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Hubo demoras de diversa Índole, y cuando el avión despegó eran las veintiuna y quince y llovía torrencialmente. El tren de aterrizaje se plegó con un chang y en ángulo de ascenso se hizo inclinado. Las luces de la ciudad aparecían brevemente y volvían a desaparecer bajo las nubes, y durante largo rato no se vio otra cosa que el resplandor rojo de la luz del alba, nimbado por la niebla.
Mientras tanto se habían cumplido los trámites de rutina en un vuelo: se habían distribuido los menús, se habían hecho las demostraciones con chalecos salvavidas y con aparatos de oxígeno, se habían recogido los pedidos de bebidas. Peter, por su parte, había descifrado la mitad del mensaje y no había vuelto a ver al hombre del diente negro y el clavel rojo.
A las veintiuna cuarenta y cinco había terminado de llenar su ficha para el aterrizaje y le sirvieron un martini con hielo. Quitó los brazos de los asientos para tenderse con toda comodidad en las tres butacas, y se volvió a concentrar en el mensaje. Las pantallas de televisión se encendieron y la azafata anunció que la película de la noche sería Up the Down Staircase y que los auriculares para escuchar el sonido se alquilaban a 2,50 $. Peter desechó la oferta con sonrisa torva. En primer lugar tenía que trabajar y, en segundo lugar, se imaginó a Brandt encontrando un «2,50 $-Cine» en una lista de gastos. «¿A qué cine fue, se puede saber? ¿Al Roxy?», rugiría el «viejo».
Dejó el mensaje a un lado cuando le sirvieron la cena. La película había comenzado y Peter observó las imágenes por unos instantes, luego bebió un sorbo de vino e hizo pantalla con las manos para mirar a través del cristal de la ventanilla la Osa Mayor y, más allá, la Estrella del Norte. Desde el tope del fuselaje, la luz giratoria arrojaba destellos rojos sobre el ala; débil-fuerte, débil-fuerte, como los latidos de un corazón.
A las veintidós cuarenta y cinco, Peter había terminado de descifrar el mensaje, y no pudo dejar de pensar en las palabras que Gorman podía haberse ahorrado.
inmediatamente después de su llegada a! aeropuerto de Fiumicino -decía- llame a la embajada americana al número cuatro seis siete cuatro y pregunte por herndon tollivert use su verdadero nombre y diga la leche materna es buena para los bebés él dirá el doctor spock supongo concierte entonces un encuentro cuando usted se identifique él le entregará un sobre con el nombre de la chica su dirección su fotografía y el santo y seña con que se identificará ante ella así como las instrucciones para el regreso que ella le estará esperando buena suerte robert gorman.
Peter leyó dos veces el mensaje para digerir su contenido, y se levantó malhumorado. «La leche materna». ¡Vaya ocurrencia! ¡Tener que decir eso por teléfono! ¿Sería ése el concepto de Gorman sobre el humor?
Llevó la hoja al baño, la rompió en pedacitos y la hizo desaparecer. Luego volvió a su sitio, pidió otro martini, se envolvió en una manta y se extendió sobre los tres asientos, utilizando el maletín y dos almohadas para apoyar la cabeza. Las luces del compartimento se habían apagado, la película iba a terminar y el único sonido era el permanente rugido de las turbinas. Peter se relajó. El avión era un refugio temporal y tenía que aprovechar para dormir.
Pero el sueño no tardó en llegar y no duró mucho. Habría dormido media hora cuando el piloto anunció por los altavoces que el pasaje debía colocarse los cinturones de seguridad. Aquello no duró más de diez minutos, pero Peter tardó tres cuartos de hora en volverse a dormir. A las dos y media la azafata pasó repartiendo toallas calientes, para iniciar el nuevo día. A esa hora, el sol ya estaba bastante alto y reverberaba en la deslumbrante blancura de la densa masa de nubes que les rodeaba. Les sirvieron el desayuno y les anunciaron que llevaban cinco minutos de retraso y que llegarían al aeropuerto de Orly a las tres treinta y tres, es decir, nueve y treinta y tres, hora de París. Además había nieblas bajas, que quizá demoraran el aterrizaje.
No aterrizaron en el aeropuerto de Orly a las nueve y treinta y tres, hora de París, ni a ninguna hora. La niebla baja lo hacía imposible y excluía tanto París como las restantes posibilidades continentales. El avión empezó a describir círculos, a la espera de que las condiciones mejoraran.
