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Eran las cinco y diez y el cielo estaba densamente nublado, cuando el veloz Mercedes de Del Strabo entró en Florencia por la Via Donato Giannotti y cruzó como una exhalación la Piazza Gavinana. Junto a él, Peter Congdon dormía. Llevaba dos horas y media durmiendo; dormía desde el instante en que abandonaron el tránsito de Roma, para internarse en la autostrada y Peter terminó su relato sobre el asunto entre manos y su exposición de lo que podía ser la recepción en Florencia. A Del Strabo le había parecido fascinante. Una película norteamericana, caramba.
Pero al llegar a la ribera sur del Amo, el italiano extendió una mano y sacudió al detective dormido.
– ¡Eh, amigo Peter! Estamos llegando.
Peter se movió en su asiento y luego se irguió de un salto e introdujo la mano bajo la chaqueta. La nueva automática no calzaba muy bien en una cartuchera destinada a otra arma.
– ¿Qué? ¿Dónde?
– ¡Qué despertar tan dramático!-rió Del Strabo-. ¿Siempre se despierta así?
Peter recorrió con la vista la calle vacía, iluminada aún por los faroles eléctricos, los edificios que desfilaban por el lado de Del Strabo y los árboles, paredones y cercas que pasaban junto a él. La claridad de los faroles era fantasmal y todo resultaba silencioso y extraño. Una motocicleta que cruzaba un puente, a lo lejos, era la única fuente de ruido o movimiento. Peter no respondió a la pregunta de Del Strabo ni quitó la mano de la culata del arma.
– ¿Esto es? -preguntó.
– Esta es la bella Florencia, la joya de Italia. Pensé que le gustaría contemplarla antes de llegar a destino. El Amo corre a su lado, detrás de esos muros, aunque no lo vea. Pasa por debajo de aquel puente.
– ¿No me diga?
Peter se enderezó. Del Strabo había echado la negra capota del Mercedes al llegar a la autostrada y el detective tuvo que asomarse a la ventanilla para contemplar la ciudad.
– El cuatro de noviembre, hace un año -dijo Del Strabo-, el Amo llegaba a un metro por encima de nuestras cabezas en este sector. Ahora está muy bajo. El último mes de noviembre llovió bastante aquí y los florentinos se pusieron muy nerviosos. Pero el río está bajo. Y lleno de barro.
Peter no tenía interés por el Amo. Estudiaba el terreno y trataba de detectar otros automóviles con los ojos y los oídos.
– Sí, supe que tuvieron una inundación -fue todo su comentario.
Del Strabo le sonrió.
– Pasaremos sobre el río -dijo-. Pero no por este puente.
Bordearon la rotonda de césped, próxima a la entrada del puente, y siguieron bordeando la margen sur rumbo al próximo.
– Entre paréntesis, ¿cómo anda su cabeza? -se interesó Del Strabo.
– Mejor. Pero todavía la siento.
Peter abrió la caja de aspirinas y se tragó dos más.
– ¿Sólo la siente? Lo dejan inconsciente de un golpe y ya está de pie persiguiéndolos. Debe tener un cráneo de piedra.
– Y además tengo piedras dentro del cráneo.
El paredón que bordeaba el Amo era bajo, ahora, con postes de alumbrado como soporte de los tramos reparados. Peter bajó el cristal de su ventanilla y contempló los edificios que se levantaban sobre la otra margen del río, a unos doscientos metros de distancia, envueltos en el sereno nimbo de las luces callejeras.
– ¿No es muy bonito? -comentó Del Strabo, observándolo.
– Está bromeando -dijo Peter-. ¿Por ventura cree que puedo pensar en la belleza en un momento como éste?
– ¿Y de qué se preocupa? Aquí estoy yo.
– Esa es una de mis preocupaciones.
– La suya es la actitud de un hombre con dolor de cabeza, amigo Peter. ¿Sabe dónde está la Via dei Saponai? ¿Tiene un mapa de Florencia? ¿Qué haría si estuviera solo…? Que según dice es lo que querría…
– ¿Sabe dónde queda? -preguntó Peter con mansedumbre.
– Sí, pero es un lugar muy recoleto y lo conozco porque amo Florencia. En algunos aspectos la amo más que a Roma, y Roma es mi ciudad -declaró ampulosamente-. Roma es para los poderosos. Roma es para la carne. Pero Florencia es para el alma. ¿Se da cuenta? Estoy pensando en su alma.
