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El tílburi comenzó a traquetear en dirección a II vecchio castello. En lugar de tomar por la carretera, Maurizio eligió la senda del monte de El Pico, sobre los acantilados, por donde no tendrían que soportar el timbre de las motocicletas ni apartarse cada vez que se cruzasen con otro vehículo. A mitad de camino, sin embargo, se toparon con Rimsky y Korsakov, los bueyes del conde, que su dueño prestaba al marido de Jenny para que acarreasen leña en una carreta.
Jenny y Felicidad les estaban esperando en las escaleras del porche. Para ellas era una oportunidad de lucir en sus almidonados uniformes mandiles y lazos, y también los zuecos que les aportaban un aire sanitario, como si su labor principal consistiese en el cuidado de un convaleciente. El patrón no reparó en que Felicidad se había pintado las uñas, ni en que su larga melena, alisada con aceite de coco, dividía con simetría su carita de ébano.
Tampoco percibió que sus melancólicos ojos, tras deducir que Maurizio había venido solo, aleteaban como alegres mariposas.
– Lleven el equipaje de mi hijo a su habitación -ordenó el señor-. ¿Tomamos algo?
– Una cerveza helada me sentará bárbaro.
Fue la primera de las muchas que el joven intérprete bebió ese día. La consumió al sol, tumbado con indolencia al borde de la piscina, mientras las risas de las mujeres les llegaban desde la planta alta.
Su padre se había sentado protegiéndose del calor bajo la sombra de un árbol del paraíso, junto a los nopales donde crecían las cochinillas. Estuvo a punto de contarle el sueño que había tenido esa noche, pero lo pensó mejor y se limitó a interrogarle por su última gira.
– Una locura -resumió Maurizio, bebiendo directamente de la botella-. Japón, Taiwan, París, Estambul, Viena… Es como un carrusel, como esa Noria Gigante del Prater, pero sin que se rompa el círculo de caras anónimas. Y sin poderme apear.
– Es lo que querías.
– Supongo que sí.
El noble lo contempló con disimulada atención. Maurizio estaba más delgado. Llevaba el pelo largo, en lacios mechones rubios. Muy pálido, profundas ojeras le abolsaban la piel de la cara. Un punto de fuga en su mirada, un reflejo huidizo, metálico, remitía a un ámbito irracional de su personalidad. El conde intentó recordar en qué alacena de la cocina se encontraban los cubiertos de madera, por si a su hijo le sobrevenía un ataque y se veía obligado a incrustarle una cuchara entre los dientes.
– ¿Te encuentras bien?
– Demasiado sereno, quizá.
– ¿Tomas la medicación?
– Sólo cuando estoy sin copas. Lo que, para ser sincero, no sucede demasiado a menudo.
Don Alessandro se pellizcó la perilla, disgustado.
– El alcohol te sienta mal. Recuerda lo que te advirtieron los médicos.
– En esta isla rigen las leyes piratas.
– ¡Piratas, piratas! -salmodió el loro Amadeus, desde su jaula del porche.
Brahms, el rottweiler, se dejó acariciar, sumiso. Maurizio jugó un rato con el perro, hasta que se dirigió a la casa para regresar con el bañador puesto y otra cerveza en la mano. El señor indicó a Jenny que descorchara una botella de champán. Padre e hijo retomaron una deslavazada conversación, interrumpida por los frecuentes chapuzones de Maurizio.
Como si quisiera resarcirse de los silencios que le imponía la isla, el ex embajador se mostraba locuaz. Describió las reformas que había llevado a cabo en Il vecchio castello y las últimas piezas adquiridas en subastas, a través de testaferros. Cuando Felicidad, por indicación suya, trajo una bandeja de aperitivos, Maurizio se levantó y se quitó el bañador húmedo. Completamente desnudo, y acaso, pensó el viejo Amandi, disfrutando con el azoramiento de la muchacha, se sirvió arroz pinto y salsa de guacamole delante de ella.
– No tendrías que haber hecho eso -le reprendió su padre, cuando Felicidad hubo buscado refugio en la cocina.
