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Peter Congdon descendió de un salto los escalones del polvoriento vagón rojizo del Pennsylvania Railroad y echó a andar por el andén, con paso largo y elástico, dejando atrás grupos de pasajeros. Cruzó el hall, ajustándose el abrigo para defenderse de las gélidas corrientes de aire del mes de noviembre, esquivó una vagoneta de correspondencia y atravesó las puertas que conducían a la casi desierta inmensidad del salón central de la Washington Union Station.
Eran las trece treinta del sábado, y sólo.había allí un puñado de personas; la mayoría eran empleados que ordenaban las sillas de la sala de espera. Peter miró a su alrededor sin detenerse, pasó junto al stand en el que se exhibía un Dodge amarillo modelo 1968, y siguió avanzando hacia el ángulo en que se encontraban las taquillas. Dejó su maletín en uno de los casilleros del depósito de equipaje y se sentó ante el mostrador de uno de los bares vecinos, donde pidió una hamburguesa y un milk-shake.
Cualquier observador lo habría tomado por uno de tantos tipos jóvenes y bien parecidos que se detenían allí a tomar algún tentempié. Un hombre impecablemente vestido, con un traje gris pizarra, un abrigo de tweed oscuro y un sobrio sombrero de ala estrecha.
En Nueva York habría pasado por un banquero, algún ejecutivo de la Morgan Guaranty. En Washington, D.C., parecía un funcionario, quizá el fiscal de alguna subcomisión del Congreso.
En realidad Peter Congdon estaba empleado en la Agencia de Detectives Brandt, de Filadelfia, una organización mundial, cuyo director. Charles F. Brandt, exigía a sus empleados -entre otras cosas- que se vistieran como banqueros neoyorquinos o como abogados de un subcomité gubernamental. Puede que la apariencia no haga al hombre, pero sin duda contribuye a cimentar el prestigio de una organización. En cuanto a la hamburguesa y el milk-shake, estaban destinados a algo más que satisfacer el apetito. Por un lado, permitían a Peter matar el tiempo, hasta que llegara el momento de acudir a la cita de las quince horas; por otro lado, le daban la posibilidad de asegurarse de que nadie se interesaba por un hombre bien vestido, que se detenía a tomar un tentempié.
Pasó unos veinte minutos sentado ante el mostrador del bar y mató el resto del tiempo haciéndose limpiar los zapatos y recorriendo los títulos de las ediciones baratas que exhibía un quiosco vecino al bar en el lado opuesto a la sala de espera. Cuando el reloj de la estación señaló las catorce treinta, Peter salió al exterior.
Por encima de los árboles desnudos, la cúpula del Capitolio refulgía con prístina blancura contra un límpido cielo azul. Peter nunca había estado en el Capitolio. En realidad sólo había visto la cúpula en otras tres ocasiones, siempre desde el mismo punto: los arcos de entrada a la Union Station. De cualquier manera sólo le dedicó una rápida mirada. Se consideraba tan patriota como cualquiera, pero no le interesaban mucho los monumentos; además conocía el mundo lo suficiente como para no conservar ideales. Era un mundo cínico y, en él, los presidentes eran vilipendiados y los senadores censurados.
Una fila de taxis negros y castaños se extendía frente a la estación, y Peter trepó al primero, dejando una moneda en la mano del portero uniformado que le abrió la portezuela.
– Kalorama Road, Noroeste, número dos mil doscientos cincuenta -indicó al conductor, y encendió un cigarrillo.
Cuando el taxi se internó en el tránsito de Massachusetts Avenue, se reclinó en su asiento, abrió el cenicero y cruzó las piernas como un ejecutivo de gran empresa que se arrellanara en su limousine personal.
– ¿Kalorama dos mil doscientos cincuenta?-repitió el conductor mientras frenaba ante el primer semáforo-. Allí vive el senador Gorman. Cerca de Georgetown. Bueno, más o menos. ¿Usted es periodista?
– No. ¿Por qué?
– Acabo de llevar a un periodista para allí. Usted es el segundo que va a esa dirección.
– El senador es un tipo popular.
– No es todo lo popular que debiera, si le interesa mi opinión. Hay un montón de gen te que no lo puede tragar. Y no estoy hablan do de los tipos de la mafia, ¿eh? Hablo de tipos como el periodista ese. Y tipos importantes del gobierno también. Yo acarreo un montón de cogotudos en esta cafetera y oigo lo que dicen.