– Y yo estoy pensando en el alma de esa chica… y tratando de que se conserve dentro de su cuerpo.
– Y para eso me necesita. ¿Está o no de acuerdo?
– Está bien. Estoy de acuerdo -admitió Peter con un suspiro.
Giraron para cruzar el puente llamado Ponte alie Grazie, y Del Strabo dijo:
– Estamos muy cerca. Pero todo está muy cerca en Florencia.
Pasaron junto a dos policías con uniformes oscuros y gorras planas con visera. Parecían encaminarse juntos a su puesto. Peter consultó el reloj. Eran las cinco y cuarto. Echó una ojeada al cielo oscuro.
– ¿A qué hora aclara por aquí?
Del Strabo rió.
– ¿Espera que esté enterado de eso, amigo mío? Desde que tenía trece años no me levanto al amanecer.
Al salir del puente apoyó una mano sobre el brazo de Peter y su tono cambió bruscamente.
– Bueno, ahora estamos cerca. Es a la izquierda, detrás de esos edificios de piedra. Se puede decir que hemos llegado.
Entraron por una estrecha calleja, en la que apenas cabía el Mercedes. A ambos lados había angostísimas aceras y altos edificios de piedra, cuyas plantas superiores sobresalían amenazadoras sobre sus cabezas.
Luego emergieron a una pequeña plazoleta empedrada en la que había varios automóviles estacionados y una estatua cerca del Lungarno Generale Díaz, que bordeaba el margen norte del río. A lo lejos se oía el ruido de otro automóvil, pero todo lo demás estaba en silencio.
Peter conservaba la mano dentro de la chaqueta. El contacto con la automática le daba confianza. Esperó que Del Strabo le diera instrucciones.
El Mercedes cruzó la plazoleta y se internó en la callejuela opuesta.
– Y aquí estamos, amigo Peter. Via dei Saponai, y sin enemigos a la vista.
El tono de Del Strabo era ligero, pero alerta.
– ¿Dónde es el número dieciséis? -preguntó Peter.
– Debe estar un poco más delante. Podemos estacionar delante.
– Delante no. Nunca se estaciona delante de donde va. Es lo mismo que poner un letrero anunciando su presencia.
Del Strabo rió.
– Disculpe. Soy un principiante.
Sin vacilar dio marcha atrás y se detuvo junto a uno de los automóviles estacionados en la plazoleta.
– ¿Qué le parece aquí?
– O.K., pero ahora andando. Y no golpee la portezuela al cerrarla.
– Relájese un poco, amigo Peter.
– Cuando el senador me firme un recibo contra entrega de esa damisela podré relajarme. Me relajaré como nadie lo ha hecho hasta ahora. Pero hasta entonces no.
Peter salió del automóvil; al ponerse de pie un vahído lo obligó a aferrarse a la portezuela, para que Vittorio no advirtiera el bamboleo. Cuando recuperó el equilibrio, cerró la portezuela con cuidado y avanzó resueltamente. Mientras cruzaba la plazoleta, rumbo a la Vía dei Saponai, se sintió más fuerte.
– Este es el número dos -dijo indicando el primer portal enmarcado por una gran arcada y con un pequeño número pintado en un rectángulo blanco, a un lado.
– ¿Se siente bien, amigo Peter?
Peter palmeó el brazo de Vittorio.
– Bárbaro -respondió-. Busquemos el número dieciséis.
Se adelantó con paso más firme y comenzaron a recorrer la callejuela, bajo la luz de grandes focos con tulipas de vidrio que asomaban a más de cinco metros sobre sus cabezas y proyectaban semielipses de luz ambarina sobre las paredes adyacentes. A la derecha se alineaban edificios de apartamentos, con enormes puertas de madera y tiendas con los cierres metálicos cerrados. A la izquierda había andamios sobre un gran edificio comercial e industrial y signos aún visibles de los daños causados por la inundación.
En algún sitio sonó la campanilla de un despertador, que fue rápidamente silenciada. A lo lejos se oían los motores de dos motocicletas, y un hombre cruzó la Piazza dei Giudici, al final de la calle, empujando un carrito. El cielo estaba oscuro como a medianoche, pero Florencia comenzaba a despertar.
