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PROMENADE

14

Bolsean, 8 de enero de 1986, miércoles

Tras el mostrador de recepción de La Colmena, Miriam Gómez elevó sus miopes ojos hacia el reloj de pared, sobre los archivadores donde se acumulaban periódicos atrasados y carpetas contables. Sus cuatro dioptrías apenas le dejaron intuir la hora: ocho treinta de la tarde.

La noche anterior, mientras besaba a su novio, se le habían roto las gafas. Desde hacía un par de citas, permitía a Adrián deslizar una mano debajo de su sujetador. ¿Resultado? En plena excitación, él le había tirado las gafas al suelo. En la óptica le advirtieron que tardarían un día en reparárselas. Pese a lo cual, Miriam había ido a trabajar. ¡Qué remedio, si no quería problemas con su jefe, ese verraco de Vacas!

Sin sus lentes, aquella borrosa jornada se le había hecho interminable. Perdía las facturas, las notas de prensa. No se atrevía a abandonar el mostrador para recoger el correo que diariamente el cartero depositaba en el buzón porque, según decían que le había ocurrido a más de un ciego -y era casi como si ella lo estuviera-, temía caer por el hueco del ascensor.

En su punto álgido, la jaqueca estuvo a punto de hacerle saltar las lágrimas, pero ya faltaba poco para cerrar. A las nueve en punto apagaría las luces y abandonaría la redacción de La Colmena. Había quedado con Adrián, el hombre con quien, sonrió para sí (porque él aún no lo sabía), iba a casarse.

Adrián estaba terminando Medicina. Se lo tomaba con calma. Tanta, que había suspendido varios cursos. Pero eso iba a cambiar, le había prometido a Miriam.

Ella quería creer que Adrián -el futuro doctor Martínez- llegaría a convertirse en uno de esos médicos de la Seguridad Social, con su uniforme verde quirófano y su salario fijo, guardias retribuidas y congresos gratuitos, en pareja, a lugares exóticos, como el Caribe; capaz de amarla en la salud y en la enfermedad (circunstancia esta última en la que, con un médico en casa, estaría mejor atendida) y de sacar adelante a una familia. La suya, los Martínez-Gómez. Con guión, sí, para dar lustre a los deslucidos galones que su padre, Alarico Gómez, un anónimo comandante del Ejército de Tierra, no había sabido o no había podido abrillantar.

Pese a sus sueños de lujo y postín, derivados del consumo de revistas del corazón y de las novelitas rosas que se apilaban en su mesita de noche, Miriam no pertenecía a esa clase de chicas que se engañan a sí mismas. Era apocada, de contadas palabras. Cuando la realidad la ponía a prueba, se valoraba en muy poca cosa. Jamás había conseguido refrendar en la realidad el consejo de su fallecida madre («Hazte respetar, hija mía, porque las otras, por guapas y listas que parezcan, no valen más que mi niña»), y solía esconder su timidez tras una coraza de orgullo. Su corta existencia -ese mes cumpliría veintitrés- había transcurrido de cuartel en cuartel y de ciudad en ciudad, desde Malabo a Gijón, de Ceuta a Zaragoza, hasta que su padre fue destinado a la Academia Militar de Bolsean.

Cuando conoció a Adrián, Miriam experimentó cierta vergüenza al confesarle que a duras penas se ganaba el pan como secretaria de La Colmena. Una publicación de carácter satírico sostenida por escasos contratos publicitarios y las mínimas subvenciones que el director, Jaime Vacas, antiguo redactor político del Diario de Bolsean, hombre conservador, látigo de nacionalistas y rojos -«el contubernio», en su nostálgica visión-, era capaz de extraer a las instituciones mediante un cínico juego de servidumbres y amenazas.