– ¿De qué se quejaba el periodista?
– Cree que Gorman no es sincero. Piensa que se dedica a investigar a la mafia para promocionarse. Considera que a Gorman no le importa un comino la mafia y que mete todo ese ruido para llegar a la presidencia. Presidente de los Estados Unidos, nada menos. Y el tipo opina que se está preparando el terreno.
– Me parece un poco rebuscado.
– Sée… Pero no es el único periodista que piensa así. Usted se sorprendería. Hablan de cómo Kefauver llegó a la vicepresidencia y de cómo Joe McCarthy consiguió ser casi tan poderoso como el propio Eisenhower. Piensan que el senador ha elegido un tema y está echando leña al fuego para darle interés.
– ¿Y qué piensa usted?
– ¿Quiere saber lo que pienso? Es un buen tipo que está tratando de cumplir con su deber. Mi esposa y yo somos hinchas suyos desde que nos demostró cómo la mafia puede ser la causa de todos nuestros problemas… Quiero decir cómo la mafia controla el crimen y las drogas y lá prostitución y un montón de negocios de los gordos y el partido comunista norteamericano y todo. Y si mataron al testigo principal, por algo será… Para mí que el tipo tiene razón. Esa es la clase de cosas que hay que combatir. Y cualquiera que no hubiera sido Gorman, habría mandado al diablo esa comisión investigadora después de lo que pasó. Pero él no. El no es de los que se achican. No tiene armas para pelear, pero sigue peleando.
Peter golpeó su cigarrillo contra el cenicero.
– ¿Así que usted no cree que quiera llegar a la presidencia?
– Bueno… No creo que rechazara el puesto si se lo ofrecen. Si usted se mete en política, ¡cómo no le va a gustar ser presidente! Lo que es yo no tocaría ni con guantes el lío en que está metido el mundo: Pero, ¿Gorman? Sée… Yo creo que aceptaría el cargo.
Y lo haría muy bien, ¿eh? Pero no está utilizando a la mafia para conseguirlo. ¡No, señor! Yo creo que las cosas son como él dice. Hay un cáncer en esta sociedad y él ha puesto el dedo en la llaga. Vea… ¡qué diablos!, si lo que él busca es ser presidente, no se habría metido con la mafia. ¿No le parece? ¿A usted le parece que le puede favorecer eso de andar señalando a los jefes de la mafia con el dedo? ¿Y para qué? Para que los otros se presenten con un montón de abogados y no hagan más que acogerse al quinto <sup><sup>[1]</sup></sup>. Y cuando consigue un solo testigo de veras, ese tipo de la mafia que estaba dispuesto a cantar… se lo liquidan y lo dejan en el aire. Y aunque el testigo hubiera hablado, ¿qué habría ganado Gorman con eso? Mire lo que pasó con Valachi. Cantó como un pájaro, pero con eso no terminó el delito en el país. Y su declaración tampoco llevó a nadie a la Casa Blanca. ¡Con decirle que ni siquiera me acuerdo de quién era el presidente de la comisión investigadora!
– Pero todo el mundo sabe que Gorman preside ésta.
– ¿Quiere saber mi opinión? Porque es un patriota de primera. Puede ser que un montón de cogotudos y de intelectuales no le traguen, pero hay mucha más gente, de esa gente que no se hace oír, que piensa que el senador Gorman es justamente lo que necesita el país. Y esa gente desearía tener unos cuantos tipos más como él. Y yo soy uno de los que creen eso.
Kalorama, Noroeste, era una calle tranquila, a unos veinte minutos de automóvil del centro de Washington. La calzada era estrecha y en uno de los lados se alineaban los automóviles estacionados, sin solución de continuidad. La casa del senador estaba en la esquina de la calle 23, frente a la Real Embajada de Thailandia. Era un amplio y elegante edificio de estilo georgiano, con ladrillo visto, grandes ventanales y una escalinata de entrada, flanqueada por pilares. La entrada de automóviles conducía a una zona de estacionamiento, visible al fondo, y a un garaje -también de ladrillo visto- con capacidad para tres coches.
– Bueno, aquí es -dijo el conductor, deteniéndose cerca del policía y frente a la entrada de automóviles-. Parece que es una reunión de padre y muy señor nuestro. ¿No me va a decir qué está pasando ahí dentro?
– Yo tampoco sé qué está pasando -respondió Peter mientras descendía.
– El periodista aquel tampoco sabía nada -comentó el conductor con tristeza-. Son noventa centavos.