Encontraron el portón que tenía el número dieciséis y no hubo necesidad de tocar el timbre para entrar. Las dos hojas de la puerta estaban abiertas de par en par y la de la izquierda estaba apuntalada. El corredor de suelo de mármol también mostraba los daños de la inundación. Las aguas habían carcomido el revoque hasta un metro de altura y los ladrillos habían quedado a la vista. Una simple bombilla iluminaba el pequeño hall en que terminaba el corredor. De allí partía una escalera que ascendía primero hacia la izquierda y luego doblaba hacia la derecha. Más allá de la escalera, tres peldaños descendían a un oscuro y estrecho corredor que conducía a un patio interior. La puerta de entrada tenía unos dos metros de altura, arrimada a una de las paredes, y junto a ella, una bolsa semivacía de Casal Bosca, un montoncito de arena y algunas herramientas.
– Y bien -dijo Del Strabo, señalando las puertas abiertas-. Esto facilita las cosas.
– Espero que sólo nos las facilite a nosotros -comentó Peter, mientras trataba de cerrarlas.
No lo logró. Faltaban los goznes. Corrió entonces hacia la escalera y trepó los peldaños de dos en dos. En el primer piso había otra bombilla que iluminaba el pallier, y dos apartamentos. La puerta de la derecha estaba próxima a la escalera y tenía timbre, pero ninguna placa que indicara el nombre de sus moradores. Peter oprimió el timbre en el instante en que Del Strabo lo alcanzaba. El débil campanilleo les llegó desde alguna habitación interior. Esperaron. Peter movía la automática dentro de la cartuchera con mano nerviosa. Volvió a oprimir el timbre insistentemente; luego apoyó el oído contra la puerta, tratando de detectar algún movimiento en el interior. El dolor de cabeza había desaparecido; todo había desaparecido, salvo su concentración en los signos de vida detrás de aquella puerta.
Pero nada pudo oír.
Del Strabo observó a Peter y trató de escuchar también.
– Malo, malo, ¿eh?-susurró, meneando la cabeza-. Quizá no hayamos sido los primeros en llegar, después de todo.
– Tenemos que saberlo y no tengo con qué abrir la cerradura -gruñó Peter.
Volvió a tocar el timbre. Esta vez fue un largo timbrazo y esperó con el oído alerta durante medio minuto. Probó el picaporte, pero la puerta no cedió. No esperaba que estuviera abierta.
– Por aquí no hay nada que hacer -dijo, volviendo hacia la escalera-. Intentemos por atrás.
El estrecho corredor trasero se abría sobre un patio de modestas dimensiones y suelo empedrado que dejaba sitio para algunos alcorques con arbusto^. Allí no había luz y la oscuridad les impidió distinguir nada en un principio. La única claridad era la que se filtraba a través de unas persianas del segundo piso de una casa vecina.
Luego sus ojos se acostumbraron y pudieron distinguir una alta ventana con las persianas cerradas, a la derecha de la puerta. Sobre esa ventana, a unos seis metros del suelo, se veía otra, más pequeña, cuyas persianas estaban abiertas.
– Es esa de arriba -susurró Peter.
– Qué amable -comentó Del Strabo, también en un susurro-. Deja abierta la puerta de la calle y ahora la ventana.
– Me han dicho que no es italiana. Quizá las persianas…
– Y nosotros no somos ángeles. Ella habrá dejado la ventana abierta, pero ¿cómo llegamos hasta allí arriba?
– Intentémoslo con la escalera de mano.
– No llega.
– Intentémoslo.
Peter regresó al hall y Del Strabo lo ayudó a transportar la escalera. Cuando la instalaron el extremo superior quedó apoyado contra las persianas de la ventana de la planta baja.
– No alcanza -dijo Del Strabo-. Le dije que no llegaríamos.
– Yo llegaría si fuera tan fuerte como dice ser.
– ¡Oh! ¿Quiere que lo tire desde aquí?
– No. Me sigue y me subo sobre sus hombros y trepa todo lo que pueda…
– Supongo que ésta es una muestra de la célebre ingenuidad norteamericana. ¿Se ha detenido a pensar lo que le ocurriría si se cae?
– Por supuesto que no. Vamos. Usted quiso participar en esto. Manos a la obra y sin hacer ruido.