– Es una mujer hecha y derecha. Debe de tener más de veinte años.
– Dieciséis -le corrigió el conde-. La edad de la hija de Máximo de Santo cuando la raptaste en la Isla de Wight.
Maurizio puso cara de sorpresa.
– Vino conmigo por voluntad propia. ¡Debimos de estar a punto de provocar un incidente diplomático, para que todavía te acuerdes!
– Me agradaba aquella chica. ¿Martina, se llamaba? ¿Qué habrá sido de ella?
– No tengo ni idea.
– ¿Has vuelto a verla?
– No.
– ¿Ni siquiera durante tus actuaciones en España?
– ¿Por qué insistes?
– Y tú, ¿porqué mientes? Sé que habéis seguido viéndoos.
– Es cierto, sí… Pero ¿qué más da?
El aristócrata suspiró.
– El otro día me acordaba con nostalgia de mi amigo Máximo de Santo. Supongo que relaciono a su hija con una virtud a tu juicio superflua: la lealtad. No sé por qué, me hice la ilusión de que esa sorpresa a que aludías en tu carta pudiera guardar relación con ella.
Dispuesto a cambiar de tema, Maurizio se palmeó la frente.
– ¡Tu regalo, es cierto! -exclamó; el calor y la cerveza entorpecían su voz-. Casi lo había olvidado.
Don Alessandro musitó, estoico:
– Tu visita es suficiente recompensa.
– Iba a facturar tu sorpresa en Viena -recordó su hijo-, pero la tienda ardió y seguramente tu regalo también.
El viejo Amandi contempló a Maurizio como especulando sobre su estado mental.
– ¿Qué tienda?
– La de antigüedades, en la Kärntnerstrasse. Apuesto a que estuviste allí en tus correrías de coleccionista.
– Es posible. Recuérdame a quién pertenece.
Los ojos de Maurizio alabeaban un brillo cínico. Parecía divertirle aquella escena.
– Su propietario murió en su palco durante mi concierto en el Palacio de la Opera.
El conde mostró su lado irónico:
– ¿De un ataque cardíaco provocado por tu neurótica interpretación de Mussorgsky?
– Asesinado.
Don Alessandro se puso en pie.
– ¿De qué estás hablando?
– ¿De quién?, deberías preguntar. De Teodor Moser, el anticuario judío.
Al oír ese nombre, el patrón palideció.
– ¿Moser, de la Kärntnerstrasse?
Los ojos aterciopelados de Maurizio concentraron el sol.
– ¿Le conocías?
– Hace años tuvimos un breve encuentro. Una pieza acabó distanciándonos.
– ¿Qué pieza?
El conde acarició el filo de su copa. Su voz se adelgazó:
– Un objeto por cuya posesión un coleccionista podría llegar a obsesionarse.
– ¿Un cuadro, una escultura?
– No.
– ¿Una joya, un mapa?
Don Alessandro se refugió en un silencio hostil.
– ¿No vas a revelarme de qué se trata? -le reclamó Maurizio.
– Algún día te lo contaré, pues algún día esa pieza será tuya.
– ¡Entonces, no hay derecho a que me mantengas en ascuas!
– No lo haré eternamente. En Nelson Arateca, una notaría de Cartagena de Indias, dejé instrucciones para formalizar mi última voluntad. Antes de abandonar tierra firme, mi añorada Bogotá, hice testamento. Cuando lo leas, saldrás de dudas.
Maurizio acogió esa novedad con reserva. Su padre jamás le había hablado de testar. Era la primera vez que le oía referirse a tal asunto.
– Muy precavido por tu parte, pero no tengas prisa en reunirte con nuestros antepasados.
– Con prioridad a ese fúnebre suceso, me gustaría saber qué le sucedió a Teodor Moser.
Maurizio se acuclilló en su hamaca, en posición fetal, y contempló el agua de la piscina.