Peter pagó y le dio una propina. Cruzó la calzada y buscó un paso a través de la hilera de automóviles estacionados. Luego recorrió el sendero que conducía a la escalinata. El maderamen de la casa estaba pintado con un color crema de tonalidades oliváceas que le otorgaba un aspecto delicadamente vetusto, más grato que el habitual blanco. La puerta de entrada, verde oscura con herrajes de bronce, estaba entornada. Del pomo pendía una simple tarjeta blanca que decía: «Entre sin llamar». Peter siguió las instrucciones.
El hall de entrada tenía suelo de tabla ancha y una amplia escalera. Una multitud bebía, charlaba y reía por todas partes. La mayoría eran hombres. Las paredes de aquel ambienté estaban cubiertas con un papel a rayas en el que predominaba el blanco. Había algunos cuadros, un espejo redondo con marco dorado, una mesa con una bandeja de plata, dos jarrones con flores y unas cuantas sillas. A la derecha e izquierda había amplias puertas corredizas pintadas de blanco. Las de la derecha permanecían cerradas, las de la izquierda estaban abiertas y, a través de ellas, entraban y salían los muchachos de la prensa con vasos de punch y sandwichs, mientras cruzaban bromas y comentarios, sin sentido para cualquiera ajeno a ellos.
– Los sombreros y los abrigos bajo la escalera -informó a Peter un tipo rechoncho, con un vaso de whisky en la mano-. O entrégueselos a Sam.
– Gracias.
Peter se abrió paso entre la gente, procurando evitar que le abollaran el sombrero que llevaba en una mano, mientras con la otra impedía que alguien entrara en contacto con la cartuchera que llevaba bajo la chaqueta, colgada del hombro.
El perchero, situado bajo la escalera, estaba atestado de abrigos. Había más abrigos en el suelo; unos doblados, otros no. Un sombrero de fieltro mostraba los efectos de los pisotones.
Peter se quitó el abrigo, lo dobló y lo dejó, junto con su sombrero, en el mejor lugar que pudo encontrar. Un hombre relataba a otro lo que un tercero le había informado sobre las mujeres de Saigón. Peter pasó trabajosamente junto a ellos y continuó abriéndose paso hasta las puertas de la izquierda. Allí se habían detenido tres periodistas que discutían el propósito de aquella reunión.
– Sea lo que sea -decía uno-, Gorman no podrá seguir hostigando por mucho tiempo a un caballo muerto.
En el amplio salón que se extendía más allá de las puertas abiertas, dos criados negros con inmaculadas chaquetillas blancas servían punch o bebidas más fuertes, junto a una larga mesa arrimada a los dos ventanales de la fachada. Otra larga mesa, junto a la pared opuesta, exhibía un surtido de sandwichs que habrían bastado para mantener a una familia de cinco miembros por espacio de una semana. Pero tanto los sandwichs como el alcohol desaparecían rápidamente ante el ataque de los cuarenta o cincuenta periodistas reunidos para la ocasión.
Peter se puso en fila para recibir su vaso de punch.
– ¿Dónde puedo encontrar al senador? -preguntó al criado que lo atendió.
El hombre sonrió, mostrando una dentadura casi tan blanca como su chaquetilla, y le respondió:
– No sé, señó. En su etudio, selá. Él va a vení cuando eté lito.
Peter aceptó el vaso de punch.
– ¿Y cuál es su estudio? -quiso saber.
– El no quiele que lo moleten, señó. ¿Por qué no se silve lo que hay acá y se pone cómolo? El ya va a vení.
Peter asintió, sin comentarios.
– Usted debe ser nuevo en estas lides -comentó un periodista a sus espaldas-. A Gorman sólo se le entrevista cuando él lo desea, no cuando uno quiere.
Peter respondió que sí, que había comprendido, y cruzó el salón en dirección a los pocos sandwichs que quedaban. Por lo visto aquélla no era una reunión para ablandar a la prensa de Washington; era una conferencia de prensa, al estilo Gorman, y el senador esperaba el momento propicio para hacer su entrada. Y bien, a él no le correspondía tomar la iniciativa.
Trató de adoptar aire de periodista, y se instaló en un rincón con su vaso de punch, dispuesto a esperar.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Se refiere a una disposición de los Artículos de Enmiendas a la Constitución de los Estados Unidos (Art. Quinto), según la cual nadie será obligado «a declarar contra si misma en ningún juicio criminal». (N. del T.)