Peter trepó por la escalera hasta que llegó al último travesaño. Del Strabo lo seguía.
– ¿Y ahora qué?
– Ahora apoyaré mis pies sobre sus hombros. Manténgase firme.
Del Strabo se aferró a la madera, pero vaciló un poco cuando Peter comenzó a descargar su peso sobre el pie que le había apoyado cuidadosamente sobre el hombro.
– Diría que una de las cosas en que me falta entrenamiento es la acrobacia -gruñó suavemente el italiano.
Cuando Del Strabo estuvo firme, Peter le apoyó lentamente el otro pie sobre el hombro libre. Sus manos continuaban aferradas con fuerza al último travesaño.
– Bueno, ¿me aguanta bien?
– Sí -susurró Del Strabo, casi sin aliento-. Pero debería hacer régimen para adelgazar.
– Así aprenderá a no meterse en líos la próxima vez.
– No me perdería una aventura así ni aunque me cueste la vida y el paraíso, y sospecho que las dos cosas están en juego. ¿Y ahora qué?
– Soltaré el último travesaño y apoyaré las manos contra la pared. ¿Puede subir unos peldaños manteniendo el equilibrio?
– Bueno… intentémoslo.
Del Strabo apoyó un pie en el siguiente travesaño y trató de levantar su cuerpo y el de Peter sin balancearse. Arriba Peter buscaba en vano algún saliente que le permitiera agarrarse. El antepecho de la ventana estaba cerca, pero aún fuera de su alcance.
Del Strabo inició el ascenso de un segundo escalón y su cuerpo se acercó a la pared. Peter tuvo que aplastarse contra el edificio para no caer hacia atrás. Tanteó la pared sobre su cabeza y comenzó a perder toda sensación de arriba o abajo. Se bamboleó y por un instante pensó que caería arrastrando consigo a su compañero, pero un último tanteo desesperado le permitió aferrarse del antepecho de la ventana. Tragó saliva y trató de acallar los violentos latidos de su corazón.
– Ya me agarré -susurró a Del Strabo.
– Me está haciendo seguir un curso intensivo… Pero ahora pesa menos y eso es una bendición. ¿Cuál es el próximo paso?
– Suba un poco más, así me dará apoyo.
– Ya entiendo.
Del Strabo subió un peldaño más y Peter pudo aferrarse al interior del antepecho. A partir de ahí no necesitaba ayuda.
– O.K. -murmuró-. Ahora baje.
Apoyó los pies contra la pared y se izó hasta asomar la cabeza por la ventana y apoyar el torso sobre el antepecho. La ventana estaba abierta y velada sólo por cortinas. Peter la abrió más, pero estaba demasiado oscuro como para ver y no se oía el menor rumor.
Se enderezó, levantándose como un atleta en las paralelas y pasó una pierna sobre el antepecho. Un segundo después estaba dentro, escuchando su propia respiración agitada. La habitación estaba tan oscura como el exterior, pero sus ojos se habían acostumbra do a las tinieblas y logró distinguir las líneas de una cama y algo que yacía sobre esa cama. Cerca de él había una lámpara sobre una mesita. Alargó la mano y la encendió.
La luz era brillante y su resplandor reveló el cuerpo de una muchacha semicubierto por las sábanas. Tenía puesto un camisón y estaba tendida boca arriba con los brazos abiertos. Por un instante permaneció inmóvil, pero luego, alarmada por la luz, se incorporó bruscamente y miró al intruso con ojos enormes y la boca entreabierta.
Era rubia, como le había dicho Gorman, y era joven y era bonita. El la había imaginado con esa belleza tosca y pintarrajeada de la ramera común. No había conocido a Joe Bono, pero adivinaba su gusto y adivinaba también -a través de lo que sabía- el tipo de mujer con la cual se había enredado: dura y experimentada; una chica dispuesta a aprovechar con astucia su situación y vender muy cara la información que poseía. Desde el comienzo había estado convencido de que la amante de Bono no delataría a la mafia para vengar la muerte de su amigo, sino para obtener un pasaporte norteamericano y una sólida base para una nueva vida en otro país. Iba a correr el riesgo de enfrentarse a la mafia, pero no por amor, lo hacía por el precio.