– Lo estrangularon. Llevaba en el bolsillo una carta mía. La policía austríaca estuvo interrogándome en una horrible comisaría. Ni siquiera pude asistir a la recepción que la Opera ofrecía en mi honor. Puedo asegurarte que no fue agradable.
Un creciente desasosiego atenazaba al conde.
– ¿Qué le decías en tu carta?
– Le proponía una cita para tratar sobre la adquisición de cierto legado de Modest Mussorgsky. Según mis informes, Moser se había hecho con varios documentos del compositor, tras una negociación con la fundación Fiedhesen.
Don Alessandro debía de conocer esos fondos, porque preguntó:
– ¿Quién te dio el soplo?
– Boris Skaladanowski. Amigo tuyo, creo.
Su padre asintió. El Berlinés era uno de los marchantes europeos de peor fama. Había trabajado para él en distintas ocasiones, pero hacía tiempo que el conde ignoraba su paradero.
– ¿De qué documentos estamos hablando? ¿Quizá de algunas de las cartas de Mussorgsky a su camarada Cesar Cui o al crítico Stasov?
– A este último, en efecto -corroboró Maurizio-. Y, lo más importante, el Han de Islandia. No se trataba de leyenda alguna. La partitura de la ópera existía, y Moser la adquirió. Según mis datos, que obtuve por otras vías, desembolsó a los herederos Fiedhesen más de doscientos mil dólares.
– ¿Skaladanowski intermedió entre Moser y los Fiedhesen?
– La transacción se llevó a cabo de manera directa.
– ¿Cómo has podido saber el precio? ¿Tenías otro informador?
– Sí.
– ¿Fiable?
– Todo lo que pueda serlo la secretaria particular de Teodor Moser, Margarita Schultz.
– ¿Otra de tus víctimas, de tus fámulas?
– Algo así -pareció burlarse el pianista, con narcisista hipocresía-. Yo también estaba dispuesto a pagar una buena cantidad, pero la operación se truncó por causas ajenas a mi voluntad. Y a la de Teodor Moser, por supuesto.
Tanta frivolidad displació a su padre.
– Eso no ha tenido gracia, Maurizio.
– Creía que te gustaba el humor negro, como a buen siciliano.
– ¿Cuándo aprenderás a honrar a los muertos?
– ¿Respetas tú a los vivos?
– No me contradigas. Sigue con tu relato.
Maurizio arrugó la boca, pero obedeció:
– Después de asfixiar a Moser con una cuerda, el criminal le robó las llaves, abandonó la Ópera, se dirigió a la Kärntnerstrasse, penetró en su establecimiento, se apoderó de lo que había ido a buscar y le pegó fuego a la tienda. Los bomberos tardaron demasiado en llegar y el local resultó arrasado por las llamas.
– ¿Cuál era el móvil?
– Se ignora.
– ¿Pudo tener algo que ver con las cartas de Mussorgsky o con el Han?
– Lo desconozco.
– ¿Han sido recuperados los manuscritos?
– Según la policía, ni la partitura ni las cartas aparecieron entre los restos del fuego. Fueron objeto de robo, probablemente, pero también pudieron quemarse.
El conde se atusó el bigote. Lo tenía algo más oscuro que la perilla, asimismo cuajado de hebras blancas.
– Creo recordar que Moser disponía en su despacho de una enorme caja fuerte de hierro fundido. ¿Comprobaron su interior?
– La caja había sido forzada. Curiosamente, nada parecía faltar. Margarita Schultz me aseguró que los documentos nunca estuvieron allí, sino en los cajones del escritorio del anticuario, que ardieron hasta convertirse en cenizas.
– Esa Margarita… ¿era tu amante?
– Más o menos -repuso Maurizio, con frialdad.
– Y, siéndolo, ¿no acudió a tu concierto en la Ópera.-Iba a casarse con el hijo de Moser. Supongo que prefirió no exponerse a que la vieran conmigo.
– Pobre Moser -se condolió el noble-. Todo lo que me cuentas es tan absurdo…
– Comenzando por mi propia implicación -asintió Mauricio-. Porque ese inspector, esa mala bestia de Arno Hanke, cuyo nombre no olvidaré mientras viva, me sometió a un interrogatorio digno de la Gestapo…
Su padre dio un respingo.
