflectores / Y ya no puedo más / Procuro seguirte el ritmo / Y no sé si voy a poder / Oh, no, ya he dicho demasiado / No he dicho suficiente»