El rostro de aquella muchacha era de un modelado fino y el rubio pálido de sus cabellos era natural. No parecía recién salida de un internado y quizá el terror suavizara su expresión, pero su rostro no tenía rastros de aquella expresión dura y despiadada que Peter imaginara. Ese aspecto de su temperamento permanecía oculto.
El cuerpo era tan bello como el rostro: flexible, firme, lleno y tentadoramente visible a través del costoso camisón… un obvio souvenir de su pasado con Bono. El pensamiento de que aquella muchacha podía haber hecho algo mucho mejor en la vida que venderse como triste mantenida de un mañoso cruzó como un rayo por la mente de Peter no bien la vio. Si lo que quería eran villas, podía haberse casado con millonarios. Pero eso a él no le importaba, ni tenía por qué preocuparle. Sin embargo, la certeza de que esa mujer podía haber logrado algo muy diferente en su vida no hizo más que aumentar su desprecio.
– ¿Qué quiere? -preguntó ella en un susurro aterrorizado.
Lo tomaba por un mafioso que había venido a matarla. Permanecía sentada, aferrada al colchón, rígida de terror, deseando, quizá, no haber conocido jamás a un hombre llamado Bono o no haber oído nombrar jamás a un senador llamado Gorman. Ahora no le importaban las villas; tampoco le importaba la transparencia de su camisón porque el pudor -si es que era pudorosa- no recibe homenajes en el palacio de la muerte.
A pesar de su desprecio, Peter sintió piedad y quiso borrar aquella expresión de animalito acosado.
– Tranquilícese, muchacha -dijo-. No le voy a hacer daño. Soy Peter Congdon.
El nombre pareció no decirle nada. Seguía petrificada, y Peter hizo un nuevo intento.
– Soy el hombre que envía el senador Gorman para protegerla. ¿Recuerda? Creí que me esperaba.
Los ojos de la chica seguían muy abiertos y fijos.
– No, aquí no.
El avanzó un paso, con gesto conciliatorio, y ella se echó atrás.
– ¿Qué me va a hacer?
– La voy a sacar de aquí. La mafia ya está sobre su pista.
Sonó el timbre y los dos se volvieron hacia la puerta abierta y el hall en tinieblas. Ella miró a Peter y él se llevó un dedo a los labios.
– Son refuerzos -dijo-. Ya vuelvo.
Atravesó el hall encendió la luz de la sala de estar y se aproximó a la puerta.
– ¿Sí? -susurró junto a la madera y se retiró.
– ¿Peter? Soy Vittorio.
– La Agencia Brandt… -comenzó Peter.
El otro rió.
– Muchos peces. Muchos peces. ¡Qué desconfiado es!
Peter descorrió unos cerrojos, arriba y abajo de la puerta, que -junto con la cerradura ordinaria- constituían la defensa de aquella mujer contra los asesinos de su amante. Giró la llave y abrió la puerta lo suficiente como para que Del Strabo se deslizara a través de la abertura.
– ¿Ha visto a alguien? -preguntó Peter, mientras volvía a correr los cerrojos.
– A nadie. ¿Está la chica?
Peter asintió con la cabeza.
– Sí, está.
– ¿Viva?
– Viva. Un poco asustada, quizá, pero después de todo…
Condujo a Del Strabo a la habitación. Allí la muchacha había cubierto su semidesnudez con un salto de cama que había sacado de un armario. Estaba de pie, entre el armario y la cama, con las manos atrás. Era una actitud semejante a la de la presa acorralada y, sin embargo, había algo diferente en ella. Sus ojos se movieron rápidamente de Peter a Vittorio.
– Aquí la tiene -dijo Peter-, Sana y salva. Miss Karen Halley. Por lo menos, según el pasaporte. Karen, éste es su otro defensor, signore Vittorio Del Strabo.
Vittorio hizo una reverencia, con todo el sabor del viejo mundo, y dijo con galantería latina:
– Los tesoros de Florencia empalidecen ante la belleza de esta mujer.
La réplica de miss Halley no estuvo dentro de esa tónica. Se irguió un poco y su mano derecha, que hasta ese momento había permanecido oculta, apareció empuñando un revólver Colt que apuntaba a los dos hombres. La tierna expresión de gacela asustada se había esfumado de su rostro y era reemplazada por un duro y helado desprecio. Cuando habló su voz tenía un gélido y cortante tono de autoridad.
– Levanten las manos -dijo-. Los dos.