– ¿Es que la policía austríaca llegó a sospechar que tuviste algo que ver con la muerte de Moser?
Maurizio se encogió de hombros.
– Las apariencias me señalaban.
La barbilla del aristócrata había comenzado a temblar.
– ¡Dime que tú no…!
– ¡Claro que no, papá! ¡Por una vez que pretendía sorprenderte y devolverte parte de todo lo que has hecho por mí!
Don Alessandro pasó por alto esa muestra de infantilismo. El niño que alentaba en Maurizio resucitaba de vez en cuando. Reintegrarlo a la madurez no era tan sencillo como poner el reloj en hora.
– ¿Quedaste libre, sin cargos?
Maurizio rompió en su característica risa.
– En aquella comisaría, en los momentos de mayor apuro, pensé en recurrir a nuestra sede diplomática. ¡Pero en las embajadas no soy yo, sino tú, quien tiene antecedentes!
Ofendido, su padre lo contempló con asombro y dolor.
– ¿Te avergüenzas de mí?
– Se oyen cosas, papá.
– ¿Qué insinúas?
– Podría referirme a la suspensión de tu rango de embajador. A la procedencia de esta mansión y al origen de tu fortuna.
– ¡Calumnias!
– Será mejor que aplacemos esta aburrida charla -decidió Maurizio, acabando de desquiciar al conde-. Creo que bajaré al pueblo. Dame suelto, olvidé cambiar en San Andrés.
Entre las dos y las seis de la tarde, il bello Maurizio estuvo en El Galeón Hundido. Se bebió dieciséis cervezas, alternándolas con tragos de ron añejo, y tocó el teclado para una parroquia de pescadores y de desenfadadas muchachas nativas.
Al atardecer, borracho, el joven Amandi pagó una última ronda y se encaminó hacia II vecchio castello. A medio trayecto, cuando atravesaba las calles de Pueblo Viejo, se tropezó con la pelirroja del avión, que estaba sola. Le pareció que se le insinuaba y se las ingenió para arreglar una cita en el Puente de los Enamorados, la pasarela que unía Providencia con el itsmo de Santa Catalina.
Cuando llegó a la mansión, después de dar más de un tumbo por la senda de El Pico, todo parecía en calma. Procedente de los salones abiertos al céfiro se oía, rayada, la melodía de Cuadros para una exposición.
El perrazo Brahms no acudió a recibirle; tampoco se le oía ladrar. En cambio, Amadeus, el loro, se mostraba alterado; articulaba estridentes chillidos y sus alas cepillaban los barrotes de su jaula en forma de pagoda. La brisa había barrido plumas en la tarima del porche.
Ni Jenny ni Felicidad se hallaban en la casa. Maurizio supuso que su padre les habría dado fiesta, por Nochebuena.
El conde no se encontraba en los jardines. Tampoco en el museo o en los establos. Maurizio lo buscó por las habitaciones, hasta que, harto de dar voces, decidió bañarse para que se le pasara la trompa.
Se quitó la ropa, arrojándola al césped. Iba a tirarse de cabeza cuando vio un jipijapa surcando el agua como un barquito de juguete.
Un poco más allá, hacia la oculta curvatura de la piscina, un hombre flotaba sumergido de espaldas. Tenía los brazos abiertos en cruz y el blanco cabello como esponjado por el peine de una sirena.
Maurizio se metió en la piscina, lo sacó con gran esfuerzo y lo tendió en la hierba.
El decimoquinto conde de Spallanza debía de llevar muerto bastante rato. Su lívido rostro recordó a su hijo una pintura de El Greco que colgaba en su dormitorio y que ahora, como todo lo que allí, en Il vecchio castello, se contenía, acababa de transcurrir a su propiedad.
«Soy huérfano, soy rico, soy el decimosexto conde de Spallanza», pensó el pianista, antes de romper a llorar sobre el cadáver de su padre.