A Adrián no pareció importarle. Ni la condición de su chica ni la tirada de La Colmena, que seguiría siendo un medio marginal, iban a prosperar. El sueldo de Miriam, modesto de por sí desde que había obtenido el puesto gracias a sus cursos de mecanografía, estaba congelado. Al no poder asumir nuevos gastos, el semanal iba a seguir contando con la plantilla más corta de cuantos medios veían la luz de la imprenta en la ciudad de Bolsean: un director, Jaime Vacas; un redactor, Sabino Sabanés; un maquetador, Ángel Fraile, y la propia Miriam Gómez, secretaria de dirección, de redacción y del departamento comercial de la empresa editora. La chica para todo.

¿Qué habría visto Adrián en ella? El cabello se le crespaba, su cutis no era fino y su regordeta figura, lejos de parecerse a la de los anémicos ángeles que parecían flotar sobre las pasarelas de los desfiles de moda, se obstinaba en resistir las horas invertidas en el gimnasio de la Academia Militar, cuyas instalaciones, como hija de oficial, se le permitía utilizar de manera gratuita.

– Abur -dijo en ese momento, a las ocho y treinta y cinco, Sabino Sabanés, el cáustico (y único) redactor de La Colmena.

Al igual que Vacas, Sabanés era un inadaptado veterano procedente de los periódicos del Movimiento. Tenía fama de mal enemigo y propagador de rumores infundados, que solía firmar con sus iniciales, una doble ese mayúscula. Dominguillo de cuadrillas taurinas y cofrade del Santo Cristo de la Corona de Espinas, sus salaces chistes y sus cotidianas resacas explotaban bajo su flequillo chupado, con más grasa que el almanaque de un taller mecánico.

– Hasta mañana -lo despidió Miriam.

– ¿Y tus gafas?

– Se me rompieron.

– ¿Magreándote con tu bicho?

Ella se ruborizó.

– Hay que ver lo grosero que puede llegar a ser usted.

Desde su nebulosa, Miriam intuyó que Ángel Fraile, el maquetador, iniciaba su acostumbrado ritual para recoger su mesa en la sala de redacción. Fraile solía esperar a que saliera el otro, para no compartir con Sabanés ni siquiera el ascensor.

– Así se te ven mejor los faros -se relamió Sabino.

La secretaria fingió sumergirse en los recibos pendientes, que colmaban un archivador.

– Aparecerá ese fantoche de Lobos -agregó Sabanés, arrojándole al toser su aliento a tabacazo. Pese a padecer de asma, encadenaba un habano detrás de otro-. Para traer, él o uno de sus negros, el artículo del próximo número.

– ¿Lobos emplea negros?

– Becarios, o esas pardillas que se beneficia a cambio de enchufes. ¿Cómo podría, si no, atender su pluriempleo?

Además de columnista y tertuliano de radio, y de caballero elegante y mundano, Manuel Lobos era un novelista de éxito. Miriam lo había saludado unas cuantas veces, en la redacción. A sus ojos, simbolizaba el polo antípoda a Sabanés, un canon de educación y de buen gusto.

Los rencores de Sabino solían cebarse con los triunfadores. A la cara, en cambio, jamás les reprochaba nada. Antes bien, solía adularles. A Lobos o al director, los primeros. Esa mezquina actitud no le reportaba ventaja alguna; por el contrario, envenenaba hasta corromperla su envidia, que se revelaba estéril para sus desapercibidas víctimas.

En el mundillo periodístico, más que su edad, pensaba Miriam, pesaría la rijosidad de Sabanés como un lastre a la hora de pretender escapar a su destino. La muchacha cavilaba que su desarreglo erótico lo ensordecía, como seguramente lo estaba importunando ya el eco de la muerte, y que por eso bebía y se empeñaba, a menudo con éxito, en amargar la vida a todo prójimo que usara faldas (o falda-pantalón, prenda predilecta de la secretaria para disimular las redondeces de su cintura).

– ¿Y si me pide un adelanto? -planteó la chica-. Su nómina acumula retraso.