Las condiciones no mejoraron y los círculos se hicieron más amplios. Peter miraba desolado cómo las agujas barrían la esfera de su reloj. La aguja de las horas señaló las once, hora de París, y el avión continuaba describiendo círculos. Los pasajeros, resignados aprovechaban para dormir; pero Peter no podía pensar en dormir. Herndon Tolliver esperaría su llamada desde el aeropuerto de Roma dentro de una hora y allí estaba él, a seis millas de altura sobre París y a seiscientas millas de Roma.
A las once y media se anunció que el avión aterrizaría en Londres y que los pasajeros con destino a París desembarcarían allí. Siguió un viaje de cincuenta minutos y, a pesar de que las nubes habían quedado atrás, el sur de Inglaterra estaba tan brumoso que Londres no se pudo distinguir, aunque el aparato describió un círculo completo antes de descender. Una azafata anunció que la hora de Londres era las once y veinte, en lugar de las doce y veinte, que la temperatura era de ocho grados centígrados y repitió una vez más que sólo debían descender del avión los pasajeros con destino a París.
Sin embargo Peter comenzó a recoger sus cosas. Sus planes respecto a Roma se habían estropeado y, dada la situación, trataría de sacar provecho del cambio de escalas. Había que hacer algo con el hombre del diente negro y lo mejor era hacerlo en un país en el que conocía el idioma. Dejaría el avión en Inglaterra y, una vez que se hubiera quitado al hombre de encima, la mafia no daría con su rastro.
El aparato tomó tierra, frenó y recorrió la pista rumbo a las edificaciones del aeropuerto. Cuando se detuvo y una voz invitó a los pasajeros con destino a París a descender por la puerta delantera, sólo una persona en el compartimento de Peter se puso en pie. Peter lo observó mientras recorría el pasillo de primera clase, entonces se levantó pero dejó el sombrero, el abrigo y el maletín para que el señor Clavel creyera que iba a regresar. Quizá el señor Clavel pensara incluso en examinar el maletín en su ausencia.
El hombre del clavel estaba en el extremo delantero del compartimento, sentado en el brazo del primer asiento, del lado del pasillo. Charlaba con una pareja madura sentada frente a él. Todo era natural e inocente, pero nadie podía descender del avión sin pasar junto a él. Se apartó para dejar paso a los demás pasajeros y miró a Peter como si no le conociera. Su actuación fue muy convincente, pero Peter sorprendió la mirada que dirigía a alguien, por encima de su hombro. Aquella mirada contenía un mensaje. En seguida volvió a sonreír al matrimonio maduro, mientras les decía que era la trigésima vez que cruzaba el Atlántico y la primera que iba a parar a Londres.
No se echó a un lado para dejar paso a Peter, pero tampoco le detuvo. Peter tuvo que describir una curva para eludirle y llegar a la salita, en la cual una azafata le interceptó el paso.
– Por favor, señor: los pasajeros con destino a Roma deben permanecer a bordo.
Peter murmuró algo acerca de una llamada telefónica por el atraso en la llegada a Roma. La muchacha fue inflexible. Roma estaba al tanto de la demora. Sus amigos se enterarían en el aeropuerto. Los pasajeros debían permanecer a bordo.
Peter se dejó persuadir, no porque no hubiera manera de bajar, sino porque no había manera de bajar solo. Ahora había un hombre detrás de él. Era un individuo alto, flaco, de aspecto hosco. Tenía las mejillas hundidas y sus ojos parecían muertos. Llevaba un abrigo raído y sucio. Peter le había visto al recorrer el pasillo de primera clase; era el hombre al que el señor Clavel había hecho la seña con los ojos. Si Peter bajaba del avión, el hombre le seguiría.
Regresó a la clase turística y se acomodó en su asiento. Si le iban a complicar las cosas, más le valía quedarse tranquilo el resto del viaje y eludir a la mafia cuando llegaran a su destino.
Por lo menos la maniobra le había permitido enterarse de algunas cosas. Había sospechado la existencia de un compañero, pero hasta el momento había ignorado su identidad. Y el compañero parecía el más peligroso de los dos. Pero a pesar de su aspecto de tuberculoso y de su mortal palidez, sus ojos decían que la muerte no se lo iba a llevar. Marchaba a su lado, pero caía sobre otros.