– Le das largas hasta febrero o marzo -dispuso Sabanés, ejerciendo de director en funciones-. Primero cobramos los galeotes. Luego, si queda maquila, cada plumífero por orden de antigüedad.

– Hablaré con el director -lo ignoró Miriam, intuyendo que la respuesta de Vacas no iba a ser mucho más optimista. Los ingresos de La Colmena apenas alcanzaban para subsistir, y ella estaba harta de posponer el pago a los columnistas. Algunos de los cuales, con razón, protestaban.

Sabanés la taladró con una libidinosa mirada.

– ¿Cómo no me había fijado en esos ojitos moros? ¡Tus gafas deberían romperse más a menudo! ¿Hacen unas cañitas con limón en La Espumosa?

– Precisamente he quedado allí.

– ¿Con un punto?

– Se llama Adrián.

– ¿Es que ese ternero que suele esperarte abajo, sacando brillo a la acera, tiene nombre?

Miriam se sulfuró.

– Que yo sepa, no pertenece a la especie bovina.

– Porque todavía no le pones los cuernos, pero todo se andará. Arriba y abajo, mientras te aguarda con las manos en los bolsillos, sobándose el paquete, esa mirada degollada suya me dice que no te merece.

– Nada que ver con la de usted, desde luego.

– Esto se pone al rojo -estimó Sabanés, acodándose en el mostrador. Miriam retrocedió un paso, hasta rozar las estanterías metálicas-. ¿Y cómo es mi forma de mirar, mimosa?

– La de un viejo verde -silabeó ella, asombrándose de su propio valor.

– El mío es oficio de alcahuetes -rio Sabino, con acidez-. Algún día, cuando me fiche un periódico importante, vendrás a suplicarme que te saque de aquí.

– ¿Cuando sea usted tan famoso como el señor Lobos, que es un caballero?

La boca de Sabanés se frunció en un despectivo ademán.

– ¿Quién le habrá hecho creer a ese pavo que sabe escribir?

– Sus lectores, supongo.

A la luz de los neones que iluminaban la redacción, el rostro del reportero se envileció. Sus manos se extendieron en el espacio vacío, como si quisieran agarrar algo, el velo, acaso, de su perdida fortuna, y volvieron a caer a los costados.

– No es de estilo literario de lo que me gustaría hablar contigo, chochín. ¿Qué hay de esa cañita? Te advierto que mis ofertas tienen fecha de caducidad.

Miriam cruzó los brazos.

– Que un tipo como usted se considere irresistible…

– ¿Aprendemos a conocernos mejor?

– ¡Nunca!

– ¡Qué palabra tan fea!

– No es romanticismo lo que me inspira.

– Nunca digas de esta agua no beberé.

– Ni cerveza ni agua. Adiós.

– Abur, Cenicienta.

La figura encorvada de Sabanés desapareció hacia el ascensor. Sin sus gafas, Miriam no alcanzó a ver su torvo semblante. Respiró, aliviada, y se alisó la blusa con la sensación de que una zarpa había querido desgarrársela.

No sentía un temor genérico hacia los hombres, pero el acoso de Sabino la agobiaba como una amenaza.

En otra medida, la de la soledad, la de esa clase de odio callado que devora a los hombres hambrientos de justicia personal, lo relacionaba con su padre, el comandante, cuando éste bebía en silencio, con las luces del apartamento apagadas. Hundido en una mecedora del cuarto de estar, el viudo oficial dejaba que el anís lo embruteciese con una sombría exaltación, mientras contemplaba los reflejos de la noche en las ventanas de la casa de enfrente.

Durante esos trances, Miriam permanecía encerrada en su cuarto, que daba al patio interior de la Residencia Militar. Una vez que su padre, tras recorrer tambaleante el pasillo, se había derrumbado en la cama, y roto a roncar, entraba en su dormitorio, le desanudaba los zapatos y lo cubría con una sábana. Con tanto sigilo como si estuviera extendiendo un sudario sobre su flaco y aborrecido cuerpo de héroe sin medallas.